Crónicas de Marianela by Anonymous Author - HTML preview

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Aquí hay amores, odios, despechos, celos, ambiciones,vanidades, todo ello en cuatro ranchos, lo mismo que en las ciudades.Tenemos dos puesteros que andan detrás de la cocinera; uno de ellos esahorrativo y laborioso; el otro es un perdulario que, «vuelta a vuelta»está en la pulpería, muy guitarrero y cantor. Pues la cocinera prefierea éste, que no va con buen fin, y no al otro, que quiere casarse deveras. Y es inútil que yo la diga nada. En cambio, tenemos una chinita aquien le gusta mucho el laborioso y ahorrativo, pero éste estáentusiasmado con la cocinera y no hace caso de la chinita.

Pon ahoracelos tormentosos, ansiedades, odios ardientes, angustias, todo, en fin,como en las ciudades; sólo cambian los trajes; en lugar de frac,chiripá; en vez de vestido de seda y escote, una faldilla de percal y unpañuelo al cuello. Pero, por debajo de unos y otros atavíos, losinstintos son los mismos y los corazones arden igual.

Por lo demás, mi vida trascurre dulcemente. Cuido de las gallinas, queson de lo más ponedoras; tengo también una pollada de patitos, que no tepuedes imaginar lo que gozan cuando los llevo a una lagunita que hayinmediata a la estancia. Los días claros me entretengo en contemplar losreflejos del sol en sus plumas azules. Están lindísimos los patitos.Tengo también una pareja de cisnes, a los cuales sólo les falta elesquife de Lohengrin. ¡Qué fastuosos y qué infatuados son estos cisnes!Nadan entre los patos con el aire de dos señores feudales entre unaplebeya y vil democracia. Doy también grandes paseos por el campo. Y mequedo horas muertas mirando los teros.

Me entusiasma este pájaro, tanelegante, tan señoril, tan paquete, tan erguido, tan gracioso en sumanera de caminar. Parece que va siempre vestido de frac, con las plumastan planchadas, pulcro, coquetón, peripuesto, andando despacito por lapampa, como si fuera la platea, y volviendo la cabeza a un lado y otro,acompasadamente, cual si hiciera a los palcos el regalo de su mirada.Las dos puntitas rojas que tiene en el codo de las alas parecen lossímbolos de una condecoración. Lástima que toda esta gracia y toda estaelegancia las eche a perder cuando vuela y cuando chilla. Su vuelo estardo, desigual, como de beodo en los aires; su chillido es inarmónico,estridente.

Posado y andando, en cambio, tiene una finura y unadelicadeza encantadoras. Nunca debía levantarse del suelo ni abrir elpico. Es como esos buenos mozos que pierden mucho cuando hablan.

Después, en casa, leo, toco el piano, tarareo la ópera que se va a daren el Colón, me entero de lo que dicen los diarios, de los noviazgos, delas reuniones, bailes y fiestas.

Entretanto, Ricardo trabaja en elcampo; cura ovejas, marca novillos, hace apartados, traza nuevospotreros, levanta alambrados. No te puedes imaginar la actividad quedesarrolla. Va poniendo la estancia que es una maravilla. Está fuerte,curtido; colorado. Su contacto con la Naturaleza, con el sol, el aire,las lluvias, le da un brío y una fortaleza admirables. Me dice que esnecesario rehacer la fortuna; que hemos de volver a ser tan ricos comoantes. Hijita, casi nos fundimos del todo. Cuando la especulación, semetió a comprar cosas. En la Pampa, en Mendoza, en Río Negro, en lasprovincias, en todas partes compraba leguas y leguas con dinero de losBancos. Y

no quería vender nada. Todo iba a valer tanto y cuanto; todoiba a subir a las nubes. Y

siempre esperando compradores fantásticos quevendrían de Inglaterra, de Francia, de no sé dónde, para hacerferrocarriles y obras de riego y qué sé yo cuántas cosas más.

Yo, queestoy por lo positivo, le decía: «Vende, Ricardo, vende». Sólo pudelograr que vendiera unos terrenos. Le pagaron una barbaridad. Y nosfuimos a Europa. Gastamos toda la ganancia en París y en los balnearios,sobre todo en los balnearios. Como es tan generoso—ya conoces aRicardo—me hizo comprar no sé cuántos trajes; me regaló un montón dealhajas, dos automóviles, ¡la mar!, como dicen los españoles.

Cuandovolvimos, hijita, la crisis. Las tierras que había comprado no valíannada.

Llovieron los vencimientos, los pagarés, las letras. ¡Qué apuros!Ricardo no dormía; tenía los nervios como una prima de violín. Todos losdías metido en los Bancos, pidiendo, suplicando, él, que es tan altivo ytan hombre, inclinado y haciendo reverencias a esos señores gerentes,que se dan un corte, hijita, como si fueran reyes.

Al verle así, tantriste y tan abatido, le dije: «Bueno, Ricardín mío, a liquidar;prefiero que nos quedemos en la calle antes de verte sufrir de esamanera. Pagas a todo el mundo y viviremos con lo que quede, tranquilos yfelices». Total: vendió todas las tierras, casi media Rusia, por laquinta parte de lo que habían costado. Y como no alcanzaba para pagar,tuvo que vender también dos estancias de las tres que teníamos.

Nosquedamos con la mía, la heredada de mi abuelo, porque Ricardo es tandelicado que prefirió vender las suyas, sabiendo que yo tenía muchocariño al campo donde había nacido mi padre. Gracias al remoto vascoArregui nos hemos salvado. ¡Dios le tenga en la gloria! Pero, ¡quétemporal, querida Marianela, qué temporal hemos corrido!...

Una vez liquidadas todas las deudas, nos quedó, como te digo, laestancia vieja y unos trescientos mil pesos. Y entonces me dijo Ricardo:«¿Tú te atreves a enterrarte unos cuantos años en «Los Carpinchos?»—«Yome entierro contigo en el fin del mundo»—le respondí. Gran abrazo. Losabrazos en la desgracia saben mejor aún que en la felicidad. Levantamosla casa de la avenida Alvear; echamos a los porteros, a los sirvientes,a los lacayos, a los «chauffeurs», una punta de vagos que puestos enfila, llegaban a la acera de enfrente, y nos vinimos a «Los Carpinchos»,a trabajar, hijita, como unos gringos recién llegados. Con la platitaque salvamos de la quema, compramos vacas. Tenemos como tres mil. Y diceRicardo que pronto se harán cinco o seis mil. También tenemos muchasovejas. «A la vuelta de pocos años—me dice Ricardo—nos podremosfarrear anualmente en Europa unos dos mil novillos, alrededor detrescientos mil pesos de renta».—«¡No, Ricardo, no por Dios!—ledigo,—

porque ya le he visto las orejas al lobo, y no quiero verte coninsomnios y sufriendo como un condenado cada vez que tenías que ir a vera los señores gerentes, que Dios confunda».

No tienes idea de cómo trabaja Ricardo. Se levanta al alba; aún relucenlas estrellas.

Muchos días no vuelve hasta la noche; almuerza encualquier puesto para no perder tiempo. Llega cubierto de polvo, otrasveces de barro, sucio de sarnífugos, de bañar ovejas, hecho un gauchote,un facineroso. En tal facha, por embromarme, abre los brazos y se vienehacia mí. Yo grito: «¡Sal de ahí, adorado sarnifuguero!» Se baña, sefregotea durante una hora, se pone un traje de casa, y a la mesa, acenar. Mientras cenamos me hace la crónica social de todos los ranchos,que suele ser tan divertida como la de los salones. La tragicomedia esla misma, como te he dicho; sólo cambian el medio, las formas y lostrajes. La humanidad es una misma edición; sólo varían las cubiertas;unos cuantos ejemplares de lujo y los demás a la rústica; pero elcontenido es igual.

Luego toco un poco el piano. Y aquí viene una escena que quierocontarte. Ya sabes que Ricardo tiene una voz de tenor muy fuerte, peromuy desafinada, porque carece de buen oído para la música. Pues bien:muchas noches me hace tocar la pira del

«Trovador» y se pone a dar unosgritos formidables. Pero en lugar de cantar «madre infelice, etc.», haceesta reforma:

«No debo nada,

Ya soy feliz

Con Rosalía...»

Y al decir Rosalía da un do de pecho estupendo que deja tamañito aTamagno.

Cuando el viento es favorable le oyen los de Zubiaurre desde suestancia, que queda a tres leguas. El do es terrible, pero el pecho esmagnífico, y lo que hay dentro del pecho, el corazón, supera a todamagnificencia. Al gritar Rosalía parece que se le dilatan los pulmones.Con ninguna otra palabra su voz sube tan alto. Yo me río como una loca;pero la verdad es que ese do de pecho penetra en lo más hondo del mío.¿Quieres creer que hasta como tenor me gusta Ricardo? ¡Es el colmo,hijita! Su energía pulmonar, sin entonación musical, como un gritoprimitivo, me produce una embriaguez y una emoción superior a todos lospoemas. Todas las galanterías y todas las finuras que me dijo de novioen los salones me parecen ahora insignificantes y artificiales ante esegrito estupendo con que lanza mi nombre a los aires libres del campo.Quizá me estoy volviendo un poco salvaje. Ya ves, pues, que hastatenemos ópera en «Los Carpinchos». Y es un canto apasionado, ¡oh!apasionadísimo...

Algunas veces se le mete en la cabeza a Ricardo que yo estoy triste. «Teaburres, Rosalía; lo veo, lo noto: sufres la nostalgia de Buenos Aires.¿Quieres que nos vayamos por unos días?»—«No me aburro—le digo;—nohay tal nostalgia; me hallo muy contenta. Estando a tu lado, me sobratodo el mundo».

Yo sé que él no quiere volver hasta que podamos brillar como antes yocupar la misma posición. Y aunque algunas veces—la verdad—se apoderade mí cierta melancolía, la venzo al instante y me muestro alegre,satisfecha y feliz con esta vida.

Es necesario que encuentre en mí unfirme apoyo y un fuerte estímulo para realizar su ideal. Después detodo, lo hace por mí más que por él. Además, en los disparates hechos,la culpa fué mía tanto como suya, quizá más mía. Así, pues, quietosaquí, cuidando vacas y ovejas, gallinas y patos, y cantando la pira...

Estuve tentada de irnos una semana a Buenos Aires para asistir al baileque dió el Intendente. Me escribió Matilde, diciéndome que Adela me ibaa mandar invitación y que no faltara. Vacilé; pero, al fin, resolvíquedarme. Y ahora me alegro, pues según me dicen las de Arnedillo en unalarga carta, el baile fué un fiasco completo, aunque parece que hubomucha «gente». Además, el ambigú estuvo servido de una maneradeplorable. Figúrate que el Presidente de la República tuvo que ir almostrador para poder tomar una copa de champaña. Si nada menos que elPresidente tuvo que andar así, ¿cómo andarían los demás? Es verdad que,como don Victorino está por caer, ya nadie le hará caso. El mundo, sobretodo el mundo de frac, es desvergonzadamente exitista. Los gauchos sonmás piadosos y tiernos con el árbol caído. Un Presidente, cuando estápor caer, ya no está sobre nadie, y depende de todos.

¡Pobre donVictorino, viejo, pesado, con su humanidad tan densa, tan maciza,rebulléndose para alcanzar su copa! Pero el hombre, como buen gaucho alfin, llegó hasta el mostrador. Don Victorino es de los que han sabidollegar a todas partes.

A mí me es muy simpático.

Bueno; ya he charlado bastante. Ricardo te envía un saludo y yo mi mejorabrazo.—

Rosalía

Sólo me resta pedir disculpa a mi amiga Rosalía por lanzar su carta alos cuatro vientos de la publicidad. Lo hago porque, aparte el pequeñochismorreo final, la carta encierra una enseñanza y revela las mejoresvirtudes que pueden adornar a una mujer.

EL ARTE DE ESTAR ENFERMA

Señora Rosalía Arregui del Moral de Pérez y Cámpora.

«Los Carpinchos».

Mi buena y queridísima amiga: debo comenzar por pedirte dos vecesperdón: primero por haber lanzado a los cuatro vientos de la publicidadtu sabrosa carta desde

«Los Carpinchos», contando con singular donaireexpresivo tus cuitas, las volteretas de vuestra fortuna, tu excelenteconformidad, el brío emprendedor de Ricardo en la estancia y susesperanzas y las tuyas en un próximo y brillante porvenir. El segundoperdón que te pido es por no haberte contestado antes. He estadoenferma, como habrás visto en las crónicas sociales de los diarios,donde queda, para los fines de la posteridad, el historial del curso demi dolencia. Hemos sido muchas las personas

«importantes» que hemossufrido este invierno las destemplanzas del tiempo. Ignoro hasta dóndeha tenido la culpa la atmósfera y hasta qué extremo han podido influirlas crónicas sociales.

Lo mío ha sido influenza, una enfermedad que no se sabe bien en quéconsiste, como sucede con casi todas las enfermedades, y que, pordolernos con ella todo el cuerpo, lo más acertado será suponer queconsiste en todo el cuerpo. La pesqué al salir del Colón, después deescuchar las locuras líricas de «Lucía», un aria cuyo interés principalreside en sujetar la locura a pentágrama, ritmo y compás, cuando laverdadera locura se distingue precisamente por no sujetarse a nada, cosaque, por lo visto, ignoraba Donizzeti. En cuanto hay reglas, ya no haylocura. Pero a los músicos no les basta la razón para hacer arte, y deahí que recurran a pasiones extravasadas, heroísmos máximos, deliquios,amores quiméricos, frenesíes, éxtasis, arrobamientos, divinos estados deánimo, para luego ordenar en el pentágrama todos estos delirios.

Ordenary delirar son conceptos que se excluyen, excepto en la cabeza de losmúsicos, donde toda confusión tiene su natural asiento. Pero, enrealidad los músicos, al meter los delirios y locuras entre las cincorayas paralelas y los huecos de las mismas que forman el pentágrama,sujetan a razón su melografía delirante; de donde se desprende que larazón, aun tratándose de locuras melodiosas, es y será siempre, antesque la música, el arte de las artes, la facultad soberana del humanoespíritu. Por lo demás, la música expresa sentimientos divinos, si bientiene el defecto de expresarlos en tono demasiado alto, al revés de losángeles que permanecen siempre callados, pues al ascender de la tierraal cielo perdieron, en su purificación absoluta, el uso de la palabra,con la que tanto se peca en la vida.

Como te iba diciendo, hizo presa en mí la influenza al salir del teatro.Hacía un frío terrible, siberiano. Jorge—ya sabes lo cariñoso que es ycuánto se preocupa por mi salud—me advirtió que me abrigara bien. Nohice el caso que debía. Y en el trayecto de la puerta del teatro alautomóvil, una corriente de aire me dejó transida. Ya sabes que no abusodel descote; pero, asimismo, no puede una llamar la atención cubriéndosemás de lo debido. Una vez en el coche me puse a imitar a la Barrientos,chacoteando un poco con mi marido. El tercer gorgorito fué un ronquidode agonía. Y llegue a casa arrecida, tiritando. Total: veinte días decama.

Se encargó de mi asistencia el doctor Gómez Pulido. Ya le conoces. Es unmédico de gran talento social y mundano. Y como el talento da para todo,supongo que ha de tenerlo también para la ciencia. Yo no creo que losgalenos toscos y ásperos sean mejores que los finos de porte y depalabra. No pocos simulan cierta tosquedad para demostrar a los incautosque el estudio y las preocupaciones científicas les han impedidoadquirir maneras elegantes. Y la verdad, farsa por farsa, prefiero lafarsa fina, discreta, cortés, delicada. Pulido es en este sentido lo máspulido que cabe. Amable, atento, obsequioso; y ya que mate, como losotros, lo hace siempre con cortesía. Varias señoras nos hemos empeñadoen convertirle en el médico de moda. A mí me lo han recomendado mucholas de Zubizarrendo, las de Martínez Torrebaja, las de Pérez Campanillay, sobre todo, la viuda de Esquilón, que ya sabes el empeño que pone entodas las cosas. Yo creo que entre todas lograremos imponerle y queacabará por ser el médico de cabecera de todas las familias conocidas.La de Esquilón, especialmente, es para Pulido un anuncio mejor quecualquier almanaque.

A mí me ha asistido admirablemente; y aunque me haya curado sola, leestoy muy agradecida. La medicina, en el fondo, es una retóricacientífica, el arte de poner palabras nuevas a enfermedades viejas. Y ental sentido da gusto oir a Pulido. Está al cabo de todas las palabrasnuevas que inventa la ciencia. Antiguamente la medicina se limitaba alconocimiento de algunas yerbas para curar heridas y contener la efusiónde sangre. Pulido, en su vasta sabiduría, conoce estas yerbas antiguas ytodas las palabras modernas de las Facultades de Berlín, París yEstocolmo.

No creas que mi enfermedad ha sido cosa de juguete. Durante una semanaestuve muy malita. ¡Y me entró una tristeza! Me pareció que se habíasuspendido todo en mí, virtudes y defectos, cualidades buenas y malas,todo, todo, quedándome sólo una puerilidad infantil o una chochezrepentina: no sé explicarlo... algo así como si estuviera hueca y noquedara de mi cuerpo más que el molde externo. Parece que deliré algunosdías, (sin pentágrama). Según me dice Jorge, te nombré varias veces:¡Rosalía! ¡Rosalía! Ya ves que hasta en los delirios te tengo presente.Me aseguran que no dije grandes insensateces. Hubiera preferidodecirlas, antes que grandes verdades, pues una de las cosas que máspavor me causa es oir razonar a la locura.

Felizmente no proferí disparates desatados ni formulé razonessorprendentes; sólo hubo tonterías, con lo cual me tranquilizo pensandoque apenas salí de mi estado normal. No te rías maliciosamente, pues yo,como casi todo el mundo—salvo unos cuantos sereselegidos—representamos la normalidad, traducida en la infinitaextensión de la tontería en la tierra.

Al entrar en la convalecencia pasé horas de profunda melancolía. Unatarde leía un librito de un místico flamenco, pequeño por su tamaño,grande por su contenido. En una de sus páginas tropezaron mis ojos conestas líneas: «La enfermedad es como citación y último emplazamientoque Dios hace a fin de que entremos en razón con El». Una como ola dereligiosidad ganó mi espíritu, abatiendo en él cuanto existe defrivolidad, de aturdimiento, de ilusiones superficiales, y dándole unsentido abismático, una tristeza reflexiva abrumadora. El dolor ensanchamucho el entendimiento. Lloré...

Por fortuna aquello pasó pronto. A medida que fuí adquiriendo fuerzas,desapareció, poco a poco, aquel estado moral, que en el fondo no era másque cobardía ante esa cosa terrible que se llama eternidad, el problemade los problemas, el único problema verdadero, pues todos los demásquedan resueltos con la exhalación del último hálito.

Toda enfermedadapaga el valor y enciende el espíritu.

Te estoy hablando de cosas que no entiendo bien. Quizá no las entiendebien nadie.

La palabra sólo sirve para expresar cosas vulgares; pero lahumanidad está tan ensoberbecida con esta facultad del lenguaje, quecree tener en la palabra el instrumento revelador de todo cuanto nossucede. Yo no entiendo estas palabras:

«eternidad», «infinito», «vida»,«muerte». Sin embargo, nos explicamos con ellas; nos explicamos sinentendernos, y esto es precisamente lo más entretenido de la vida. Y

asívamos, apaciblemente, acercándonos a un fin desapacible. Todo esto me losugirió la lectura del místico flamenco, al cual debí, durante algunashoras, un verdadero estado de gracia.

Pero luego, al ir ganando vida, me puse lo más dengue y melindrosa. Latendencia de todo enfermo es envolver a todo el mundo en el tono de sudolencia. Mi enfermedad era la cosa más importante que había existido enel mundo. A Jorge le he mareado, afirmándole a cada momento que heestado al borde del sepulcro. Le he preguntado mil veces si lloró cuandoestaba tan mal; él dice que no, porque siendo muy tierno, tiene el pudorde no demostrarlo; pero yo sé, por las sirvientas, que andaba gimoteandopor los rincones. También le preguntaba si se hubiera vuelto a casar siyo llego a morirme. Su respuesta fué muda, pero elocuente. Nadaespiritualiza tanto el amor como el envolverlo en la idea de la muerte,pues con ello se traslada al mismo cielo. Ya ves cómo una pequeñaenfermedad puede dar sublimidad a la vida. Si la humanidad fuerainmortal se vulgarizaría de una manera deplorable.

Esta charla a grifo suelto es ya muy larga. Y no he hablado aún delinteresante contenido de tu carta. Te felicito por tu actitud alencerrarte en la estancia, ayudando a Ricardo a reconstruir la fortuna.Pero de todo esto hemos de hablar despacio otro día.

Entretanto, hagovotos por el crecimiento de vuestros rebaños, porque tus cisnes sigantan fastuosos, tan lindos tus patitos y tan ponedoras tus gallinas.Jorge me encarga te salude, lo mismo que a Ricardo. Y tú recibe mi másestrecho y apretado abrazo.—Marianela.

LAS INQUIETUDES DE PETRONA

Ayer vino a visitarme mi amiga Petrona. Tomamos té y charlamos mucho,mejor dicho, charló Petrona, porque yo apenas hice más que oirla.

Petrona es una excelente mujer; buena esposa, tierna madre, bondadosasuegra. Si las virtudes domésticas merecen la canonización, Petrona esdigna de un sitio preferente en el santoral.

La economía privada de toda la familia de mi amiga gira en torno de laeconomía pública del Estado. Petrona está casada con un hombre denotorio talento, muy bueno además, que ha sido dos o tres veces ministroen gobiernos ya un poco remotos. Es abogado, carrera admirable que,entre nosotros, supone aptitudes para todo género de funciones. Y así elmarido de Petrona lo mismo puede dirigir la Hacienda que la InstrucciónPública. Sin embargo, parece que su fuerte es la agricultura y laganadería.

Hace tiempo escribió una memoria—resumen de otras variasescritas en otros países—

sobre cultivos donde no llueve, deduciéndosedel luminoso estudio que es mejor sembrar donde las lluvias sonregulares. Este notable descubrimiento da idea de la solidez de juicio yla serenidad reflexiva del marido de mi amiga. Suele también, de tardeen tarde, escribir algunos artículos en los grandes diarios acerca delporvenir de la ganadería, «nuestra industria madre». Estos artículos,por lo que toca a si existe o no aumento en el número de cabezas, estáninspirados por un prudentísimo sentido dubitativo. La cabeza racionaldel ex ministro no aventura nunca afirmación alguna sobre las cabezasirracionales, mientras la razonadora estadística no las haya contado deuna manera perfecta. En cambio es resueltamente afirmativo al sostenerque no se deben vender ni exportar las vacas, que constituyen «lagallina de los huevos de oro».

Este extracto que hago aquí de lasfundamentales ideas del marido de Petrona basta para demostrar que nopodía estar en mejores manos el tesoro agrario del país.

Mi amiga tiene tres hijas casadas: Margarita con un alto empleado de unministerio; Petronila, con un secretario de legación; y María Inés, conun ingeniero burócrata que nunca vivió en carpa, lo que no le impidediscutir, desde la oficina, las obras que otros ejecutan en el campo.

Descripta la familia, fácilmente se explican las inquietudes de mi amigaPetrona en este histórico momento político. Tiembla por todo y portodos. Está alarmadísima ante la idea de que el nuevo gobierno considereinexistente a su marido como ministrable: destituya al yerno empleado;declare disponible al diplomático; y, por último, haga salir de laoficina al ingeniero, enviándole a ejecutar obras y realizar mensuras yplanimetrías en los desiertos.

—¿Pero qué va a pasar aquí, Marianela? ¿Tú no sabes nada?

—Nada.

—Ni nadie, hijita, nadie sabe nada. ¡Qué cosa! ¿no? Es una cosatremenda. Un Presidente tan callado, tan mudo, tan metido en sí mismo,sin vérsele en ninguna parte.

Yo no me lo explico. Todo el mundo, cuandoobtiene un nombramiento o es objeto de una alta distinción honorífica,es comunicativo, cordial, expansivo, deseando ver amigos y conocidospara hacerles partícipes de su íntima satisfacción.

—Es verdad Petrona: la satisfacción es la única cosa que aumenta dandoparticipación; todas las demás cosas disminuyen repartiéndolas.

—Cuando a mí me nombraron presidenta de las «Hermanas de SantaCatalina» no pude parar un momento en casa. En seguida vine acontártelo. Y de aquí me fuí a casa de otras amigas con el mismo fin.¡Es tan grato recibir parabienes, enhorabuenas, congratulaciones! Novale la pena de obtener una presidencia si luego no gozamos de esas milmanifestaciones con que los demás celebran nuestro triunfo.

—¿Crées que lo celebran?

—Bueno; lo celebren o no, hacen como que lo celebran y nos lo dicen, yello es siempre halagador para nuestros oídos. Por mi parte—¡quéquieres, Marianela de mi alma!—no me explico ese silencio, ni esareclusión, sin dejarse ver de nadie.

—¿Y qué te importa?

—Pero ¡cómo no ha de importarme! En primer término, ya sabes queEleuterio, mi marido, es de lo poquito bueno que existe entre elelemento político. Nadie puede decir nada de él. Y mira que pudo hacercosas cuando estuvo en el gobierno. Pues, nada, salió con una mano atrásy otra adelante. Y además de honesto, ya sabes que hay pocos que sepanmás que él. Todo el mundo le señala para Agricultura. Sabe todo lo quese puede hacer con la tierra.

—Excepto adquirirla....

—Cierto, hijita, excepto adquirirla. ¡Ah! ¡Si me hubiera hecho caso amí! Bueno; pues, como te digo, todo el mundo señala a Eleuterio comoministro de Agricultura.

También tú lo habrás oído decir.

—¿Cómo no? Lo dice todo el mundo, y a la vez todo el mundo lo oye. Losrumores se forman así, hablando y oyendo todo el mundo simultáneamente.

—Pero, hijita, no hay forma de saber nada. Ya sabes que yo no soypolitiquera—la mujer en su casita—; pero, claro, he tratado deexplorar, de averiguar algo por medio de una amiga que es muy amiga deuna parienta del doctor Crotto. Nada, hijita, no he podido saber nada,porque el doctor Crotto tampoco sabe nada. Nadie sabe nada. Es horribleesta duda. Eleuterio está sereno; espera tranquilo. Ya conoces lagravedad de su carácter. Cuando alguien le habla de ser ministro, cambiade tema. Y se pone a conversar de cultivos, de riego, de sistemascolonizadores. Está lo más preocupado por la falta de buques paratrasportar la próxima cosecha. También le preocupa mucho el maíz. Diceque el maíz se lo deben comer los chanchos de aquí y no los chanchos deEuropa. ¿Qué más dará?

—No, Petrona; lo que quiere decir Eleuterio es que es mejor exportarcarne que maíz.

—¡Ah!...

—El chancho valoriza el maíz comiéndoselo.

—Pero si se lo come, ya no hay maíz.

—Pero queda el chancho.

—Es verdad. ¡Que tonta soy!

—Se trata de una máquina viva de trasformación. Pero abandonemos estepunto tan poco espiritual. Sigue, Petrona, sigue...

—Pues, nada, que no se sabe nada. Rumores y más rumores, y al fin...nada.

Eleuterio estuvo en el Parque, y yo creo que esto se tendrá encuenta. Entonces estábamos de novios, y no te puedes imaginar cómo meconmoví cuando vino desde el cantón a verme, en un ratito de armisticio.Luego, al volverse al cantón, ¡qué escena!

Yo no le dejaba; lloré,supliqué. Pero él, con esa gravedad tan suya, me dijo: «Primero está eldeber, Petrona». Siempre ha sido lo más esclavo del deber. Y se fué.Sufrí un síncope, y, cuando se me pasó, la figura de mi novio se meagigantó en el espíritu con proporciones napoleónicas.

—El amor es un cristal de aumento.

—Luego Eleuterio abandonó el partido. Figúrate; veinticinco años deabstención.

¿Quién está tantos años abstenido? Además, no tenía derechoEleuterio de privar al país del concurso de su talento. Es lo que ledijo el general Roca y le repitió el doctor Pellegrini. «El paísnecesita de usted»—le dijo el general. Ya sabes la habilidad que teníael general para atraerse a los hombres de valer. Y aunque Eleuterio hasido constante en sus principios, aceptó, por patriotismo. Pero él essiempre el mismo hombre de acero.

—El cañón y el florete se componen de igual materia; y aunque elflorete se doble y el cañón no, ambos son de acero. Sigue, Petrona...

—Yo creo, Marianela, que lo importante en un hombre político es suorigen, lo que fué primero, no lo que fué después. Lo primero es loprimero. Y él fué revolucionario, contribuyendo con su sangre...

—Creo que exageras, Petrona.

—Bueno; si no fué con su sangre, porque tuvo la suerte de no caerherido, contribuyó con sus tiros al éxito de ahora. Y esto, unido a sutalento y a lo mucho que sabe, son títulos suficientes para... en fin,hija, por algo le s