Dulce y Sabrosa by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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Martes. Hermoso día de otoño, aunque algo fresco. En el Retiro muy pocagente: don Juan llega de los primeros, se cansa de andar, se disgusta ysiente impulsos de volverse a casa. Por fin comienzan a venir paseantes.A las cinco aparece Cristeta al término de una alameda: traje, el mismodel día pasado; lleva al niño cogidito de la mano y el coche les sigue acorta distancia.

Don Juan se adelanta, acorta la marcha, la deja pasar,la alcanza y retrocede, todo sin dejar de mirarla. Ella, calmosa,serena, impasible, como si no le conociera. Fue tan marcada suindiferencia, que don Juan se dijo: «¡Tendría gracia que yo me hubieseequivocado!» Pero tornó a mirarla y se convenció de que era ella, lamisma, la propia Cristeta, que tantas veces le había dicho: «¡Juan mío!»Poco le faltó para llegarse a ella y hablarla.

Por fortuna se contuvopensando: «¿Y si me pega un bufido y me pongo en ridículo? No, todavíano.» Final, el mismo de la primera vez. El coche se para, Manolito, queva en el pescante, se quita respetuosamente el sombrero. Cristeta cogeal niño, lo sienta, sube y desaparece sin que don Juan pueda sorprenderuna mirada de reojo, ni el más leve indicio de curiosidad.

Atormentadodel despecho, no se le ocurre más que esto: «Un cochero de abono nosaluda de esa manera; el carruaje es suyo.

No me cabe duda; está casada.¡mejor!»

Miércoles. La tarde fría, las alamedas desiertas; llega don Juan, abarcacon la vista aquella soledad y piensa: «¡Si viniese ahora mismo!»Después anda un buen rato a paso largo para entrar en calor, hasta queaparece Cristeta seguida de la niñera, que trae al pequeñuelo en brazos.Comienza a soplar un Norte muy desapacible; las hojas secas, arrebatadasde los árboles, forman en el suelo ruidosos remolinos de oro. Ella semuestra más indiferente que nunca. El viento, al agitar su falda, lepega la tela a las piernas, modelando indiscretamente sus formas ydejando al descubierto los pies. Diez o doce minutos de paseo.

Unaturbonada; aquello se hace insoportable. Otro día perdido.

Jueves. Lloviznando. Cristeta, encerrada en casa, se distrae zurciendoropa blanca. De rato en rato, hilos y aguja se le caen sobre el regazo.«Veremos... ya lleva tres ojeos. ¡Se me pasan unas ganas de hacerleseñas para que se acerque!»

Don Juan anda mientras tanto aburriéndose en visitas y sin poderdesechar de la imaginación aquellos pies que pisan la arena como sintocarla. «Sí, el traje el mismo, menos las medias; las de ayer erannegras con lunares azules... Parece que se le han agrandado los ojos. ¡Yqué cuerpo!»

Viernes, sábado y domingo. Lluvia continuada: un temporal.

Ella conjaqueca, tumbada en el sofá de Vitoria y fija la vista en la pared. Alcaer la tarde, cuando escasea la luz, cree ver dibujarse sobre la blancasuperficie del muro una serie de escenas en que don Juan, arrodillado asus pies, le pide perdón con frases muy apasionadas. Por desgracia o porfortuna aquello es una visión destituida de realidad, un sueño, porquesi él entrase... ¡sabe Dios!

Segundo lunes. Hermoso día, pero el piso demasiado húmedo.

Don Juanpiensa: «No irá», y se queda en casa leyendo. Cristeta sale. Al finmujer. Paseo en balde. Luego, noche de insomnio pensando: «¿Estarámalo?»

Martes. Sol esplendoroso, piso seco, ambiente primaveral.

Casi al mismotiempo llegan ambos espoleados por la impaciencia. Ella con otro traje:falda ceniza y abrigo muy oscuro, de paño todo bordado; sombrero griscon gran lazo y velillo; en vez de zapatos, botas. Don Juan, que varesuelto a hablar, se acobarda viendo a la niñera. «No: los criados sonenemigos, no quiero comprometerla. Pero cuando viene aquí, cuando no seva de paseo a otra parte... por algo es.»

En estos y parecidos lances, es decir, sin ninguno notable,transcurrieron veintitantos días.

Por fin, una tarde, cuando don Juan iba por frente a la Cibeles,dirigiéndose al Retiro, vio a la niñera sola con el chico.

Buscó con lasmiradas a Cristeta; pero en balde, y se dijo: «Ésta es la mía.»

La niñera era pequeña, menudita, lista, graciosilla y achulada; unaperitivo o un hors d'œuvre, si don Juan no tuviese puesto en másalta empresa el pensamiento. La chica, llevando al pequeñín de la mano,se dirigía hacia la parte del Prado donde paran los cochecillos tiradospor cabras o burritos para recreo de niños.

«Bueno—pensó don Juan—;luego vendrá la madre a buscarles.»

Una hora fue siguiéndoles a largadistancia y gruñendo entre dientes: «¡Que haga yo esto!»

Las cinco; Cristeta no viene y la niñera endereza los pasos hacia laCarrera de San Jerónimo; don Juan no aguanta más y, colocándose junto aella, le habla de este modo:

—Cuerpo bonito..., ¿vamos de retirada? Parece que hoy no ha salido laseñorita.

—¿Y a usted qué se l'importa?

—No te atufes, mujer; cuando te lo pregunto, por algo será.

—Es que yo no sé quién es ustéz.

—¿Crees que te voy a comer?

—Ya... como que no soy hierba...

—¡Qué mal genio tienes y que reguapa eres!

—Es que no quiero músicas y no se meta usted conmigo, que yo voy por micamino y la calle es del rey.

—No seas tonta y baja la voz. ¿Qué trabajo te cuesta contestarme acuatro preguntas? No te arrepentirás; mira que soy muy agradecido.

Julia se detuvo diciendo al chiquitín:

—Aguarda, hijo, que este cabayero me va a sacar de pobre.

—Tu señorita se llama doña Cristeta, ¿verdad? ¿Dónde vivís?

¿Cómo sellama su marido? ¿Cuánto tiempo hace que están casados?

—¡Pero, hombre, se l'a figurao a ustéz que soy catecismo pa responder a tantas cosas!

—Bueno, pues dime lo que sepas.

—¿No ve ustéz que entavía soy yo muy joven pa ese oficio?

—No seas tonta. Lo que ganas tú en dos meses te lo doy yo en un minuto.Por hablar nadie se pierde.

Sigún... y yo no quiero líos.

Don Juan sacó del bolsillo del chaleco cuatro monedas de a veinte realesy quiso ponérselas en la mano.

—¿Va usted a comprar la barandilla del Prao?

—Toma, mujer.

Ella hizo un movimiento como para alargar la mano; pero de repente seechó hacía atrás esquivando el cuerpo y diciendo rapidísimamente:

Quitesusté pa un lao que viene el coche con la señora...—y en vozbaja, muy baja, añadió—: Agur, hasta otro día, cuando me vea usted sola.

Don Juan, iluminado de súbita inspiración, repuso también muy aprisa:

—Aquí mismo, a esta hora, la primera tarde que llueva. No tearrepentirás.

Julia no había mentido. La berlina bajaba echando chispas por la Plazade las Cortes. El cochero, al ver a la niñera, detuvo; abrió Cristetadesde dentro la portezuela y subió la chica con el nene.

*

* *

Como si el diablo fuese ordenador del tiempo en perjuicio del amor,tardó bastantes días en llover, con lo cual don Juan comenzó adesesperarse; tanto, que pensó en dar un golpe decisivo para inquirirdónde vivía Cristeta. Pensó primero en que lo averiguase Benigno, suayuda de cámara; pero Julia era guapa, el hombre podía encapricharse...Resolvió hacer la diligencia por sí mismo.

Una tarde fue al Retiro en una victoria tirada por un buen caballo, concochero previamente instruido y seguro de ser gratificado. Debía éste,mientras don Juan pasease a pie, no perderle de vista, aproximarse a unaseña convenida y seguir luego tras la berlina de Cristeta. La traza noera mala; pero falló.

Manolo fue más listo, su caballo mejor y elcochero de don Juan se quedó rezagado en un cruce de calles, donde huboconfusión de carros y carruajes.

A esta intentona siguieron varios días de buen tiempo en Madrid, y demal humor en don Juan, porque ni la señora ni la niñera aparecieron porel Retiro ni el Prado.

Cristeta dejó de ir a paseo y no permitió salir a la chica, con objetode excitar y enardecer más la curiosidad de don Juan; pero a la par queesto hacía por reflexión, se apoderó de ella tal impaciencia que estuvoa pique de escribirle diciéndole con terrible laconismo: «Ven.» Porsupuesto que si lo hace él se presenta de fijo en su casa o dondequierale citase, sin miedo a marido, aunque fuera más temible que el GranTurco. El pobre don Juan estaba rabioso por lo que le sucedía. Más de unmes llevaba perdido en persecución de una mujer a quien dos años anteshabía considerado peligrosa. «En realidad—pensaba, tratando deexplicarse su conducta—, esto es... una locura... un capricho. (Cuandoen materia de amor el hombre califica su gusto de capricho, es que estáciego de amor propio.) Nada más que un capricho. ¿Se ha casado? Ha hechobien...; pero de mí no se burla una mujer a quien he tenido en losbrazos. Yo le enseñaré quién soy. Cuando se me antoja una la logro, ycuando quiero la dejo, y luego, si me da la gana, vuelta a empezar.

Unanoche... una tarde... una hora, y después vaya bendita de Dios. Aunqueesté casada con el mismísimo Padre Santo. ¡Se ha puesto tan guapa!»

Hasta entonces nunca había entrado en sus teorías ni en sus prácticasintentar la repetición de semejantes aventuras, porquedespreciativamente calificaba esto de reincidencia vergonzosa. Pero ¿erasólo amor propio lo que ahora le impulsaba al quebrantamiento de talesdoctrinas? No; y la demostración, terrible por cierto, consistía en que,desde la tarde del primer encuentro con Cristeta, no se le habíaocurrido acercarse ni conocer, en sentido bíblico, a ninguna mujer. Yfue sin premeditarlo, como si por instinto ahorrara brío, esfuerzo yterneza, ilusionado con la esperanza de que se presentase la ocasión dereanudar la lectura del poema estúpidamente interrumpido enSanturroriaga.

Cuando, a fuerza de reflexionar sobre su situación, se dio cuenta deaquella castidad, experimentó una sensación rarísima, mezcla de terror yvergüenza: lo primero, porque le espeluznaba la perspectiva de que unamujer le absorbiese y tiranizara el pensamiento; lo segundo, porque paraun hombre como él era ridícula semejante continencia. Quiso entoncespersuadirse de que no estaba cautivo de una idea fija, de que elfantasma de Cristeta no le había sorbido la voluntad, y determinóvisitar a cualquiera de aquellas antiguas conocidas suyas, y de otros,siempre dispuestas a representar papel de Danae no por una lluvia deoro, sino por unos cuantos duros.

A fuer de inteligente y delicado en cosas de amor, era don Juan, aunqueno invulnerable a la seducción poco sensible a los halagos de vengadoras, momentáneas y horizontales. No le importaba que lecostase caro el viaje a Citerea; pero sentía repugnancia invencible apagarlo al contado, como si besos y caricias fuesen guantes y corbatas:gustábale, por el contrario, dejar espacio entre el placer y laremuneración para poetizar y envolver en voluntarias ilusiones loprosaico de la realidad, prefiriendo gastarse muchos centenares en unregalo a dejar unos pocos sobre una mesa de noche o dentro de unsortijero. Y tenía razón: ¿dónde hay cosa que tanto descorazone yrepugne como besar a una mujer y cinco minutos después darle dinero?¡Todo se puede perdonar al oro menos que sirva para comprar el amor!

El resultado de esta quintaesencia de romanticismo bien entendido, eraque no conocía gran número de pecadoras. En cambio, aquellas a quienestrataba constituían la flor y nata del gremio; el estado mayor de losejércitos del diablo. Unas, nacidas en baja condición, fueronencumbradas en virtud de su belleza; otras habían trocado la miseriavergonzante de la clase media por el esplendor lujoso de la corrupción.A todas sirvió de escabel la imbecilidad de los hombres.

¿Cuál sería la que él utilizase de modus vivendi y como remediopasajero a la soledad que le atormentaba? ¿A cuál de ellas se dirigiría?

¿A la encantadora Elvira? Cierto que tenía el cuerpo escultural,vivificado por venas azuladas que parecían serpear entre tibiacarnosidad de rosas; mas su belleza estaba deslucida porque, teniendo elpelo tan negro como las bayas de la yedra, había dado en la estúpidamanía de teñírselo de rubio lino.

Además, era muy bestia, no podíasostener una conversación, y con ella el dúo del amor casi se convertíaen triste soliloquio.

¿Enriqueta? Lánguida, esbelta, pálida y ojerosa, parecía sentimental yromántica; pero al comer devoraba, bebía como un tudesco y amaba conestremecimientos de epilepsia: pecar con ella no era rendir gratotributo a la Naturaleza, sino hacer un favor.

¿Flora? La cara valía poco: chatilla y morenucha; lo demás, admirable,el pecho como de Venus victoriosa, las caderas con curvas de ánfora, laspiernas como de Diana Cazadora; por mirarla desnudarse hubiera Orestesprescindido de su venganza.

Pero luego, no había que contar con ella: enla situación culminante

del

coloquio

amoroso

se

quedaba

insensible,entreteniéndose en seguir con la vista los dibujos del papel de la paredo contando las estrías de las columnillas de la cama. Hacía concebirgrandes esperanzas y acababa prestándose al amor como a una servidumbre.Durante el prólogo, sus sonrisas eran un estímulo; después, una mueca dedoloroso hastío.

¿Araceli? ¡Pobre muchacha! Tez de rosa enfermiza, piel dorada conreflejos de ámbar. Cuando se destrenzaba el pelo, dejándolo caer sueltohebra a hebra en torno del cuerpo, envolviéndose en un manto de oroluminoso, parecía la diosa del pudor. ¿Por qué estaría siempre triste?Bajo los rasgos de lápiz azulado con que se agrandaba los ojos brillabaperpetua humedad de lágrimas. ¿Qué habría en su alma? ¿Laxitud depecadora cansada o nostalgia de castidad atropellada?

¿Marcela? Guapísima, juguetona, sensual, elegante, mimosa y zalamerahasta el punto de aparentar que se entregaba ilusionada; pero... lacodicia en persona. No hablaba más que de previsión, ahorros ypeluconas. Oyéndola sin mirarla, podía uno imaginar que escuchabaconsejos de pariente tacaño. Un día, entre gatadas y bromas, le quitó aun amante dos perlas de la pechera, y retorciendo una horquilla de lasllamadas invisibles, con su alambre finísimo improvisó un par dependientes, y se quedó con ellos.

¿Mercedes? La mentira en todo su esplendor. Afectaba exceso de pasión;una noche de caricias suyas rendía más que tres días de caza.

¿Alberta? El tipo de la gran señora frustrada; no era cortesana pormiedo al trabajo, sino por ansia de brillar; hablaba inglés y francés;leía a Byron y Musset en el original; el membrete de sus cartasostentaba este lema: Una para todos y todos para una. Sus manos erande reina, sus pies de niña, los ojos como violetas claras mojadas derocío..., pero tenía en su casa para abrir la puerta una hermana dedieciocho años, tísica, que daba compasión. ¡La antesala del placerparecía custodiada por el ángel de la muerte!

¿Leonor?... No la recordaba bien... ¡Ah, sí! La insaciable; hembrapeligrosísima. A semejanza de Diógenes, siempre andaba buscando unhombre.

¿Blanca? La hermosura sin alma, la coquetería sin delicadeza.

Poseía laciencia de vestirse e ignoraba el arte de desnudarse.

Margarita..., Paz..., Asunción...; profesionales vulgares que no sabíanmás que entregarse como insensible mercancía a tantos o cuantos durosvista. ¡No! Ninguna le servía. Pobres imbéciles condenadas a vender loinapreciable. ¡Farsantas de la comedia del amor, incapaces de imitar lapoesía de la realidad! ¡Ah, Cristeta! Tú, amante toda verdad, sinceridady entusiasmo,

¿dónde estabas? ¡Tú, la única que en cada beso daba unpoco del alma!

¡Sólo

poner

tu

nombre

junto

con

los

de

aquellasdesgraciadas, era ofenderte!

Don Juan no estableció comparación ni paralelo entre ella y lassacerdotisas de Venus; pero instintivamente, sin quererlo, a cadacuerpo, a cada rostro, a cada boca, a cada rasgo femenino que evocaba,le parecían superiores el cuerpo, el rostro, la boca y el recuerdo todode Cristeta. ¿Por qué la dejaría? Y ella, ¿cómo se había entregado aotro hombre? Lo primero fue insensatez; lo segundo pedía venganza.

Don Juan iba excitándose por grados. ¿Qué sería aquello?

¿Vanidadherida,

amor

propio

humillado,

capricho

incompletamente satisfecho?Cristeta le ocupaba el ánimo, le absorbía la voluntad y le llenaba elpensamiento. En ninguna encontró aquella rara mezcla de amor ardiente yde cariño impecable, aquella voluptuosidad empapada de ternura, ni aquelsensualismo exento de vicio. ¡Los labios de fuego, las miradas castas!¡Ah, necio y mentecato, que por propia culpa la perdió!

«Ella..., ella ha hecho bien en casarse, o en regalarse a quien le hayadado gana. La demostración de lo que vale—se decía él—

está en laconducta que observa. En el Retiro ni una sola mirada, y luego ha dejadode ir. Indudablemente no va porque cuando me ve, sufre.»

¡Qué mezcla de risa, gozo y orgullo hubiera experimentado Cristeta sipor arte de magia le fuese dado asistir a tales monólogos! Ygeneralizando el caso, ¡cómo se reirían las mujeres de los hombres siles vieran pensar!

*

* *

A todo esto sin llover; es decir, don Juan, imposibilitado de hablar conJulia, la niñera, que ni se acordaría tal vez de la cita.

En cambio, fue a todos los teatros de Madrid, visitando varios cadanoche; asistió a estrenos, funciones de beneficencia y turnos distintos;todo en balde. «No la dejará su marido, o no querrá ella separarse delniño. ¡Claro! Una mujer así tiene que ser buena madre. Además, le darápena ir al teatro... ¡sitio en que me conoció! La verdad es que me heportado muy mal. ¿Cómo buscarla sin comprometerla?... ¿Cuándo lloverá?¿Se acordará Julia?» Poco faltó para que mandase hacer rogativas.

Por fin llovió, y con tal abundancia que acudir a la cita era ponersehecho una sopa.

Se calzó fuerte, se puso el impermeable y bajó al Prado, yendo acolocarse ante la fuente de Neptuno, con los pies en un lago, el diluvioen torno y la imaginación barrenada por la impaciencia.

Transcurriómedia hora: según el reloj treinta miserables minutos; para elpensamiento, treinta siglos de malestar y desesperación. Repentinamentesu espíritu se inundó de luz. A distancia de cien metros apareció Julia,paraguas en mano pisando

adoquines,

saltando

charquitos,

tan

airosa

comoindecorosamente arremangada. Al llegar a cuatro pasos de él, dijochulescamente:

—Oiga usted, señorito, ¿me tié usted que contar muchas cosas ú esque vamos a hacer de patos?

—Nos meteremos en un portal.

—¿Y si pasa alguno que me conozga y lo cuenta?

—Tienes razón; vámonos a un café, sígueme.

Andando muy de prisa, llegaron a un cafetín cercano a la calle deAtocha, sentáronse y acercóseles el mozo:

—¿Qué va a ser?

—¿Qué quieres tomar?—preguntó don Juan a la muchacha.

—Café con media de abajo.

—Pues yo... chica de cerveza.

—Hasta en botella le gustan a usted.

—Si son como tú, ya lo creo.

—No me peino pa señores. Conque hable usted claro, que estamos lejos ycae agua.

El lugar era ignominioso: un café con tabladillo para cantadores,banquetas más destripadas que caballo de picador, el techo ennegrecido afuerza de humo, el ambiente apestando a tabaco de colillas, el pisoescurridizo y viscoso de saliva; al fondo, un mostrador lleno de vasijassucias y, en último término, una entre cocina y cueva, especie delaboratorio infernal consagrado al dios Cólico. El local casi desierto.Sólo en un rincón una pareja de chula y chulo, a quienes se oía decir: Él.—Tres pesetas...; anda rica, tres pelas.

Ella.—Tres pares de cuernos..., so gandul.

Él.—Te voy a cortar la cara.

Ella.—¿La traes afilá?

Luego él cuchicheaba requiebros; la mujer sonreía lascivamente y,después, sobre el mármol del velador, sonaban cuartos.

Sirvió el mozo lo que le habían pedido; comenzó don Juan haciendo muecasal beber cerveza, quitó la chica un pelo que traía la tostada y,guardándose las sobras del azúcar, habló de este modo:

—Ya he dicho que vivo lejos.

—¿Dónde?

—Es que si paece usted por allí y huele mi señorita que tengo yo laculpa, me planta en la calle.

—¿Tu señora se llama doña Cristeta Moreruela?

—No señor, es decir, Cristeta sí que se llama, pero el apellido esMartínez.

—¡Imposible!

Pos si lo sabe usted, ¿ pa qué he hecho yo esta caminata? El señorse llama Martínez, conque sacusté la consecuencia.

—De modo que está casada, ¿desde cuándo?

Ende que le dijeron los latines, si se los han dicho.

—¿No estás segura?

—Segura no, porque no me convidaron; lo que sé es que el señor está en Felipinas ú en la Habana, de cierto no sé... vamos, en América.Escribe toos los correos y manda el conquibus, y la señora no parade hablar del amo, y es buena, aunque tié el genio mu soberbio, y nose visita con nadie.

—¿Hacía cuándo crees tú que se casaron?

—El niño tié veintiséis meses, conque...

—Y él en la Habana, ¿qué hace?

—¿Qué ha de hacer? Empleao. En la primavera viene.

Al decir primavera, Julia sonrió sin que don Juan lo notase, porque sehabía quedado muy pensativo. De pronto, exclamó:

—Bueno, mujer. Pues... yo te pagaré bien, ¿entiendes?; pero desde hoy aquien sirves es a mí.

—Eso no pué ser.

—¿Por qué?

—Porque me va usted a pedir cosas que... me tendré que ir de la casa yno me trae cuenta, porque el señor, cuando venga, va a emplear a mi papáen consumos.

—Yo emplearé a tu papá y a toda tu familia.

—¡Qué fuerte se conoce que le ha entrao a usted! Por supuesto que nome extraña, porque a mi señorita toos los hombres se la comen con losojos...; verdad que se quedan iguales, con las ganas.

—Debe de ser muy buena.

—Mal genio; pero tocante a... vamos, a eso que usted anda buscando, me paece a mí que es perder el tiempo. En fin, yo haré lo que usted memande, con una sola condición: que no parezga usted por donde vivimos,a lo menos hasta que...

—¿Hasta que nos arreglemos?

—Cabalito.

—Te lo prometo; me ayudas, te pago bien, y por ahora no pongo los piesen vuestro barrio. Otra cosa: ¿son ricos? ¿Cómo tienen puesta la casa?Aunque yo no haya de ir... ¿dónde vive?

—Vaya... pues... la calle no se la digo a usted, vamos, que tengo muchomiedo a que me despidan.

Don Juan fingió resignarse con la negativa, y formó propósito de irseluego siguiendo de lejos a Julia. Ésta continuó:

—El cuarto es manífico, de casa grande, muy hermoso, con vistas a unjardín antiguo. Los muebles buenos; pa la compra dan cuatro ú cincoduros diarios, y la señorita gasta unas ropas blancas muy ricas.

Don Juan permaneció un instante silencioso y luego dijo:

—Bueno, pues lo primero es que me averigües, con seguridad, si estáncasados, y el punto, el pueblo donde está él, y qué empleo tiene.Además, le entregarás esta carta a la señorita... y esto para ti.

Dicho lo cual, alargando la mano por bajo de la mesa, colocó sobre lafalda de Julia cinco monedas de a duro. El mágico efecto que causaron sereflejó en la respuesta:

—¿Y cuándo nos golvemos a ver?—dijo embolsando carta y dinero.

—Si contestara...

—¡Están verdes!

—Pues cuando le des la carta o la hayas puesto donde la coja, al otrodía haces una escapada.

—Muy tempranito ha de ser.

La perspectiva de un madrugón disgustó a don Juan; pero repusobravamente:

—¡No importa!

—¿Sabe usted el jardinillo de la Plaza Mayor? Pues... pasado mañana alas siete y media.

—De siete y media a ocho.

—Corriente.

—Adiós.

Julia salió del café arrebujándose en el mantón; don Juan pagó en unabrir y cerrar de ojos, se echó a la calle, miró en todas direccionesdeseoso de ver a la muchacha para seguirla y... nada; como si se lahubiese tragado la tierra. Se acercó a una esquina cercana, luego a otraun poco más distante, se paró, tornó a mirar hacia los lados, de frente;todo fue inútil.

La grandísima pícara estaba escondida en una tienda de ultramarinosinmediata al café: desde allí observó los movimientos de don Juan hastaque le vio marcharse despacio, tan mohíno y preocupado, que, a pesar dela lluvia, llevaba el impermeable sin abotonar, y la cabeza tan caídasobre el pecho, que el agua le iba entrando por el cogote.

Luego que le perdió de vista salió ella de su escondrijo. La risa leretozaba en el cuerpo, con los dedos metidos en la faltriquera ibapalpando los duros, y de trecho en trecho, temerosa de ser seguida,volvía la cara. Precaución inútil. Don Juan marchaba en direccióncontraria, y de tan mal humor, que ni siquiera dirigía una mirada a lasmujeres que, al cruzar las calles enlodadas, se recogían las faldas,enseñando algo de lo que a él tanto le gustaba.

Capítulo XVI

Donde se prosigue la demostración de que el amor puede hacer astuta a laengañada y crédulo al engañador La carta confiada por don Juan a Julia y leída con avidez por Cristeta,decía lo siguiente:

«Sé que no tengo derecho a pedirte nada, ni lo merezco, pero esnecesario que hablemos una sola vez; cinco minutos, donde tú