Don Quijote by Miguel de Cervantes Saavedra - HTML preview

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B.

Quejaos

del

escudero.

R.

No

es

bastante.

¿Cómo

me

he

de

quejar

en

mi

dolencia,

si

el

amo

y

escudero

o

mayordomo

son tan rocines como Rocinante?

Primera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha Capítulo primero. Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgodon Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha muchotiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua,rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero,salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas losviernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las trespartes de su hacienda.

El resto della concluían sayo de velarte, calzas develludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días deentresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa unaama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte,y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba lapodadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era decomplexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigode la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada,que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben;aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamabaQuejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narracióndél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estabaocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, contanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de lacaza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidady desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura paracomprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todoscuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien comolos que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de suprosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y máscuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde enmuchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón sehace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de lavuestra fermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que devuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacenmerecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.

Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase porentenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni lasentendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estabamuy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque seimaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría detener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, contodo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquellainacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dallefin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera,y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se loestorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar —que erahombre docto, graduado en Sigüenza—, sobre cuál había sido mejor caballero:Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero delmesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que sialguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballeromelindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no leiba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban lasnoches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así,del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vinoa perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en loslibros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos,heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; yasentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquellamáquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él nohabía otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díazhabía sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballerode la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dosfieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de laindustria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entrelos brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser deaquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, élsolo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldosde Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantostopaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro,según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor deGalalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.

En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamientoque jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible ynecesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de surepública, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con susarmas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello queél había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todogénero de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos,cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valorde su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tanagradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, sedio priesa a poner en efeto lo que deseaba.

Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de susbisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había queestaban puestas y olvidadas en un rincón.

Limpiólas y aderezólas lo mejorque pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada deencaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque decartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacíanuna apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte ypodía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dosgolpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en unasemana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hechopedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo,poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedósatisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, ladiputó y tuvo por celada finísima de encaje.

Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y mástachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le parecióque ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban.Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, segúnse decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, ytan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procurabaacomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese decaballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razónque, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrasefamoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicioque ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró yquitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al finle vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro ysignificativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahoraera, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.

Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo,y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar donQuijote; de donde —como queda dicho—

tomaron ocasión los autores desta tanverdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada,como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís nosólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió elnombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula,así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya yllamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy alvivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a surocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otracosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andantesin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase éla sí:

— Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro porahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballerosandantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o,finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarlepresentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y digacon voz humilde y rendido: ''Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro,señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla eljamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual memandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandezadisponga de mí a su talante''?

¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso,y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree,que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buenparecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende,ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y aésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y,buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y seencaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea delToboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico yperegrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosashabía puesto.

Capítulo II. Que trata de la primera salida que de su tierra hizo elingenioso don Quijote

Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner enefeto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacíaen el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer,tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar ydeudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de suintención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era unode los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobreRocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó sulanza, y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimocontento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a subuen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamientoterrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fueque le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a leyde caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y,puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero,sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estospensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más sulocura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero delprimero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, segúnél había leído en los libros que tal le tenían.

En lo de las armas blancas,pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que unarmiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro queaquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza delas aventuras.

Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigomesmo y diciendo:

— ¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz laverdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiereno ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salidad tan de mañana,desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de laancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, yapenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habíansaludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que,dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones delmanchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballerodon Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famosocaballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo deMontiel».

Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:

— Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosashazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles ypintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrinahistoria, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eternomío en todos mis caminos y carreras!

Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:

— ¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!, mucho agravio mehabedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento demandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, demembraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amorpadece.

Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que suslibros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto,caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, quefuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.

Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de locual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacerexperiencia del valor de su fuerte brazo.

Autores hay que dicen que laprimera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que lade los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso,y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvotodo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados ymuertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriríaalgún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudieseremediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por dondeiba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales,sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar,y llegó a ella a tiempo que anochecía.

Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido,las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella nocheacertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuantopensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo quehabía leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillocon sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle supuente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantescastillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecíacastillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperandoque algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con algunatrompeta de que llegaba caballero al castillo.

Pero, como vio que setardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, sellegó a la puerta de la venta, y vio a las dos destraídas mozas que allíestaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosasdamas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto,sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos unamanada de puercos —que, sin perdón, así se llaman— tocó un cuerno, a cuyaseñal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo quedeseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así, conestraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieronvenir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas demiedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por suhuida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco ypolvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo:

— No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la ordende caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más atan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.

Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro, que lamala visera le encubría; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tanfuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que donQuijote vino a correrse y a decirles:

— Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risaque de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes nimostredes mal talante; que el mío non es de ál que de serviros.

El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestrocaballero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muyadelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muygordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armadade armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, noestuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento.Mas, en efeto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó dehablarle comedidamente; y así, le dijo:

— Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porqueen esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en muchaabundancia.

Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal lepareció a él el ventero y la venta, respondió:

-Para

mí,

señor

castellano,

cualquiera

cosa

basta,

porque

mis

arreos

son

las

armas,

mi descanso el pelear, etc.

Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberleparecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y de los de laplaya de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante queestudiantado paje; y así, le respondió:

— Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir,siempre velar; y siendo así, bien se puede apear, con seguridad de hallaren esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto másen una noche.

Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó conmucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se habíadesayunado.

Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porqueera la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no lepareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándoleen la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estabandesarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales,aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudierondesencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada, que traía atadacon unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar losñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera, y así, se quedó todaaquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y estrañafigura que se pudiera pensar; y, al desarmarle, como él se imaginaba queaquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principalesseñoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:

-Nunca

fuera

caballero

de

damas

tan

bien

servido

como

fuera

don

Quijote

cuando

de

su

aldea

vino:

doncellas

curaban

dél;

princesas, del su rocino,

o Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y donQuijote de la Mancha el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme fastaque las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerzade acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote ha sidocausa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero, tiempo vendrá en quelas vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazodescubra el deseo que tengo de serviros.

Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondíanpalabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa.

— Cualquiera yantaría yo —respondió don Quijote—, porque, a lo que entiendo,me haría mucho al caso.

A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sinounas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucíabacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronlesi por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado quedalle a comer.

— Como haya muchas truchuelas —respondió don Quijote—, podrán servir de unatrucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en unapieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelascomo la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón.Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas nose puede llevar sin el gobierno de las tripas.

Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole elhuésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao, y un pan tannegro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verlecomer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podíaponer nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía; y ansí,una de aquellas señoras servía deste menester. Mas, al darle de beber, nofue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el uncabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebíaen paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.

Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y, asícomo llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cualacabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y quele servían con música, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal; ylas rameras, damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto dabapor bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba erael no verse armado caballero, por parecerle que no se podría ponerlegítimamente en aventura alguna sin recebir la orden de caballería.

Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote enarmarse caballero

Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; lacual acabada, llamó al ventero, y, encerrándose con él en la caballeriza,se hincó de rodillas ante él, diciéndole:

— No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que lavuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará enalabanza vuestra y en pro del género humano.

El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones,estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba conél que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él leotorgaba el don que le pedía.

— No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío— respondió don Quijote—; y así, os digo que el don que os he pedido, y devuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en aquel día mehabéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestrocastillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo quetanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes delmundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargode la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo asemejantes fazañas es inclinado.

El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunosbarruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuandoacabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella noche,determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy acertado enlo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de loscaballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presenciamostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado aaquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando susaventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán,Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla deGranada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo yotras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies,sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas,deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente,dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en todaEspaña; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo,donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos loscaballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo porla mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, enpago de su buen deseo.

Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde podervelar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que,en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y queaquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana,siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que élquedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en elmundo.

Preguntóle si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca,porque