Cádiz by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

gran

rey

de

la

rebelde

gente,

salud,

salud,

Pepillo,

diligente

protector

del

cultivo

de

las

uvas

y catador experto de las cubas».

. . . . . . . . . . . . . . . .

A cada instante era el poeta interrumpido por los aplausos, lasfelicitaciones, las alabanzas, y vierais allí cómo por arte mágicohabíanse confundido todas las opiniones en el unánime sentimiento dedesprecio y burla hacia nuestro rey pegadizo. Por instantes hasta elgran D. Pedro y D. Manuel José Quintana parecieron conformes.

La composición de Pepillo corrió manuscrita por todo Cádiz.

Después larefundió su autor, y fue publicada en 1812.

Dividiose después la tertulia. Los políticos se agruparon a un lado, yel atractivo de las mesas de juego llevó a la sala contigua a una buenaporción de los concurrentes. Amaranta y la condesa permanecieron allí, yD. Pedro, como hombre galante no las dejaba de la mano.

VI

—Gabriel—me dijo Amaranta—es preciso que te decidas a trocar tuuniforme a la francesa por este español que lleva nuestro amigo. Además,la orden de la Cruzada tiene la ventaja de que cada cual se encajaencima el grado que más le cuadra, como por ejemplo D. Pedro, que se hapuesto la faja de capitán general.

En efecto, D. Pedro no se había andado con chiquitas para subirse porsus propios pasos al último escalón de la milicia.

—Es el caso—dijo sin modestia el héroe—que necesita uno condecorarsea sí propio, puesto que nadie se toma el trabajo de hacerlo. En cuanto ala entrada de este caballerito en la orden, venga en buen hora; perosepa que los nuestros hacen vida ascética durmiendo en una tarima yteniendo por almohada una buena piedra. De este modo se fortalece elhombre para las fatigas de la guerra.

—Me parece muy bien—afirmó Amaranta—y si a esto añaden una comidasobria, como por ejemplo, dos raciones de obleas al día, serán losmejores soldados de la tierra. Ánimo, pues, Gabriel, y hazte caballerodel obispado de Cádiz.

—De buena gana lo haría, señores, si me encontrara con fuerzas paracumplir las leyes de un instituto tan riguroso. Para esa Cruzada delobispado se necesitan hombres virtuosísimos y llenos de fe.

—Ha hablado perfectamente—repuso con solemne acento D.

Pedro.

—Disculpas, hijo—añadió Amaranta con malicia—. La verdadera causa dela resistencia de este mozuelo a ingresar en la orden gloriosa es nosólo la holgazanería, sino también que las distracciones de un amor tanviolento como bien correspondido, le tienen embebecido y trastornado. Nose permiten enamorados en la orden, ¿verdad, Sr. D. Pedro?

—Según y conforme—respondió el grave personaje tomándose la barba condos dedos y mirando al techo—. Según y conforme. Si los catecúmenosestán dominados por un amor respetuoso y circunspecto hacia persona depeso y formalidad, lejos de ser rechazados, con más gusto son admitidos.

—Pues el amor de este no tiene nada de respetuoso—dijo Amaranta,mirando con picaresca atención a doña Flora—. Mi amiga, que me estáoyendo, es testigo de la impetuosidad y desconsideración de esteviolento joven.

D. Pedro fijó sus ojos en doña Flora.

—Por Dios, querida condesa—dijo esta—usted con sus imprudencias es laque ha echado a perder a este muchacho, enseñándole cosas que aún noestá en edad de saber. Por mi parte la conciencia no me acusa palabra niacción que haya dado motivo a que un joven apasionado se extralimitasealguna vez.

La juventud, Sr. D. Pedro, tiene arrebatos; pero sondisculpables, porque la juventud...

—En una palabra, amiga mía—dijo Amaranta dirigiéndose a doña Flora—.Ante una persona tan de confianza como el Sr. D.

Pedro, puede usteddejar a un lado el disimulo, confesando que las ternuras y patéticasdeclaraciones de este joven no le causan desagrado.

—Jesús, amiga mía—exclamó mudando de color la dueña de la casa—, ¿quéestá usted diciendo?

—La verdad. ¿A qué andar con tapujos? ¿No es verdad, señor de Congosto,que hago bien en poner las cosas en su verdadero lugar? Si nuestra amigasiente una amorosa inclinación hacia alguien, ¿por qué ocultarlo? ¿Esacaso algún pecado? ¿Es acaso un crimen que dos personas se amen? Yotengo derecho a permitirme estas libertades por la amistad que les tengoa los dos, y porque ha tiempo que les vengo aconsejando se decidan adejar a un lado los misterios, secreticos y trampantojos que a nadaconducen, sí señor, y que por lo general suelen redundar en desdoro dela persona. En cuanto a mi amiga, harto la he exhortado, condenando suinsistente celibato, y se me figura que al fin mis prédicas no seráninútiles. No lo niegue usted. Su voluntad está vacilante, y en aquellode si caigo o no caigo; de modo que si una persona tan respetable comoel Sr. D. Pedro uniera sus amonestaciones a las mías...

D. Pedro estaba verde, amarillo, jaspeado. Yo, sin decir nada, procurabaal mismo tiempo que contenía la risa, corroborar con mis actitudes ymiradas lo que la condesa decía. Doña Flora, confundida entre laturbación y la ira, miraba a Amaranta y al esperpento, y como viera aeste con el color mudado y los ojos chispeantes de enojo, turbose más ydijo:

—Qué bromas tiene la condesa, Sr. D. Pedro ¿quiere usted tomar undulcecito?

—Señora—repuso con iracunda voz el estafermo—, los hombres como yo seendulzan con acíbar la lengua, y el corazón con desengaños.

Doña Flora quiso reír, pero no pudo.

—Con desengaños, sí señora—añadió D. Pedro—, y con agravios recibidosde quien menos debían esperarse. Cada uno es dueño de dirigir susimpulsos amorosos al punto que más le conviene. Yo en edad temprana losdirigí a una ingrata persona, que al fin... mas no quiero afear suconducta, ni pregonar su deslealtad, y guardareme para mí solo las penascomo me guardé las alegrías. Y no se diga para disculpar estaingratitud, que yo falté una sola vez en veinticinco años al respeto, ala circunspección, a la severidad que la cultura y dignidad de entrambosme imponía, pues ni palabra incitativa pronunciaron mis labios, ni gestoindecoroso hicieron mis manos, ni idea impúdica turbó la pureza de mipensamiento, ni nombré la palabra matrimonio, a la cual se asocianimágenes contrarias al pudor, ni miré de mal modo, ni fijé los ojos enlas partes que la moda francesa tenía mal cubiertas, ni hice nada, enfin, que pudiera ofender, rebajar o menoscabar el santo objeto de miculto. Pero ¡ay!, en estos tiempos corrompidos no hay flor que no seaje, ni pureza que no se manche, ni resplandor que no se oscurezca conalguna nubecilla. Está dicho todo, y con esto, señoras, pido a ustedeslicencia para retirarme.

Levantábase para partir, cuando doña Flora le detuvo diciendo:

—¿Qué es eso, Sr. D. Pedro? ¿Qué arrebato le ha dado? ¿Hace usted casode las bromas de Amaranta? Es una calumnia, sí señor, una calumnia.

—¿Pero qué es esto?—dijo Amaranta fingiendo la mayor estupefacción—.¿Mis palabras han podido causar el disgusto del Sr. D. Pedro? Jesús,ahora caigo en que he cometido una gran imprudencia. Dios mío, ¡qué dañohe causado! Sr. D. Pedro, yo no sabía nada, yo ignoraba... Desunir poruna palabra indiscreta dos voluntades... Este mozalbete tiene la culpa.Ahora recuerdo que mi amiga le está recomendando siempre que le imite austed en las formas respetuosas para manifestar su amor.

—Y le reprendo sus atrevimientos—dijo doña Flora...

—Y le tira de las orejas cuando se extralimita de palabra u obra, y lepellizca en el brazo cuando salen juntos a paseo.

—Señoras, perdónenme ustedes—dijo don Pedro—pero me retiro.

—¿Tan pronto?

—Amaranta con sus majaderías le ha amoscado a usted.

—Tengo que ir a casa de la señora condesa de Rumblar.

—Eso es un desaire, Sr. D. Pedro. Dejar mi casa por la de otra.

—La condesa es una persona respetabilísima que tiene alta idea deldecoro.

—Pero no hace vestidos para los Cruzados.

—La de Rumblar tiene el buen gusto de no admitir en su casa a lospolitiquillos y diaristas que infestan a Cádiz.

—Ya.

—Allí no se juega tampoco. Allí no van Quintana el fatuo, ni Martínezde la Rosa el pedante, ni Gallego el clerizonte ateo, ni Gallardo eldemonio filosófico, ni Arriaza el relamido, ni Capmany el loco, niArgüelles el jacobino, sino multitud de personas deferentes con lareligión y con el rey.

Y dicho esto, el estafermo hizo una reverencia que medio le descoyuntó,marchándose después con paso reposado y ademán orgulloso.

—Amiga mía—dijo doña Flora—, ¡qué imprudente es usted!

¿No es verdad,Gabriel, que ha sido muy imprudente?

—¡Ya lo creo; contarlo todo en sus propias barbas!

—Yo temblaba por ti, niñito, temiendo que te ensartara con elchafarote.

—La condesa nos ha comprometido—afirmé con afectado enojo.

—Es un diablillo.

—Amiga mía—dijo Amaranta—, lo hice con la mayor inocencia. Después delo que he descubierto, me pongo de parte del desairado don Pedro. Laverdad, señora doña Flora; es una gran picardía lo que ha hecho usted.Trocarle, después de veinticinco años, por este mozuelo sinrespetabilidad...

—Calle usted, calle usted, picaruela—repuso la dueña—. Por mi parteni a uno ni a otro. Si usted no hubiera incitado a este joven con susprovocaciones...

—De aquí en adelante—dije yo—seré respetuoso, comedido ycircunspecto, como don Pedro.

Doña Flora me ofreció un dulce, pero viose obligada a poner punto en lacuestión, porque otras damas, que como ella pertenecían a la clase deplazas desmanteladas y con artillería antigua, intervinieroninoportunamente en nuestro diálogo.

He referido la anterior burlesca escena, que parece insignificante ysólo digna de momentánea atención, porque con ser pura broma, influyómucho en acontecimientos que luego contaré, proporcionándome sinsaboresy contrariedades. De este modo los más frívolos sucesos, que no parecentener fuerza bastante para alterar con su débil paso la serenidad de lavida, la conmueven hondamente de súbito y cuando menos se espera.

VII

Poco después entró en la sala el memorable D. Diego, conde de Rumblar yde Peña Horadada, y con gran sorpresa mía, ni saludó a la condesa, niesta tuvo a bien dirigirle mirada alguna.

Reconociéndome al punto,llegose a mí, y con la mayor afabilidad me saludó y felicitó por mirápido adelantamiento en la carrera de las armas, de que ya teníanoticias. No nos habíamos visto desde mi aventura famosa en el palaciodel Pardo. Yo le encontré bastante desfigurado, sin duda por recientesenfermedades y molestias.

—Aquí serás mi amigo, lo mismo que en Madrid—me dijo entrando juntosen la sala de juego—. Si estás en la Isla, te visitaré. Quiero quevengas a las tertulias de mi casa. Dime, cuando vienes a Cádiz, ¿parasaquí en casa de la condesa?

—Suelo venir aquí.

—¿Sabes que mi parienta aprecia la lealtad de los que fueron suspajes?... Ya sabrás que de esta me caso.

—La condesa me lo ha dicho.

—La condesa ya no priva. Hay divorcio absoluto entre ella y los demásde la familia... ¡oh!, ahora me acuerdo de cuando te encontramos en elPardo... Cuando le preguntaron a Amaranta que qué hacías allí, no supocontestar. Lo que hacías, tú lo podrás decir... ¿Juegas, o no?

—Jugaremos.

—Aquí al menos se respira, chico. Vengo huyendo de las tertulias de micasa, que más que tertulias son un cónclave de clérigos, frailucos yenemigos de la libertad. Allí no se va más que a hablar mal de losperiodistas y de los que quieren Constitución. No se juega, Gabriel, nise baila, ni se refresca, ni se hablan más que sosadas y boberías... Detodos modos, es preciso que vengas a mi casa. Mis hermanas me han dichoque quieren conocerte; sí, me lo han dicho. Las pobres están muyaburridas. Si no fuese porque lord Gray distrae un poco a las tresmuchachas... Vendrás a casa. Pero cuidado con echártela de liberal y dejacobino. No abras la boca sino para decir mil pestes de las futurasCortes, de la libertad de la imprenta, de la revolución francesa, y tencuidado de hacer una reverencia cuando se nombre al rey, y de decir algoen latín al modo de conjuro siempre que citen a Bonaparte, a Robespierreo a otro monstruo cualquiera. Si así no lo haces, mi mamá te echará alpunto a la calle, y mis hermanas no podrán rogarte que vuelvas.

—Muy bien; tendré cuidado de cumplir el programa. ¿En dónde nosveremos?

—Yo iré a la Isla o nos veremos aquí, aunque la verdad... Tal vez novuelva. Mi mamá me tiene prohibido poner los pies en esta casa. Vete ala mía, y pregunta por tu amigo don Diego, el que ganó la batalla deBailén. Yo le he hecho creer a mi mamá que entre tú y yo ganamos aquellacélebre batalla.

—¿Y Santorcaz?

—En Madrid sigue de comisario de policía. Nadie le puede ver; pero élse ríe de todos y cumple con su obligación. Con que juguemos. Yo voy alcaballo.

El juego, antes frío y mal sostenido por personas sin entusiasmo, seanimó con la presencia de Amaranta, que fue a poner su dinero en labalanza de la suerte. Para que todo marchase a pedir de boca, llegó enaquel crítico punto lord Gray, de quien dije había desaparecido alcomienzo de la tertulia.

Como de costumbre, el espléndido inglés reclamópara sí las preeminencias

de

banquero,

y

tallando

él

con

serenidad,apuntando nosotros con zozobra y emoción, le desvalijamos a toda prisa.Sobre todo Amaranta y yo tuvimos una suerte loca. Doña Flora, por elcontrario, veía mermados con rapidez sus exiguos capitales y D. Diego semantuvo en tabla con vaivenes de desgracia y fortuna.

Indiferente a su ruina el inglés, más sacaba cuanto más perdía, y todolo que de sus bolsillos se trasegó al montón, venía después del montón avisitar los míos, que se asombraban de una abundancia jamás por ellosconocida. La función no concluyó sino cuando lord Gray no dio más de sí,acabándose la tertulia.

Los políticos, sin embargo, continuabandisputando en la sala vecina, aun después de retirada la última monedade la mesa de juego.

Cuando salimos para continuar el monte en casa de lord Gray, D. Diego medijo:

—Mi mamá cree a estas horas que duermo como un talego. En casa nosretiramos a las diez. Mi mamá, después de cenar, nos echa la bendición,rezamos varias oraciones y nos manda a la cama. Yo me retiro a laalcoba, fingiendo tener mucho sueño, apago la luz y cuando todo está ensilencio, escápome bonitamente a la calle. Muy de madrugada vuelvo, abromis puertas con llaves a propósito, y me meto en el lecho. Sólo mishermanitas están en el secreto y favorecen la evasión.

Lord Gray nos obsequió en su casa con una espléndida cena; sacamos luegoel libro de las cuarenta hojas y con sus textos pasamos febrilmenteentretenidos la noche. D. Diego en tabla, el inglés perdiendo lasentrañas, y yo ganando hasta que cansados los tres y siempre invariabley terca la fortuna, dimos por terminada la partida. ¡Oh!, en losgloriosos años de 1810, 1811 y 1812 se jugaba mucho, pero mucho.

Desde aquella noche no pude volver a Cádiz hasta la tarde del 28 deMayo, formando parte de las fuerzas que se enviaron para hacer loshonores a la Regencia, que al día siguiente debía instalarse en elpalacio de la Aduana. Esta ceremonia de la instalación fue muy divertiday animada tanto el día 29 como el 30, por ser en este los de nuestroseñor rey D. Fernando VII.

Cuando estábamos en la Aduana, haciendoguardia de honor a la Regencia, reunida dentro en sesión solemne, oímosdecir que en aquel mismo día se presentarían en Cádiz al pie de ciencoraceros a la antigua que querían ofrecer sus respetos al podercentral. Al punto que tal oí, acordeme del insigne D.

Pedro, y no dudéque él fuese autor de la diversión que se nos preparaba.

Las doce serían, cuando una gran turba de chicos desembocando por lascalles de Pedro Conde y de la Manzana, anunció que algo muyextraordinario y divertido se aproximaba; y con efecto, tras el infantilescuadrón, que de mil diversos modos y con variedad de chillidosmanifestaba su regocijo, vierais allí aparecer una falange de cien acaballo vestidos todos con el mismo traje amarillo y rojo que yo habíavisto en las secas carnes del gran D. Pedro. Este venía delante con fajade capitán general sobre el arlequinado traje, y tan estirado,satisfecho y orgulloso,

que

no

se

cambiara

por

Godofredo

de

Bouillónentrando triunfante en Jerusalén.

Ni él ni los demás llevaban corazas, pero sí cruces en el pecho; y encuanto a armas, cuál llevaba sable, cuál espadín de etiqueta.

Comodiversión de Carnestolendas, aquello podía tolerarse; pero como Cruzadadel obispado de Cádiz para acabar con los franceses, era de lo másgrotesco que en los anales de la historia se puede en ningún tiempoencontrar.

La multitud les victoreaba, por la sencilla razón de que se divertía;ellos, con los aplausos, se creían no menos dignos de admiración que lashuestes de César o Aníbal; y por fortuna nuestra, desde el Puerto deSanta María, donde estaban los franceses, no podía verse ni contelescopio semejante fiesta, que si la vieran, de buena gana habríanhecho más ruido las risas que los cañones.

Llegaron a la Aduana, pidió permiso el que los mandaba para entrar asaludar a la Regencia, se lo negamos, creyendo que los de la Junta nohabrían perdido el juicio; insistió D. Pedro, golpeando el suelo con elsable y profiriendo amenazas y bravatas; entramos a notificar a losseñores qué clase de estantiguas querían colarse en el palacio delgobierno, y este al fin consintió en ser felicitado por los caballeros ala antigua, temiendo despopularizarse si no lo hacía. ¡Debilidad propiade autoridades españolas!

Entró, pues, Congosto, seguido de cinco de los suyos, escogidos entrelos más granados, atravesó el salón de corte, y al encarar con los de laRegencia hizo una profunda cortesía, irguiose después, paseó suorgullosa vista de un confín a otro de la sala, metió la mano en elbolsillo de los gregüescos y con gran sorpresa de todos los que leveíamos, sacó unos anteojos de gruesa armadura, que se caló sobre lamartilluda nariz. Tal facha y vestido con anteojos era de lo másridículo que puede imaginarse. Los de la Regencia fluctuaban entre elenojo y la risa, y los extraños que presenciaban aquello, no disimulabansu contento por disfrutar de escena tan chusca.

Luego que se ensartó los espejuelos y los acomodó bien, enganchados enlas orejas y apoyados en la nariz, metió la otra mano en el otrobolsillo y saco un papel, ¡pero qué papel! Lo menos tenía una vara.Todos creímos que sería un discurso; pero no, señores, eran unos versos.Entonces, para hablar al Rey o al público o a las autoridades, privabanlos malos versos sobre la mala prosa. Desdobló, pues, el luengo papel,tosió limpiando el gaznate, se atusó los largos bigotes, y con vozcavernosa y retumbante dio principio a la lectura de una sarta deendecasílabos cojos, mancos y lisiados, tan rematadamente malos comoobra que eran del mismo personaje que los leía.

Siento no poder dar amis amigos una muestra de aquella literatura, porque ni se imprimieronni puedo recordarlos; pero si no la forma, tengo presente el sentido,que se reducía a encomiar la necesidad de que todo el mundo se vistieraa la antigua, único modo de resucitar el ya muerto y enterrado heroísmode los antiguos tiempos.

Durante la lectura había sacado D. Pedro la espada, y todas las frasesfuertes las acompañaba de tajos, mandobles y cuchilladas en el aire,volteando el arma por encima de su cabeza, lo cual remató el grotescopapel que estaba haciendo. Luego que acabara de leer los malhadadosversos, guardó el cartapacio, descolgó de la nariz los anteojos, yenvainando la espada, hizo otra profunda reverencia y salió del salónseguido de los suyos.

¡Señores, que es verdad lo que digo! Me ofenden esas muestras deincredulidad de los que me escuchan. Ábrase la historia, no las queandan en manos de todos, sino otras algo íntimas, y que testigospresenciales dictaron. Pues qué, ¿se ha olvidado ya la condiciónsainetesca y un tanto arlequinada de nuestros partidos políticos en elperíodo de su incubación?

Verdad purísima, santa verdad es lo que hereferido, aunque parece inverosímil, y aún me callo otras cositas por noofender el decoro nacional.

Después, la graciosa procesión recorrió las calles de Cádiz con grandealegría de todo el pueblo, que se regocijaba con tal motivoextraordinariamente, sin decidirse por eso a vestir a la antigua... ¡Tangrande era su buen sentido! Los balcones y miradores se poblaban dedamas, y en la calle la multitud seguía a los cruzados. Sobre todo loschicos tuvieron un día felicísimo.

No faltó más para que aquello separeciese a la entrada de D.

Quijote en Barcelona, sino que losmuchachos aplicaran a ciertas partes del caballo que montaba don Pedrolas célebres aliagas, y aun creo que algo de esto aconteció al fin deltriunfal paseo y cuando se volvían a la Isla.

Después del acontecimiento referido, ciertos sucesos tristísimosdeterminan un paréntesis no corto en esta parte de la historia de mivida que voy refiriendo. El 1º de Junio sentíame enfermo y caí con lafiebre amarilla, cual otros tantos que en aquella temporada fueronvíctimas del terrible tifus, con menos suerte que un servidor deustedes, el cual escapó de las garras de la muerte, después de verse enestado tal que vislumbraba los horizontes del otro mundo.

Mi mal (ya me había atacado en la niñez con distinto carácter) no fuemuy largo. Yo estaba en la Isla. Asistiéronme mis amigos cariñosamente;visitábame lord Gray todos los días, y Amaranta y doña Flora hicieronlargas guardias y vigilias en la cabecera de mi lecho. Cuando me vieronfuera de peligro las dos lloraban de alegría.

Durante la convalecencia, D. Diego fue a visitarme, y me dijo:

—Mañana mismo vendrás a mi casa. Mis hermanas y mi novia me preguntanpor ti todos los días. ¡Qué susto se han llevado!

—Iré mañana—le respondí.

Pero yo estaba muy lejos de esperar la orden militar e inapelable quepor algún tiempo me desterrara de mi ciudad querida. Es el caso que D.Mariano Renovales, aquel soldado atrevido que tan heroicas hazañasrealizó en Zaragoza, fue destinado a mandar una expedición que debíasalir de Cádiz para desembarcar en el Norte. Renovales era un hombre muybravo; pero con esta bravura salvaje de nuestros grandes hombres deguerra: valor desnudo de conocimientos militares y de todos los demástalentos que enaltecen al buen general. Había publicado el guerrillerouna proclama extravagantísima, en cuya cabeza se veía un grabadorepresentando a Pepe Botellas cayéndose de borracho y con un jarro devino en la mano, y el estilo del tal documento correspondía a lo innobley ridículo de la estampa. Sin embargo, por esto mismo le elogiaron muchoy le dieron un mando. ¡Achaques de España! Estos majaderos suelen hacerfortuna.

Pues señor, como decía, diose a Renovales un pequeño cuerpo de ejército,y en este cuerpo de ejército me incluyeron a mí, obligándome, casienfermo todavía, a seguir al loco guerrillero en su más loca expedición.Obedecí y embarqueme con él, despidiéndome de mis amigos. ¡Oh, quéaventura tan penosa, tan desairada, tan funesta, tan estéril! Fiadempresas delicadas a hombres ignorantes y populacheros que no tienen máscualidad que un valor ciego y frenético.

No quiero contar los repetidos desastres de la expedición.

Sufrimostempestades, aguantamos todo género de desdichas, y para colmo dedesgracia, lejos de hacer cosa alguna de provecho, parte de las tropasdesembarcadas en Asturias cayeron en poder de los franceses. Graciasdimos a Dios los pocos que después de tres meses y medio de angustiosaspenas, pudimos regresar a Cádiz, avergonzados por el infausto éxito dela aventura. Yo comparé a mis compañeros de entonces con los individuosde la Cruzada en la falta de sentido común.

Regresamos a Cádiz. Algunos fueron a recibirnos con júbilo creyendo quevolvíamos cubiertos de gloria, y en breves palabras contamos loocurrido. La gente entusiasta y patriotera no quería creer que elvaliente Renovales fuese un majadero. Por desgracia, de esta clase dehéroes hemos tenido muchos.

Luego que descansamos un poco, después de poner el pie en tierra, fuimosa presentarnos a las autoridades de la Isla. Era el 24 de Setiembre.

VIII

Una gran novedad, una hermosa fiesta había aquel día en la Isla.Banderolas y gallardetes adornaban casas particulares y edificiospúblicos, y endomingada la gente, de gala los marinos y la tropa, degala la Naturaleza a causa de la hermosura de la mañana y esplendenteclaridad del sol, todo respiraba alegría.

Por el camino de Cádiz a laIsla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y a pie; y en la plazade San Juan de Dios los caleseros gritaban, llamando viajeros:-¡A lasCortes, a las Cortes!

Parecía aquello preliminar de función de toros. Las clases todas de lasociedad concurrían a la fiesta, y los antiguos baúles de la casa delrico y del pobre habíanse quedado casi vacíos.

Vestía el poderosocomerciante su mejor paño, la dama elegante su mejor seda, y losmuchachos artesanos, lo mismo que los hombres del pueblo, ataviados consus pintorescos trajes salpicaban de vivos colores la masa de lamultitud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejando en mil rápidosmatices la luz del sol, y los millones de lentejuelas irradiaban susesplendores sobre el negro terciopelo. En los rostros había tantaalegría, que la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta queunos a otros se preguntasen a dónde iban, porque un zumbido perennedecía sin cesar:-¡A las Cortes, a las Cortes!

Las calesas partían a cada instante. Los pobres iban a pie, con susmeriendas a la espalda y la guitarra pendiente del hombro.

Los chicos delas plazuelas, de la Caleta y la Viña, no querían que la ceremoniaestuviese privada del honor de su asistencia, y arreglándose susandrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de la Isla,dándose aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos yalgazara se distinguía claramente el grito general:-¡A las Cortes, a lasCortes!

Tronaban los cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre elblanco humo las mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájarosde colores arremolinándose en torno a los má