Cecilia Valdes o la Loma del Angel by Cirilo Villaverde - HTML preview

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J. PADRÍÑEZ

Llegaba Nemesia a la puerta de su casa, a tiempo que salía de ella suquerido hermano José Dolores con el clarinete en la funda debajo delbrazo y un rollo de papeles de música en la mano.

Según costumbre,caminaba cabizbajo y meditabundo. Por esta razón y por estar muy oscurala calle, no habiendo tampoco luz en la casa, por poco se cruzan loshermanos sin reconocerse, a pesar de la proximidad. Así como así, ellale reconoció primero, se le atravesó en el camino y le preguntórepitiendo dos versos de una canción tan popular entonces como llena demalicia:

«—¿A dónde vas con ese gato y la noche tan oscura?»

—¡Qué! dijo José Dolores sorprendido. ¡Ah! ¿Eres tú? Me cansé deesperarte.

—¿Tan temprano para el baile?

—Pues, ¿qué hora es?

—Tocaban a vísperas ahorita mismo en Santa Catarina, cuando pasé porel costado del convento.

—Te equivocas; debe ser más tarde de lo que tú te figuras.

—Puede ser, porque traigo la cabeza como un güiro, y no sé lo que mepasa.

—¿Pues qué sucede, hermana? Despacha que estoy de prisa.

—Bien. No quiero detenerte mucho. Sin embargo, creo que tenías tiempode tomar un bocado... Una taza de café.

—Ya anduve yo ese camino. Tomé café con leche, pan y queso, y esto mebasta hasta media noche en que haré por tomar gigote o cosa así. Di.

—En la casita a la otra puerta de la taberna de la esquina de la callede O'Reilly, tú me entiendes, ha habido una San Francia esta noche.

—¿Cómo así? Y tú parece que te alegras.

—Hay de todo. Te diré. Pasaba yo por allá... Seña Clara me detuvo másde lo regular en la sastrería. Pues pasaba por allá, aunque era bastantetarde, porque había quedado con Cecilia en que daríamos una vuelta porel Ángel después de la salve. Ella sospechaba que el individuo queestuvo esta tarde en la sastrería a buscar su ropa nueva iba al baile deFarruco para verse con la muchacha del campo del día de San Rafael, y seproponía pillarlo en fragante. Cálculos de mujer celosa. Apenas lleguéa la esquina vi acercarse un hombre a la ventana de la casita y hablarcon una persona que estaba detrás de la cortina. Aquello picó más micuriosidad, y así que se separó el hombre me acerqué yo... Y ¿con quiénte figuras tú que me topé? Con Chepilla. Me hizo entrar. Acababa dehaber allí una de mar y morena. Parece que Cecilia se había vestido parasalir conmigo; y la abuela, en la brega de impedírselo, le rompió eltúnico y la peineta de teja. Todo eso sucedió en un momento.

—¡Pobre muchacha! exclamó el músico compadecido.

—Cecilia es muy cabezadura. Cuando se le pone una cosa, eso ha de ser;de manera que la abuela vio los cielos abiertos luego que yo meaparecí. Ya ella no puede con la nieta. Pues bien, me hizo entrar paraver si entre las dos lográbamos que Cecilia no saliera.

—¿Lo lograron? preguntó José Dolores con muestras de interés.

—Por supuesto, dijo Nemesia con intención. Yo sabía por donde atacarlay no erre el golpe. La abuela no quería que la nieta saliera; yo tampocoquería, y sucedió que el hombre del barrio de San Francisco que lasmantiene, lo había prohibido.

Ese fue, como luego supe, el que estuvopor la ventana hablando con Chepilla antes que yo.

—¿Qué es él de ella? Quisiera saberlo.

—Yo, verdaderamente, no lo sé. A veces me se figura que es muchocuidado el suyo para mero enamorado...

—¡Si será su padre! Señó Uribe cree a puño cerrado que lo es ysostiene que la madre vive. ¿Pero dónde está la madre? ¿Quién la conoce?¿Quién la ha visto?

—Eso es lo que yo digo.

—Ahí tienes. Yo me tengo tragado que el padre y el hijo estánenamorados de Cecilia hasta la punta del pelo.

—Puede ser, hermana, porque se han visto muchos de esos casos en elmundo. Ella preferirá al hijo...

—Se entiende, y ¿quién no preferiría el joven al viejo?

—La hermosura de Cecilia será al fin la causa de su perdición.

¿Quépuede esperar ella de esos dos blancos? ¿El viejo quizás le dé dinero,lujo y cuidados, mas el joven...? Este no es posible que se case conella; gracias si la toma de querida por algún tiempo, se fastidia y ladeja con dos o tres hijos el día menos pensado. Yo no sé qué será de mísi tal cosa sucede. No quiero pensar en eso.

—Ella te tiene voluntad, pero no amor. Bien claro que lo veo.

Sinembargo, si yo pudiera hacer que olvidara a Leonardo, estaba vencida laprincipal dificultad.

—La que bien quiere, tarde o nunca olvida.

—Hay sus excepciones, y Celia, que es muy soberbia, no es imposible quepor lo mismo que quiere mucho olvide pronto. Del amor al odio no hay másque el salto de una pulga.

—Esa, al fin, es una esperanza.

—Te juro que le ha de costar mucho trabajo engañarla y engañarme a mí.Yo conozco mejor que él el flaco de Celia y tengo esta ventaja. Ahorapoco le dije a ella una cosa que la puso como candela. Está que trinacontra el individuo. Ya se le pasará la rabieta, pero volveré a la cargay estoy segura que la haré saltar las trancas... Todo lo que seaalejarla de él, es acercarla a...

No le dejó concluir la frase José Dolores. Se sonrió tristemente, ydiciendo a su hermana que no le esperase, se marchó en dirección de lacalle del Aguacate. Nemesia entró en su cuarto repitiendo cual sihablara con otro:

—¡Cómo que yo me mamo el dedo! No siempre había de trabajar para elinglés. Si no ha de ser para mí, que no sea para ella tampoco. El es muyenamorado y le gustan mucho las pardas. No es tan difícil la cosa comoparece. Veamos si de una vía hago dos mandados. Ella para José Dolores y él para mí. Se puede, se puede...

Ahora corresponde que volvamos al sarao en la Filarmónica donde hemosdejado a Leonardo Gamboa en las filas de la danza con Isabel Ilincheta.Comprendiendo bien ella el carácter de su pareja, no le dio quejaninguna sobre su falta de puntualidad en escribir, ni de su aparentedesvío; le habló, al contrario, de asuntos indiferentes: de los amigosmutuos en el campo; de las ocurrencias en el partido de Alquízar; delrosal rojo que él había injertado en el rosal blanco del jardínfronterizo del cafetal; del naranjo a cuya sombra, las pascuas pasadas,habían comido tantas veces las naranjas más dulces que producía lafinca; de la hija mayor del mayoral de su padre, que, para casarse,como se casó, en la Ceiba del Agua, se había fugado con un joven guajirodel pueblo.

—Tía Juana, añadió Isabel, se empeñó con el padre y lo hizoreconciliarse con la hija. Así es que los novios hoy día están hechoscargo del sitio de papá, en que sabe Vd. se crían gallinas y se cebanalgunos animales. La muchacha se quedó con su marido, y su padre,nuestro mayoral, tuvo que salir. Yo lo sentí por su esposa, porque erauna buena mujer y nos acompañaba bastante; pero, desde que se casó lahija, se le puso el humor atroz: no dejaba resollar a los negros, loscastigaba por cualquier falta, siempre con verdadera sevicia, hasta quepapá le despidió.

Al presente pasamos algunas soledades, y nuestrassalidas en el cafetal se reducen a ir al sitio todas las tardes y volvera las puestas del sol. Cuando hace luna...

—Te acuerdas de mí, ¿no es eso? la interrumpió Leonardo, con indiscretodespecho, al ver su glacial indiferencia.

—Naturalmente, contestó ella, al parecer sin notar lo que pasaba por sucompañero. No puedo olvidar que en tardes divinas, como son todas las deinvierno en el campo, más de una vez hemos hecho juntos ese paseo encompañía de Rosa y de tía Juana.

—Te encuentro algo cambiada, observó el joven después de breve rato desilencio.

—¿Yo cambiada? Pues está buena. Vamos, Vd. se chancea.

—Hasta me tratas de Vd.

—Creo que siempre le he tratado del mismo modo.

—No al pie del naranjo dulce.

Isabel se puso colorada, y luego dijo:

—Es ya una costumbre en mí el tratar de Vd. a todo el mundo.

Aún conmis propios esclavos, si son viejos sobre todo, se me escapa el decirVd. A papá le sucede lo mismo frecuentemente.

—El es más cariñoso.

—¿Lo cree Vd. así? El Vd. es más modesto.

Cortábase a cada paso este chispeante diálogo, es decir, tantas vecescuantas la pareja que bajaba hacía figura con la pareja que subía ladanza. Al fin, hubo de cambiarse del todo el tema de la conversacióncuando Meneses y Solfa, que habían venido saludando a las amigas,llegaron al puesto ocupado por Isabel y Leonardo. Ambos habían visto ala joven aquella misma tarde en casa de las Gámez. Poco tenían quedecirse que de nuevo fuera; Isabel, sin embargo, distinguía a Meneses, yse alegró de volver a verle.

—¿Qué es eso? ¿No baila Vd? le preguntó con interés.

—Casi nunca bailo por mera cortesía.

—¡Ay! Si le oyese Florencia se ofendería.

—Me cae en gracia Florencia, me parece bonita, la quiero, pero sibailase con ella ahora sería por mera galantería. Mi amiga del alma estálejos de aquí, Vd. lo sabe, y es mucha crueldad en Vd. atribuirmeintenciones de galantear a otra.

—Sobre que le voy cogiendo miedo al amigo Solfa, dijo ella volviéndosede repente para éste, con el doble objeto de atender a todos y de noseguir la broma con Meneses.

—¿Qué he hecho para inspirar temor a la impávida Isabelita?

—¿No ve Vd.? Esa es una sátira.

—Lo sería, señorita, repitió Solfa prontamente, si la mía fuese unaopinión aislada, pero no lo es. De ella participan, estoy seguro,Leonardo y Diego, juntamente con cuantos conocen a Vd. ¿Cómo pues, puedoinspirarle temor?

—Porque voy viendo que es Vd. implacable, que no perdona enemigos niamigos.

—¿Esa más? Me aturde Vd. señorita.

—Sí, hágase Vd. ahora el inocentico, el que no quiebra un plato. ¡Cómoque desde que asomó Vd. a la puerta del salón no noto que ha venidohasta mí cortando cada traje que es un primor! Apelo al amigo Meneses;él dirá si me he equivocado o no.

Solfa y Meneses cambiaron una mirada y una sonrisa, con que corroboraronimplícitamente la observación aguda de Isabel, y el primero dijo:

—Ya eso es distinto, lo declaro, me gusta la tijera; mas se me ha hechopedazos entre las manos al llegar a Vd.

En esto cesó la danza, y las diferentes parejas de bailarines,deshaciendo la formación, corrieron las unas a ocupar sus asientos en lasala y cuartos, las otras a respirar el aire libre de los corredores.Los hombres, por la mayor parte, se dividieron en grupos para hablar delas conquistas amorosas de la noche, y casi todos para fumar un cigarropuro o de papel. Leonardo dio un paseo por los corredores con su amablecompañera de baile, la cual, si hemos de juzgar por la frecuencia de sussonrisas, no tuvo a mal que se prolongara la entrevista, aunque habíaterminado el encanto de la música.

Continuando, entretanto, por su parte la revista de la fiesta que sehabían propuesto pasar Meneses y Solfa, se detuvieron por breve ratoante la madre y hermanas de su amigo y condiscípulo Leonardo Gamboa.Hallábanse ellas sentadas en el lado norte del salón, debajo del doseldonde dijimos que se ostentaba el retrato colosal al óleo de FernandoVII de Borbón. Antonia, la mayor, tenía a su derecha a un capitán delejército en completo uniforme, con quien cambiaba en tono bajo frasesbreves de inteligencia; después seguía su madre, y a la izquierda deésta, las dos hermanas Carmen y Adela. Con la primera de estas treshablaba el Mariscal de campo don José Cadaval; con las dos últimas loscurrutacos más célebres que conocía La Habana entonces: Juanito Junco yPepe Montalvo, cadete del regimiento Fijo. Asomó a poco Leonardo Gamboa,y como por magia desapareció el capitán español del lado de Antonia, auna insinuación suya con el codo; Cadaval siguió adelante, y ellechuguino y el cadete hicieron lo mismo con un profundo saludo.

Al descubrir de lejos Leonardo al militar español mano a mano con suhermana, se renovó en su mente la memoria de las escenas de por lamañana, primero al postigo de la ventana y después en la mesa delalmuerzo, sintiendo el mismo rapto de celos y de odio que ya habíaexperimentado. Todo el deseo que tenía de ver y hablar un rato con sumadre y hermanas en el baile, se enfrió y apagó en el instante, y sólopor respeto y cariño a aquélla no les volvió la espalda. A un gestosuyo, Antonia ocupó el asiento que dejó vacante el capitán, y así pudosentarse Leonardo y decir al oído de doña Rosa:

—¿Es posible, mamá, que tú consientas que ese soldado pele la pava conAntonia en tu presencia?

—¡Cállate! replicó doña Rosa seria. Ese caballero ha venido a traernosun recado de tu padre, el cual no puede venir por nosotras hasta la unay creo que tú tendrás que acompañarnos.

De la ocurrencia me alegro condoble motivo; lo uno porque ya podré irme cuando quiera o me dé sueño;lo otro porque no te quedarás tú por detrás, ni me harás pasar otra malanoche.

—Debo acompañar a Isabel Ilincheta y a las Gámez a su casa, pues sucarruaje ha sufrido una avería y no pueden usarlo esta noche.

—¡Cómo! ¿Isabel está aquí y no ha venido a saludarnos?

—No lo extrañes, porque sin duda ella ignoraba que Vds.

hubiesen venidoal baile, y luego ha habido una concurrencia extraordinaria.

—Bien, manda en tu quitrín a tus amigas a su casa.

—Antes, sin embargo, es preciso que Vds. vean a Isabel, o que Isabelsalude a Vds.

—¿Ya te has enamorado de ella? Eres un veleta. No pienses en burlartede esa muchacha también. Tráela aquí y la veremos.

—No. He pensado que debemos tomar algo y en la mesa nos reuniremostodos. El ambigú dicen que no es menos abundante que exquisito. ¿Qué teparece, Adela?

—Aprobado, contestó ésta alegre.

—Pero es el caso, dijo Leonardo, que si alguna de Vds. no me saca deapuros, no tendré con qué cubrir el gasto.

—Pues, ¿y las dos onzas de oro que te puse en el chaleco por la tardecuando dormías la siesta? preguntó doña Rosa con seriedad.

—No he visto semejante dinero, mamá. Bien que si lo pusiste en lafaltriquera del chaleco de esta mañana, allá en mi cuarto se quedó.Apenas tengo tres o cuatro pesos en este chaleco que me puse a la vueltadel paseo para venir al baile.

No hizo Leonardo esta explicación con la franqueza que solía; se pusocolorado y titubeó varias veces. Lo advirtió su madre y le preguntó:

—¿Por qué te has aparecido en el baile tan tarde? Creí que ya novenías, y eso que tú saliste de casa antes que nosotras. Quién sabe pordonde has andado.

—Había reunión y piano en casa de las Gámez con motivo de ser el santode Florencia...

—Ellas no vinieron contigo, que yo sepa. Tú no dices la verdad,Leonardo, lo conozco y de veras te digo que haces mal, muy mal. Yo soytu mejor amiga, hijo, y tengo el desconsuelo de ver que cada día eresmenos franco conmigo. Vamos al ambigú, añadió no poco desazonada; yopago los costos y aquí tienes mi bolsa, que contiene unas seis onzas deoro.

Era de punto de seda roja, formando dos senos separados por un nudo olazada en el medio, para dividir el oro entero del menudo y la plata. Sela sacó del seno, porque las señoras en esa época no usaban bolsillos enlas faldas como al presente, sino que se colgaban la bolsa del cinto ocordón del traje casero.

Leonardo recibió el dinero con las mejillasencendidas de la vergüenza, porque a la humillación de recibir dos vecesla suma que había perdido al juego, se agregaban las mentiras conquehabía pretendido encubrir su falta. La madre, tal vez sin quererlo nisaberlo tampoco, había leído en el fondo de su alma como a través de uncristal. ¿Le servió eso de correctivo? No es tiempo todavía deexaminarlo. Pero aquel incidente había pasado para el hijo y la madre nomás, para la última ciertamente no en toda su genuina deformidad, puespuede decirse que sin conciencia de ello había puesto el dedo en lallaga. Del choque recibido trabajo le costó reponerse a Leonardo, quiendijo a su madre luego que se puso en pie y le tomó el brazo paraconducirla a la sala del ambigú:

—¿Y dónde quedaba papá?

—Quedaba en casa de don Joaquín Gómez, a donde han concurrido variosotros hacendados; entre ellos Samá, Martiartu, Mañero, Suárez Argudín,Lombillo, Laza...

—¿No se sabe cuál es el objeto de semejante junta?

—El capitán Miranda no ha podido explicarlo, sin duda porque él mismolo ignora; pero por lo poco que me dijo tu padre cuando salió de casa,saco en consecuencia que va a tratarse de las expediciones a la costa deÁfrica. Vives está ya cansado de las quejas de Tolmé y de lasimpertinencias de los jueces de la maldita comisión mixta, y ha hechodecir a Gómez por trasmano que procuren que las expediciones de bozalesno desembarquen por los alrededores de La Habana. También llegó unexpreso del Mariel, participando que se ha presentado un bergantínparecido al Veloz, que se esperaba con un buen cargamento, perseguidopor un buque inglés.

—Tal vez lo ha apresado.

—¿A la vista del torreón del Mariel? Sería demasiado atrevimiento. Contodo, esos ingleses protestantes se figuran que el mundo entero lespertenece, y no lo extrañaría. Si la expedición se pierde, tu padrepierde un pico regular. Es la primera que él emprende en sociedad consus amigos de aquí por ser muy costosa. Cuando menos trae quinientosnegros.

—¿Quién mete a papá en tales trotes, al cabo de sus años?

—¡Ay, hijo! ¿Echarías tú tanto lujo, ni gozarías de tantas comodidades,si tu padre dejase de trabajar? Las tablas y las tejas no hacían rico anadie. ¿Qué negocio deja más ganancias que el de la trata? Di tú que silos egoístas ingleses no dieran en perseguirla como la persiguen en eldía, por pura maldad, se entiende, pues ellos tienen muy pocos esclavosy cada vez tendrán menos, no había negocio mejor ni más bonito en quéemprender.

—Convenido, mas son tantos los riesgos, que quitan las ganas deemprender.

—¿Los riesgos? No son muchos comparados con las ganancias que seobtienen. El costo total de la expedición del bergantín Veloz, porejemplo, según me dijo tu padre, no ha pasado de 30,000 pesos, y como laempresa es de varios, su cuota fue de algunos miles de pesos solamente.Ahora bien, si se salva la expedición, ¿cuánto no le tocará?... Saca lacuenta. Pero aquí está Isabel.

Doña Rosa la recibió con los brazos abiertos; excepto Antonia, lashermanas de Leonardo con sinceras demostraciones de cariño; sobre todas.Adela la abrazó y besó repetidas veces. Era ésta la más joven,entusiasta y franca e Isabel la preferida de su hermano querido. Despuésde los saludos de costumbre y las quejas mutuas, juntas todas con lasGámez, llevando Leonardo, Meneses y Solfa cada uno dos mujeres delbrazo, pasaron a la sala del ambigú, espléndidamente iluminada, al fondodel palacio. Eran muchos y no cabían en una sola mesa, por cuya razónocuparon dos, aunque inmediata una de otra.

Señoras y caballeros tomaron gigote de pechuga de pavo, fiambre de estaave, con rico jamón de Westfalia, algunos arroz y frijoles negros,ninguno vinos ni espíritus, todos café con leche para terminación decena. Esta, conforme al precio usual de los platos pedidos en funcionessemejantes, calculó Leonardo que no bajaría el costo de onza y media deoro, o veinticinco y medio duros, cuando menos. Deseoso de hacer alardedel dinero, sacando la bolsa de seda roja, preguntó al mozo blanco, queservía ambas mesas con destreza imponderable:

—¿Cuánto es?

—Nada, contestó el hombre con la misma brevedad, a tiempo que formabaen el brazo izquierdo una torre de porcelana con los platos y tazas.

—¿Cómo se entiende? repuso el joven asombrado. Pues

¿quién ha pagadopor mí?

—Se conoce que Vd. no pertenece a la junta directiva, dijo el mozo concierta impertinencia. La sociedad costea el ambigú de esta noche, y siyo fuese uno como hay muchos le hacía pasar a Vd. plaza de primo.

—¡Ah! exclamó Leonardo, corrido como una mona y no poco mortificado.

Se puso en pie murmurando:

—Estos mozos españoles son a veces demasiado

impertinentes.

Si él oyó o no, es cosa que no se sabe, aunque por la mirada de travésque le echó al joven, parece que resonó en sus oídos lo de español eimpertinente. Bien quisieran Adela y Florencia Gámez tomar parte en lasiguiente danza, la primera hasta se lo indicó a su hermano; mas él sesonrió distraídamente y no contestó palabra.

Entre tanto doña Rosa dispuso que las niñas, según se expresó, pasaranal camarín a recoger sus mantas de seda. Al mismo tiempo los tresjóvenes bajaron al entresuelo a reclamar sus sombreros y bastonesrespectivos; pero tanto aquí como en el camarín, ya se habían adelantadootras muchas personas en demanda de sus prendas; de suerte que antes queobtuvieran las suyas nuestros conocidos, se pasó algún tiempo. Despuésbajó Leonardo al portal para prevenir a su calesero que estuviese listo.

De este intervalo se aprovecharon las más jóvenes de las señoritas paraacercarse a los sitios en que se había armado la danza última, que dicenes la que mejor acompañan los músicos.

No faltó quien las invitara, yellas, en son de marcha, se pusieron a bailar con más gusto que nunca.Doña Rosa, Isabel, Antonia, la señora de Gámez y la mayor de sus hijasse sentaron en grupo a esperar la hora de la partida.

Pasada era la una de la madrugada. Cuando Leonardo descendía lasescaleras de piedra del palacio de la Filarmónica, lo primero que hiriósus oídos fue el repiqueteo de las espuelas de plata de los caleseros enlas sonoras piedras del portal, bailando el zapateo al son del tiplecubano. Tocaba uno, bailaban dos, haciendo uno de ellos de mujer; y delos demás, quiénes batían las palmas de las manos, quiénes golpeaban ladura losa con los puños de plata de los látigos, sin perder el compás nicometer la más mínima disonancia. Algunos de ellos cantaban las décimasde los campesinos, anunciando por esto, por el baile y por el tiple quetodos ellos eran criollos.

Aún aquí se habían adelantado muchas familias que se retiraban del bailelo más temprano posible; y eran de oírse los apellidos de las másdistinguidas de La Habana repetidos de boca en boca, como ecos enescala, por todos los caleseros:—

¡Montalvo! gritaba una voz y Montalvorepetían veinte sucesivamente, hasta que se perdía a lo lejos ocontestaba el llamado acercando el carruaje; en cuyo acto ocurríanalgunos choques, no pocas peloteras entre los esclavos, más de unvarapalo asestado por el dragón que mantenía el orden en la calle, todoesto acompañado del estallido de los látigos, del ruido de las ruedas,cual truenos lejanos, y de las patadas de los caballos en las chinaspelonas del pavimento. En medio de toda aquella batahola, no cesaba elclamor de los caleseros por el nombre de las familias a que pertenecían.A saber: ¡Peñalver!

¡Cárdenas! ¡O'Farril! ¡Fernandina! ¡Arcos! ¡Chacón!¡Calvo!

¡Herrera! ¡Cadaval! repetido tantas veces cuantas era necesariopara que llegara la palabra al calesero que se quería; el cual, despuésde todo, si no estaba a la cabeza de la fila que rodeaba la manzana,tenía que esperar a que le tocara su turno para mover el carruaje si noquería que el dragón de guardia le midiera las costillas con la vara desu lanza.

Apenas se pronunció el apellido de Gamboa, cesó el baile del zapateo,porque el tocador del agudo tiple no era otro que nuestro antiguoconocido Aponte. El triste esclavo se divertía al parecer

con

todasveras,

o

punteaba

el

instrumento

primorosamente para distracción suya yde sus compañeros, porque pesaban sobre su espíritu, nada obtuso porcierto, dos amenazas terribles, la de su señorita por la tarde y la desu joven amo a las diez y media de la noche; y sabía, bien a su pesar,que ellos no olvidaban ni perdonaban faltas de sus esclavos. Pero siaquella era su suerte y no había remedio, ¿a qué apurarse ni afligirseanticipadamente? Así reflexionaba él, y así poco más o menosreflexionanban todos sus compañeros, a quienes Dios, en su santa merced,no había negado un alma pensante.

Acabada la junta de hacendados, don Joaquín Gómez puso su carruaje a ladisposición de don Cándido Gamboa, para retirarse a su casa, como lohizo, poco después de la media noche; con lo que éste pudo despachar elsuyo a la familia en la Filarmónica, para que hiciera lo mismo cuando lotuviera por conveniente.

Mediante aquel refuerzo inesperado, las Gámez ysu amiga Isabel pudieron trasladarse de una sola vez desde el baile a sumorada a espaldas del convento de Santa Teresa, y enseguida la familiade Gamboa.

Metieron los caleseros sus respectivos quitrines en el zaguán, llevaronlos caballos a la caballeriza en el traspatio, pusieron las monturas ensus burros, colgaron los arreos, libreas y sombreros en clavos fijos enla pared de un cuartucho; y por lo que hace a Aponte, acabado eltrabajo, con la tarima a la espalda, cual Cristo con la cruz, volvía alzaguán para ver de descansar de las fatigas del día, durmiendo las pocashoras de la madrugada. Por entonces habían sonado las dos hacía rato enel reloj de la parroquia del Espíritu Santo. La luna menguante trasponíael tejado de la casa por el lado de la calle, cuya sombra ganaba laaltura de la tapia divisoria entre ambos patios, de modo que reinabaoscuridad en el primero, aunque no tanta que no se viesen los bultos nise reconociesen los rostros. De repente un hombre interceptó el paso deAponte, quien levantó los ojos y vio que agitaba el látigo en la manoderecha. Se paró al instante, porque reconoció a su amo, el jovenGamboa.

—Suelta la tarima, le ordenó éste con voz bronca por la cólera;arrodíllate y quítate la camisa.

—Niño, ¿su merced me va a castigar? dijo el atribulado esclavo,ejecutando por parte lo que se le había ordenado.

—Vamos, despacha, agregó el amo acompañando a la vez el golpe, por lavía de apremio.

—Espere su merced, niño. ¿En qué le he faltado yo?

—¡Ah! ¡Perro! ¿Y me lo preguntas? ¿No te dije que te iba a castigarporque no me esperaste como te mandé, en la esquina del convento?

—Sí, señor, niño; pero yo no tuve la culpa.

—¿Pues quién la tuvo? Yo le probaré que cuando te mando una cosa la hasde hacer o reventar.

Y sin más ni más empezaron a llover zurriagazos en las espaldas desnudasdel infeliz esclavo. Se retorcía, porque los golpes los descargaba unbrazo vigoroso, y decía:—Bueno está, mi amo (por basta). Por la niñaAdela, mi amo. Por Señorita (como llamaban los criados a doña RosaSandoval de Gamboa), mi amito. Si yo pudiera decir la verdad, niño, sumerced vería que no tuve yo la culpa. ¡Bueno está ya, niño Leonardito!

Pero aquella boca había callado, embargada por la cólera; aquel corazónse había vuelto de piedra; aquella alma había perdido el sentimiento;aquel brazo sólo parecía animado, de hierro, no se cansaba de descargargolpe