Don Quijote by Miguel de Cervantes Saavedra - HTML preview

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— Dios se lo perdone —dijo Sancho—. Dejárame en mi rincón, sin acordarse demí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma.

Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenarcon ellos, que bien sabían que en aquella venta no había cosaspertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido,condecenció con su demanda y cenó con ellos; quedóse Sancho con la olla conmero mixto imperio; sentóse en cabecera de mesa, y con él el ventero, queno menos que Sancho estaba de sus manos y de sus uñas aficionado.

En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas teníade la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si estaba parida opreñada, o si, estando en su entereza, se acordaba —guardando su honestidady buen decoro— de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo queél respondió:

— Dulcinea se está entera, y mis pensamientos, más firmes que nunca; lascorrespondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soezlabradora transformada.

Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea,y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que elsabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes deSancho.

Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a donQuijote los estraños sucesos de su historia, y así quedaron admirados desus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le teníanpor discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarsequé grado le darían entre la discreción y la locura.

Acabó de cenar Sancho, y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a laestancia de su amo; y, en entrando, dijo:

— Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienenquiere que no comamos buenas migas juntos; yo querría que, ya que me llamacomilón, como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho.

— Sí llama —dijo don Jerónimo—, pero no me acuerdo en qué manera, aunque séque son malsonantes las razones, y además, mentirosas, según yo echo de veren la fisonomía del buen Sancho que está presente.

— Créanme vuesas mercedes —dijo Sancho— que el Sancho y el don Quijote desahistoria deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso CideHamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto yenamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.

— Yo así lo creo —dijo don Juan—; y si fuera posible, se había de mandar queninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fueseCide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ningunofuese osado a retratarle sino Apeles.

— Retráteme el que quisiere —dijo don Quijote—, pero no me maltrate; quemuchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.

— Ninguna —dijo don Juan— se le puede hacer al señor don Quijote de quien élno se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que, a miparecer, es fuerte y grande.

En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y, aunque donJuan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo quediscantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leídoy lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticiade su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que lehabía leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se hande apartar, cuanto más los ojos.

Preguntáronle que adónde llevabadeterminado su viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justasdel arnés, que en aquella ciudad suelen hacerse todos los años. Díjoledon Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quiense quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención,pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades.

— Por el mismo caso —respondió don Quijote—, no pondré los pies en Zaragoza,y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, yecharán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.

— Hará muy bien —dijo don Jerónimo—; y otras justas hay en Barcelona, dondepodrá el señor don Quijote mostrar su valor.

— Así lo pienso hacer —dijo don Quijote—; y vuesas mercedes me den licencia,pues ya es hora para irme al lecho, y me tengan y pongan en el número desus mayores amigos y servidores.

— Y a mí también —dijo Sancho—: quizá seré bueno para algo.

Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento,dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que habíahecho de su discreción y de su locura; y verdaderamente creyeron que éstoseran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autoraragonés.

Madrugó don Quijote, y, dando golpes al tabique del otro aposento, sedespidió de sus huéspedes.

Pagó Sancho al ventero magníficamente, yaconsejóle que alabase menos la provisión de su venta, o la tuviese másproveída.

Capítulo LX. De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona Era fresca la mañana, y daba muestras de serlo asimesmo el día en que donQuijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derechocamino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo quetenía de sacar mentiroso aquel nuevo historiador que tanto decían que levituperaba.

Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerseen escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino, le tomó lanoche entre unas espesas encinas o alcornoques; que en esto no guarda lapuntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.

Apeáronse de sus bestias amo y mozo, y, acomodándose a los troncos de losárboles, Sancho, que había merendado aquel día, se dejó entrar de rondónpor las puertas del sueño; pero don Quijote, a quien desvelaban susimaginaciones mucho más que la hambre, no podía pegar sus ojos; antes iba yvenía con el pensamiento por mil géneros de lugares. Ya le parecía hallarseen la cueva de Montesinos; ya ver brincar y subir sobre su pollina a laconvertida en labradora Dulcinea; ya que le sonaban en los oídos laspalabras del sabio Merlín que le referían las condiciones y diligencias quese habían de hacer y tener en el desencanto de Dulcinea. Desesperábase dever la flojedad y caridad poca de Sancho su escudero, pues, a lo que creía,solos cinco azotes se había dado, número desigual y pequeño para losinfinitos que le faltaban; y desto recibió tanta pesadumbre y enojo, quehizo este discurso:

— Si nudo gordiano cortó el Magno Alejandro, diciendo: ''Tanto monta cortarcomo desatar'', y no por eso dejó de ser universal señor de toda la Asia,ni más ni menos podría suceder ahora en el desencanto de Dulcinea, si yoazotase a Sancho a pesar suyo; que si la condición deste remedio está enque Sancho reciba los tres mil y tantos azotes, ¿qué se me da a mí que selos dé él, o que se los dé otro, pues la sustancia está en que él losreciba, lleguen por do llegaren?

Con esta imaginación se llegó a Sancho, habiendo primero tomado las riendasde Rocinante, y acomodádolas en modo que pudiese azotarle con ellas,comenzóle a quitar las cintas, que es opinión que no tenía más que ladelantera, en que se sustentaban los greguescos; pero, apenas hubo llegado,cuando Sancho despertó en todo su acuerdo, y dijo:

— ¿Qué es esto? ¿Quién me toca y desencinta?

— Yo soy —respondió don Quijote—, que vengo a suplir tus faltas y a remediarmis trabajos: véngote a azotar, Sancho, y a descargar, en parte, la deuda aque te obligaste. Dulcinea perece; tú vives en descuido; yo muero deseando;y así, desatácate por tu voluntad, que la mía es de darte en esta soledad,por lo menos, dos mil azotes.

— Eso no —dijo Sancho—; vuesa merced se esté quedo; si no, por Diosverdadero que nos han de oír los sordos. Los azotes a que yo me obligué hande ser voluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de azotarme;basta que doy a vuesa merced mi palabra de vapularme y mosquearme cuando envoluntad me viniere.

— No hay dejarlo a tu cortesía, Sancho —dijo don Quijote—, porque eres durode corazón, y, aunque villano, blando de carnes.

Y así, procuraba y pugnaba por desenlazarle. Viendo lo cual Sancho Panza,se puso en pie, y, arremetiendo a su amo, se abrazó con él a brazo partido,y, echándole una zancadilla, dio con él en el suelo boca arriba; púsolela rodilla derecha sobre el pecho, y con las manos le tenía las manos, demodo que ni le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decía:

— ¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor natural te desmandas? ¿Con quien teda su pan te atreves?

— Ni quito rey, ni pongo rey —respondió Sancho—, sino ayúdome a mí, que soymi señor.

Vuesa merced me prometa que se estará quedo, y no tratará deazotarme por agora, que yo le dejaré libre y desembarazado; donde no,

Aquí morirás, traidor,

enemigo de doña Sancha.

Prometióselo don Quijote, y juró por vida de sus pensamientos no tocarle enel pelo de la ropa, y que dejaría en toda su voluntad y albedrío elazotarse cuando quisiese.

Levantóse Sancho, y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y, yendo aarrimarse a otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza, y, alzando lasmanos, topó con dos pies de persona, con zapatos y calzas. Tembló de miedo;acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo. Dio voces llamando a don Quijoteque le favoreciese. Hízolo así don Quijote, y, preguntándole qué le habíasucedido y de qué tenía miedo, le respondió Sancho que todos aquellosárboles estaban llenos de pies y de piernas humanas. Tentólos don Quijote,y cayó luego en la cuenta de lo que podía ser, y díjole a Sancho:

— No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y novees, sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árbolesestán ahorcados; que por aquí los suele ahorcar la justicia cuando loscoge, de veinte en veinte y de treinta en treinta; por donde me doy aentender que debo de estar cerca de Barcelona.

Y así era la verdad como él lo había imaginado.

Al parecer alzaron los ojos, y vieron los racimos de aquellos árboles, queeran cuerpos de bandoleros. Ya, en esto, amanecía, y si los muertos loshabían espantado, no menos los atribularon más de cuarenta bandoleros vivosque de improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana queestuviesen quedos, y se detuviesen, hasta que llegase su capitán.

Hallóse don Quijote a pie, su caballo sin freno, su lanza arrimada a unárbol, y, finalmente, sin defensa alguna; y así, tuvo por bien de cruzarlas manos e inclinar la cabeza, guardándose para mejor sazón y coyuntura.

Acudieron los bandoleros a espulgar al rucio, y a no dejarle ninguna cosade cuantas en las alforjas y la maleta traía; y avínole bien a Sancho queen una ventrera que tenía ceñida venían los escudos del duque y los quehabían sacado de su tierra, y, con todo eso, aquella buena gente leescardara y le mirara hasta lo que entre el cuero y la carne tuvieraescondido, si no llegara en aquella sazón su capitán, el cual mostró ser dehasta edad de treinta y cuatro años, robusto, más que de medianaproporción, de mirar grave y color morena. Venía sobre un poderoso caballo,vestida la acerada cota, y con cuatro pistoletes —que en aquella tierra sellaman pedreñales— a los lados. Vio que sus escuderos, que así llaman a losque andan en aquel ejercicio, iban a despojar a Sancho Panza; mandóles queno lo hiciesen, y fue luego obedecido; y así se escapó la ventrera.Admiróle ver lanza arrimada al árbol, escudo en el suelo, y a don Quijotearmado y pensativo, con la más triste y melancólica figura que pudieraformar la misma tristeza. Llegóse a él diciéndole:

— No estéis tan triste, buen hombre, porque no habéis caído en las manos dealgún cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen más decompasivas que de rigurosas.

— No es mi tristeza —respondió don Quijote— haber caído en tu poder, ¡ohvaleroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren!,sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido tus soldados sinel freno, estando yo obligado, según la orden de la andante caballería, queprofeso, a vivir contino alerta, siendo a todas horas centinela de mímismo; porque te hago saber, ¡oh gran Roque!, que si me hallaran sobre micaballo, con mi lanza y con mi escudo, no les fuera muy fácil rendirme,porque yo soy don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tienelleno todo el orbe.

Luego Roque Guinart conoció que la enfermedad de don Quijote tocaba más enlocura que en valentía, y, aunque algunas veces le había oído nombrar,nunca tuvo por verdad sus hechos, ni se pudo persuadir a que semejantehumor reinase en corazón de hombre; y holgóse en estremo de haberleencontrado, para tocar de cerca lo que de lejos dél había oído; y así, ledijo:

— Valeroso caballero, no os despechéis ni tengáis a siniestra fortuna éstaen que os halláis, que podía ser que en estos tropiezos vuestra torcidasuerte se enderezase; que el cielo, por estraños y nunca vistos rodeos, delos hombres no imaginados, suele levantar los caídos y enriquecer lospobres.

Ya le iba a dar las gracias don Quijote, cuando sintieron a sus espaldas unruido como de tropel de caballos, y no era sino un solo, sobre el cualvenía a toda furia un mancebo, al parecer de hasta veinte años, vestido dedamasco verde, con pasamanos de oro, greguescos y saltaembarca, consombrero terciado, a la valona, botas enceradas y justas, espuelas, daga yespada doradas, una escopeta pequeña en las manos y dos pistolas a loslados. Al ruido volvió Roque la cabeza y vio esta hermosa figura, la cual,en llegando a él, dijo:

— En tu busca venía, ¡oh valeroso Roque!, para hallar en ti, si no remedio,a lo menos alivio en mi desdicha; y, por no tenerte suspenso, porque sé queno me has conocido, quiero decirte quién soy: y soy Claudia Jerónima, hijade Simón Forte, tu singular amigo y enemigo particular de ClauquelTorrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrariobando; y ya sabes que este Torrellas tiene un hijo que don VicenteTorrellas se llama, o, a lo menos, se llamaba no ha dos horas. Éste, pues,por abreviar el cuento de mi desventura, te diré en breves palabras la queme ha causado. Viome, requebróme, escuchéle, enamoréme, a hurto de mipadre; porque no hay mujer, por retirada que esté y recatada que sea, aquien no le sobre tiempo para poner en ejecución y efecto sus atropelladosdeseos. Finalmente, él me prometió de ser mi esposo, y yo le di la palabrade ser suya, sin que en obras pasásemos adelante. Supe ayer que, olvidadode lo que me debía, se casaba con otra, y que esta mañana iba a desposarse,nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia; y, por no estar mipadre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que vees, yapresurando el paso a este caballo, alcancé a don Vicente obra de una leguade aquí; y, sin ponerme a dar quejas ni a oír disculpas, le disparé estasescopetas, y, por añadidura, estas dos pistolas; y, a lo que creo, le debíde encerrar más de dos balas en el cuerpo, abriéndole puertas por dondeenvuelta en su sangre saliese mi honra. Allí le dejo entre sus criados, queno osaron ni pudieron ponerse en su defensa. Vengo a buscarte para que mepases a Francia, donde tengo parientes con quien viva, y asimesmo a rogartedefiendas a mi padre, porque los muchos de don Vicente no se atrevan atomar en él desaforada venganza.

Roque, admirado de la gallardía, bizarría, buen talle y suceso de lahermosa Claudia, le dijo:

— Ven, señora, y vamos a ver si es muerto tu enemigo, que después veremos loque más te importare.

Don Quijote, que estaba escuchando atentamente lo que Claudia había dicho ylo que Roque Guinart respondió, dijo:

— No tiene nadie para qué tomar trabajo en defender a esta señora, que lotomo yo a mi cargo: denme mi caballo y mis armas, y espérenme aquí, que yoiré a buscar a ese caballero, y, muerto o vivo, le haré cumplir la palabraprometida a tanta belleza.

— Nadie dude de esto —dijo Sancho—, porque mi señor tiene muy buena manopara casamentero, pues no ha muchos días que hizo casar a otro que tambiénnegaba a otra doncella su palabra; y si no fuera porque los encantadoresque le persiguen le mudaron su verdadera figura en la de un lacayo, éstafuera la hora que ya la tal doncella no lo fuera.

Roque, que atendía más a pensar en el suceso de la hermosa Claudia que enlas razones de amo y mozo, no las entendió; y, mandando a sus escuderos quevolviesen a Sancho todo cuanto le habían quitado del rucio, mandándolesasimesmo que se retirasen a la parte donde aquella noche habían estadoalojados, y luego se partió con Claudia a toda priesa a buscar al herido, omuerto, don Vicente. Llegaron al lugar donde le encontró Claudia, y nohallaron en él sino recién derramada sangre; pero, tendiendo la vista portodas partes, descubrieron por un recuesto arriba alguna gente, y diéronsea entender, como era la verdad, que debía ser don Vicente, a quien suscriados, o muerto o vivo, llevaban, o para curarle, o para enterrarle;diéronse priesa a alcanzarlos, que, como iban de espacio, con facilidad lohicieron.

Hallaron a don Vicente en los brazos de sus criados, a quien con cansada ydebilitada voz rogaba que le dejasen allí morir, porque el dolor de lasheridas no consentía que más adelante pasase.

Arrojáronse de los caballos Claudia y Roque, llegáronse a él, temieron loscriados la presencia de Roque, y Claudia se turbó en ver la de don Vicente;y así, entre enternecida y rigurosa, se llegó a él, y asiéndole de lasmanos, le dijo:

— Si tú me dieras éstas, conforme a nuestro concierto, nunca tú te vieras eneste paso.

Abrió los casi cerrados ojos el herido caballero, y, conociendo a Claudia,le dijo:

— Bien veo, hermosa y engañada señora, que tú has sido la que me has muerto:pena no merecida ni debida a mis deseos, con los cuales, ni con mis obras,jamás quise ni supe ofenderte.

— Luego, ¿no es verdad —dijo Claudia— que ibas esta mañana a desposarte conLeonora, la hija del rico Balvastro?

— No, por cierto —respondió don Vicente—; mi mala fortuna te debió de llevarestas nuevas, para que, celosa, me quitases la vida, la cual, pues la dejoen tus manos y en tus brazos, tengo mi suerte por venturosa. Y, paraasegurarte desta verdad, aprieta la mano y recíbeme por esposo, siquisieres, que no tengo otra mayor satisfación que darte del agravio quepiensas que de mí has recebido.

Apretóle la mano Claudia, y apretósele a ella el corazón, de manera quesobre la sangre y pecho de don Vicente se quedó desmayada, y a él le tomóun mortal parasismo. Confuso estaba Roque, y no sabía qué hacerse.Acudieron los criados a buscar agua que echarles en los rostros, ytrujéronla, con que se los bañaron. Volvió de su desmayo Claudia, pero node su parasismo don Vicente, porque se le acabó la vida. Visto lo cual deClaudia, habiéndose enterado que ya su dulce esposo no vivía, rompió losaires con suspiros, hirió los cielos con quejas, maltrató sus cabellos,entregándolos al viento, afeó su rostro con sus propias manos, con todaslas muestras de dolor y sentimiento que de un lastimado pecho pudieranimaginarse.

— ¡Oh cruel e inconsiderada mujer —decía—, con qué facilidad te moviste aponer en ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, aqué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposomío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo ala sepultura!

Tales y tan tristes eran las quejas de Claudia, que sacaron las lágrimas delos ojos de Roque, no acostumbrados a verterlas en ninguna ocasión.Lloraban los criados, desmayábase a cada paso Claudia, y todo aquelcircuito parecía campo de tristeza y lugar de desgracia. Finalmente, RoqueGuinart ordenó a los criados de don Vicente que llevasen su cuerpo al lugarde su padre, que estaba allí cerca, para que le diesen sepultura. Claudiadijo a Roque que querría irse a un monasterio donde era abadesa una tíasuya, en el cual pensaba acabar la vida, de otro mejor esposo y más eternoacompañada. Alabóle Roque su buen propósito, ofreciósele de acompañarlahasta donde quisiese, y de defender a su padre de los parientes y de todoel mundo, si ofenderle quisiese. No quiso su compañía Claudia, en ningunamanera, y, agradeciendo sus ofrecimientos con las mejores razones que supo,se despedió dél llorando. Los criados de don Vicente llevaron su cuerpo, yRoque se volvió a los suyos, y este fin tuvieron los amores de ClaudiaJerónima. Pero, ¿qué mucho, si tejieron la trama de su lamentable historialas fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?

Halló Roque Guinart a sus escuderos en la parte donde les había ordenado, ya don Quijote entre ellos, sobre Rocinante, haciéndoles una plática en queles persuadía dejasen aquel modo de vivir tan peligroso, así para el almacomo para el cuerpo; pero, como los más eran gascones, gente rústica ydesbaratada, no les entraba bien la plática de don Quijote. Llegado que fueRoque, preguntó a Sancho Panza si le habían vuelto y restituido las alhajasy preseas que los suyos del rucio le habían quitado. Sancho respondió quesí, sino que le faltaban tres tocadores, que valían tres ciudades.

— ¿Qué es lo que dices, hombre? —dijo uno de los presentes—, que yo lostengo, y no valen tres reales.

— Así es —dijo don Quijote—, pero estímalos mi escudero en lo que ha dicho,por habérmelos dado quien me los dio.

Mandóselos volver al punto Roque Guinart, y, mandando poner los suyos enala, mandó traer allí delante todos los vestidos, joyas, y dineros, y todoaquello que desde la última repartición habían robado; y, haciendobrevemente el tanteo, volviendo lo no repartible y reduciéndolo a dineros,lo repartió por toda su compañía, con tanta legalidad y prudencia que nopasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva. Hecho esto, conlo cual todos quedaron contentos, satisfechos y pagados, dijo Roque a donQuijote:

— Si no se guardase esta puntualidad con éstos, no se podría vivir conellos.

A lo que dijo Sancho:

— Según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria quese use aun entre los mesmos ladrones.

Oyólo un escudero, y enarboló el mocho de un arcabuz, con el cual, sinduda, le abriera la cabeza a Sancho, si Roque Guinart no le diera voces quese detuviese. Pasmóse Sancho, y propuso de no descoser los labios en tantoque entre aquella gente estuviese.

Llegó, en esto, uno o algunos de aquellos escuderos que estaban puestos porcentinelas por los caminos para ver la gente que por ellos venía y daraviso a su mayor de lo que pasaba, y éste dijo:

— Señor, no lejos de aquí, por el camino que va a Barcelona, viene un grantropel de gente.

A lo que respondió Roque:

— ¿Has echado de ver si son de los que nos buscan, o de los que nosotrosbuscamos?

— No, sino de los que buscamos —respondió el escudero.

— Pues salid todos —replicó Roque—, y traédmelos aquí luego, sin que se osescape ninguno.

Hiciéronlo así, y, quedándose solos don Quijote, Sancho y Roque, aguardarona ver lo que los escuderos traían; y, en este entretanto, dijo Roque a donQuijote:

— Nueva manera de vida le debe de parecer al señor don Quijote la nuestra,nuevas aventuras, nuevos sucesos, y todos peligrosos; y no me maravillo queasí le parezca, porque realmente le confieso que no hay modo de vivir másinquieto ni más sobresaltado que el nuestro. A mí me han puesto en él no séqué deseos de venganza, que tienen fuerza de turbar los más sosegadoscorazones; yo, de mi natural, soy compasivo y bien intencionado; pero, comotengo dicho, el querer vengarme de un agravio que se me hizo, así da contodas mis buenas inclinaciones en tierra, que persevero en este estado, adespecho y pesar de lo que entiendo; y, como un abismo llama a otro y unpecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera que no sólolas mías, pero las ajenas tomo a mi cargo; pero Dios es servido de que,aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo laesperanza de salir dél a puerto seguro.

Admirado quedó don Quijote de oír hablar a Roque tan buenas y concertadasrazones, porque él se pensaba que, entre los de oficios semejantes derobar, matar y saltear no podía haber alguno que tuviese buen discurso, yrespondióle:

— Señor Roque, el principio de la salud está en conocer la enfermedad y enquerer tomar el enfermo las medicinas que el médico le ordena: vuestramerced está enfermo, conoce su dolencia, y el cielo, o Dios, por mejordecir, que es nuestro médico, le aplicará medicinas que le sanen, lascuales suelen sanar poco a poco y no de repente y por milagro; y más, quelos pecadores discretos están más cerca de enmendarse que los simples; y,pues vuestra merced ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sinotener buen ánimo y esperar mejoría de la enfermedad de su conciencia; y sivuestra merced quiere ahorrar camino y ponerse con facilidad en el de susalvación, véngase conmigo, que yo le enseñaré a ser caballero andante,donde se pasan tantos trabajos y desventuras que, tomándolas porpenitencia, en dos paletas le pondrán en el cielo.

Rióse Roque del consejo de don Quijote, a quien, mudando plática, contó eltrágico suceso de Claudia Jerónima, de que le pesó en estremo a Sancho, queno le había parecido mal la belleza, desenvoltura y brío de la moza.

Llegaron, en esto, los escuderos de la presa, trayendo consigo doscaballeros a caballo, y dos peregrinos a pie, y un coche de mujeres conhasta seis criados, que a pie y a caballo las acompañaban, con otros dosmozos de mulas que los caballeros traían. Cogiéronlos los escuderos enmedio, guardando vencidos y vencedores gran silencio, esperando a que elgran Roque Guinart hablase, el cual preguntó a los caballeros que quiéneran y adónde iban, y qué dinero llevaban.

Uno dellos le respondió:

— Señor, nosotros somos dos capitanes de infantería española; tenemosnuestras compañías en Nápoles y vamos a embarcarnos en cuatro galeras, quedicen están en Barcelona con orden de pasar a Sicilia; llevamos hastadocientos o trecientos escudos, con que, a nuestro parecer, vamos ricos ycontentos, pues la estrecheza ordinaria de los soldados no permite mayorestesoros.

Preguntó Roque a los peregrinos lo mesmo que a los capitanes; fuelerespondido que iban a embarcarse para pasar a Roma, y que entre entrambospodían llevar hasta sesenta reales. Quiso saber también quién iba en elcoche, y adónde, y el dinero que llevaban; y uno de los de a caballo dijo:

— Mi señora doña Guiomar de Quiñones, mujer del regente de la Vicaría deNápoles, con una hija pequeña, una doncella y una dueña, son las que van enel coche; acompañámosla seis criados, y los dineros son seiscientosescudos.

— De modo —dijo Roque Guinart—, que ya tenemos aquí novecientos escudos ysesenta reales; mis soldados deben de ser hasta sesenta; mírese a cómo lecabe a cada uno, porque yo soy mal contador.

Oyendo decir esto los salteadores, levantaron la voz, diciendo:

— ¡Viva Roque Guinart muchos años, a pesar de los lladres que su perdiciónprocuran!

Mostraron afligirse los capitanes, entristecióse la señora regenta, y no seholgaron nada los peregrinos, viendo la confiscación de sus bienes. Túvolosasí un rato suspensos Roque, pero no quiso que pasase adelante su tristeza,que ya se podía conocer a tiro de arcabuz, y, volviéndose a los capitanes,dijo:

— Vuesas mercedes, señores capitanes, por cortesía, sean servidos deprestarme sesenta escudos, y la señora regenta ochenta, para contentaresta escuadra que me acompaña, porque el abad, de lo que canta yanta, yluego puédense ir su camino libre y desembarazadamente, con un salvocondutoque yo les daré, para que, si toparen otras de algunas escuadras mías quetengo divididas por estos contornos, no les hagan daño; que no es miintención de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las queson principales.

Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanesagradecieron a Roque su cortesía y liberalidad, que, por tal la tuvieron,en dejarles su mismo dinero. La señora doña Guiomar de Quiñones se quisoarrojar del coche para besar los p