Carlos Broschi by Eugene Scribe - HTML preview

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—»Te obedezco, Carlos—dijo el anciano llorando.—¡No eres cruel y malosino para mí!... ¡No me quejo! ¡tienes razón!... Pero llegará un día enque me hagas justicia... Adiós, pues, hasta el año próximo... ¿no escierto? Adiós, Carlos, yo pediré a Dios por ti.

»El extranjero salió, y Carlos dejose caer en un sofá conmovido y llenode ira.

—»¡Ah! ¡Dios mío!—le dije acercándome a él:—¿quién es ese anciano?

—»¡Qué! señora, ¿no le ha conocido usted?—me dijo en tono brusco.

—»¡Ah! No, se lo aseguro.

—»¡Es mi padre!

—»¿Su padre?—exclamé:—¡Mi antiguo maestro de música!... El buenGerardo Broschi... ¡Ah! ¿De dónde viene, qué ha sido de él? ¡sería muydichosa en abrazarle!...

»Corrí a la ventana para llamarle, pero Carlos me detuvo: veía atravesaruna de las calles de árboles al anciano, que se alejaba en el parque, yreconociéndole en aquel instante, exclamé:

—»¿Es el extranjero que, en el castillo de Arcos, fue preguntando porusted en la tarde del funesto día en que nos separamos?

—»El mismo. Hacía diez años que había partido para San Petersburgo,donde era el maestro de música, o, mejor dicho, el confidente de laemperatriz Catalina; ésta le empleó en intrigas de la corte, lo cual,descubierto por el Czar, a quien no gustaba que se burlasen de él, envióa Gerardo a la Siberia. Allí ha permanecido siete años, sin poder darnoticia alguna de su existencia, y regresó a Nápoles el mismo día en quedebía efectuarse nuestro matrimonio.

—»¿Y por qué, Carlos, usted, que es tan bueno para todo el mundo, tratacon tanta dureza a su padre?

»Carlos no me contestó.

—»¿Por qué rehúsa verle?

—»¿Por qué?—me dijo con aire sombrío y temblandoconvulsivamente:—porque cuando le veo me dan ganas de matarle. Esto eshorrible, ¿no es verdad? Y como no quiero ser parricida, le he prohibidoque se ponga en mi presencia. Hago mal, sin duda, y me acuso de ello;pero quiero evitar una desgracia.

»Carlos inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó silencioso.

»Algunos días después recibimos una visita que estábamos muy lejos deesperar.

Carlos iba frecuentemente a desayunarse y a pasar el día connosotros. Un criado entró y dijo en voz baja a Carlos que monseñor elobispo de Nola deseaba verle. Carlos exclamó sorprendido:

—»¡El! ¡en Inglaterra!... ¿Qué le ha traído?... ¿Por qué no entra?¿Teme volver a ver a sus amigos y encontrarse entre ellos?

»En aquel instante abriose la puerta y apareció Teobaldo. Mi esposolanzó un grito de sorpresa:

—»¡Es posible! ¡el antiguo capellán del duque de Arcos! ¡El que el añopasado todavía era nuestro capellán! ¡verle en los altos puestos de laIglesia!

»En seguida, el Conde se acercó a él, y saludándole con respeto le dijo:

—»¿Parece, señor Teobaldo, que ha hecho usted una brillante carrera?

—»Pero, no por mi talento ni por mis méritos—repuso fríamenteTeobaldo,—sino por la protección de algunos amigos.

—»¡Han cumplido su promesa!—exclamé vivamente.

—»No por completo...—dijo en tono de reconvención y dirigiendo unasevera mirada a Carlos, que estaba sentado a mi lado.

»Luego, aproximándose a él, le dijo:

—»He venido hasta aquí porque es necesario que te hable.

—»Más tarde, monseñor—le contestó Carlos con voz dulce y sonrisagraciosa, que parecía querer desarmar el rigor que demostrabaTeobaldo.—Tenemos tiempo.

—»No—repuso Teobaldo con dureza.—Vengo a buscarte, a llevarte;necesitamos partir hoy mismo.

—»¿Y por qué razón?

—»Por una muy importante, que ya te explicaré.

—»No demoren ustedes por nosotros su conferencia, grave sin duda—dijoel conde de Pópoli.—Pasen a mi gabinete, que pongo a su disposición; yovoy a salir, y les ruego obren con toda libertad, pues están en su casa.

»Abrió la puerta del aposento, y los dos amigos entraron en él; enseguida partió el Conde, y yo quedé sola.

»No sé cómo decir a ustedes lo que sentí entonces, y la horribletentación que se apoderó de mí. Teobaldo y Carlos estaban allí... a dospasos de mí... hablando sin duda de aquel misterio de que dependía susuerte y por consecuencia la mía.

»Arrastrada por una mano de hierro y tentada por la curiosidad de saberel secreto que me negaban, me acerqué a la puerta, y pálida y anhelante,sin poder respirar apenas, bajé la cabeza y me puse a escuchar lo quedecían.

VIII

»Me puse a escuchar—repitió la Condesa;—pero sus palabras no llegabanhasta mí sino a intervalos, y había perdido el principio de laconversación.

—»Sí—decía Teobaldo:—por tu tranquilidad, y sobre todo por la suya,me habías jurado que no volverías a verla.

—»Me es imposible cumplir ese juramento... ¡La amo más que nunca!

—»Por ti entonces, y no por ella... ya que tan poco te importa sureposo; pero te importa que ella pierda el único bien que aun le restaen el mundo, su reputación, que siendo sus deudos, siendo sus amigos,debemos conservar y que sin la menor consideración comprometes a losojos de todos.

—»Tienes razón... Pero la amo... y no puedes comprender, teniendo elcorazón helado, la rabia y la desesperación que en mi pecho se encierrany que mis labios callan.

—»Así, pues—exclamó Teobaldo levantando la voz a impulsos de lacólera,—es por un amor insensato, criminal, por lo que sacrificas elreconocimiento y el deber.

—»¡El deber!

—»Sí, el Rey está enfermo, y te llama... tiene necesidad de tuciencia. Su vida, que habías salvado, está nuevamente en peligro, yolvidas por una mujer tus juramentos, tus bienhechores.

—»¡Pero esta mujer lo es todo para mí: es mi alma, es mi vida!

—»Te compadezco, Carlos; pero no transijo con el deber: vengo abuscarte y tendrás que seguirme.

—»No puedo abandonar a Juanita.

—»Me seguirás, te digo.

—»Pero al menos, ahora no.

—»Hoy mismo, en seguida.

—»¡Nunca!

—»Yo sabré contenerte.

—»¡Te desafío a que lo hagas!

—»¡Pues bien! Por salvar al menos a uno de vosotros, voy a decírselotodo a Juanita...

»Y observé que Teobaldo se acercaba a la puerta.

»Carlos dio un grito.

—»Te obedezco... marcho... dejo la Inglaterra. Déjame siquiera una horaa su lado.

—»¡Una hora! Sea—contestó Teobaldo.

—»Yo iré a buscarte—dijo Carlos.

—»No, voy a hacer que dispongan el coche, y vendré yo mismo por ti...Esto es más seguro.

»Ambos salieron del gabinete; Teobaldo se ausentó acto continuo, y yoquedé sola con Carlos.

»La conversación que acababa de oír, aunque demasiado vaga para mí, mehabía hecho conocer, no el amor de Carlos, pues ya lo conocía conexceso, pero sí el origen de su fortuna. Había oído que la vida del Reyestuvo en peligro, y que Carlos, por medio de su ciencia, la habíasalvado. Carlos no me había dicho que el estudio y el trabajo le habíanabierto una carrera, y aunque conocía su aptitud para todas lasciencias, ignoraba que la medicina le hubiese conducido a la fortuna yal merecido renombre de que gozaba. Por este medio llegué a explicarmeel crédito y el favor de que gozaba cerca de algunas testas coronadas.¿Pero por qué ocultarme esos pormenores? ¿Por qué ese cuidado extremosoque ponía en que ignorase acontecimientos que tanto me interesaban y quede tal modo anhelaba conocer? He aquí lo que no podía explicarme y loque procuré averiguar.

«Estaba frente a mí, y su mirada era triste e incierta, no sabiendo sinduda cómo darme cuenta de su próxima partida. Fui en su auxilio, ytendiéndole la mano le dije:

—«Perdóneme usted, Carlos; perdone una culpable indiscreción de que meacuso.

Quería, sin preguntárselo, saber su secreto; lo he escuchado.

»A estas palabras, la palidez de la muerte cubrió su rostro; susmejillas pusiéronse lívidas y cayó a mis pies inmóvil y como aterrado.

»¡Ah! en aquel espantoso momento lo olvidé todo... Pasmada, fuera de mí,caí de rodillas ante él, sintiéndome dispuesta a seguirle.

—»¡Carlos!—exclamé:—Carlos, ¿me oyes? ¡Vuelve en ti para escuchar quete amo!

»Sentí entonces escaparse de sus labios un tenue suspiro; su corazón nohabía cesado de latir... Vivía todavía. Abrí las ventanas, y un airepuro refrescó la habitación y logró reanimarle. Le hice respirar unpomo, y por fin abrió los ojos; mi nombre fue la primera palabra quepronunciaron sus labios, y levantó la cabeza, que tenía apoyada sobre mipecho.

—»¿Dónde estoy?—preguntó.

—»Junto a mí, cerca de tu amiga, que te pide que la perdones.

»En pocas palabras le conté mi falta, mi imprudencia, y le referí todolo que había escuchado.

»A medida que yo hablaba, la mortal palidez de su rostro desaparecíalentamente.

Un ligero carmín lo coloreó; la sangre y la vida circulabanpor sus venas... Y, entretanto, sentíase bañado por mis lágrimas, ypercibía los latidos de mi corazón, que, a mi pesar, le ponían demanifiesto mi alarma y mi amor.

—»¡Angel del cielo!—exclamó.—¡Eres tú quien me llama y quien busca mialma!

—»No, no—le dije:—esa alma tan noble y pura debe permanecer aún sobrela tierra; es nuestra, nos pertenece.

—»Sí, tienes razón—me contestó, entusiasmado;—esa alma es tuya,tuya... Porque sólo tú puedes elevarla hasta el cielo o hundirla en losabismos; sólo tú puedes hacerme dichoso o quitarme la vida. ¡Oh,Juanita! Nunca sabrás lo que sufro... ¡Vivir junto a ti, enervarse contu aliento, sentir consumirse de amor, sin atreverse, sin podermanifestarlo... éste es el tormento que me acibara todos los instantesdel día...

bien lo ves, no puedo renunciar a él, no puedo separarme deti sin morir!

»Carlos estaba a mis pies, y cubría mis manos con sus besos... En miturbación, en la enajenación de mis sentidos, percibí el ruido que hacíauna puerta al abrirse. Un momento después, el conde de Pópoli estabadetrás de nosotros, nos miraba. Si hubiesen ustedes conocido lo violentode su carácter, comprenderían el furor que se apoderó de él. Se arrojósobre nosotros, y repentinamente vi brillar dos espadas. Carlos hizocaer la de su adversario, y bajando la punta de la suya, dijo:

—»Escúcheme usted, escúcheme: su esposa es inocente, lo juro delante deDios.

—»¡Y bien! ¡pronto vas a justificarte delante de él!—dijo el Conde,que acababa de recoger su arma y comenzaba de nuevo el combate con unarabia que había de serle fatal.

»Al arrojarse sobre Carlos, que no hacía más que defenderse, cayómortalmente herido. En aquel instante entró una persona en el salón. Eraun amigo, un salvador; era Teobaldo.

—»¡Desdichado!—gritó dirigiéndose a Carlos:—¡Vete, vete! ¡Mi cocheestá a la puerta, huye... Ya que no por ti, por el honor de Juanita!

—»¡Y este honor!—exclamé,—¿quién podrá salvarlo ya?

—»Yo—repuso Teobaldo;—yo, por el deber que tengo de velar sobreusted.

»Y corrió a mi marido que, haciendo un supremo esfuerzo, había logradollegar hasta el cordón de la campanilla, y tiró de él violentamente. Aloír este modo de llamar, todos los domésticos de la casa se precipitaronen la habitación. Carlos acababa de salir, pero ellos vieron al Condetendido y bañado en su propia sangre.

Teobaldo le sostenía en susbrazos, y yo permanecía arrodillada junto a él, casi desvanecida.

»Toda la servidumbre rodeó al Conde, prodigándole los socorros que aunellos mismos creían inútiles, dada la gravedad de su herida.

—»Vayan ustedes—dijo con voz desfallecida a los criados;—hagan veniral aldermán[*], a los magistrados, porque quiero hablar delante deellos...

[*] Oficial municipal de Londres.

—»Sí—dijo Teobaldo:—ejecuten las órdenes del señor; pero—agregó enseguida,—

déjennos solos con él.

»Todos salieron del aposento, y Teobaldo se aproximó al lecho dondehabía sido acostado el moribundo.

—»¿Cuál es su propósito, señor Conde?—le preguntó con voz grave ysolemne.

—»El de encargar a la ley mi venganza, entregar a los magistrados laadúltera y sus cómplices... para que, cuando yo muera, y a los ojos detodo el mundo, los que me han engañado y deshonrado sean a la vezdeshonrados con un castigo público y deshonroso...

—»¿Y qué dirá usted a Dios cuando comparezca en su presencia?—

replicóTeobaldo con voz solemne.—¿Si ha acusado usted y herido al inocente; siha legado el oprobio y la infamia a su esposa, que nunca fue culpable?

—»En vano espera usted engañarme—dijo el moribundo.

—»Yo, ministro del altar, digo la verdad; la digo delante de este lechode muerte y delante de Dios que me escucha.

—»Y yo, que no puedo creerle, hablaré en presencia de esos dignosmagistrados...

Sí, hablaré.

«Efectivamente, en aquel momento el aldermán y sus asesores sepresentaron a la puerta del aposento; los criados estaban a espaldas deéstos y llegaban hasta la escalera.

—»¡Ah!—dije a Teobaldo:—¡Estoy perdida!

—»¡No, mientras yo viva!

»Y se arrojó de rodillas al pie del lecho.

—»¡Escúcheme—dijo a mi esposo;—escúcheme en nombre de la salvación desu alma!

»E inclinando su cabeza al oído del Conde, le dijo algunas palabras queno pudimos entender.

»Durante este tiempo el magistrado se acercó lentamente, aunqueguardando una respetuosa distancia. De pronto, el Conde, dirigiéndose alos que le rodeaban, dijo:

—«Señores: declaro que he sido herido legalmente por el señor CarlosBroschi en un duelo a que yo le he provocado. Les pido, pues, amigosmíos, y a mi esposa, en quien reconozco el amor y la fidelidad en todossus deberes, que no persigan ni importunen a nadie por mi muerte. ¡Yusted, padre mío, bendígame!»

—»¡Que Dios le reciba en su seno!—dijo el prelado al moribundo.

»Comenzó a recitar las oraciones de la Iglesia, a las que los asistentescontestaban, y después echó sobre su frente el óleo santo.

»Un rayo de alegría brilló en los ojos del Conde, estrechó la mano deTeobaldo, me tendió la otra, y díjome con dulzura:

—»¡Perdóname!...

»Y el cielo abriose para él.

»¡Me sería imposible describir a ustedes todo lo que yo experimentédurante aquel corto período de tiempo, tan largo para mí, tan horrible yextraño! Tantas y tan distintas emociones de amor, de terror y desorpresa, me habían asaltado al mismo tiempo, que las fuerzas mefaltaban, debilitábase mi razón, y algún tiempo después de tan penososacontecimientos no podía creer todavía en la calma que me rodeaba.

»Fiel al silencio y a la discreción que se me había impuesto, y sindarme explicación alguna acerca de los tristes sucesos de que habíamossido testigos y actores, Teobaldo separose de mí algunos días despuésde la muerte del conde de Pópoli.

—»Usted no me necesita—díjome.—La dejo rodeada de la estimaciónpública y del respeto que merece. Si las desgracias vuelven, yo volverétambién. Otro reclama mis cuidados; otro amigo más desdichado queusted... ¡porque él es culpable!

»Y se ausentó Teobaldo.

IX

»Me quedé sola, pues, en aquella casa que tan bella me había parecidosiempre y cuya soledad me causaba, a la sazón, una profunda tristeza;los primeros meses de mi viudez los pasé sin recibir noticia alguna demis amigos; ¿a que se debía este silencio de su parte? Lo ignoraba.

»Me vi atacada entonces de una enfermedad cuyos primeros síntomas habíasentido hacía largo tiempo, y que daba entonces bastante cuidado a laspersonas que me rodeaban; en cuanto a mí, no fijaba mi atención en ella,porque mi pensamiento estaba muy distante de mi persona.

»Por último, cierto día recibí una carta cuya letra me hizo estremecer:¡era de Carlos!

»Decíame en ella que Teobaldo le había aconsejado que no me escribiese;pero que, al saber que yo estaba enferma, no había podido resistir aldeseo de comunicarme sus sentimientos.

»El clima de Inglaterra, decía, no le conviene, aumenta suspadecimientos, necesita usted un clima más templado, más dulce, el bellosol de Nápoles, el aire de nuestra querida patria. Váyase, no alcastillo del duque de Arcos, donde encontraría recuerdos demasiadotristes; pero sí a Sorrento, a la orilla del mar, a esa risueña villaque le pertenece y donde la amistad le aguarda.

—»¡Ah!—exclamé.—Has olvidado que todo lo he perdido, que nada mepertenece ya, ni aun el aire de mi país, donde fui reducida a prisión, ydel que me vi desterrada...

»Pero, ¡cuál fue mi sorpresa cuando encontré unido a esta carta undecreto del Rey en que me devolvía la facultad de regresar a mi patria ylos bienes de mi familia!

»No estaba ya desterrada, era rica y dichosa, y más dichosa aun pordeber toda mi felicidad al amigo de mi infancia! ¡Ah! ¡cuán grande es lagratitud, y cuán dulce hace las personas que amamos, y con quésatisfacción recibimos el beneficio que nos obliga a amar más todavía!

»Pocos días después abandoné Inglaterra y me embarqué sufriendo mucho, acausa de mi soledad. ¡Sola! no; llevaba conmigo mis pensamientos, yotros más halagüeños y más dulces me esperaban; iba a ver de nuevo labella Italia que había creído dejar para siempre! Había salido esclavade aquel país, y volvía libre... ¡libre! ¡Ah! en la situación en que meencontraba, ¡qué de recuerdos se agolpaban a mi imaginación alpronunciar aquella sola palabra! ¡Vanas ilusiones acaso, pero que laimaginación no podía desterrar! ¡Esperanzas insensatas nacidas en elcorazón, y que constantemente nos hacen volver la vista hacia nuestraquerida patria!

»Pisé, al fin, las playas de Sorrento; veía aquella deliciosa campiñaque había pertenecido al duque de Arcos y que nunca había habitado.Carlos me aguardaba; yo corría a él llena de alegría y de satisfacción;sintiéndome dichosa al presente y esperándolo ser en el porvenir; peroquedé sorprendida al ver la tristeza que revelaba su semblante. ¿Quépodía él en aquella ocasión temer o esperar? ¡Yo estaba libre! Pero creíque mi salud era la causa de su pena y de sus inquietudes, y el interésque manifestaba hizo que se aumentase el amor que por él sentía,admirando los cuidados de que me rodeaba.

»Causábame indecible satisfacción deber la salud solamente a él y a sutalento!

—»¡Ah!—me dijo:—se equivoca usted al creerme sabio; no lo soy.

—»Así, pues, ¿no es usted un célebre médico?

—»¡Ah! De todas las ciencias, ésa es la sola que yo desearía tener hoy.Pero, ¡ay de mí! no la poseo, y la prueba es que, a pesar de misanhelos, no la puedo curar y es necesario ceder a otro esa gloria.

»En efecto, hizo ir de Nápoles a un sabio médico y Carlos me suplicó quele obedeciese, atribuyendo a sus conocimientos el cambio favorable queentonces experimenté.

—»Se equivoca usted—le dije:—la mejoría que siento la debo a usted, asu presencia.

»En efecto, no me había sentido tan feliz en ninguna época de mi vida.Segura de mí y de mi corazón, Carlos temía hablarme de sus esperanzas, ymi reserva igualaba a la suya. Yo necesitaba decirle: ¡Este corazón tepertenece! Pero, con un poco de paciencia y de silencio, el período delluto habría pasado; y el amor, que hubiera sido hasta entonces uncrimen, sería después un deber.

»Nos comprendíamos sin hablar, y nuestros días pasaban en una dulcetranquilidad, en una dicha sin nombre; mis temores, mis inquietudes, misantiguas desconfianzas, todo había desaparecido. El porvenir me habíahecho olvidar el pasado: no obstante, Carlos nada me había dicho, nadame había confesado; pero parecíame que entre nosotros existía unsecreto, un misterio... ¿Qué podía pedirle? ¡El me amaba! ¿Qué meimportaba lo demás?

»Como

en

el

tiempo

de

nuestra

niñez,

pasábamos

el

tiempo

agradablementeentretenidos y dábamos largos paseos. Su conversación, siempre tanseductora, era entonces más grave y más instructiva. Crecida y educadafuera de la sociedad, apenas la conocía, y Carlos me iniciaba en lasgrandes cuestiones que entonces agitaban nuestra patria y el mundoentero. Hablábame de los principales soberanos; me describía suscaracteres, su política, como si él hubiese vivido en su intimidad. Memostraba a la España arrastrada en alianzas y en nuevos lutos, gloriosostal vez, pero menos útiles para aquella nación que la paz de que tantonecesitaba para cicatrizar sus hondas heridas; y me explicaba que esanación podía ser más poderosa y respetada sin combatir, que por medio dela guerra.

—»¡Dios mío! Carlos—le dije:—¿de dónde ha sacado usted todos esosconocimientos? ¿Sabe usted que sería un grande y hábil ministro?

»Limitábase a sonreír, y permanecía con aire preocupado.

»Luego, me contestaba:

—»¡El Cielo me preserve de eso! ¡El poder está bien lejos de la dicha!Y la dicha está para mí aquí, cerca de usted.

»Después, oprimiendo mi brazo, que apoyaba en el suyo, y dirigiendo suvista al golfo de Nápoles, en aquel mar cuyas olas espumosas iban aextinguirse a nuestros pies, bajo aquel sol encantador que se ostentabaradiante:

—»¡Aquí—exclamaba,—en estas mismas playas de Sorrento, donde el Tassovio la luz del día, donde él amó y donde sufrió!...

»Y, dejándose llevar de su entusiasmo, con voz conmovida y tierna mehablaba del Tasso, de su gloria y de sus desdichas; aquellas palabraselocuentes vibraban en mi oído como una dulce armonía, como los versosdel poeta que admiraba. Escuchábale...

admirábale, satisfecha yorgullosa de él y del amor que por mí sentía.

X

»Pasábamos las veladas en un pabellón elegante situado junto a la orilladel mar, el que hacía para nosotros las veces de biblioteca y de salónde música... Poníame al clavicordio y Carlos me acompañaba. Habíaadquirido tanta destreza en la música, que me causaba placer el oírle;tocaba el arpa con tal perfección, que, con frecuencia, cuando estabatriste, dejaba yo de tocar y de acompañarle, para no perder una sola delas notas que producía; y con frecuencia también, en aquellos días enque su corazón estaba poseído de pena, hacíanme derramar lágrimas lossonidos que arrancaba a su lira; él mismo, maestro por la inspiración yel sentimiento, experimentaba la emoción que causaba. Veíale, de pronto,inclinar su cabeza sobre el pecho, el arpa escaparse de sus manos, y surostro inundarse de lágrimas, que procuraba ocultar con una sonrisa;luego, para desechar su melancolía, ejecutaba algún bolero o algunagraciosa barcarola.

»Nada igualaba a la bondad de su corazón, pero encontraba en su caráctercontradicciones que me sorprendían y que no podía explicarme. Una mujerdel pueblo, de aquellos alrededores, llamada Fiamma, fue cierto día averme y a darme las gracias de no sé qué favor que le había yo hecho, yme contó que algunos años antes, pobre y miserable, se encontrabarezando en el camino, frente a una Virgen, pidiendo pan para ella y sufamilia, cuando, de pronto, pesada bolsa cayó a sus pies; levantó losojos y vio a un joven caballero; era Carlos que le decía:

—»¿No eres tú Fiamma, jardinera en otro tiempo en el castillo del duquede Arcos?

—»Sí, señor—repuso ella;—y me encuentro sin pan y sin asilo desde quenuestra ama fue desterrada y confiscados sus bienes.

—»Ese dinero viene de su parte; tómalo, sé dichosa y ruega a Dios porella.

—»Y por usted, señor.

»Fiamma, admirada, llevó la felicidad a su familia, y después, gracias ala generosidad de Carlos, se había casado con Bautista, su prometido,cuya fortuna había hecho y que era entonces uno de los hortelanos deSorrento más diestros y trabajadores.

»A mi vez, quise dar una sorpresa a Carlos, y cedí a Bautista la plazade jardinero en jefe de mi casa, donde fue a establecerse con su mujer ysus dos hijos. Al día siguiente de su llegada, orienté nuestro paseohacia la habitación de aquellas buenas gentes, y entré en ella conCarlos, que me daba el brazo. Creía que el aspecto de aquella dichosacasa, de aquel matrimonio que tanto se amaba, le causaría una agradablesatisfacción; ¡pero vi, con sorpresa, retratarse en su semblante unprofundo dolor que procuraba ocultar!

»Cuando los niños en sus juegos llegaron, dando vueltas, a sus pies,Carlos retrocedió un paso para alejarse de ellos; luego, disgustado deaquel movimiento, se detuvo; pero durante el tiempo que yo los tuve enmi regazo acariciándolos y besándolos, apenas si él les hizo unacaricia.

»Siempre que Carlos encontraba a Fiamma o a su marido en el parqueseparadamente, les hablaba con cariño y amistad alentándolos en sustareas y no separándose de ellos nunca sin darles una prueba de sugenerosidad. Cuando los encontraba reunidos, volvía la cabeza y no lesdirigía la palabra.

—»Creo que ama usted a Fiamma—le dije un día riendo,—y que tienecelos de Bautista.

»Me miró asombrado, y como si no comprendiese que semejante idea pudieseocurrírseme; yo me apresuré a explicarle mis palabras.

»Respecto a los niños, cuando los veía en alguna de las calles deárboles echaba por otra. Es cierto que los chicos eran inquietos comotodos los de su edad, y Carlos buscaba en sus paseos la soledad y elretiro.

»Al cabo de algún tiempo, su melancolía pareció aumentarse;sorprendíale con frecuencia triste y de mal humor, a pesar de que cadamomento que transcurría nos acercaba al término de nuestros votos. ¡Dosmeses más, y el tiempo de mi luto habría pasado! ¿Qué podría impedirnuestra dicha? ¿Qué nube podría obscurecer ese hermoso día? Carlos habíarecibido varias cartas y parecía vivamente preocupado; a pesar de lareserva que me había impuesto, me atreví a interrogarle.

—»¡Ay!—me dijo:—¡tiene usted razón, ha adivinado lo que pasa en mialma; experimento un gran sentimiento! ¡Es necesario que la deje,Juanita! Que me ausente por un mes. Todo un mes sin verla, ¿comprendeahora mi dolor?

—»¡Sí—le contesté;—yo experimento lo mismo! ¿Y por qué se alejausted? ¿Qué le obliga a partir?...

»Observé que mi pregunta le había causado una viva impresión, de la queno podía darme cuenta.

—»No quiero saber nada—continué:—nada le pregunto; su amiga no lepide sus secretos... hasta el día en que esos secretos sean los suyos...

»Carlos palideció; yo me apresuré a decirle:

—»Y aun entonces, a usted le tocará preguntar y a mí obedecer. Partausted, pues que es necesario, y si me ama, vuélvame pronto la dicha quese lleva privándome de su presencia.

»Me juró que volvería antes de un mes... ¡Cuando, al fin, se alejó, lodifícil para mí fue el ocupar mis días, crearme ocupaciones y una nuevaexistencia; en una palabr