Cádiz by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Pues se dice por ahí—indicó Teneyro—que van a procesar al obispo deOrense.

—No se atreverán a ello—repuso Valiente, sacando su caja de tabaco yofreciendo del oloroso polvo a los circunstantes.

—¿A qué no se atreverá, señores... señores, a qué no se atreverá estadesalmada grey de filósofos y ateístas?—exclamé yo mirando al techo.

—Señor oficial—me dijo doña María—, es indudable que ustedes losmilitares tienen la culpa de que los cortesanos... así los llamo yo...estén tan ensoberbecidos. Dicen que la Regencia tanteó a la tropa paradar un golpe, pero la tropa no quiso ponerse de su parte.

—La tropa—dijo Ostolaza—ha cometido la falta de inclinarse alpopulacho.

—Lo que no se ha hecho, señores—dije yo con profético tono—se hará.

Y repetí varias veces, mirando a todos lados, el enérgico «se hará».

—Si todos fueran como tú, Gabriel—me dijo don Diego—

pronto acabaríanlas picardías que estamos viendo.

—¿Durarán las Cortes hasta el mes que viene, señor deValiente?—preguntó la de Rumblar.

—Durarán algo más, señora. A no ser que los franceses envalentonadoscon nuestras discordias, entren en Cádiz, y hagan con todos los que aquíestamos un picadillo. Yo he dicho que la soberanía de la nación por unlado y la libertad de la imprenta por otro, son dos obuses cargados dehorrorosos proyectiles que nos harán más daño que los que ha inventadoVillantroys.

—Caballero—dije yo afeminadamente—, esa comparacioncita es exacta yprocuraré retenerla en la memoria.

—Deploro tantos errores—dijo la dueña de la casa—. Pero aquí, Sr. D.Gabriel, no tomamos a pecho la política, y los que en casa se reúnen nohacen más que departir discretamente sobre el mal gobierno y losfilosofastros. Yo no me ocupo más que del matrimonio de mi querido hijo,que se efectuará en breve, y de completar la educación religiosa de mihija—señaló a Asunción—que debe entrar muy pronto en un convento deRecoletas,

siguiendo

su

decidida

e

inquebrantable

inclinación.Ocupaciones son estas que llenan alegremente mi cansada vida, y a lasque me consagro con el mayor celo.

Asunción había bajado los ojos, y Presentación me miraba, queriendo leeren mi cara el efecto que me producían las palabras de su mamá.

—¿Enviasteis recado a Inés?—preguntó doña María—. Diego, tu futuraesposa estará sin duda enojada contigo, por tu mal comportamiento ydesaplicación. Necesario es que varíes de conducta. Ahora, cuando baje,puedes manifestarle con palabras tiernas tu propósito de no ofenderlamás, como lo has hecho saliendo a la calle por las tardes en la hora quetengo dispuesto hables con ella y le recites alguna fábula bonita opoesía instructiva. Yo, señor D. Gabriel—y se dirigió a mí de nuevo—

,no gusto de tiranizar a la juventud. Conozco que es preciso sertolerante con los muchachos, sobre todo cuando llegan a cierta edad, ysé muy bien que los tiempos presentes exigen algo más de holgura que lospasados en los lazos que atan a los jóvenes con sus familias.

»Con estos principios, permito a mi nuera que baje a la tertulia yplatique con personas finas y juiciosas sobre asuntos profanos, porqueuna muchacha destinada al siglo y a dar lustre a una gran casa como lasuya, no debe ser criada con aquel encogimiento y estrechez que tan biensienta en la que sólo ha de vivir en su casa, bien reducida a undecoroso celibato, bien instruyéndose para servir a Dios en el mejor ymás perfecto de los estados. Mis dos niñas viven aquí gozosas sinapetecer bailes, ni paseos, ni teatros. No soy yo enemiga tampoco de quese diviertan, ni crea usted que estoy siempre con el rosario en la mano,haciéndolas rezar y aburriéndolas con un excesivo manoseo de las cosassantas, no. También aquí se habla de cosas mundanas, siempre con eldebido comedimiento. A veces tengo que imponer silencio, mandando quecesen las controversias sobre teología, porque lord Gray, que viene aquímuy a menudo, gusta de tratar con desenvoltura asuntos muy delicados.

—Como que anoche—dijo D. Paco inoportunísimamente—dio en afirmar queno comprendía el misterio de la Encarnación, para que la señoritaAsunción se lo explicara.

—Estoy hablando yo, Sr. D. Paco—dijo con firmeza y enojo la condesa—.Nada importa ahora lo que lord Gray hiciera o dejase de hacer anoche...Pues como decía, aquí viene lord Gray, un sujeto respetabilísimo y tanformal y circunspecto, que no hay otro que se le iguale. Ellas seentretienen oyéndole contar sus aventuras. ¿Conoce usted a lord Gray?

—Sí, señora. Es un hombre muy digno y temeroso de Dios.

¿Pero no sabenustedes que parece inclinado a convertirse al catolicismo?

—¡Jesús y qué me dice usted!—exclamó con asombro y júbilo doñaMaría—. Aquí se ha tratado algunas veces este punto, y las niñas y yole hemos exhortado a que tome tan saludable determinación.

—Como suelo pasarme las horas muertas en el Carmen Calzado—dije yo—hevisto entrar varias veces a lord Gray en busca del padre Florencio, quees el mejor catequizador de ingleses que hay en todo Cádiz.

—Lord Gray no ha de faltar esta noche—dijo doña María—. Y

usted, Sr.D. Gabriel, ¿no nos acompañará algunos ratitos?

—Señora—respondí-de buen grado lo haría; pero mis ocupacionesmilitares y la necesidad que tengo de despachar de una vez todo elcapítulo de prescientia, que es el más difícil de todos, me retendránen la Isla.

—¿Y qué opina usted de la prescientia?—me preguntó Ostolaza cuandoyo estaba muy lejos de esperar semejante embestida.

—¿Qué opino yo de la prescientia?—dije tratando de no turbarme paracontestar alguna ingeniosa vulgaridad que me sacase del compromiso.

—Opinará lo mismo que San Agustín, secundum Augustinus—indicóoficiosamente D. Paco, que anhelaba mostrar su erudición.

—Ya están las niñas con cada ojo...—dijo doña María observando que sushijas atendían a la planteada discusión con demasiado interés—. Niñas,dejad a los hombres que debatan estas cosas tan intrincadas. Ellos sesabrán lo que se dicen. No abrir tales ojazos, y miren los cuadros y laspinturas del techo, o hablen conmigo, preguntándome si se me alivia eldolor del hombro.

—Lo mismo que San Agustín—indicó don Diego—. Opinará como San Agustíny como yo.

—Según y conforme—dije recapacitando—. ¿Ustedes piensan como SanAgustín?

Ostolaza, Teneyro y D. Paco se desconcertaron.

—Nosotros...

—Supongo que conocerán los nuevos tratados...

A este punto llegaba la controversia, cuando entró lord Gray a sacarmedel apuro. No pudiera llegar en mejor ocasión.

Recibiéronle doña María ysus tertulios con la mayor cordialidad y agasajo, y él saludó a todoscon afectado encogimiento. Tal vez extrañará alguno de los que me oyen ome leen, que con tan buena amistad fuera recibido un extranjeroprotestante en casa donde imperaban ciertas ideas con absoluto dominio;pero a esto les contestaré que en aquel tiempo eran los ingleses objetode cariñosas atenciones, a causa del auxilio que la nación británica nosdaba en la guerra; y como era opinión o si no opinión, deseo de muchos,que los ingleses, y mayormente los hermanos Wellesley, no veían conbuenos ojos la novedad de la proyectada Constitución, de aquí que lospartidarios del régimen absoluto trajeran y llevaran con palio anuestros aliados. Lord Gray además con su ingeniosísima labia, susimpático carácter, y también

poniendo

en

práctica

estudiadas

artimañasy

mojigaterías, como yo, había conseguido hacerse respetar y querervivamente de doña María. Además solía ridiculizar con gran desenfado lasceremonias protestantes.

Mientras lord Gray respondía a ciertas enfadosas preguntas que le hizoOstolaza, doña María llamó a sus hijas y dijo a Asunción, no tan por lobajo que yo dejase de oírlo:

—Mira, Asunción, habla con lord Gray un ratito; coge con disimulo eltema de la religión y sondéale, a ver si es cierto que está dispuesto aabjurar sus errores, por abrazarse a nuestra santa doctrina.

En aquel instante sentí ruido de pasos y entró Inés. ¡Dios mío, quéguapa estaba, pero qué guapa! No recuerdo si en el libro anterior habléa ustedes de la soltura, de la elegancia, de la armoniosaproporcionalidad que el completo desarrollo había dado a su bellafigura. Además de esto, encontrábale mayor animación en el rostro, y unagrata expresión de conformidad y satisfacción, no menos simpática que suantigua tristeza, resto de la miserable y ruin vida de la infancia.Observándola, consideré cuánto había ganado en encantos y atractivosaquella criatura, añadiendo a sus bellezas naturales, a su discreción eingénito saber, la dulce cortesanía y las gracias que infunde el tratofrecuente con personas distinguidas y superiores. En su cara advertí elextraño realce que da la conciencia del propio mérito, lo cual no es lomismo que vanidad.

No parecía haber perdido la hermosa modestia que la hacía tan simpática;pero sí aquella especie de encogimiento, aquel desmedido amor a laoscuridad, que emanaban del malestar hallado en su repentino cambio defortuna. Había adquirido lo que le faltaba cuando la vi en Córdoba y enel Pardo, el perfecto conocimiento de su posición y las mil menudenciaspersonales, accidentes casi imperceptibles de la voz, del gesto, de lamirada con que el individuo da a entender claramente que se halla dondedebe hallarse. Estaba más alta, un poco más gruesa, con el color menospálido, la boca más risueña, los ojos no menos seductores yarrebatadores que los de su madre, célebres en toda la redondez deEspaña, la voz más segura, sonora y grave, y el conjunto de su personarespirando firmeza, vida, soltura y nobleza. ¡Oh imagen tan perfectavista como soñada! ¿Fue suerte o desgracia haberte conocido?

XI

Inés, no indiferente a mi presencia, según comprendí, pero tampocosorprendida, debía saber que yo estaba allí.

—¡Ah!—exclamé con despecho para mis adentros—. La muy pícara aunquela llamaron, no bajó hasta que vino el maldito inglés.

Doña María me presentó ceremoniosamente a ella diciendo:

—A este caballero le conocimos en nuestra casa de Bailén cuando lacélebre batalla. Es amigo del que va a ser tu marido; allí pelearonjuntos con tan buena suerte, que, según afirma Diego, si no es porellos...

—Gabriel es un gran militar—dijo don Diego—. ¿Pero no le conoces tú?Es amigo de tu prima la condesa.

Doña María frunció el ceño.

—En efecto—dije yo—tuve el honor de conocer en Madrid a la señoracondesa. Ambos teníamos un mismo confesor. Yo solicité de la señoracondesa que me consiguiese una beca en el arzobispado de Toledo; perodespués me vi obligado a servir al rey, y salí de la corte.

—Este joven—añadió doña María—nos acompañará algunas noches, robandotal cual rato a sus estudios religiosos y a las meditaciones místicasque le traen tan absorbido. Hoy el servicio de las armas le obliga asofocar su ardiente vocación; pero cantará misa después de la guerra.¡Noble ejemplo que debieran imitar la mayor parte de los militares! Yome complazco, hija mía, en que se reúnan aquí personas formales y deexcelentes y sólidos principios. Caballero—añadió encarando conmigo—

,esta damisela es mi futura nuera, prometida esposa de este mi amado hijodon Diego.

Inés me hizo una profunda reverencia. Se sonrió al mismo tiempo,comprendiendo el astuto ardid de mi fingida religiosidad.

¿En tanto dónde estaba lord Gray? Extendí la vista y le vi tras elrespaldo del monumental sillón de doña María, muy enfrascado en estrechaplática con Asunción, que sin duda le estaba convenciendo de lasuperioridad del catolicismo con respecto al protestantismo. A cada pasoapartaba él los ojos de su interlocutora para mirar a Inés.

—Bien decía el tunante—observé para mí-que se valía de las discretasamigas. La otra con su santidad es quien les lleva y trae los recaditos.

Inés me dijo con dulce ironía:

—Celebro mucho que esté usted tan decidido a seguir la carreraeclesiástica. Hace usted bien, porque hoy no hacen falta militares, sinobuenos clérigos. El mundo está tan pervertido, que no lo curarán lasespadas sino las oraciones.

—Esta afición la tengo desde muy niño—repuse—y nadie puede apartarlade mí porque sobrevive a todas mis alternativas y desgracias.

Inés miraba a cada instante el grupo formado por el inglés y Asunción.También doña María volvió allá los ojos, y dijo:

—Hija, basta ya. No marees al buen lord Gray. Ven a mi lado.

La muchacha acudió al lado de su madre, y al mismo tiempo Inés, porindicación muda de la condesa, pasó al lado del inglés.

Yo estabaasombrado de aquel ir y venir y del incomprensible diálogo de expresivasmiradas que las muchachas tenían constantemente, trabado entre sí. Mepropuse observar atentamente, para descubrir los misterios que allípudieran existir; pero doña María distrajo mi atención, diciéndome:

—Sr. D. Gabriel, usted, como persona casi divorciada del siglo, aunqueen su continente y rostro no se advierte nada que lo indique,comprenderá que en estas recatadas tertulias de mi casa no se puedetener con las muchachas la licenciosa tolerancia que madres inadvertidasy ciegas tienen con sus hijas en otras familias. Por eso verá usted queapenas permito a mis niñas hablar un poco con Ostolaza, con lord Gray ocon usted, si bien ha habido noches en que les he consentidoconversaciones de quince minutos en distintas horas. Comprendo que misistema, aunque no es riguroso, será criticado por los que dan riendasuelta a los impulsos naturales de la juventud. Pero no me importa.Usted me hace justicia sin duda y alaba la prudencia de mi proceder.

—Seguramente,

señora—respondí

con

afectación

y

pedantería—¿qué cosamás sabia, ni más prudente puede haber que prohibir en absoluto a lasniñas toda conversación, diálogo, mirada o seña con hombre que no sea suconfesor? ¡Oh, señora condesa, parece que ha adivinado usted mipensamiento! Como usted, yo he observado la corrupción de lascostumbres, hija de la desenvoltura francesa; como usted, he observadoel descuido de las madres, la ceguera de los padres, la malicia de lastías, la complicidad de las primas y la debilidad de las abuelas; y hedicho: «orden, rigor, cautela, reclusión, tiranía, o si no dentro depoco la sociedad se precipitará en los abismos del pecado».

Nada, nada,señora condesa, yo lo aconsejo a todas las madres de familia queconozco, y les digo: «mucho cuidado con las niñas mientras seansolteras. Después de casadas, allá se entiendan ellas, y si quierentener dos docenas de cortejos, háganlo».

—En todo estamos de acuerdo—dijo doña María—menos en esto último,pues ni de solteras ni de casadas, les tolero la inmoralidad. ¡Ay, yotengo ideas muy raras, Sr. D. Gabriel! Me asombro de ver por ahí madresmuy cristianas, que celando hasta lo sumo las hijas solteras, ven conindiferencia los pecadillos de las casadas. Yo no soy así; por eso noquiero que se casen mis niñas; no, jamás, jamás. Casadas estarían libresde mi autoridad, y aunque no las creo capaces de nada malo, la idea deque pueden cometer una falta, siéndome imposible castigarla, mehorripila.

—El gran sistema es el mío, señora; este sistema que no ceso derecomendar a todas las madres que conozco. Orden, rigor, silencio,encierro perpetuo y esclavitud constante. Mis lecturas y meditaciones mehan inspirado estas ideas.

—Son también las mías. Mi hija Asunción entrará pronto en un convento,y Presentación está destinada a ser soltera, porque así lo he resueltoyo.

—Cosa justísima y naturalísima que usted haya resuelto eso.

—Siendo el destino de la una el claustro y de la otra el celibato, ¿aqué viene el consentirles conversaciones con los jóvenes?

—Es claro... a qué viene... No aprenderían más que cosas malas,pecados... ¡y qué pecados!

—Pero como es preciso transigir un poquito con las costumbres, queexigen cierta licencia, suele írseme la mano en esto del rigor. Ya veusted, a casa suelen venir algunas personas muy distinguidas, honestas yprudentes, sí, pero de mundo.

Necesito contemporizar con ellas, por noaparecer gazmoña, intolerante y extremada. Felizmente baja todas lasnoches a mi tertulia, Inés, a quien como muy próxima a ser mujer casada,puede permitirse que sostenga coloquios tirados con tal cual personadecente y bien nacida. Si no fuera por ella, lord Gray se aburriríagrandemente en casa. ¿No cree usted, que a una muchacha que va a sermayorazga y que ocupará posición muy encumbrada en la corte, se le debedar cierta libertad?

—Todas las libertades, señora, todas. ¡Una mayorazga! Pues digo; si mela hacen camarista de reina, o dama de honor de emperatrices, ¿qué ha dehacer sin la desenvoltura, el desenfado, la astucia que el buen servicioy concierto de los palacios exige?

—Cierto; a cada cual se le debe educar según su destino. En posicioneselevadísimas no puede sostenerse todo el rigor de los principios, segúndice la gente, aunque ciertas leyes sí deben regir en todas partes. Sinembargo, como así viene de atrás, debemos respetar la obra de nuestrosmayores, quienes harto supieron lo que se hacían.

—Justamente.

—Pero me parece que se prolonga demasiado la conversación de Inés conlord Gray, y voy a hacer que hablen en corrillo donde les oigamos todos.Sr. D. Gabriel, ni un momento debe abandonarse el ejercicio de laprolija autoridad materna. ¡La autoridad! ¿Qué sería del mundo sin laautoridad?

—En efecto, ¿qué sería? ¡El caos, el abismo!

Doña María, que reglamentaba los diálogos de sus tertulias como mueve yordena un general experto los movimientos de una batalla campal, dispusoque Inés continuase hablando con lord Gray, y que Presentación pegase lahebra con Ostolaza. En tanto Asunción charlaba en voz bastante alta consu hermano, diciéndole

cosas

cuyo

sentido

no

pude

entender.

Ostolaza,Teneyro y D. Paco estaban muy metidos en lenguas disertando sobre losgrandes males de la educación a la moderna, y forzosamente me enredaronen su coloquio, teniendo ocasión de lucir mi intolerancia, y un poco decierta erudicioncilla trasnochada que yo tenía para el caso. Pocodespués volví al lado de doña María a punto que don Diego, apartándosede su hermana, hacía lo mismo, y le oí decir:

—Señora madre, a ser usted, yo no permitiría a Inés tantas intimidadescon lord Gray. Francamente, señora, esto no me gusta, y menos cuando veoque la que va a ser mi mujer, se está los minutos de Dios oyéndole ycontestándole sin pestañear.

—Diego—manifestó doña María con severo acento—. Me enfada la bajezade tus conceptos, que indican la ruindad de tus juicios. Si Inés fueratu hermana, podrías tener esos escrúpulos; pero siendo tu futura esposa,cuanto has dicho es ridículo. Una gran señora, ¿ha de ser encogida ycorta de genio como una novicia de convento?

D. Diego, oído esto, se acercó de muy mal talante a sus hermanas.

—Sr. de Araceli—me dijo doña María—la juventud es así.

Comprendo loscelillos de mi hijo. Verdaderamente Inés se alarga demasiado con lordGray. Aunque le supongo a usted poco aficionado a perder el tiempoconversando con muchachas frívolas, hágame el favor de departir un ratocon mi futura nuera.

Doña María miró a Inés con enojo, y dirigiéndose luego a lord Gray, lellamó con afectuosa súplica.

Inés quedó sola y acudí hacia ella. Por primera vez durante la tertuliahallaba ocasión de poderle hablar lejos de los demás, y la aproveché conpresteza. Ella, anticipándose al afán con que yo iba a hablarle, medijo:

—¿Mi prima te ha mandado aquí? ¿Me traes algún recado de ella?

—No—respondí—. No me ha mandado tu prima. No he venido por traerterecado alguno. He venido porque he querido, y por el deseo de verte y desaber por mí mismo que me has olvidado.

—Por Dios—me contestó disimulando su emoción—. Repara dónde estás. Lacondesa no cesa de observarme. Aquí es preciso fingir a todas horas, ydisimular los pensamientos. ¿Por qué no has venido antes? Pero di: ¿miprima no te ha dado ningún recado?

—¿Qué me importa tu prima?—exclamé con enfado—. Tú no sospechabas queviniera a sorprenderte.

—¿Pero estás loco?, doña María no me quita los ojos.

—Vaya al diantre doña María. Respóndeme, Inés, a lo que te pregunto, ogritaré y escandalizaré para que nos oigan hasta los sordos.

—Pero si no me has preguntado nada.

—Sí te he preguntado. Pero tú haces que no oyes, y no quieresresponderme.

—No nos entendemos—repuso llena de confusiones, y mortificada por laobservación tenaz de doña María—. ¿Vendrás todas las noches? Aquí espreciso mucha cautela. Para respirar necesito pedir la venia a laseñora. Ten prudencia, Gabriel; también D. Diego nos mira. Haz de modoque doña María y los murciélagos crean que estamos a hablando dereligión, o de los cuadros de la pared o de esa gran grieta que hay enel techo.

Aquí es preciso hacerlo todo así. No te expreses convehemencia.

Ponte risueño y mira a las paredes diciendo: «¡Qué bonitasláminas! Allí están Dafne y Apolo».

—Pero ¿es preciso ser cómico para entrar aquí?

—Sí; es preciso estar siempre sobre las tablas, Gabriel; fingiendo yenredando. Esto es muy triste.

—Pues lord Gray no disimula.

—¿Eres amigo de lord Gray?

—Sí, y me lo ha contado todo.

—Te lo ha dicho...—exclamó confusa—. ¡Qué hombre tan indiscreto! Y yole había encargado la mayor prudencia... Por Dios, Gabriel, nopronuncies una palabra, ni un gesto que puedan dar a conocer lo que teha contado lord Gray. ¡Qué indiscreción!

Hazme el favor de olvidar loque te ha dicho. ¿Él te ha traído aquí?

—No; he venido con D. Diego. He querido saber por ti misma que ya no meamas.

—¿Qué estás diciendo?

—Lo que oyes. Ya lo sabía; pero a mí me hacía falta oírlo de tuspropios labios.

—Pues no lo oirás.

—Ya lo he oído.

—Por Dios, disimula. Ahora, Gabriel, alza la vista y di: «¡Qué terriblegrieta se ha abierto en el techo!». ¿Con que no te quiero yo? ¿Sabes queno lo había advertido? Y en tanto tiempo ¿qué has hecho tú? ¿Has estadoen el sitio de Zaragoza? Aquello sería un paraíso; no estaba allí doñaMaría.

—No he vivido más que para ti; y si alguna vez he hecho un esfuerzopara subir un peldaño en la escala del mundo, hícelo sólo con el deseode llegar, si no a valer tanto como tú, al menos a ponerme en condicióntal, que no se rieran de mí cuando te miraba.

—Mentiroso, tú también has aprendido a disimular. Ni una sola vez tehas acordado de mí en tanto tiempo... Pero no te acerques tanto.Cuidado, no me tomes la mano. Parece que tienes fuego dentro de losguantes. Doña María nos observa.

—Yo no sé disimular como tú. Te he querido con toda mi alma, Inesilla,y con veinte almas más, porque una sola no basta para quererte como tequiero... Dime con la mano puesta sobre el corazón si lo mereces tú;dímelo.

—Pues no lo he de merecer—me contestó sonriendo—.

Merezco eso y muchomás, porque me lo tengo ganado y pagado con interés y anticipación.¿Pero no ve usted, Sr. D. Gabriel—

añadió alzando la voz—qué hendiduratan grande es esa que hay en el techo?

—Inés, si es verdad lo que me dices, dímelo otra vez, y alza la voz.Quiero que lo oigan doña María, D. Diego y los murciélagos.

—Calla; por haber estado tanto tiempo sin verme, merecerías... a ver,¿que merecerías?

—Bastante castigado estoy por los celos, por unos terribles celos queme han estado mordiendo el corazón, y me lo muerden todavía.

—¡Celos! ¿De quién?

—¿Me lo preguntas tú? De lord Gray.

—Tú has perdido el juicio—dijo con precipitación y atropellándose ensus labios frases rápidas y confusas—. ¡Él lo dice!... Tal vez... Esehombre me causará grandes pesadumbres.

—¿Tú le amas?

—Por Dios, habla bajo, disimula.

—Yo no puedo disimular. Yo no estoy, como tú, educado en esta escuelade los fingimientos. Yo no puedo decir más que la verdad.

—¿Has dicho que yo amo a lord Gray? Jamás he pensado en tal cosa.

—¡Oh! ¿Qué haré para creerlo? Bajo la autoridad de doña María hasaprendido de tal modo a disfrazar los pensamientos, que hasta se ocultana mis ojos, tan acostumbrados, no sólo a leerlos, sino a adivinarlos. Hadesaparecido aquella claridad que te rodeaba, y que te hacía doblementehermosa ante mí. Ya no hablas aquella palabra divina que ningún mortal,y menos yo, podía poner en duda. Ahora, Inés, me asegurarás una cosa, mela jurarás, y... ¿qué quieres tú?, no lo creeré. ¡Maldita sea mil vecesdoña María que te ha enseñado a disimular!

—Si te alteras de ese modo, no podremos hablar—repuso con agitación envoz baja; y luego, en voz alta, añadió—: Sr. D.

Gabriel, estas estampasde Dafne y Apolo, de Júpiter y Europa son indecorosas, y hemos encargadoa Sevilla una colección de santos para sustituirlas. Pero ¿qué has dichode lord Gray?—

prosiguió quedamente—. ¿Que le amo yo? ¡Oh, ese hombreme traerá alguna desgracia! No repara en nada. ¡Qué loca he sido!

¡Meencuentro comprometida! Gabriel, te suplico que olvides lo que te hayadicho lord Gray. Olvídalo, y a nadie, ni a tu confesor, hables de eso.Tú reconocerás que está lleno de seducciones y que no es extraño que sufantasía acalore y agite el alma de una...

Pero no hables de eso. Calla,por favor.

—¿De veras no le amas?

—No.

—¿Ama a alguna otra de esta casa?

—No sé... calla... no, a nadie de esta casa—respondió turbada—. Pero¿no merezco que me creas?

—No, casi no.

—¿Me has conocido mentirosa?

—No sé qué tiene esta casa y todos los que la viven. Me parece que enesta morada del disimulo y la mentira, ninguna cosa es como aparece.Mienten los que aquí moran; mienten los que aquí viven, y hasta yo henecesitado mentir para que me admitieran. Esta atmósfera está formada defalsedad y engaño.

Los corazones, oprimidos por una autoridadinsoportable, necesitan desfigurarse para que se les permita vivir. Estacasa, esta familia, a quien preside desde su sillón doña María, como elgenio de la tristeza, no es para mí. Me ahogo, y deseo huir de estesitio. Veo aquí mil misterios, y sobre todos mis sentimient