El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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BIBLIOTECA de LA NACIÓN

ARMANDO PALACIO VALDÉS

—————

EL CUARTO

PODER

BUENOS AIRES

1913

El autor de esta obra ha autorizado aLA NACIÓN para editarla yvenderla solamente en las Repúblicas Argentina y Uruguay.

Estaedición no puede circular fuera de las dos Repúblicas mencionadas.

Imp. de LA NACIÓN.—Buenos Aires

ÍNDICE

I. — Se levanta el telón, por esta vez sin metáfora

II. — Del feliz arribo de la «Bella-Paula»

III. — En que la pareja enamorada comienza a pensar en el nido

IV. — Cómo los particulares de Sarrió se congregaban en un recintonombrado el «Saloncillo», y lo que allí se platicaba

V. — ¡¡¡Ladrones!!!

VI. — Que trata del equipo de Cecilia

VII. — Que trata de dos traidores

VIII. — De la reunión que los próceres de Sarrió celebraron en el teatrocon asistencia del cuarto estado

IX. — Historia de una lágrima

X. — De la gloriosa aparición de «El Faro de Sarrió» en el estadio de laprensa.—Primeros fuegos de la batalla del pensamiento

XI. — Que Gonzalo se casó.—Graves revueltas entre los socios del«Saloncillo»

XII. — Cómo se divertía Pablito

XIII. — En que se descubren algunos secretos de la vida de Gonzalo

XIV. — De los galicismos que cometía «El Faro de Sarrió» y otros asuntosno menos interesantes.—Primeras bajas de la batalla del pensamiento

XV. — De la entrada famosa que hizo en Sarrió el duque de Tornos, condede Buenavista

XVI. — De lo mucho y bueno que hizo el duque de Tornos en Sarrió

XVII. — Que Gonzalo toma una gravo resolución y Cecilia otra

XVIII. — Donde tira doña Brígida de la manta

XIX. — En que da fin la presente historia con algunos notables, cuantotristes sucesos

— Obras de Palacio Valdés

CAPITULO PRIMERO

se levanta el telón, por esta vez sin metáfora En Sarrió, villa famosa, bañada por el mar Cantábrico, existía hacealgunos años un teatro no limpio, no claro, no cómodo, pero que servíacumplidamente para solazar en las largas noches de invierno a suspacíficos e industriosos moradores. Estaba construído, como casi todos,en forma de herradura. Constaba de dos pisos a más del bajo. En elprimero los palcos, así llamados Dios sabe por qué, pues no eran otracosa que unos bancos rellenos de pelote y forrados de franela encarnadacolocados en torno del antepecho. Para sentarse en ellos era forzosoempujar el respaldo, que tenía bisagras de trecho en trecho, y levantaral propio tiempo el asiento. Una vez dentro se dejaba caer otra vez elasiento, se volvía el respaldo a su sitio y se acomodaba la persona delpeor modo que puede estar criatura humana fuera del potro de tormento.En el segundo piso bullía, gritaba, coceaba y relinchaba toda la chusmadel pueblo sin diferencia de clases, lo mismo el marinero de altura queel que pescaba muergos en la bahía o el peón de descarga; la señá Amaliala revendedora igual que las que acarreaban «el fresco» a la capital.Llamábase a aquel

recinto

«la

cazuela».

Las

butacas

eran

del

mismoaborrecible pelote que los palcos y el forro debió ser también del mismocolor, aunque no podía saberse con certeza.

Detrás de ellas había, a laantigua usanza, un patio para ciertos menestrales que, por su edad, sucategoría de maestros u otra circunstancia cualquiera, repugnaban subira la cazuela y juntarse a la turba alborotadora. Del techo pendía unaaraña, cuajada de pedacitos de vidrio en forma prismática, con luces deaceite. Más adelante se substituyó éste con petróleo, pero yo no alcancéa ver tal reforma. Debajo de la escalera que conducía a los palcos habíaun nicho cerrado con persiana que llamaban «el palco de don Mateo». Deeste don Mateo ya hablaremos más adelante.

Pues ha de saberse que en tal lacería de teatro se representaban losmismos dramas y comedias que en el del Príncipe y se cantaban las óperasque en la Scala de Milán. ¿Parece mentira, eh? Pues nada más cierto.Allí ha oído por vez primera el narrador de esta historia aquellasfamosas coplas: Si oyes contar de un náufrago la historia, Ya que en la tierra hasta el amor se olvida...

Por cierto que le parecían excelentes, y el teatro una maravilla de lujoy de buen gusto. Todo en el mundo depende de la imaginación. Ojalá latuviese tan viva y tan fresca como entonces para entretenerles a ustedesagradablemente algunas horas.

También ha visto el Don Juan Tenorio. Ysus difuntos untados de harina de trigo, su comendador filtrándose poruna puerta atada con cuerdas, su infierno de espíritu de vino y suapoteosis de papel de forro de baúles, le impresionaron de tal modo queaquella noche no pudo dormir.

En la sala pasaba, poco más o menos, lo mismo que en los más suntuososteatros de la Corte. No obstante, por regla general se atendía más alespectáculo que en éstos. Aun no habíamos llegado a ese grado superiorde perfeccionamiento, mediante el cual las acciones deben formar gratocontraste con el lugar donde se ejecutan; verbi-gracia, charlar en losteatros, reirse en las iglesias, ir graves, y silenciosos, y patéticosen el paseo, como sucede, afortunadamente, en Madrid. Ignoro si enSarrió han subido ya a la hora presente este peldaño de la civilización.

Ni se crea que faltaban por eso algunos espíritus lúcidos que seadelantaban a su época y presentían lo que había de ser el teatroandando el tiempo. Pablito Belinchón era uno de ellos.

Tenía abonadosiempre, en compañía de otros tres o cuatro amigos, el palco deproscenio. Desde allí dirigía la palabra a otros señores de más edad,abonados en el palco de enfrente: se decían cuchufletas, se burlaban dela tiple o del bajo, y se tiraban caramelos y saetas de papel. Porcierto que el público de las butacas, ajeno todavía a estosrefinamientos de la civilización, solía hacerles callar bárbaramente conun enérgico chicheo. Las familias más importantes acostumbraban a entraren aquellos palcos fementidos después de abierto el telón, con la mismasolemnidad que si penetrasen en una platea del teatro Real, y por decontado con mucho más ruido. No es posible figurarse bien el horrísonotraquido que daba aquel respaldo al ser empujado y aquel asiento aldejarlo caer con ánimo de llamar la atención.

Dígalo si no la familia que en este momento hace su entrada triunfal enuno de ellos y permanece en pie despojándose de los abrigos, mientraslos espectadores divierten por un instante la vista de la escena y lafijan en ellos, hasta que se sientan. Son los señores de Belinchón. Eljefe de la familia, don Rosendo, es un caballero alto, enjuto, dobladopor el espinazo, calvo por la coronilla, de ojos pequeños y hundidos,boca grande, que se contraía con sonrisa mefistofélica, dejando ver dosfilas de dientes largos e iguales, la obra más acabada de ciertodentista establecido hacía pocos meses en Sarrió. Gasta patillas cortasy bigote, y representa unos sesenta años de edad. Está reputado por elprimer comerciante de la villa y uno de los primeros importadores debacalao de la costa cantábrica. Durante muchos años monopolizóenteramente la venta por mayor de este artículo, no sólo en la villa,sino en toda la provincia, y gracias a ello había granjeado una fortunaconsiderable. Su esposa, doña Paula... ¿Pero por qué se despierta tal ytan prolongado rumor en el teatro a su aparición? La buena señora, alescucharlo, queda temblorosa y confusa, no acierta a desembarazarse delabrigo, y su hija Cecilia se ve obligada a quitárselo y a decirle aloído:—

¡Siéntate, mamá! Se sienta, o por mejor decir, se deja caer sobreel banco y pasea una mirada extraviada por el público, mientras susmejillas se tiñen de vivo carmín. En vano se abanica con brío y procuraserenarse. Nada: cuantos más esfuerzos hace por alejar la sangretumultuosa del rostro, más empeño pone la maldita en ocupar aquel lugarvisible.

—¡Mamá, qué colorada estás!—le dice Venturita, su hija menor, pugnandopara no reir.

La madre la mira con expresión de angustia.

—Calla, Ventura, calla.—dice Cecilia.

Doña Paula, animada con estas palabras, murmura:

—Esta chiquilla no goza sino en avergonzarme.

Y estuvo a punto de enternecerse y llorar.

Al fin, el público se cansó de atormentarla con sus miradas, sonrisas ymurmullos, y fijó de nuevo su atención en la escena.

La congoja de doñaPaula fué cesando poco a poco; pero quedaron restos de ella por toda lanoche.

La causa de aquel incidente era el abrigo de terciopelo guarnecido depieles que la buena señora se había puesto.

Siempre que estrenaba algunaprenda de apariencia brillante, sucedía lo mismo. Y esto no por otracosa más que porque doña Paula no era señora de nacimiento. Procedía dela clase de cigarreras. Don Rosendo había tenido amores con ella siendocasi una niña, de los cuales nació Pablito. Así y todo, don Rosendoestuvo cinco o seis años sin casarse ni querer oir hablar de matrimonio;pero visitándola en su casa y asistiéndola con dinero. Hasta que alfin, vencido más por el amor del hijo que el de la madre, y, más que portodo esto, por las amonestaciones de sus amigos, se decidió a entregarsu mano a Paulina. La población no supo del matrimonio hasta después deefectuado: tal sigilo se guardó para llevarlo a cabo. Desde entonces lavida de la cigarrera puede dividirse en varias épocas importantes.

Laprimera, que dura un año, comprende desde el matrimonio hasta la«mantilla de velo». Durante este tiempo, la señora de Belinchón no semostró poco ni mucho en público. Los domingos iba a misa de alba y seencerraba otra vez en casa.

Cuando se decidió a ponerse la antedichamantilla e ir a misa de once, lo mismo en la iglesia que en las callesdel tránsito, la acribillaron a miradas, y se habló del suceso por másde ocho días. El segundo período, que dura tres años, comprende desde«la mantilla de velo» hasta «los guantes». La vista de tal ornamento enlas manos grandes y coloradas de la ex cigarrera produjo una excitaciónindescriptible en el elemento femenino del vecindario. En las calles, enla iglesia, en las visitas, las señoras se saludaban preguntando:—¿Havisto usted?...—Sí, sí, ya he visto.—Y comenzaba el desuello. Vienedespués el tercer período, que dura cuatro años, y termina en «elvestido de seda», que dió casi tanto que murmurar como los guantes, yprodujo general indignación en Sarrió.—Diga usted, doña Dolores,

¿quénos queda ya que ver?—Doña Dolores bajaba los ojos haciendo un gesto deresignación. Por último, el cuarto período, el más largo de todos porquedura seis años, termina, ¡oh escándalo! «con el sombrero». Nadie puederepresentarse el estremecimiento de asombro que invadió a la villa deSarrió cuando cierta tarde de feria se presentó doña Paula en el paseocon sombrero-capota. Fué un verdadero motín. Las mujeres del pueblo sesantiguaban al verla pasar y pronunciaban comentarios en alta voz paraque los oyese la interesada.

—¡Mujer, mira por tu vida a la Serena qué gabarra lleva sobre lacabeza!

Porque hay que advertir que a la madre de doña Paula la llamaban laSerena, y a la abuela y a la bisabuela también.

Excusado es añadir que desde que la cigarrera subió a la categoría deseñora, ni por casualidad la dieron ya su nombre propio.

Al día siguiente, al tropezarse las señoras de Sarrió en la calle, noencontrando palabras con que expresar su horror, se daban por contentascon elevar los ojos al cielo, agitar los brazos convulsivamente

y

pasarde

largo

murmurando:

«¡¡¡Sombrero!!!»

Ante aquel golpe de audacia que no tiene pareja sino con los de algunoshéroes de la antigüedad, Aníbal, César, Gengis-Khan, la villa quedó muday abatida algunos meses. No obstante, cada vez que la buena de doñaPaula aparecía en público con el abominable sombrero en la cabeza o concualquier otra prenda propia de su alta jerarquía, era saludada siemprecon un murmullo de reprobación. Y lo original del caso estaba en queella no protestaba ni en público ni en secreto, ni aun en lo sagrado dela conciencia, contra este proceder malévolo de su pueblo natal.Juzgábalo natural y lógico. No se le ocurría pensar que pudiera ser deotro modo. Sus ideas sociológicas no le aconsejaban todavía rebelarsecontra el fallo de la opinión pública. Creía de buena fe que al ponerselos guantes o el abrigo de pieles o el sombrero, cometía un actoreprobado por las leyes divinas y humanas. Los murmullos, las miradasburlonas, eran el castigo necesario de esta infracción. De aquí sustemores y congojas cada vez que iba a presentarse en el teatro o en elpaseo, y el rubor que la acometía.

¿Por qué entonces, se dirá, doña Paula se vestía de este modo?

No seránmuy conocedores del corazón humano los que tal pregunten. Doña Paula seponía el sombrero y los guantes a sabiendas de que iba a pasar un malrato, como un chico abre el aparador y se atraca de dulce a sabiendas deque en seguida le han de azotar. Los que no se hayan criado en unpueblo, nunca sabrán cuán apetitosa golosina es el sombrero para unaartesana.

Era doña Paula alta, seca, desgarbada. Cuando joven había sido buenamoza; pero los años, la clausura continua, a la que no estaba avezada, ysobre todo la lucha que venía sosteniendo con el público para establecersu jerarquía, la habían marchitado antes de tiempo. Todavía conservabahermosos ojos negros encajados en un rostro de correctas y agradablesfacciones.

El acto primero tocaba a su fin. Se representaba un melodramafantástico, cuyo nombre no recordamos, donde la compañía habíadesplegado todo el aparato escénico de que podía disponer. La cazuelaestaba asombrada, y acogía cada cambio de decoración con estrepitososaplausos. Pablito Belinchón, que había pasado en Madrid un mes el añoanterior, se reía con incontestable superioridad de aquel aparato; hacíaguiños inteligentes a los del proscenio de enfrente. Y para demostrarque todo aquello le aburría, concluyó por volverse de espaldas alescenario y mirar con los gemelos a las bellezas locales. Cada vez quelos preciosos anteojos de piel de Rusia apuntaban a una, la muchachasufría un leve estremecimiento: cambiaba de postura, llevaba la mano unpoco trémula al pelo para arreglarlo, sonreía a su mamá o a su hermanasin razón alguna, se ponía seria de nuevo, y fijaba con insistencia ydecisión sus ojos en la escena. Pero al instante los levantaba rápida ytímidamente hacia aquellos redondos y brillantes cristales que laofuscaban. Al fin concluía por ruborizarse.

Pablito, satisfecho,apuntaba a otra belleza. Las conocía como si fuesen sus hermanas,tuteaba a la mayor parte de ellas y de muchas había sido novio: pero lapluma en el aire no era más movible y tornadiza que él en materia deamores. Todas habían tenido que sufrir algún doloroso desengaño.Últimamente, hastiado de enamorar a sus convecinas, se había dedicado afascinar a cuantas forasteras llegaban a Sarrió, para abandonarlas, porsupuesto, si cometían la torpeza de permanecer en la villa más de unmes o dos.

Había razones poderosas para que Pablito pudiese disponer a su buentalante del corazón de todas las jóvenes indígenas y aun de lasextrañas. Era un apuestísimo mancebo de veinticuatro o veinticinco años,de rostro hermoso y varonil, de figura gallarda y elegante. Montaba acaballo admirablemente y guiaba un tílburi o un carruaje de cuatrocaballos, lo cual nadie sabía hacer en Sarrió más que los cocheros.Cuando se llevaban los pantalones anchos, los de Pablito parecían sayas;si estrechos, era una cigüeña. Venía la moda de los cuellos altos,nuestro Pablito iba por la calle a medio ahorcar con la lengua fuera.Estilábanse bajos, pues enseñaba hasta el esternón.

Estas y otras facultades eminentes hacíanle, con razón, invencible.Quizás algunos no hallen enteramente justificada la dictadura amorosa denuestro mancebo en Sarrió. Estamos no obstante seguros de que lasjóvenes de provincia que lean la presente historia la juzgarán lógica yverosímil.

Cuando bajó el telón, un anciano encorvado, con luenga barba blanca ygafas, se acercó arrastrándose más que andando al palco de los deBelinchón.

—¡Don Mateo! Imposible que usted faltase—exclamó doña Paula.

—¿Pues qué quiere usted que haga en casa, Paulita?

—Rezar el rosario y acostarse—dijo Venturita.

Don Mateo sonrió con dulzura, y contestó a aquella impertinencia dando ala niña una palmadita cariñosa en el rostro.

—Es verdad que debiera hacer eso, hija mía... pero ¿qué quieres? si meacuesto temprano no duermo... Y luego no puedo resistir la tentación dever estas caritas tan lindas...

Venturita hizo un mohín desdeñoso donde se traslucía la satisfacción deverse requebrada.

—¡Si fuera usted siquiera un pollo guapo!

—Lo he sido.

—¿El año cuántos?...

—¡Qué mala, qué mala es esta chiquilla!—exclamó don Mateo riendo yacometiéndole acto continuo un golpe de tos que le embargó larespiración por algunos momentos.

Don Mateo, anciano decrépito, no sólo estropeado por los años, sino pormultitud de achaques adquiridos con una vida harto disipada, era laalegría de la villa de Sarrió. Ninguna fiesta, ningún regocijo público oprivado se efectuaba en el pueblo sin su intervención. Era presidentedel Liceo, sociedad de baile, desde hacía muchos años, y nadie pensabaen substituirlo por otro. Presidía también una academia de música de lacual era fundador. Era vocal-tesorero del Casino de artesanos.

Lareedificación del teatro donde nos hallamos a él se debía; y pararecompensarle de sus molestias y desembolsos, el Ayuntamiento le habíapermitido labrar en el hueco de la escalera el palco cerrado conpersiana de que ya hemos hablado.

Vivía de su retiro de coronel. Estabacasado y tenía una hija de treinta y tantos años a quien seguía llamando«la niña».

Ni se crea por esto que don Mateo era un viejo verde. Si lo fuese, elsexo femenino no le demostraría tanta simpatía, ni le guardaría respetoalguno. Su único placer era ver divertidos a los demás, que la alegríareinase en torno suyo. Para conseguirlo, hacía esfuerzos increíbles dehabilidad, y se molestaba lo indecible. Su imaginación, puesta alservicio de tal idea, no descansaba un instante. Unas veces era un bailecampestre el que organizaba; otra vez hacía construir un escenario en elsalón del Liceo, y ensayaba alguna comedia; otras, contrataba compañíasde saltimbanquis o de músicos. En cuanto se pasaban ocho días sin quelos vecinos de Sarrió se recreasen de algún modo, ya estaba nuestro donMateo nervioso y no paraba hasta lograrlo. Gracias a él, podemosasegurar que no había pueblo en España, en aquella época, donde la vidafuese más fácil y agradable.

Porque los honestos recreos que sin cesar se repetían, engendraban launión y hermandad en el vecindario. Además, don Mateo, elementoconciliador por excelencia, formaba gran empeño en destruir todas lasmalquerencias y rencores que en el pueblo existiesen. Al contrario deciertos seres viles que se complacen en transmitir el veneno de lamurmuración, tenía gusto en ir repitiendo a cada cual lo bueno que de élhablasen los demás:—«Pepita, ¿sabe usted lo que acaba de decirme doñaRosario del vestido que usted lleva?... que es elegantísimo, muysencillo y de mucho gusto.»—Pepita se esponjaba en su palco, y dirigíauna mirada de ternura a doña Rosario, a pesar de que nunca le había sidosimpática.—Buen negocio ha hecho usted en la partida de cacao de laviuda e hijos de Villamor, amigo don Eugenio.—Phs; regular.—«En estemomento me acaba de decir don Rosendo que ese negocio se le ha escapadoa él de las manos por tonto.» Como don Rosendo pasa por el primercomerciante de la villa, don Eugenio no puede menos de sentirselisonjeado por estas palabras.

Después de haber charlado algunos instantes con la familia Belinchón,don Mateo se despide para recorrer todos los palcos, como tenía porcostumbre; pero antes dice, dirigiéndose a Cecilia:

—¿Cuándo llega?

La joven se puso levemente encendida.

—No sé decir a usted, don Mateo...

Doña Paula sonrió con malicia, y vino en auxilio de su hija.

—Debe de llegar en la Bella-Paula, que ha salido ya de Liverpool.

—¡Oh! Entonces aquí lo tenemos mañana o pasado... ¿Habrás rezado muchoa la Virgen de las Tormentas, verdad?

—¡Una novena nada menos la ha hecho! Hace días que están seis ciriosardiendo delante de la imagen—dijo Venturita.

Cecilia se puso aún más colorada y sonrió. Era una joven de veintidósaños, no agraciada de rostro ni gallarda de figura. Lo que másdesconcertaba la armonía de aquél, era la nariz excesivamente aguileña.Sin esta tacha quizá no habría sido fea, porque los ojos eranextremadamente lindos, tan suaves y expresivos, que pocas bellezaspodían gloriarse de poseerlos tales. Ni alta ni baja, pero el talledesgarbado y los hombros un tanto encogidos. Su hermana Ventura teníadiez y seis años, y aparecía como un hermoso pimpollo, lleno de gracia yalegría.

Su rostro ovalado parecía hecho de rosas y claveles.

Apretaditade carnes y pequeña de estatura; tan sabiamente proporcionada por laNaturaleza, que parecía modelada en cera.

Sus manos eran jazmines y suspies de criolla, celebrados en Sarrió como nunca vistos; la suavidad ytersura de su cutis, vencían a las del nácar y alabastro. Sobre lafrente, alta y estrecha como las de las venus griegas, de un blancoargentino, caían los bucles de sus cabellos rubios, cuya madeja, tanespesa como dócil y brillante, le tapaba enteramente la espalda hastamás abajo de la cintura.

—¡Búrlate de tu hermana, picarilla; no tardarás en hacer lo mismo!

—¿Yo rezar por un hombre? Usted chochea, don Mateo.

—Ya me lo dirás dentro de poco—repuso el anciano pasando a otro palcoa saludar a los señores de Maza.

En esto se acercó Pablito al de sus papás, trayendo en su compañía a unfiel amigo que merece especial mención. Era hijo del picador que habíaen el pueblo, y mozo que por su figura podía ser el regocijo de losespectadores en un circo de acróbatas. Nada necesitaba añadir a supersona, ni polvos de harina, ni bermellón, ni tizne para quedarconvertido en clown.

Era un payaso «al natural». Su nariz vivamentecoloreada ya por la Naturaleza, sus ojos torcidos, la ausencia depestañas, su boca de lobo, la disparatada anchura de sus hombros, elarco de sus piernas y, sobre todo, las muecas grotescas con que seacompaña al hablar o gruñir, provocan la risa, sin más pelucas yafeites.

Bien lo sabía Piscis (que así se llamaba o le llamaban) y deello estaba fuertemente pesaroso y hasta indignado. Para contrarrestarestas nativas disposiciones cómicas de su rostro, había determinado noreirse jamás, y cumplía su promesa religiosamente. Además, para el mismoefecto acostumbraba sabiamente a entreverar sus palabras con las másásperas y temerosas interjecciones del repertorio nacional, y varias desu invención particular. Pero esto, en vez de producir el efectoapetecido, contribuía a despertar la alegría entre sus conocidos.

El único que hasta cierto punto le tomaba en serio era Pablito.

Piscis yPablito habían nacido para amarse y admirarse. El punto de conjunción deestos dos astros era el género ecuestre. Piscis, adiestrado por su padredesde niño, era el mejor jinete de Sarrió; por consiguiente, paraPablito la persona más digna de ser admirada. El hijo de don Rosendo erael chico más rico de la población: para Piscis, debía de ser, claroestá, lo más respetable y digno de veneración que había sobre elplaneta. Nadie sabía a qué época se remontaba esta amistad. Se habíavisto a Pablito y Piscis eternamente juntos, cuando niños. Ya hombres nofué parte a separarlos la diversa posición social que ocupaban. El lugarde reunión de estos jóvenes notables era constantemente la cuadra de donRosendo. Desde allí, después de celebrar siempre una larga y eruditaconferencia, frente a los caballos, con parte teórica y parte práctica,salían a pasear su figura y sus profundos conocimientos por la villa,unas veces cabalgando en briosos corceles, otras en una linda charrette, Pablito guiando, Piscis a su lado fijo y absorto en lacontemplación amorosa de los traseros de los caballos. Algunas también,para dar ejemplo de humildad, caminando sobre las propias piernas.

Pablo se acercó a su familia, retorciéndose de risa.

—¿Qué te ha pasado?—le pregunta doña Paula, sonriendo también.

—Hemos seguido a Periquito a la cazuela y le encontramos mano a manocon Ramona—dijo el joven, acercando la boca al oído de su hermanaVentura.

—¿Sí?... ¿Qué le decía?—preguntó ésta con gran curiosidad.

—Pues le decía... (una avenida de risa lo interrumpió por algunosmomentos). Le decía... «Ramona, te amo».

—¡Ave María! ¡A una sardinera!—exclamó la niña riendo también yhaciéndose cruces.

—¡Si vieras con qué voz temblorosa lo decía, y cómo ponía los ojos enblanco!... Aquí está Piscis, que también lo oyó...

Piscis dejó escapar un gruñido corroborante.

En aquel momento, Periquito, que era un muchacho pálido y enteco, deojos azules y poca y rala barba rubia, apareció en las lunetas. Lasmiradas de toda la familia Belinchón se clavaron en él sonrientes yburlonas. Sobre todo Pablo y Venturita se mostraban grandementeregocijados a su vista. Periquito levantó la cabeza y saludó. La familiaBelinchón contestó al saludo sin dejar de reir. Tornó a levantar lacabeza otras dos o tres veces y viendo aquellas insistentes sonrisas, sesintió molesto y salió al pasillo.

Levantóse nuevamente el telón. La decoración representaba unas cavernasdel infierno, aunque no era imposible que alguien creyese que se tratabade la bodega de un ba