Cecilia Valdes o la Loma del Angel by Cirilo Villaverde - HTML preview

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—Pues, señor, me parece, sí, me parece que todo ha salido a pedir deboca.

—¡Acabáramos! dijo don Cándido respirando fuerte.

—Allá iba, prosiguió don Melitón, respondiendo antes a la intención quea la palabra de Gamboa. Allá iba, pero Vd. me conoce, señor don Cándido,y sabe que yo no soy escopeta catalana.

—No tiene Vd. que repetirlo, replicó don Cándido con énfasis.

—Al caso, terció doña Rosa en tono blando, pues conoció que iba aarmarse una disputa interminable.

—Al caso, repitió el Mayordomo, entonces más en caja. Pues como decía,ha salido la cosa mejor de lo que esperábamos.

Marché, ¿qué digo? partícomo una saeta para el portal del Rosario y me entré de rondón en elbaratillo de don José a pesar que el mozo de las vidrieras, en elportal, lo mismo que los otros dos detrás de los mostradores dentro,creyendo que iba a comprarles la tienda en peso, me tira éste del brazo,aquél de la chaqueta... Vd. sabe que ellos son bromistas y más pillos,que ya...

—Lo que sé, repuso don Cándido molesto, es que Vd. gasta unapachorra...

—Pues decía, continuó como si no hubiese oído a su amo, que me costóalgún trabajillo deshacerme de esos bellacos. ¿Dónde está don José?pregunté a don Liberato. Quiero ver a don José.

Traigo un recado urgentepara él. ¡Chite! me dijo el mozo; ahora está muy entretenido para queVd. le vea. Venga acá, y me llevó por la mano a la puerta del patio, yagregó:—Véale. En efecto, muy acicalado estaba y arrimadito a la pared,en interesante conversación por señas y medias palabras, con la sombrade una mujer que se entreveía a través de las persianas del balcón en elprincipal de la casa. Sólo vi dos ojazos como dos carbones encendidos yla punta de unos deditos de rosa asomándose de cuando en cuando porentre los listoncillos verdes. ¿Qué significa eso? pregunté a donLiberato. ¿No lo entiende Vd.? me contestó. Nuestro don José que seaprovecha de la ausencia del paisano y amigo en el campo para camelarlela hermosa dama.

Don Cándido y doña Rosa cambiaron una mirada de inteligencia y deasombro, y el primero dijo:

—Don Melitón de mis culpas ¿qué tenemos que hacer nosotros con uncuento con todos los visos de calumnia?

—¡Calumnia! repitió el Mayordomo serio. Pluguiera al cielo.

Nada deeso; ya verá Vd. mis trabajos, ya. No se puede negar que es el más buenmozo que ha salido de Asturias. Y su pico de oro, porque sabe hablar,que ya... Es cosa notoria que ahora años, cuando el sistemaconstitucional, le comparaban con el divino Argüelles, y una vez lepasearon en triunfo en esos mismos portales de la Plaza Vieja. Y, conperdón de la señora doña Rosa, todo eso le peta mucho a las mujeres, yla Gabriela que es joven y bella... ya, ya. La intención, las ausenciasdel marido, las galanterías, el diablo que nunca duerme...

—Don Melitón, saltó otra vez Gamboa muy molesto, ¿de quién nos hablaVd.?

—¡Toma! Pues creía que me estaba Vd. atento. Le hablo de don José, mipaisano, y de la Gabriela Arenas. No parece hija del país por lo blancay rosada.

Doña Rosa, que era criolla y que no lo tenía a menos, se sonrió al oírla grosería de su Mayordomo, el cual prosiguió:

—Pues el señor don José ni me hizo caso, sino que le dijo de muy malhumor a don Liberato:—despache Vd. a ese mozo y no permita que memolesten. Al punto nos pusimos a revolver los entrepaños y las cajas, ycon mucho trabajo conseguimos tres líos de mudas de ropa, de 50 parescada uno. No era bastante.

Corrí al baratillo de Mañero, donde sólohabía 30 mudas. Sabe Vd. que por esta época empiezan las refacciones de los ingenios, según se dice aquí. Los que se proveen por tierra, seadelantan hasta dos meses. Las carretas echan semanas en andar cualquierdistancia, con que escasea la ropa hecha de los esclavos. Pues comodecía, del baratillo de Mañero pasé al del vizcaíno ese... Martiartu,donde Aldama estuvo de mozo. Ahí conseguí 60 mudas más, y por no perdertiempo y porque juzgué que serían suficientes, llamé a un carretonero,cargué con todos los bultos y andando, andando para el muelle deCaballería, hice cinco líos, los até con unos cordeles, y al avío...Pero cate Vd.

que al pasar por delante de la casilla del resguardo, saleel hombre y detiene la mula por la brida.—¿Cómo se entiende?

¿Qué haceVd.? le grité encolerizado.—Se entiende, me dijo él con mucha sorna,que si Vd. no trae guía, para embarcar estos efectos, yo no los dejopasar.—Guía, guía, le dije. ¿Para qué diablos ese requisito? Estos líosno son para embarcar a ninguna parte. Son esquifaciones.—Sean lo quefueren, prosiguió el hombre sin soltar la presa. La guía al canto o nohay paso.—

¿Qué quería Vd. que hiciera en semejante aprieto? Eranpasadas las once. Ya había oído yo el reloj de la Aduana. Me registrélos bolsillos, encontré un dobloncejo de a dos, le saqué, se lo puse enla mano al carabinero, diciéndole: Vaya la guía, hombre; y sin más nimás soltó las bridas y dio paso franco. La cara del rey posee magia.

—Eso es, dijo don Cándido en tono de aprobación.

—Pues es claro, añadió el Mayordomo satisfecho. Para ciertas gentes nohay mejor lenguaje. Mas aquí no pararon mis trabajos.

Llegados almuelle, allí estaba el botero. ¿Sabe Vd. que el hombre es listo? En unsantiamén descargamos el carretón y luego dimos con los líos en el bote.Tomé el timón bajo la carroza, y a viaje. Viramos, y en poco más que locuento nos pusimos en Casa Blanca, a vela y remo. Opuesto estaba elfamoso bergantín sobre las anclas y con la proa para Regla, tan ufano yorgulloso cual si libre cortara las aguas del océano y no se hallaracautivo de los perros ingleses. En la cubierta se paseaban variossoldados de marina; algunos de los cuales me pareció que no era de losnuestros; pero alcancé a ver el cocinero Felipillo hacia popa, quien notardó en conocerme y hacerme señas de que no atracara por el costado deestribor, sino por el de babor, hacia la parte de tierra. Así se hizo,corriendo a un largo la vuelta de Triscornia y luego virando por redondoa ganar la popa del bergantín, bajo la cual nos acoramos, y como quienno quiere la cosa, bonitamente fuimos metiendo lío tras lío por unventanillo, donde el cocinero los recibía con toda seguridad.

—¡Vamos! exclamó don Cándido en un arranque de entusiasmo, rarísimo ensujeto tan grave. Esa sí que estuvo buena. ¡Magnífico!, don Melitón. Yase puede dar por seguro que al menos se salvará una buena parte delcargamento y habrá para cubrir los gastos. No todo se ha perdido. Hecho,hecho.

Bien quisiera doña Rosa participar de la alegría y entusiasmo de sumarido; pero sucedía que ella no entendía jota del bien que pudieratraer a la salvación del cargamento del bergantín Veloz, el hecho dehaber introducido a hurtadillas por un ventanillo de popa, las mudas deropa nueva compradas por don Melitón en los baratillos de los portalesde la Plaza Vieja. Así es que se contentó con mirar primero a uno yluego al otro de sus interlocutores, como si les pidiera unaexplicación. Entendiolo así Gamboa, porque continuó con la mismaanimación:

—Ciego el que no ve en día tan claro. Rosa, ¿no comprendes que sivestimos de limpio los bultos pueden pasar por ladinos, venidos de... dePuerto Rico, de cualquier parte, menos de África? ¿Estás? No todo se hade decir. Estos son secretos...

porque... hecha la ley, hecha la trampa.Reventos, agregó con volubilidad, que le den de almorzar. Rosa, a Tirsoque le sirva el almuerzo... Debe traer hambre canina, y además, quizástenga que volver a salir. Por lo que a mí toca, a la una debo estar encasa de Gómez, quien me espera en compañía de Madrazo, de Mañero... Vaya(empujando suavemente por el hombro a su Mayordomo), despache.

—Corriendito, contestó él. No necesito que me rueguen.

Apuradamente,tengo un hambre que ya... ¿Pues no ando de ceca en meca desde las nuevede la mañana? Ya, ya... Se la doy al más pintado. Lo extraño sería queno sintiese una gazuza, que ya...

Hacia el medio día don Cándido, que había hecho venir al barbero paraque le afeitase, estaba listo para salir, y el quitrín le esperaba a lapuerta. Antonia, su hija mayor, le puso la corbata blanca con puntasbordadas y colgantes, untándole aceite de Macastar, de olor fuerte,especie de esencia de clavo, muy generalizado entonces, y peinándole ala Napoleón, es decir, con la punta del pelo traída sobre la frentehasta tocar casi la unión de las cejas y la nariz. Adela le trajo lacaña de Indias con puño de oro y regatón de plata, y Tirso, que andabapor allí, viéndole desdoblar la gran vejiga de los cigarros, le acercóel braserillo.

De seguidas, medio envuelto en la nube azulosa de suexquisito habano, sin sonreírse ni decir palabra a ninguno de sufamilia, salió con aire majestuoso por el zaguán a la calle y se metióen el carruaje.

—¡A la Punta! fue lo único que dijo en su voz bronca al viejo caleseroPío.

No era un enigma este brevísimo lenguaje para el anciano calesero.Significaba que debía dirigirse al trote a casa de don Joaquín Gómez,que entonces vivía en aquel pedazo de calle frente a una cortina de lamuralla que da hacia la entrada del puerto.

Allí esperaban el amo de la casa, el hacendado Madrazo y el comercianteMañero. Este último era el más inteligente de los cuatro; se ocupaba enimportar géneros y quincalla de Europa, que vendía a plazos a mercaderesde la plaza. Aquel era un medio muy tardío de hacer fortuna, fuera deque los vendedores no siempre cumplían exactamente con sus compromisos,de que resultaban pérdidas en vez de ganancias. Mañero, por esto, comootros muchos paisanos suyos, había emprendido en las expediciones a lacosta de África, hasta allí con mejor suerte que en el comercio degéneros.

Al salir, como salieron a poco para el palacio del Capitán General,Gómez dijo a Mañero que llevara la palabra, cosa que aprobaron de lamejor gana Madrazo y Gamboa, reconociéndose incapaces para desempeñar elpapel de orador siquiera con mediano lucimiento. Las dos de la tardeserían cuando entraban ellos por el ancho y elevadísimo pórtico de eseedificio que, según se sabe, ocupa todo el frente de la Plaza de Armas.A aquella hora estaba lleno de gente no por cierto del mejor pelaje,aunque no podía calificársele, en general, como de la clase del pueblobajo de Cuba. El movimiento era incesante y activo. El rumor de pasos yde voces ruidoso y aún chillón. Unos iban, otros venían, observándoseque los que más agilidad mostraban, mozos en su mayoría y nada atildadosen su porte ni en su traje, llevaban debajo del brazo izquierdo,doblados por la mitad en sentido longitudinal, unos legajos de papelesdel folio español. Por lo común entraban en o salían de los cuartos ocovachuelas, que dicen en Cuba accesorias, cuya única puerta y acasoventana daban al pórtico, al ras del piso de chinas pelonas de queestaba formado. A la primera ojeada, era de advertirse que esa multitudde gente no acudía a solazarse ni por mera curiosidad; porque sedistribuía en grupos y corrillos más o menos numerosos, en los cuales sehablaba a voz en cuello, mejor, a veces se gritaba, acompañando siemprela acción a la palabra como si se discutieran asuntos de granimportancia, o que mucho interesaban a los principales actores. Desdeluego, puede

asegurarse

que

no

se

trataba

de

política;

estabaabsolutamente prohibido, y el derecho de reunión no se practicaba enCuba desde al año de 1824 en que acabó el segundo período del sistemaconstitucional. Y sin embargo, aquel era un Congreso en toda forma.

Mientras esto pasaba en medio del pórtico, arrimado a una de las macizasy gruesas columnas, se veía un grupo compuesto de una negra y cuatroniños de color, el mayor de doce años de edad, la menor una mulatica de7, todos cosidos a la falda de la primera, la cual tenía la cabezadoblada sobre el pecho y cubierto con una manta de algodón. Enfrentede este melancólico grupo se hallaba un negro en mangas de camisa, y asu lado un hombre blanco, vestido decentemente, quien leía en voz bajade un legajo de papeles abiertos, que a guisa de libro sostenía en ambasmanos, y el primero repetía en voz alta, concluyendo siempre con lafórmula:

—Se han de rematar: éste es el último pregón. ¿No hay quien dé más?

Cada una de estas palabras parecía herir, como con un cuchillo, elcorazón de la pobre mujer, porque procuraba ocultar la cabeza más y másbajo los pliegues del pañolón, temblaba toda y se le cosían a la faldalos hermosos niños. Llamó el grupo o la escena aquella la atención deMañero, se la indicó con el dedo a Gómez, y le dijo al paño:—¿Ves?Farsa, farsa. El remate ya está hecho aquí (señalando entonces para unade las covachuelas a su derecha). Pero, tate, agregó dándose una palmadaen la frente y tocándole después en el hombro a Madrazo, que iba pordelante al par de Gamboa, ¿pues no es esa negra la María de la O deMarzán que tú tenías hace tiempo en depósito judicialmente? Yo que tú laremataba con sus cuatro hijos. Dentro de unos pocos años valen elloscuatro tantos lo que te cuesten con la madre ahora.

—¿Qué sabes tú si no la ha rematado ya? observó Gómez con naturalidad.

—¿Interesa a ustedes el asunto? dijo Madrazo desazonado, contestando aGómez y a Mañero.

—Me intereso por ti y por la mulatica, repuso este último con malicia,dándole un buen codazo a su compañero. La madre de los chicos esexcelente cocinera, lo sé por experiencia propia, y luego la chica...Sobre que se me figura mucho a su padre.

—A Marzán querrás decir, dijo Madrazo.

—¡Ba! No. ¿Cuánto tiempo hace del pleito de Marzán con don Diego delRevollar y del depósito de los negros del primero en tu ingenio deManimán? preguntó Mañero con aparente sencillez.

—Cerca de ocho años, dijo Gómez. Marzán es curro y del Revollarmontañés como nosotros, y siempre han vivido como perro y gato en suscafetales del Cuzco.

—No creo que hace tanto tiempo, interpuso Madrazo.

—Sea como fuere, continuó Mañero, el caso es que la chicuela esa depadre blanco y madre negra no tiene arriba de siete años de edad y...

No continuó Mañero, porque en aquel instante se acercó a Madrazo unhombre sin sombrero, le tocó en el brazo, le llamó por su nombre y leatrajo a una de las covachuelas de que antes hemos hablado. Madrazo conla mano abierta indicó a sus amigos que le esperaran, y desaparecióentre la multitud de gente, casi toda a pie, que llenaba la pieza.

—¿No se los decía? añadió Mañero hablando con Gómez y Gamboa. Madrazoha hecho el remate de María de la O con sus cuatro hijos, uno de loscuales, o el diablo me lleve o es la mismísima efigie del rematador, yel pregón no ha sido una farsa para guardar las apariencias y mostrarimparcialidad con el amigo Marzán. Al fin tiene entrañas de padre y seporta como buen amo: no habrá extrañamiento ni dispersión de la familia.

Según debe haberlo comprendido el lector avisado, aquellas eran lasescribanías públicas de la jurisdicción judicial de La Habana.Componíanse de un saloncito cuadrilongo con puerta al pórtico y ventanade rejas de hierro al patio del palacio de la Capitanía General de Cuba.Eran unas diez o doce al frente, unas tres más había en el costado delnorte o calle de O'Reilly y otras tantas o más en la de Mercaderes,entre éstas la de hipotecas. De medio día a las tres bajaba laaudiencia, como se decía allí, y los oficiales de causa, junto con losprocuradores, que venían a tomar nota de los autos en los pleitos a sucargo, los escribanos que daban fe, uno u otro abogado de poca clientelay aún bachilleres en derecho que comenzaban la práctica de los juiciospor su propia cuenta, llenaban las escribanías hasta el exceso. Fuera deesto, el cuarto no era nada amplio y estaba flanqueado de mesas cargadasde tinta y de papeles o procesos, y detrás de ellas, arrimados a lasparedes, había anchos y altos armarios, con redes de alambre o cuerdapor puertas para que se viesen entre sus entrepaños los numerososprotocolos forrados de pergamino cual códices de antiguas bibliotecas.

El hombre sin sombrero llevó a Madrazo a la derecha de la escribanía,ante la primera mesa, algo más grande y decente que las demás, puestenía barandilla, y el tintero se conocía que era de plomo, es decir,que no estaba tan cargado de tinta. El individuo que ocupaba una sillade vaqueta detrás de dicha mesa, se puso en pie lleno de respeto luegoque vio al hacendado, le saludó con amabilidad y en voz alta pidió losautos de Revollar contra Marzán. Traídos por el hombre del pregón yabiertos por una hoja que estaba doblada longitudinalmente, apuntó conel índice de la mano izquierda para una providencia compuesta de unospocos renglones manuscritos, y dijo a Madrazo que pusiera debajo sufirma. Hízolo así éste, con una pluma de ganso que le alcanzó elescribano, y saludando, fuese enseguida a reunirse con sus compañeros.

CAPÍTULO VIII

Hecha la ley, hecha la trampa.

Proverbio castellano.

Mira, como se sabe, hacia la Plaza de Armas o el Este el frontispiciodel palacio de la Capitanía General de Cuba. La entrada es amplia,especie de zaguán, con cuartos a ambos lados, cuyas puertas abren almismo, y sirven, el de la izquierda para el oficial de guardia, el de laderecha para cuartel del piquete. Los fusiles de los soldadosdescansaban en su astillero, mientras la centinela, con el arma albrazo, se paseaba por delante de la puerta.

Tenía Mañero formas varoniles, maneras distinguidas y vestía traje deetiqueta, como que debía presentarse con decencia ante la primeraautoridad de la Isla. No era, pues, mucho tomarle, a primera vista, porun gran personaje. Además, habiendo servido en la milicia nacionaldurante el sitio de Cádiz por el ejército francés en 1823, habíaadquirido aire militar, al que daba mayor realce el cabo de una cintaroja con crucecita de oro, que solía llevar en el segundo ojal del fracnegro. Luego que Madrazo se reunió con sus amigos, Mañero se volvió depronto y a su cabeza marchó derecho a la entrada del palacio.

Reparó entonces en él la centinela, cuadróse, presentó el arma y gritó:

—¡La guardia! El Excelentísimo Señor Intendente.

Armáronse en un instante los soldados de facción con su caña hueca,púsose a su cabeza el oficial con la espada desnuda, y la caja empezó atocar llamada. El grito de la centinela y el movimiento de los soldadosllamaron la atención de Mañero y de sus amigos, los cuales, a fin dedespejar el campo, apresuraron el paso; pero como les presentasen armasy el oficial hiciese el saludo de ordenanza, comprendieron que uno deellos, el que marchaba delante, había sido tomado por el Superintendentede Hacienda, don Claudio Martínez de Pinillos, con quien, en efecto,tenía alguna semejanza. No tardó, sin embargo, en reconocer el error eloficial de guardia, y en su enojo mandó relevar la centinela y queguardara arresto en el cuartel, por el resto del día.

Los cuatro amigos entonces, reprimiendo la risa para no excitar más lacólera del teniente de facción, emprendieron la subida de la anchaescalera del palacio. Una vez en los espaciosos corredores, a ladesfilada y con sombrero en mano, se dirigieron a la puerta del salónllamado de los Gobernadores. En ella estaba constituido un negro deaspecto respetable, quien a la vista de los extraños que se acercaban,se puso en pie y se les atravesó en el camino, como para pedirles elsanto y seña.

En pocas palabras le manifestó Mañero el objeto de la embajada; peroantes que el negro replicase, se presentó un ayudante del CapitánGeneral, e informó que S. E. no se hallaba en el palacio sino en elpatio de la Fuerza, probando la calidad de un par de gallos finos oingleses que había recibido de regalo de la Vuelta-Abajo recientemente.

—No tengan Vds. reparo en ir a verle allá, si urge el asunto que lestrae a su presencia, añadió el ayudante notando la incertidumbre de losrecienvenidos; porque S. E. suele dar audiencia en medio de sus gallosde pelea, hasta al general de marina, a los cónsules extranjeros...

Aunque la cosa urgía sin duda, pues iba a reunirse pronto la comisiónmixta para dar un fallo decisivo sobre si eran buena presa el bergantín Veloz y su cargamento, o no, gran alivio experimentaron Gómez Madrazoy Gamboa especialmente, así que se convencieron de que podía verificarsela entrevista con el Capitán General algo después y en sitio menosaristocrático e imponente que su palacio. Entre la Fuerza y laIntendencia de Hacienda, detrás de los pabellones en que más adelante seestableció la escribanía de la misma, había y hay un patio o plaza,dependencia del primero de estos edificios, donde el Capitán General donFrancisco Dionisio Vives había hecho construir en toda forma una valla o reñidero de gallos con su piso de serrín, galería de bancos para losespectadores, en suma, una verdadera gallería. Allí se cuidaban y seadestraban hasta dos docenas de gallos ingleses, que son los máspugnaces, producto de crías famosas de la Isla y regalos todos que detiempo en tiempo habían hecho al general Vives individuos particulares,bien conocida como era de todos su afición a las riñas de esa especie. Yallí tenían efecto también éstas de cuando en cuando, sobre todo,siempre que se le antojaba a S. E.

obsequiar a sus amigos y subalternoscon uno de esos espectáculos que, si no bárbaro como el de las corridasde toros, no dejan de ser crueles y sangrientos.

El individuo a cuyo cargo corría el cuidado y doctrina de los gallos delCapitán General de Cuba, era hombre de historia, como suele decirse. Lellamaban Padrón. Había cometido un homicidio alevoso, según decían unos;en defensa propia según otros; lo cierto es que, preso, encausado ycondenado a presidio en La Habana, mediante los ruegos yrepresentaciones de una hermana suya, joven y no mal parecida, y lainfluencia del Marqués don Pedro Calvo, que le abrigaba y protegía,vista su habilidad en el manejo de los gallos finos, Vives le hizoquitar los grillos y le llevó al patio de la Fuerza donde, a tiempo quecuidaba de la gallería de S. E., podía cumplir el término de su condena,sin el mal ejemplo ni los trabajos del presidio.

Quieren decir quePadrón había cometido otras picardihuelas además del homicidio dicho yque los parientes del muerto habían jurado eterna venganza contra elmatador. Pero ¿quién se atrevía a sacarle del patio de la Fuerza, ni delamparo del Capitán General de la Isla? Padrón, pues, el penado Padrón,sin hipérbole, se hallaba allí protegido por una doble fuerza.

En el patio de aquélla de que ahora hablamos, se presentaron sinanunciarse, con sombrero en mano y el cuerpo arqueado, en señal deprofundo respeto, nuestros conocidos, los asendereados tratantes enesclavos, Mañero y amigos. Ya los habían precedido en el mismo sitiovarios personajes de cuenta, entre otros el comandante de marinaLaborde, el mayor de plaza Zurita, el teniente de rey Cadaval, elcoronel del regimiento Fijo de La Habana Córdoba, el castellano delMorro Molina, el célebre médico Montes de Oca, y otros de menor cuantía.Con excepción de Laborde, Cadaval, Molina y un negro joven que ceñíasable y lucía dos charreteras doradas en los hombros de su chaqueta depaño, los demás se mantenían a respetable distancia del Capitán GeneralVives, quien a la sazón se hallaba arrimado a un pilar de madera quesostenía el techo de la valla por la parte de fuera de las graderías.

La atención de este personaje estaba toda concentrada en las carreras yrevuelos de un gallo cobrizo y muy arriscado, al cual Padrón provocabahasta el furor, dejando que otro gallo que tenía por los encuentros enla mano izquierda le pegara de cuando en cuando un picotazo en la cabezarapada y roja como sangre.

Vestía Padrón a la usanza guajira, quieredecirse: de camisa blanca y pantalón de listas azules ceñido a lacintura por detrás con una hebilla de plata, que recogía las dos tirasen que remataba la pretina. No sabemos si por dolencia, por abrigo o porcostumbre, tenía la cabeza envuelta en un pañuelo de hilo a cuadros,cuyas puntas formaban una lazada sobre la nuca. Los zapatos de vaquetaapenas le cubrían los pies pequeños y el empeine arqueado como de mujer,y sin calcetines. Por respeto sin duda al Capitán General, sujetaba elsombrero de paja con la mano derecha, apoyada por el dorso en laespalda. Era de talla mediana, enjuto, musculoso, fuerte, pálido, defacciones menudas, y podía contar 34 años de edad.

No era mucho más aventajada la talla del Capitán General don FranciscoDionisio Vives, el cual vestía frac negro de paño, sobre chaleco blancode piqué, pantalones de mahón o nankín y sombrero redondo de castor,siendo el único distintivo del rango que ocupaba en el ejército españoly en la gobernación político-militar de la colonia, la ancha y pesadafaja de seda roja con que se ceñía el abdomen por encima del chaleco. Nien su aspecto ni en su porte había nada que revelara al militar. En laépoca de que hablamos podía tener él cincuenta años de edad. Era demediana estatura, como ya se ha indicado, bastante enjuto de carnes,aunque de formas redondeadas, como de persona que no había llevado unavida muy activa. Tenía el rostro más largo que ancho, casi cuadrado; lasfacciones regulares, los ojos claros, el cutis fino y blanco, el cabellocrespo y negro todavía, y no llevaba bigote, ni más pie de barba a laclérigo. Sí, aquel hombre no tenía nada de guerrero, y, sin embargo, surey le había confiado el mando en jefe de la mayor de sus coloniasinsulares en América, precisamente cuando parecían más próximos aromperse los tenues y anómalos lazos que aún la tenían sujeta al tronode su metrópolis.

Aunque la traición de don Agustín Ferrety había puesto en manos de Vivessin mayor dificultad los principales caudillos de la conspiraciónconocida por los Soles de Bolívar en 1826, muchos afiliados de menosmetas, si bien no menos audaces, pudieron escapar al Continente y desdeallá, por medio de emisarios celosos, mantenían viva la esperanza de lospartidarios de la independencia en la Isla y llevaban la zozobra alánimo de las autoridades de la misma.

La prensa había enmudecido desde 1824, no existía la milicia ciudadana,los ayuntamientos habían dejado de ser cuerpos populares, y no quedabani la sombra de libertad, pues por decreto de 1825 se declaró el país enestado de sitio, instituyéndose

la

Comisión

Militar

permanente.

El

pasorepentino de las más amplias franquicias a la más opresiva de lastiranías, fue harto rudo para no engendrar, como engendró, un profundodescontento y un malestar general, con tanto más motivo cuanto que enlos dos cortos períodos constitucionales el pueblo se había acostumbradoa las luchas de la vida política.

Privado de esa atmósfera acudió conmás ahinco que antes a las reuniones de las sociedades secretas, muchasde las cuales aún existían a fines del año de 1830, no habiéndolaspodido suprimir el gobierno con la misma facilidad que había suprimidolas garantías constitucionales. La conspiración fue desde allí un estadonormal y permanente de una buena parte de la juventud cubana. Tomabacreces y se extendía a casi todas las clases sociales la agitación másintensa en las grandes poblaciones, tales como La Habana, Matanzas,Puerto Príncipe, Bayamo y Santiago de Cuba.

En todas ellas hubo más o menos alborotos y demostraciones deresistencia, porque tardó algún tiempo antes que el pueblo doblara lacerviz y se sometiera al yugo de la tiranía colonial.

Numerosasprisiones se habían efectuado en todas partes de la Isla, saliendo deellas para el extranjero cuantos pudieron eludir la vigilancia de lapolicía, muy obtusa y de organización deficiente entonces.

A todas ?