Dona Luz by Juan Valera - HTML preview

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Pero, mirándolo bien, esto no es espíritu democrático discreto, sinonegro y desconsolador pesimismo. La democracia optimista y sanaconsiste, sin duda, en creer que la mejor educación desde la primerainfancia, el buen ejemplo y nombre de padres y abuelos, la obligación deno deshonrar ni deslustrar este buen nombre y el vivir en medio másurbano y culto, deben ser escuela e incentivo eficaz para ser virtuososo discretos, o seductores, o dignos o todo a la vez.

En igualdad deíndole y de luces intelectuales debe, por consiguiente, valer mucho másquien posee los dichos exteriores requisitos que aquel que no los posee:en igualdad de condiciones internas, la hija de un marqués, por ejemplo,aun cuando sea bastarda, debe conducirse mejor que la hija de unpelafustán. De entender lo contrario por espíritu democrático, seseguiría que lo que debemos desear es la igualdad bajando y no subiendo:la nivelación en la ignorancia, la abyección y la miseria, y no lanivelación y elevación posibles, en todos aquellos medios, en todaaquella acumulación de recursos hecha por las pasadas generaciones, afin de que con su auxilio sigamos ascendiendo hacia el bien, hacia laluz y hacia la belleza.

Yo comprendo como veneranda y punto menos que santa, aunque vaya porcaminos extraviados, la intención del demagogo, demócrata y hastasocialista, que pugne por dar a todos los hombres educación liberal,recursos y cuantos elementos gozan los llamados aristócratas, si es queestos elementos valen, no sólo para gozar, sino para ser mejores; perosi sólo valen para gozar y ser más débiles, corrompidos y ruines, no meexplico la democracia progresista, sino la democracia de Rousseau, queprocura retrotraer a la humanidad al estado salvaje.

De cualquier modo que sea, conste que yo no defiendo aquí esta o aquellaopinión. No es lo que escribo un tratado de filosofía política. Nointento tampoco presentar a doña Luz como un dechado de excelencias,sino presentarla tal como ella fue.

Doña Luz sentía profundamente la dignidad humana, pero suponía que loclaro y distinto de este sentimiento, que había en ella más que en otraspersonas, no dependía sólo de un don natural y gratuito, sino de unaeducación superior a la de la generalidad, y mucho más esmerada.

Esto,más bien que orgullo, parece modestia. Ella creía tener un ideal de sípropia que había ido realizando y como trayendo fuera, merced sin duda asu misma energía, pero auxiliada de circunstancias dichosas e inicialesque debía a la Providencia, y en que no todos, sino pocos, se hallan. Sejuzgaba, pues, como favorecida por Dios, y por lo mismo con másobligaciones que cumplir. Por cada favor divino, una obligación sagrada.Tenía talento, estaba obligada a cultivarle; era bella y fuerte,necesitaba conservar su fuerza y su hermosura; había recibido un nombreilustre, y, ya que no acertase a ilustrarle más, no debía mancharle.

Aunque ella se considerara igual por naturaleza a los demás sereshumanos, los juzgaba a todos marchando en busca de mayor bien y desuperior altura más luminosa y serena. Si ella, aun cuando fuese por uncapricho de la suerte, iba delante y se hallaba más cerca de la cumbre,su filantropía no podía extenderse a más que a dar la mano a los queestuviesen en condiciones de trepar hasta donde estaba ella, y no aaquellos que estaban tan bajos o tan hundidos en el lodo, que en vez dealzarlos, se dejaría ella arrastrar cayendo en el lodo también.

Ya hemos indicado que el orgullo de doña Luz se velaba y envolvía en elmás discreto disimulo; y esto no sólo por prudencia y por interéspropio, sino por vivo sentimiento de caridad.

Nada le dolía tanto comohumillar al prójimo. Si tal vez se complacía en lucir alguna habilidad,alguna buena prenda de su espíritu, algún primor o elegancia de supersona, era con los capaces de sentir el estímulo de imitarla o alzarsehasta ella; no por el prurito de excitar estéril admiración o envidiadolorosa.

Doña Luz, por lo mismo que tenía tanto orgullo, no tenía chispa devanidad. Gustaba en todo de pagar con usura lo que recibía. No anhelabaque la amasen más de lo que podía amar ella. La coquetería era, pues,para doña Luz un vicio ignorado y casi incomprensible. Su fallo, lapropia sentencia que ella dictaba acerca de cualquiera calidad, acto ovirtud de su persona, la lisonjeaba y complacía mil veces más que todoel aplauso de cuantos la rodeaban. Así es que sólo quería agradar depuro bondadosa: por donde resultaban en ella una naturalidad, unamodestia y un olvido aparente de su propio mérito, que encantaban ypasmaban.

Otras mujeres están anhelando siempre inspirar pasiones; doña Luz huíade inspirarlas; y, aplicando un pronto desengaño, las mataba en todocorazón antes de que naciesen. ¿Para qué ser amada si no había de amar aquien la amase? En amor, lo mismo que en amistad, doña Luz deseaba darel doble. Y no pudiendo amar en Villafría, había poco a poco apartado desí a todos los mozos del lugar, y había elegido sus amigos íntimos entrelos viejos.

Si era dulce en su trato con todos, usaba tan estudiada cortesía, quesin que la tildasen de soberbia, evitaba la intimidad con todos, menoscon cuatro sujetos.

El primero era D. Miguel, cura de la parroquia, anciano excelente aunquede cortísimos alcances, con quien se confesaba todos los meses, a quiendaba sus ahorrillos para que los repartiese en limosnas a losnecesitados, y con quien a menudo jugaba al tute. El corazón y la mentede doña Luz eran para el pobre cura el libro de los siete sellos. Enesta oscuridad, y siendo además D. Miguel poco entusiasta, quería conmoderación a doña Luz; pero la quería con toda la fuerza de alma de queél podía disponer para el cariño, que era poquísima. Doña Luz, encambio, idolatraba al cura de cierta manera. Se complacía en aquellatransparencia, en aquella nitidez, en aquella bendita vaciedad de suespíritu, y le mimaba y agasajaba como a un niño pequeñuelo. Por mediode un contrabandista que iba y venía con telas de algodón, hacía traerde Lisboa para D.

Miguel el rapé más selecto; y, procurando que no lehiciesen mal, le enviaba confites, bizcochos y otras golosinas, a que elcura era muy aficionado.

Otro íntimo de más importancia, era el médico D. Anselmo. Y digo de másimportancia, por lo que él valía, no porque doña Luz le necesitase. Lasalud de doña Luz era insolente de buena. Ni un dolor de cabeza nunca.

D. Anselmo era un hombre despejadísimo, y no sólo hábil e instruido ensu profesión, sino de variada lectura y de singular facilidad depalabra. No se extrañe que con tales dotes fuese médico en un lugar. Ola fortuna no le había sonreído, o su genio indómito y arisco se habíaopuesto a que se encumbrase. Lo cierto es que, siendo persona de valer,se había resignado a vivir y ejercer su facultad en Villafría.

Doña Luz tenía encantado a D. Anselmo y D. Anselmo a doña Luz. Para estohabía diversas causas. Ahora que están en moda los schemas, podremosrepresentar los espíritus del médico y de la señorita, como dos esferasmuy excéntricas, pero tocándose y compenetrándose por un lado, dondeformaban sendos casquetes unidos por la base; algo idéntico a lahumanidad en el schema del ser, a la lenteja que los krausistas hanhecho tan famosa. D. Anselmo y doña Luz tenían, pues, una lentejaespiritual mancomunada, donde se entendían a maravilla, quedando elresto de la esfera de cada uno desconocida e inexplorada por el otro.Así es que jamás llegaban a saberse de memoria; escollo en que suelendar los entendimientos afines, y que a la larga engendra fastidio ydesvío.

Siempre tenían estos dos amigos campo en que hacer incursiones ydescubrimientos, tratando de penetrar o penetrando el uno en la mentedel otro. Nunca se hartaban de hablar, y su conversación era una eternadisputa. Doña Luz era creyente y espiritualista con su poco demisticismo; D. Anselmo, positivista feroz. D. Anselmo era además unparlanchín de siete suelas, y nada le encantaba más que el que leoyesen. Sólo se reposaban ambos en sus discusiones cuando jugaban alajedrez. Solían jugar uno o dos juegos diarios.

Don Anselmo, contaría ya sesenta años de edad. Estaba viudo como D.Acisclo, y tenía una hija de veinte, morenilla muy agraciada, pequeña decuerpo, soltera aún, y llamada doña Manolita, alias la culebrosa. Lallamaban así por su extraordinaria viveza y movilidad.

Afirmaban en elpueblo que estaba hecha y como amasada de rabillos de lagartijas. Decíay hacía a cada momento doscientos mil graciosos disparates, aunque todosinocentes y nada comprometidos, por lo cual la apellidaban también eltrueno; pero realmente no era trueno, sino tempestad de risas, debromas alegres y de regocijados discursos, porque era no menos picoteraque su padre. Por lo demás, el fondo de doña Manolita no podía ser másexcelente. Era leal, afectuosa sin malicia y sin envidia, de agudoingenio, y más juiciosa y reflexiva en lo importante de lo que prometíasu exterior y superficial aturdimiento.

Como doña Luz era grave y mesurada, doña Manolita le servía como paracompletar sus modos de ser. Por esto, sin duda, y por las otrascualidades de que hemos hablado, doña Luz hizo de ella su compañera.Doña Manolita era la única persona a quien doña Luz tuteaba enVillafría.

Aún no se confiaba en ella con total abandono, porque doñaLuz era muy reservada; pero de día en día iba ganando más doña Manolitaen su corazón. Juntas salían a pie de paseo, juntas iban a la iglesia, yjuntas tenían costumbre de sentarse en las tertulias. Doña Manolitaremedaba a doña Luz en vestido y peinado, y la seguía o acudía adonde lallamaba. Decía doña Manolita que era ella para doña Luz lo que para losgalanes de las comedias de capa y espada el lacayo gracioso; yrecordando que en varias comedias de las mejores este lacayo se llamabaPolilla, decía a doña Luz: «Hija, yo soy tu Polilla».

Respecto a D. Acisclo, pensaba doña Luz como su padre, y no guardaba alantiguo administrador la más ligera inquinia, porque se hubiese alzadocon casi todo el caudal de sus mayores. Si el marqués se había empeñadoen arruinarse, ¿qué pecaba en ello D. Acisclo? Con cierta moralalambicada, que don Acisclo no podía conocer, acaso hubiera salvado losintereses del marqués, acaso hubiera hecho durar otros cuantos años másel esplendor de la casa; pero pedir esto por aquellos lugares era pedircotufas en el golfo. Bastaba, pues, a doña Luz, para estar profundamenteagradecida a D. Acisclo, la firme persuasión que abrigaba, de que conotro cualquier administrador de por allí, la ruina de su padre hubierasido diez años más pronto, y ella no se hubiera criado como una damaelegante, en el seno del bienestar, con aya inglesa, y con todos loscuidados debidos. Sabe Dios cómo se hubiera criado y lo que hubiera sidode ella si el marqués se arruina y muere de berrenchín, dejándolahuérfana de edad de cinco años y no de quince.

Doña Luz gustaba además de D. Acisclo. Simpatizaba con su actividad, consu amor al trabajo y con otras virtudes que en él resplandecían.

Por el buen parecer, doña Luz había vivido, sin el menor conato de irsea su casa, en la casa de don Acisclo, hasta que cumplió veintidós años.Desde entonces en adelante, intentó varias veces irse a vivir sola a sucasa; pero D. Acisclo la retenía suave y cariñosamente. Dábale aentender que sería una tristeza quedar solo, después de haberseacostumbrado a su compañía, y apelaba también, algo grotescamente, a quédirán, sosteniendo que doña Luz era muchacha y que no debía campar porsus respetos como vieja solterona, que buena y severa que fuese, sivivía sola, habían de decir que era una vaca sin cencerro.

Doña Luz, lejos de ofenderse, se reía de esta comparación poco galante,y seguía viviendo en la casa del antiguo administrador.

Por otra parte, la independencia de doña Luz era perfecta.

Tres o cuatro cuartos le pertenecían exclusivamente en la casa, yestaban amueblados con el gusto más primoroso. En ellos no entraban dediario sino los cuatro amigos íntimos ya referidos: Juana la criada; unade las de cuerpo de casa, que hacía la limpieza bajo la inspección deJuana, a fin de que no rompiese algún objeto de arte o mueble delicado;y, por último, otros tres seres, que eran también semi—íntimos de doñaLuz, y que completaban o cerraban su círculo familiar. Eran estos tresseres Tomás el criado antiguo, y ya su escudero y acompañante, cuandoella salía a caballo; el tío Blas, aperador de la señorita, con quien seentendía para cuidar sus bienes, que ella misma administraba y que ibanmejorando hasta el punto de que le producían cerca de 20.000 rs.

enalgunos años de buena cosecha; y el galgo Palomo, blanco, gigantesco ensu clase, y de terrible genio para quien se le antojaba a él quemolestaba u ofendía a su ama, con la cual era todo blandura, docilidad ymansedumbre.

A más de esta sociedad cotidiana, no se negaba doña Luz a asistir aotras de más ancha base.

Los hijos, hijas, nueras y yernos de D.Acisclo, con crecida y numerosa prole, sus consuegros y consuegras,compadres y comadres, formaban una caterva con quien era menesteralternar. Todos ellos eran insignificantes y poco divertidos; no eran nimalos ni buenos, y doña Luz hacía milagros de diplomacia para notratarlos mucho y no enojarlos tampoco.

En los días de cumpleaños y del santo de cada individuo de la familia deD. Acisclo, había comida patriarcal en la casa, y mucho jaleo de baile.Doña Luz no se excusaba de asistir a tales funciones, y casi siempreacertaba a dejar prendados a todos de su amabilidad y alegría.

-V-

La amistad de doña Manolita

La vida de doña Luz era, no obstante, tan regular, tan monótona, tan sinaccidentes que diferenciasen unos días de otros días, que habían pasadolos años, y en la memoria de ella eran como sueño fugaz, donde todoestaba confundido.

Esto tiene para cualquiera el hechizo de la paz. Para doña Luz aún teníamayor hechizo.

Cuanto agitaba su mente con pensamientos, o su voluntad con deseos opasiones, era extraño al mundo que la rodeaba: procedía de un mundoideal, donde no hay espacio ni tiempo. Así es que, si bien doña Luz, nodistinguiéndose en esto de los demás mortales, no pensaba ni sentía todoa la vez, como las causas de su pensar y de su sentir más hondo notenían punto señalado en nuestro planeta, ni momento marcado en lacronología, los efectos se sustraían también a las leyes de la sucesióny del lugar y parecía que se daban en una eternidad inmóvil.

Me pesará de no ser claro y trataré de explicarme con más llaneza,aunque peque de difuso.

Doña Luz no era una soñadora mística; distabainfinito de vivir en continuo arrobo; veía, comprendía y apreciabacuanto ocurría en torno de ella en el mundo real; pero los lances ysucesos de Villafría la interesaban menos, aunque los veía de cerca, quelos lances y sucesos que las historias y novelas relataban, que lapoesía acertaba a presentarle o que ella misma fantaseaba en ocasiones.No tenía tampoco doña Luz un corazón de cal y canto, sino un corazón muycompasivo y afectuoso; se dolía de los males y desgracias del prójimo,procuraba remediarlos, los consolaba a veces, y en esto consumía partede su actividad. Pero como su actividad era grande, y se dilataba muymás allá de los límites de Villafría y aun se prolongaba de un modoinfinito, venía a resultar que lo más íntimo y esencial de su vida, loque más la afectaba no estaba en Villafría, y, por consiguiente, noestaba en ninguna parte. Por esto, sin ser ella soñadora, vivía comosoñando.

Por mucho que anhelemos ponderar la ternura de alguien, no iremos hastaafirmar que se marcan las más importantes épocas de su existencia por eldía en que murió de viruelas el hijo del vecino de enfrente, o por lanoche en que se prendió fuego el cortijo del labrador con quien se haconversado alguna vez al ir de paseo o al salir de la iglesia. Paramarcar dichas épocas, son necesarios casos que toquen más íntimamente anuestro propio ser. Para doña Luz no había época de este orden desde lamuerte de su padre. Verdad es que, muy al contrario de la generalidad delas mujeres, daba ella poco valer a multitud de cosas con que otrasllenan la memoria, sin descuidar ni borrar los pormenores al parecer másinsignificantes.

En nada, en mi sentir, se señala más que en esto el espíritu femenino.Yo confieso que me quedo embobado oyendo referir a las mujeres sucesos,lances o conversaciones. No hay menudencia que echen en olvido. Y dijoéste... y relatan todo lo que dijo. Y contestó el otro... y no olvidanpalabra de lo que contestó. Y luego replicó el de más allá... y tampocose queda traspapelada una letra sola de la réplica. Imagina el oyenteque levantan acta circunstanciada y fiel de cuanto presencian y oyen. Noasí doña Luz. Doña Luz hacía caso de muy pocos sucesos.

Lo que más la entusiasmaba, deleitaba o conmovía, lo mismo era de hoyque de ayer, lo mismo de un año más tarde que de un año más temprano: lavuelta de la primavera, un cielo lleno de estrellas, la luz de la luna,el alba, el olor y la belleza de las flores, la música, los versos ycosas así que son de siempre.

Hasta las relaciones amistosas de doña Luz con el médico, con el cura ycon D. Acisclo, eran invariables: estaban siempre en el mismo ser, sincrecer ni menguar.

Sólo en las relaciones con doña Manolita hubo variación, aumentando laintensidad en el afecto.

Partamos, pues, del instante en que crece y llega a su colmo estaamistad entre doña Luz y doña Manolita.

Era una mañana de mayo. Ya hemos dicho que doña Luz madrugaba. Tambiénmadrugaba la hija del médico. A las siete de la mañana vino a ver a suamiga, y penetró en su saloncito, donde tenía entrada libre.

Si cualquier hombre del mundo, conocedor de la vida de Madrid o de otracapital de Europa, y conocedor del modo de vivir de nuestros lugares deAndalucía, hubiera entrado allí, se hubiera sorprendido agradablemente yhubiera dudado de lo que veían sus ojos.

El saloncito de doña Luz tenía todo el confort, toda la elegancia deun saloncito de una dama madrileña de las más comm'il faut, a par deciertas singularidades poéticas del campo y de la aldea.

Dos ventanas daban al huerto, donde se veían acacias, álamos negros,flores, árboles frutales, también en flor entonces, y brillante verdura.Dentro del saloncito había asimismo plantas y flores en vasos deporcelana. Una jaula grande encerraba multitud de pájaros que alegrabanla estancia con sus trinos y gorjeos. Tenía doña Luz dos primorososescritorios antiguos, con cajoncitos y columnitas, llenos deincrustaciones de marfil, ébano y nácar; cómodos sillones y sofás; unachimenea francesa mejor construida que las otras que había en la casa;espejos, cuadros bonitos y un armario lleno de libros lujosamenteencuadernados.

Sobre su mesa de escribir se parecía el mejor cuadro, o al menos el quedoña Luz estimaba más. Figuraba varios atributos y emblemas de laPasión; clavos, corona de espinas, escalera, gallo y lanza de Longinos;en el centro la cruz, y en torno de la cruz muchas flores lindamentepintadas.

No era, con todo, esta pintura lo que daba a los ojos de doñaLuz tanto precio a aquel objeto; era lo que la pintura encubría. Setocaba un resorte, se apartaba la pintura que hemos descrito, como sifuese una puerta, y dejábase ver otro cuadro de muy superior mérito; uncuadro horrible y bello a la vez. Era la figura de Cristo, de mediocuerpo, de admirable beldad y de un trabajo delicadísimo y prolijo. Lasbarbas y los cabellos se podían contar. La regularidad y noble simetríade todas las facciones infundían amor y respeto; pero las angustias delpatíbulo, los horrores de la agonía, los tormentos todos estabanmarcados en aquella cara flaca y macilenta, y en aquel pecho y en aquelcostado herido por la lanza. Era un Cristo muerto: la hendidura lívidadel clavo atravesaba su diestra que reposaba sobre el descarnado pecho;las llagas enconadas de las espinas, vertiendo sangre aún, se veían ensus sienes; la boca entreabierta; amoratados los labios; los párpadoscaídos, aunque no cerrados del todo, dejaban ver sus ojos vidriosos yfijos. El pintor había acertado a unir, con inspiración monstruosa, laimagen de una criatura próxima a disolverse, y la forma sobrehumana queel mismo Dios había tomado.

Unos inteligentes atribuían aquel cuadro al divino Morales; otros habíandicho que era de un discípulo de Morales y no del propio maestro. Decualquier modo, el cuadro había estado vinculado en la casa y era una delas pocas alhajas de algún valer que el marqués no había vendido.

El cuadro era tal que una mujer más delicada, menos briosa que doña Luz,ni le tendría en su cuarto ni le miraría con tanta frecuencia. El amor ala divina representación de Cristo se hubiera combinado con el miedo ycon una compasión tremenda que tal vez la hubieran hecho caer enconvulsiones, o producido en ella ataques de nervios y hasta delirio.Pero doña Luz era muy singular y hallaba extraño deleite en la largacontemplación de aquel cuadro, donde se cifraban el más alto misterio ylos dos más opuestos extremos de valer de la humana naturaleza: toda labeatificación, toda la hermosura, todo el celeste resplandor de que escapaz nuestra carne, unida a un alma pura, y siendo templo y morada delEterno, y los dolores, a la vez, y las miserias, y los padecimientoslastimosos y la corrupción nauseabunda de esa carne misma.

Doña Luz halló este espantoso cuadro prudentemente cubierto por el otro,y así le conservó, trayéndole de la casa solariega a su habitación encasa de D. Acisclo. A casi nadie se le mostraba; pero ella, que teníamuy rara condición y muy contrarias propensiones en el espíritu activo einfatigable, tal vez después de trotar y galopar y dar saltos peligrososen su caballo negro, durante dos o tres horas; tal vez después de haberlimpiado, bañado y frotado con complacencia su hermoso cuerpo, que delvaliente ejercicio había vuelto cubierto de sudor; rebosando ella salud,en todo el brío de la mocedad y en todo el florecimiento de la bellezaplástica, se sentía llena de ímpetus ascéticos, y abriendo su cuadro, lecontemplaba largo tiempo, y las lágrimas acudían a sus ojos, y acudían asus rojos labios plegarias inefables que ella murmuraba y apenasarticulaba.

Aquella mañana no había en doña Luz ascetismo ninguno, o por lo menos,no había acudido aún el ascetismo. Estaba doña Luz vestida con una lindabata, y los cabellos rubios, no peinados aún, recogidos en red sutil.Recostada lánguidamente en una butaca, leía, ya en este, ya en otro, dedos libros que tenía al lado. Eran Calderón y Alfredo de Musset. DoñaLuz andaba estudiando y comparando cómo aquellos dos autores habíanpuesto en acción dramática la misma sentencia: No hay burlas con elamor y On ne badine pas avec l'amour.

No la impulsaba a este estudio la mera afición especulativa a la críticaliteraria, sino un caso práctico, que hacía poco más de dos meses que sehabía presentado y que le interesaba bastante.

Pepe Güeto, hijo de un rico labrador de Villafría, de edad de treintaaños, era el hombre más grave, mesurado y formal que se conocía en todala provincia. Las locuras y regocijos algo descompuestos de doñaManolita le chocaban de un modo atroz y siempre los estaba censurando.Había llegado a decir que si doña Manolita fuese algo de él, mujer, porejemplo, le había de sacar del cuerpo los rabillos de lagartijas, aunquefuese menester emplear una buena vara de mimbre. Doña Manolita, encambio, que lo había sabido todo, decía que Pepe Güeto tenía muchojarabe de pico; que era hombre culto hasta cierto punto y que jamásemplearía la vara con las mujeres; y que, si llegase a ser marido deella, en vez de pegarle, se dejaría pegar y sería el modelo de losgurruminos. Añadía la hija del médico que la exagerada gravedad, sobretodo en los mozos, se confunde con la tontería, y que, o ella había depoder poco, o había de sacarle a Pepe Güeto la gravedad, como quien sacalos diablos de un endemoniado, y que, si no era tonto, había de volverleloco, obligándole a hacer mil locuras.

También estas amenazas llegaron a noticia de Pepe Güeto, de donderesultó, que donde quiera que se veían él y ella, se amenazaban denuevo, y él la reprendía de desenvuelta y alborotada, y ella se reía dela seriedad de él y le calificaba de tonto. El furor y el encono deambos crecieron de tal suerte, que ya no les bastaban para desahogarselos encuentros casuales, y solían buscarse para mover disputa y reñir ytratarse muy mal. Estas riñas terminaban, por lo común, con que dijesePepe Güeto:—Si yo tuviera la desgracia de ser marido de usted, ya lametería en costura—, y con que doña Manolita respondiese:—Pues si yoincurriese en el desatino de ser mujer de hombre tan fastidioso, o lehabía de poner más alegre que unas sonajas, o me había de borrar elnombre que tengo.

Tomaron Pepe Güeto y doña Manolita tal afición a los denuestos,improperios y pendencias, que cada día las armaban tres o cuatro veces.

Esto había hecho pensar a doña Luz, porque quería bien a doña Manolita,y con esta ocasión leía las citadas comedias, después de haber releídootra de Shakespeare, donde se trataba el mismo asunto de manera másmagistral.

Absorta en dicha lectura se hallaba doña Luz, cuando, como ya hemosdicho, entró a verla doña Manolita.

Se besaron, se abrazaron, se dieron los más cordiales buenos días, yluego habló la hija del médico:

—Hija mía, tú eres la primera que ha de saberlo. Lo sabrás antes que mipadre. ¡Gran novedad!

Mis peleas con Pepe Güeto han dejado de serescaramuzas. La ira de ambos ha llegado a su colmo. Nos hemoscomprometido en un duelo a muerte.

—¿Qué me quieres significar?—dijo doña Luz.

—Quiero significar—replicó su amiga—, que para ver si yo le vuelvoloco o si él me vuelve juiciosa, hemos resuelto casarnos. Verdad es queél se da por vencido por el momento, y dice que, pues se casa conmigo,no debe de estar en su juicio cabal, y que ya, sin casarnos, le heganado la partida y la apuesta; pero, por lo mismo, añade que deseacasarse para vengarse y desquitarse. Yo le contesto aquello de nosiento que mi hijo pierda, sino que se quiera desquitar, y le aseguroque saldrá con las manos en la cabeza si sigue jugando, y le amenazo conque su derrota será mayor cuando esté casado; pero el insolente,atrevido, no me cobra miedo, y cierra los ojos, y arremete, y se casa.Hoy mismo, con más denuedo que el Cid Campeador, irá a pedir a mi señorpadre esta blanca mano, que tomará la rienda y le obligará a salir de supaso de mula de canónigo y a brincar y a estar más avispado que tuhermoso caballo negro.

Doña Luz, que no podía disimular sus sentimientos, los cuales semostraban en su rostro como las blancas piedrecillas a través del aguatransparente y mansa de un lago, más bien dejó ver pesar que alegría, alsaber la nueva, ya prevista por ella, del casamiento de su amiga.

—¿Cómo es eso?—prosiguió esta última—. ¿Te aflige que yo me case?¿Sientes el modo informal? ¿No lo comprendes bien, inocentona? ¿No caesen que ese bárbaro, egoistón, de Pepe Güeto, presume, y no sin razón, deser un real mozo, y todo el furor que ha tenido y tiene aún contra mí,estriba en que anhelaba que yo me hubiese enamorado de él por lo tristey por lo serio, y me hubiese puesto a suspirar y a llorar, sin pensarmás que en él y no en divertirme? ¿No ves que él se ha enamorado y quesu rabia es que no me cree tan enamorada ni tan capaz de enamorarme,porque no hago pucheros y no aburro con lágrimas y sublimidades? ¿Y nocalculas, por último, que yo le quiero también? Si no, ¿me casaría? Yacasada, vencido el natural encogimiento que debo guardar, le demostrarémi ternura, y le haré ver que hay un tesoro de ella en mi alma, aunqueescondido entre burlas y alegrías; y cuando vea el tesoro, y le goce, yconozca que es suyo, y mejor que cuanto podía él soñar, ha de conocerque no es mi corazón de corcho sino de almíbar y jalea, y se ha de ponercomo jalea y como almíbar, y ha de bailar y reír de gusto, declarando yconfesando que se compaginan bien los regocijos con el verdadero amor, ylas risas con la ventura más seria y más grave en el fondo.

Doña Luz, sonriendo y suspirando a la vez, contestó entonces:

—No era la preocupación por tu suerte la causa de mi tristeza: era miegoísmo que al cabo lograré vencer. Presiento que vas a ser dichosa yesto me alegra; pero t