Carlos Broschi by Eugene Scribe - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

»Carlos, por el contrario, aunque herido por golpe tan terrible, habíaredoblado sus cuidados y su amor para hacerme olvidar. Ocultábame sudolor, por no aumentar el mío, y nunca me había mostrado tanta pasión nitan profunda ternura. ¡Demasiado generoso para quejarse y acusarme;demasiado pundonoroso para desear mi posesión a costa de mi honor y deldeber, yo notaba con sorpresa los tormentos que resistía en vano!

»En ocasiones, pronto a ceder, huía de mí; o bien enajenado de amor,caía a mis pies exclamando: Yo seré tu esclavo; pasaré mi vidaadorándote; ¡hermana mía, amiga mía... no quiero de ti más que tu alma,tu amor!... ¡No exijo nada del destino; soy el más dichoso de loshombres!... ¡La dicha fuera de aquí no equivale a la desgracia a tulado!...

»Transcurrieron tres meses en el suplicio y en la embriaguez de nuestrapasión, cuyos combates agotaban nuestras fuerzas y nuestro valor.Parecíame que las amenazas de Teobaldo alejaban de mí cada día lafelicidad; la voz de la opinión pública y las murmuraciones del mundoresonaban en mi oído haciéndome estremecer; sólo la presencia de Carlostenía la virtud de impedir que llegasen hasta mí. Pasados algunos días,noté en él una grande exaltación, casi un delirio, y esto me causaba unainquietud profunda; tres meses de lucha continua, presa de una fiebreardiente, y que agravaba de día en día el clima y los ardores del solabrasador de Nápoles, eran más que suficientes para abrasar su sangre einflamar su cerebro.

»Frecuentemente, sus miradas, ardientes y llenas de pasión, expresabanel extravío y una sombría desesperación que me ponía en cuidado.

—»Carlos—le decía,—no me mires de ese modo...

—»Tranquilícese—me contestaba.—¡Mis sufrimientos son de talnaturaleza, que en breve dejaré de existir!... ¡Yo quería acelerar estemomento... esto es muy fácil... no temo la muerte... pero temo no volvera verla!

»Mientras hablaba de este modo, las lágrimas y los suspiros ahogaban suvoz. ¡Ah!

Tenía razón, era sufrir demasiado; y yo, débil mujer, notenía la fuerza suficiente para luchar con su amor.

»Cierto día, el aire era pesado y cálido, el calor sofocante; formábaseen el mar una tempestad; estábamos sentados en el parque, y hacíaalgunos instantes que hablaba a Carlos, y que éste nada contestaba...Tomé su mano y sentí que abrasaba...

—»¡Tiene usted fiebre—le dije;—una fiebre ardiente!

—»Sí—me contestó;—hace algunas noches que no he dormido, y esto medesconsuela... Este insomnio hace más largos los días... ¡cuánto deseocon toda mi alma acortarlos!

»Había en estas frases tanto dolor y tanta resignación, que todo mivalor me abandonó: no veía en aquel instante más que a Carlos, a quieniba a perder; ¡a Carlos próximo a la muerte!... Y todo mi corazón cedíaa esta idea espantosa.

—»Escúcheme—le dije;—¡basta de combate y de tormentos! ¿Quién puedeobligarnos a sufrir por más tiempo?... El mundo, la opinión pública quenos herirá—dirá usted acaso.—Si yo le presento a los ojos de todo elmundo diciendo:

¡Ved a mi salvador, a mi amante, a mi esposo!... ¡Ybien! Estas palabras que me será tan grato pronunciar... ¿por qué nodecirlas? ¿por qué detenerlas? Si Teobaldo, si nuestro amigo nosabandona, ¿no habrá ningún otro eclesiástico, algún indiferente que aprecio de oro se preste a unirnos en secreto?

»Carlos hizo un gesto de sorpresa.

—«Ignoro—proseguí vivamente,—si nuestras leyes condenan o permitensemejante unión... Pero a mis ojos es valedera; porque delante de Dios,que me está escuchando, se celebre, o no, nuestro enlace, yo te miro yacomo a mi esposo, como aquel a quien pertenecía... Sí, Carlos; mihonor... es mi vida... y te amo más que a mi vida... porque, ya lo ves,te amo... ¡te pertenezco!

»A esta dicha inesperada para él, Carlos lanzó un grito de alegría,levantó las manos al cielo y cayó a mis pies, presa de un delirio que mehizo temblar por su razón y por su vida. Habituado, hacía mucho tiempo,a luchar con el dolor, su corazón no estaba dispuesto para recibir tanagradable impresión, y, demasiado débil para soportarla, sucumbió alexceso de su felicidad.

»Apoderose de él una intensa fiebre cerebral, y durante ocho días estuvosu vida en inminente peligro; no veía, no reconocía a nadie... ¡ni aun amí! Al cabo de este período, la fiebre cedió algún tanto.

—»No tardará mucho tiempo en recobrar la razón—díjome, entonces, eldoctor;—

mucho cuidado, nada de ruido ni de emociones fuertes: he aquíel régimen que le prescribo.

—»Entretanto, el delirio de Carlos no tenía nada de extravagante, nohablaba más que de su próximo matrimonio.

—»Ella me ama—decía;—¡me ama más que a su honor!... ¡Consiente en sermía!...

¿Pero cuándo se efectuará nuestro enlace?

—»Cuando estés restablecido—le contestaba yo.

—»¡Ah! Esto será bien pronto, porque entonces seré feliz.

»Entonces, dejándose llevar de su brillante imaginación, que dominaba asu razón, me trazaba un bello cuadro de un matrimonio unido por el amory embellecido por las dulzuras de la familia. Los encantos con queadornaba aquel retrato sobrepujaban casi a lo que hubiera sido larealidad, y semejante locura parecía causar su dicha.

»Apoyado en mi brazo, quiso dar un paseo en el parque, paseo que le hizomucho bien, y volvimos al castillo; en el vestíbulo se presentó anosotros un hombre que nos aguardaba... ¡Era Gerardo Broschi... era supadre!

—»Ha pasado un año—le dijo el anciano con voz dulce,—y me autorizastepara verte transcurrido este tiempo.

»Mientras hablaba el anciano, Carlos tenía fija en él la mirada, yescuchaba con atención sus palabras, como buscando un recuerdo en sumemoria. Una repentina revolución efectuábase en él; al recobrar surazón, me tendió la mano con ternura.

—»Juanita—me dijo;—amada mía...

»Luego, dándose cuenta de la presencia de Gerardo, exclamó con acentodesgarrador, golpeándose la frente, con un movimiento de ira:

—»¡Mi padre!

»Divisó en el vestíbulo una escopeta de caza que habían dejado allí, yapoderándose de ella apuntó a su desgraciado padre. Me puse delante deél diciéndole:

—»¡Márchese, aléjese de aquí!

»Y el anciano desapareció en el parque. Pero el arma fatal había caídode las manos de Carlos.

—»Ya lo ve usted—me dijo;—es más fuerte que yo. Sin usted, ¿qué seríayo en este momento? ¡Un parricida!...—murmuró en voz baja, y temblandocon todo su cuerpo, permaneció con la cabeza apoyada entre sus manos.

»Con objeto de que volviesen a su imaginación ideas menos tristes, meaproximé a él y le hablé del proyecto de nuestro matrimonio.

—»¿Cuándo se celebrará?—me preguntó.

—»Mañana, si quiere.

»Estrechó mi mano con una expresión de ternura y de reconocimientodifíciles de explicar.

—»Hasta mañana—me dijo, y separose de mí para entrar en su habitación.

»La mañana siguiente, poco antes de la hora en que debíamos vernos, sepresentó Gerardo, pidiendo ver a su hijo.

—»Me matará si quiere—dijo el anciano;—pero debo verle, pues noolvido su promesa.

»No sin grandes trabajos, logré que desistiera de su resolución, y mefue necesario hacerle presente que en el estado de la salud de Carlos,su vista podía hacer que recayese en sus funestos accidentes.

—»Ya que es necesario—dijo suspirando,—su salud antes que todo; queél viva aunque yo muera... Es demasiado cruel para conmigo... No es queyo le acuse; pero le amo tanto, que debiera perdonarme... Me marcho.

»El anciano necesitó mucho tiempo aún para salir del castillo.

»El aposento de Carlos daba sobre el torrente, y los criados habíanencontrado por la tarde a Gerardo al otro lado del precipicio, asido alas rocas que daban frente a las ventanas de su hijo, esforzándose paradistinguirlo.

»¡Ay de mí! ¡Ni el infeliz anciano ni yo debíamos volver a ver a Carlos!La mañana siguiente Carlos no bajó a la hora del desayuno. Envié enbusca suya, y encontraron que su puerta estaba cerrada; llamamos, ynadie contestó. Forzada la cerradura, viose que su estancia estabadesierta. No se había acostado, pero las bujías, casi consumidas ycolocadas sobre su escritorio, ponían de manifiesto que había velado lamayor parte de la noche... La ventana que daba sobre el abismo estabaabierta... Sobre el alféizar veíase todavía la huella de un pie... Bajola ventana, las rocas que formaban el precipicio estaban teñidas desangre, lo que nos hizo a todos sospechar que las aguas impetuosas deltorrente habían arrastrado su cuerpo. Nada quedaba de él... nada más quesus papeles abandonados sobre su escritorio... Había también una carteraque contenía sumas considerables; y su testamento, escrito de su mano...manifestaba en pocas palabras que se daba la muerte por el temor de serparricida... y dejábame heredera de toda su fortuna.

»Así fue cómo perdí el compañero de mi infancia, el amigo de mijuventud. De esta manera, la suerte, que se burló de nuestros proyectosy de nuestras esperanzas... no quiso que nos uniésemos sobre la tierra.¡No me compadezcan ustedes, amigos míos, felicítenme, por el contrario!Dios ha convertido mi dolor en piedad; él abrevia el tiempo deldestierro, y muy en breve me habré reunido con mi adorado Carlos.»

XII

La condesa de Pópoli habíase interrumpido más de una vez durante sulargo relato, y más de una vez abundantes lágrimas corrieron por suspálidas mejillas, manifestando a sus jóvenes amigos el dolor queexperimentaba con tan penosos recuerdos. Carlos, tan singular y generosoa la vez; dotado de un corazón tan elevado y de un origen tan humilde;este personaje misterioso, que había muerto llevándose su secreto, llegóa excitar vivamente la curiosidad de Fernando y más todavía el interésde Isabel. El alma de la joven, fácil de exaltar, concibió sin el menortrabajo el amor y la pena de Juanita; porque, para ella, Carlos habíasido su ídolo, su dios. Si ella le hubiese conocido, le hubiera amadocon toda la fuerza de su alma; porque las pasiones románticas, laspasiones violentas eran las que su corazón anhelaba, y a cada momentoIsabel interrumpía a su hermana, haciéndole repetir los menores detallesde su narración.

—Ya conocen, mis queridos amigos, mi suerte, y pueden explicarse lasituación en que me encuentro. Todos los bienes que poseo en el reino deNápoles pertenecen a mi hermana, yo se los doy anticipadamente; pero losque he adquirido en España constituyen la fortuna de Carlos... no losposeo más que como un depósito. Ignoro lo que ha sido del desgraciadoGerardo Broschi... no le he vuelto a ver después de la muerte de suhijo; pero si entretanto pareciese... aun cuando yo no exista... todaesta fortuna es suya... ¡El sólo es el heredero de su hijo! Fernando, ytú, hermana mía, no lo olvidarán... Me lo han jurado, y gracias a estapromesa, puedo aceptar sin temor todas las condiciones del duque deCarvajal.

Juanita debía, efectivamente, firmar la semana próxima el contrato, talcomo el duque lo había dictado, y el mismo día sería colmada la dicha delos dos amantes.

Isabel, al ver el estado de su hermana, opúsose a que hubiera ningunaclase de fiesta ni regocijo; dijo que no firmaría el contrato de sumatrimonio hasta que Juanita pudiese asistir; y a pesar de lasinstancias de Fernando, aplazose el día de la boda.

El único consuelo de Fernando era ver a su prometida, que no abandonabaa su hermana; de este modo ambos jóvenes pasaban los días junto al lechode la enferma.

Isabel había notado que el solo medio de hacer asomar lasonrisa a los labios de Juanita, era hablarle de Carlos, yfrecuentemente le hacía preguntas sobre los acontecimientos que másimpresión habían hecho en ella.

—No le volveré a ver—decía Juanita.—¡Pero si al menos viera al pobreGerardo!...

moriría contenta, y llevaría a mi amado Carlos la bendiciónde su anciano padre.

—Ten paciencia—decíale Isabel;—él volverá, estoy convencida de ello;sobre todo, si ignora la muerte de su hijo. ¿No debe verle todos losaños? Por lograr este anhelo, vendrá donde tú estás... ¡seguro deencontrarle!...

—¡Vanas ilusiones!—dijo Juanita.—¡Es imposible que vuelva!

—¿Por qué ha de ser imposible? ¿Por qué el Cielo, la Providencia, no hade hacer un milagro por ti, por ti, mi querida hermana, que eres tanbuena?

—¡Ah!—exclamó Juanita.—¡Cállate!

Y mostrando con el dedo la ventana que daba frente a su lecho:

—Mi razón, debilitada, me hace ver fantasmas; porque mientrashablabas... me pareció ver una sombra al través de esta ventana... lasombra de Gerardo. Ha sido él, o su sombra, la que me ha miradollorando.

Al oír estas palabras, lanzose Isabel a la ventana que daba al jardín yoyó los pasos de un hombre que se alejaba. Hizo seña a Fernando de quese acercase, y éste se apresuró a seguir la dirección que indicoleIsabel, logrando alcanzar en un instante al anciano, a quien hizo entraren el aposento de Juanita, aunque a pesar suyo.

—¡Es usted, Gerardo!—exclamó Juanita;—¡y huía!

—¡El lo quería así—dijo el anciano temblando;—él lo quería! De otromodo, ¡cómo había yo de renunciar a verla! ¡Renunciar a verla, cuando lahe educado, cuando usted ha sido la protectora, la amiga de mi pobreCarlos!

—¿Sabe usted, pues, que no existe?

—Sí... sí... lo sé—dijo Gerardo con voz trémula.

—¡Y bien!—exclamaron Fernando e Isabel;—tenemos en nuestro poderfuertes sumas para entregarlas a usted, puesto que le pertenecen.

—Sí—dijo Juanita;—Carlos ha depositado en mis manos su fortuna.

—¡Qué le resta, pues!—replicó el anciano;—lo que ha hecho Carlos estábien hecho. No quiero nada. Nada pido, sólo ruego al Cielo que devuelvaa usted la salud.

—Eso es imposible—dijo tristemente Juanita;—se acerca el últimoinstante de mi vida, y de usted depende endulzarlo; quédese conmigo, nome abandone... ¿Me lo promete, no es cierto?

El anciano no se atrevió a contestar.

—¿Rehúsa usted, por ventura?—exclamó la enferma.

—No puedo, señora, no puedo.

—¿Por qué motivo?

—Se me espera en otra parte.

—¿Hoy?

—Esta misma tarde.

—Se lo pido en nombre de su hijo, en nombre de Carlos, que nos espera,que nos escucha tal vez. ¡Dios mío!—exclamó Juanita juntando lasmanos;—¡por qué no está él aquí para cerrar mis párpados, para recogermi último suspiro!

Y, arrebatada por su amor y por la intensa amargura que sentía,dirigíale la más tierna despedida, hasta el punto de que Isabel yFernando prorrumpieron en amargo llanto.

Gerardo parecía presa de un violento combate; lloraba, retorcíase lasmanos, y en fin, cayendo de rodillas a los pies del lecho de Juanita,exclamó:

—Me ha vencido usted... no le puedo negar nada... ¡Aunque él debamaldecirme todavía; aunque deba matarme esta vez, volverá usted a verle,señora... sí, volverá usted a verle!

—¿Qué dice usted?—preguntó Juanita, que al oír las palabras delanciano, parecía volver a la vida, y cuyos ojos animados y brillantes nose apartaban un momento de los de Gerardo.

—¡Escúcheme usted, escúcheme!—dijo el anciano, cuya emoción no lepermitía guardar orden en su relación.—Yo estaba sentado sobre lasrocas al borde del agua. La noche era fría; pero yo nada sentía... Yoestaba frente a sus ventanas... él tenía luz en su aposento; y le viescribir y pasearse con suma agitación, como un hombre dominado por lacólera... ¡Tal vez sea contra mí, decía yo, pero me es igual; le veo,esto me satisface, permaneceré aquí toda la noche. De pronto le vi abrirla ventana que daba sobre el precipicio... treinta pies de altura. ¡Searrojó! Yo también me había arrojado, sin saber lo que hacía, pues miúnico deseo era morir con él. Pero, reflexionando, preferí salvarle, yaunque demasiado débil, esta idea redobló mis fuerzas. Le así, learrastré sin conocimiento, sobre las rocas; le creía muerto. Se habíafracturado un brazo en su caída; su cabeza, que había chocado contra unpico de la roca, sangraba horriblemente. ¿Qué hacer en tan terribleposición? Comenzaba a amanecer y me dirigía apresuradamente al castilloen demanda de auxilio para él, cuando encontré en el camino una berlina,y en ella un gran señor que volvía de casa de usted; era el cardenalBibbiena. Ayudome a conducir al pobre Carlos a su coche, y entoncesrecobró el uso de sus sentidos. Cuando supo lo que acababa de hacer,dijo:

—Te debo dos veces la vida; olvidemos la primera, y no pensemos más queen el porvenir.

Tendiome su mano enflaquecida, me perdonaba, no me maldecía ya, meamaba; me amaba, sí; amaba al pobre Gerardo, que ha olvidado todos sussufrimientos... Pero no es esto, señora, de lo que quiero hablarle, sinode usted... de usted, de quien él se acuerda sin cesar.

—Pues que ella me cree muerto—dijo,—que no salga nunca de su error.

—¡Sí—le contestó el cardenal;—para su tranquilidad y la tuya, que seasiempre así!

Dios lo quiere.

Entonces el cardenal le hizo jurar que no turbaría la tranquilidad deusted y que no le haría saber que vive. Me lo hizo jurar a mí también; yCarlos, cuando estuvo restablecido, partió para un país extranjero, paraInglaterra; pero antes de partir me encargó que velara por usted, y,fiel a este encargo, no la he abandonado, me he ocultado para verla, ypara escribirle de usted: «La he visto». Pero hace algunas semanas quele escribí: «Está muy enferma»... Entonces lo ha dejado todo y havuelto.

—¡El está aquí!—exclamó Juanita.

—Sí, a despecho del cardenal, que ha llegado esta mañana parallevárselo; está en Granada, oculto durante el día; viene todas lasnoches al jardín de este palacio, se acerca a las ventanas, enviándomeantes para ver si alguien nos observa... Por esto he sido sorprendido, yhe faltado por usted a mi juramento...

—¡Dios le perdonará esta falta!—exclamó Juanita,—¡y Carlos también!¡Que venga si quiere verme viva!

Y mientras el anciano apresuraba su marcha vacilante, Juanita, que secreía haber recobrado su alma y su energía, trazó algunas palabras,rápidamente, en un papel que entregó a Fernando, diciéndole:

—Esta carta para el cardenal Bibbiena.

En seguida, púsose lívido el rostro de Juanita... la puerta acababa deabrirse y Carlos apareció. Juanita, sin dirigirle un reproche, tendióhacia él sus manos, como en señal de perdón.

Carlos se precipitó a estrechar aquellas manos, que cubrió de lágrimas ybesos.

—¿Por qué lloras, Carlos?—le dijo;—soy muy dichosa... ¡Te vuelvo aver! Pero tú, que me amas tanto—continuó ella con dulzura,—¿por quéhas querido morir? ¿por qué me has abandonado?

—¡Era necesario!—exclamó Carlos, con los ojos arrasados en lágrimas.

—Sí, ya sé que nos separa un secreto terrible; un secreto, me hasdicho, que da la muerte... pero ahora me lo debes decir; gracias alCielo, ya puedo escucharlo... ¡Que todos tus pesares sean los míos, quetu alma me pertenezca por entero, y los últimos instantes de mi vidaserán dichosos!

Carlos se aproximó vivamente a Juanita; pero viendo luego a su hermanaque permanecía de pie e inmóvil junto al lecho, se acercó al oído de suquerida amiga y pronunció algunas palabras en voz baja. Un rayo dealegría brilló en los ojos de Juanita.

—¡Ingrato—le dijo;—sólo en este instante has tenido confianza en tuamiga!

¿Dudabas de su amor y has olvidado los días dichosos que pasamosjuntos en las playas de Sorrento?...

Juanita se detuvo al ver aproximarse a Fernando seguido del cardenalBibbiena.

—Teobaldo—le dijo;—lo sé todo; acusaba a usted de injusto y deriguroso, cuando no hacía otra cosa que cumplir dignamente los severosdeberes de una santa amistad.

Perdóneme, amigo mío...

Y Juanita le tendió la mano. Hubo entonces un momento en que aquelprelado, de fisonomía impasible, de facciones duras y severas, no pudocontener su emoción, y asomaron a sus ojos abundantes lágrimas.

—Usted vivirá—exclamó;—vivirá, Juanita, para la dicha de sus amigos.

—¡No, siento aproximarse el instante fatal! Por esto le he hecho venir.

Y le miró con la misma ternura que había mirado a Carlos.

—Compañeros de mis primeros días, he querido que también lo fuesenustedes de mis últimos momentos, para que mi vida se extinga tandulcemente como empezó; y ahora que lo sé todo, no se opondrá usted abendecir nuestro enlace... ¡Qué muera siendo suya! ¡Qué en mi horasuprema deba a usted esa dicha, la esperanza y la dicha de toda mi vida!

Teobaldo, enternecido, cruzó sus manos sobre el pecho, y, elevando susojos al cielo, dejó ver tal emoción en su rostro, que inspiraba la másprofunda piedad.

Veíasele tierno y desesperado a la vez.

Asió, temblando, la mano de Carlos, la unió a la pálida y desfallecidade Juanita; y luego, con voz firme pronunció las palabras sagradas yllamó sobre ellos la bendición de Dios. La pálida y moribunda desposadavolvió hacia el prelado sus ojos, en los que se reflejaba la gratitudmás sincera; después estrechó a Carlos contra su pecho... y como sihubiese esperado su último beso, con la mano le mostró el cielo,diciéndole:

—¡Amado mío... mi esposo! ¡voy a esperarte!...

Al concluir de pronunciar estas palabras, dejó de existir.

Los dos amigos se abrazaron llorando; ambos cayeron de rodillas al piedel lecho, y allí permanecieron toda la noche, rogando a Dios por la quehabía abandonado la morada de los vivos.

Transcurrieron tres meses. Al cabo de este tiempo, cuando Fernando seatrevió a hablar de matrimonio a su prometida, ésta le contestó:

—No quiero casarme... Deseo entrar en un convento.

Y a todas las instancias que Fernando le hacía, replicaba ella:

—Conozco las brillantes cualidades que te adornan... Conozco tusvirtudes... Pero no deseo el matrimonio; sólo puedo encontrar mi dichaen la soledad del claustro.

Buscando el modo de triunfar de la obstinación de Isabel, Fernando quisoir a Madrid en busca de Carlos y del cardenal Bibbiena, en la seguridadde que sólo ellos podrían vencerla.

XIII

Tenía ya Fernando decidida su marcha, cuando tropezó con un nuevoobstáculo que hacía inútil su viaje. El duque de Carvajal, su padre,hízole saber su resolución de no consentir su matrimonio con Isabel.

—¿Y por qué razón, padre mío?—exclamó afligido Fernando.

—Conoces, tan bien como yo, los motivos que tengo para ello. Un hombrede Estado sólo abriga un pensamiento, sólo persigue un objeto; un nobleespañol no tiene más que su palabra. Mi objeto es que, en defecto de losaltos puestos y dignidades de que injustamente nos han despojado,nuestra casa sea notable, al menos, por sus grandes riquezas, y yoconsentía en tu unión con la sobrina del duque de Arcos con la condiciónde que su hermana Juanita no se casaría y le dejaría toda su fortuna.

—Juanita ha legado, al morir, a su hermana todos los bienes de que ellapodía disponer; todos los que poseía en el reino de Nápoles, que son demucha consideración.

—Es probable que así sea, pues no los conozco; sólo sé lo que valen elpalacio y los jardines de la Alhambra que había comprado en la ciudad;los inmensos dominios y las ricas granjas que había adquirido en laprovincia de Granada, y en la de Valencia.

—Todo eso, padre mío, pertenecía y pertenece aún a su esposo.

—¡Casarse un cuarto de hora antes de morir!... ¡No podía esperar yosemejante cosa!

—¡Un hombre a quien amaba! ¡una unión que la hacía dichosa!

—No se trata de eso; cuando se ha dado una palabra; cuando se tiene unahermana a quien casar... Además, enlazarse con un hombre obscuro... unCarlos Broschi, a quien nadie conoce...

—Tenía, al menos, un mérito, ¡era rico!

—Sí, un mérito que ha conservado para sí. Te juro que Fernando deCarvajal no será nunca el hermano político de Carlos Broschi. No tecasarás, pues, con Isabel; te niego mi consentimiento.

—¡Ah! padre mío; ella también me niega su mano.

—Tanto mejor: estamos, pues, de acuerdo.

Y, en efecto, ¿qué esperanza podía conservar el desgraciado joven,colocado entre su padre que se oponía a su enlace, y su prometida querechazaba esta unión?

Con gran desesperación de Fernando, Isabel redoblaba sus instancias porabrazar la vida religiosa. Había entrado como novicia en el convento deSanta Cruz, y deseaba ardientemente que llegase el momento de pronunciarsus votos.

Una ceremonia de este género, una toma de velo debía celebrarse con granpompa, dentro de poco, en la ciudad de Granada; e Isabel, que no habíacumplido todavía el tiempo de noviciado, deseaba obtener una dispensa enfavor suyo. Pero la abadesa de Santa Cruz no tenía facultades paradispensarle esta gracia, y la joven experimentó un gran pesar; peroconcibió alguna esperanza cuando supo que el cardenal Bibbiena debíahonrar la ceremonia con su presencia y que oficiaría en la misa.

A su llegada, el prelado recibió la visita del desconsolado Fernando,que demandaba su poderosa protección cerca de su padre y de suprometida.

—Tal vez consiga que el Duque ceda en su obstinación—contestó Teobaldosonriendo,—pues no será la primera vez que ha cambiado de parecer...¡Pero esa joven!... Es difícil y poco conveniente a mi carácterdesviarla de la vida religiosa, mucho más si tiene una verdaderavocación.

—No lo creo: Isabel ha sido educada en un convento y detesta la vidadel claustro; hace sólo tres meses que desea tomar el velo.

—¿Por qué causa?

—Lo ignoro.

—¿Ama a usted, a pesar de todo?

—Sí, me ama, así me lo ha dicho; pero no quiere ser mi esposa.

—¿Y la razón?

—¡Sólo Dios la sabe!... ¿Y usted, padre mío, podrá averiguarla?

—¡Ah!—dijo Teobaldo moviendo la cabeza;—Dios no nos revela esossecretos.

El prelado se equivocaba. El Cielo le ayudaría a descubrir aquelsecreto, y su instinto y su conocimiento del corazón humano completaríanla obra.

La abadesa de Santa Cruz presentole a la mañana siguiente la petición deuna de sus novicias para que acelerase la época de profesar, la cual, almismo tiempo, rogaba al prelado le concediese oír su confesión. Elmemorial estaba firmado por Isabel de Arcos.

La pobre niña arrodillose a los pies del prelado y le manifestó lossentimientos de su corazón. La novicia deseaba refugiarse en el seno delSeñor para salvar su alma, para huir de un amor irresistible y súbitoque la obsesionaba.

¡Amaba a Carlos! Sólo con él se hubiera desposado; y como no queríacausar tan profunda pena a Fernando, cuyo amor no merecía, veíaseobligada a hacerse religiosa.

Amaba a Fernando, su prometido, pero conun amor más apacible, más dulce. Con él, sus días habrían sidotranquilos y serenos, y seguramente hubiera sido feliz... Pero a aquelladicha uniforme, a aquella calma de los sentidos, prefería las emocionesfuertes, la vida del alma.

Había llegado hasta a envidiar, casi, los sufrimientos de su hermana; yen sus ideas novelescas miraba el claustro como un asilo seguro dondepodría ser desgraciada a su gusto.

El cardenal comprendió bien pronto cuán vivas y perjudiciales, pero pocoduraderas, debían de ser las reso