Bailén by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—No.

—Pues en cuanto le vea, apuesto a que se apresura a salir por la puerta, sin exponerse a los peligros de arrojarse por la ventana. Pero ahora que me ocurre, Sr. D. Diego: si usted, en vez de ser un muchacho apocadito, educado a la antigua y sencillo como un fraile motilón, fuera un hombre atrevido, arrojado..., pues..., como somos todos aquellos que no hemos recibido la educación de Grandes de España; si usted se echara de una vez fuera del cascarón de huevo en que le ha empollado la ciencia de D. Paco y los mimos de sus hermanitas, ahora podríamos lanzarnos a una aventura deliciosa.

—¿Cuál, amigo Santorcaz?

—Mire usted. Después de la batalla, y cuando volvamos a Córdoba, sacar a esa joven del convento.

—¿Cómo?

—Demonio, ¿cómo se hacen las cosas? ¡Si viera usted! Eso es muy divertido. ¿Ve usted este rasguño que tengo en la mano derecha? Me lo hice saltando las tapias de un convento. Son cinco los que escalé, por trapicheos con otras tantas novicias y monjas. ¡Ay, señor D. Diego de mi alma! El recuerdo de estas y otras cosillas es lo que le alegra a uno, cuando se siente ya en las puertas de la triste vejez.

—Hombre, eso me parece muy bonito—dijo D. Diego, saltando sobre la silla—. Pues yo quiero hacer lo mismo, yo quiero rasguñarme saltando tapias de convento. Conque diga usted, ¿qué hacemos? ¿Nos entramos de rondón en el convento, y cogiendo a la monjita me la llevo a mi casa? Si; y habrá que pegarle un par de sablazos a alguien, y romper puertas, y apagar luces.

Hombre, ¡magnífico! ¡Si dije que usted es el hombre de las grandes ideas! ¡Qué cosas tan nuevas y tan preciosas me dice! Estoy entusiasmado, y me parece que antes de venir al ejército era yo un zoquete. Cabalmente recuerdo que he pensado alguna vez en eso que usted me dice ahora...; sí..., allá, cuando iba a misa con mi madre a las Dominicas.

—Estas cosas, D. Diego, son la vida—añadió Santorcaz—; son la juventud y la alegría.

—¡Soberbia idea! ¿Conque vamos a buscar a esa jovenzuela, mi futura esposa? ¡Qué preciosa ocurrencia! Verá ella si yo soy hombre que se deja burlar por niñerías de novicia. Nada, nada: mi esposa tiene que ser, quiera o no quiera. Pero oiga usted, ¿y si nos descubren los alguaciles y nos llevan presos?

—Por eso hay que andar con cuidado; pero en ese mismo cuidado, en las precauciones que es preciso tomar, consiste el mayor gusto de la empresa. Si no hubiera obstáculos y peligros, no valía la pena de intentarla.

—Efectivamente; a mí me gustan los peligros, Sr. D. Luis. A mí me gusta todo aquello que no se sabe adonde va a parar. Siga usted hablandóme del mismo asunto. ¿Qué precauciones tomaremos?

—¡Oh! Cuando llegue el caso se verá. Yo soy muy corrido en esas cosas. Ya no estoy para fiestas, es verdad, y por cuenta mía no intentaría aventuras de esta especie; pero son tan grandes las disposiciones que descubro en usted para ser hombre a la moderna, hombre de ideas atrevidas y para echar a un lado las ranciedades y rutinas de España, que volveré a las andadas y entre los dos haremos alguna cosa.

—Pero, hombre, ¿cuándo se dará esa batalla, cuándo volveremos a Córdoba, para enseñarle yo a mi señorita cómo se portan los caballeros de ideas modernas, que han recibido un desaire de las novias de Jesucristo? Pero diga usted, Santorcaz: si perdemos la batalla, si nos matan....

—Todavía no se ha hecho la bala que ha de matarme a mí. Y usted, ¿qué presentimientos tiene?

—Creo que tampoco he de morir por ahora. ¡Ay! ¡Si me viera usted!, tengo un fuego dentro de la cabeza.... Me hierven aquí tantos pensamientos nuevos, tantas aventuras, tantos proyectos, que se me figura he de vivir lo necesario para que sepa el mundo que existe un D. Diego Afán de Ribera, conde de Rumblar.

—¡Bueno, magnífico! Lo mismo era yo cuando niño. Fuí después a Francia, donde aprendí muchísimas cosas que aquí ignoraban hasta los sabios. Al volver he encontrado a esta gente un poco menos atrasada. Parece que hay aquí cierta disposición a las cosas atrevidas y nuevas. En Madrid se han fundado varias sociedades secretas.

—¿Para asaltar conventos?

—No, no son sociedades de enamorados. Si algún día se ocupan de conventos, será para echar fuera a los frailes y vender luego los edificios....

—Pues yo no los compraría.

—¿Por qué?

—Porque esas casas son de Dios, y el que se las quite se condenará.

—¿Qué es eso de condenarse? Me río de vuestras simplezas. Pues, hijo, adelantado estáis.

—Vivamos en paz con Dios—dijo D. Diego—. Por eso creo que antes de robar del convento a mi novia, debemos confesar y comulgar, diciéndole al Señor que nos perdone lo que vamos a hacer, pues no es más que una broma para divertirnos, sin que nos mueva la intención de ofenderle.

Santorcaz rompió a reír desahogadamente.

—¿Conque usted es de los que encienden una vela a Dios y otra al Diablo? Robamos a la muchacha, ¿sí o no?

—Sí, y mil veces sí. Ese proyecto me tiene entusiasmado. Y me marcharé con ella a Madrid; porque yo quiero ir a Madrid. Dicen que allí suele haber alborotos. ¡Oh!, ¡cuánto deseo ver un alboroto, un motín, cualquier cosa de esas en que se grita, se corre, se pega! ¿Ha visto usted alguno?

—Más de mil.

—Eso debe de ser encantador. Me gustaría a mí verme en un alboroto; me gustaría gritar con los demás, diciendo: «¡Abajo esto, abajo lo otro!» ¡Ay! ¡Como me alegraba cuando mi señora madre reñía a D. Paco, y éste a los criados, y los criados unos con otros! No pudiendo resistir el alborozo que esto me causaba, iba al corral, ponía canutillos de pólvora a los gatos, y encerrándolos en un cuarto con las gallinas, me moría de risa.

Santorcaz, lejos de reír con esta nueva barrabasada de su discípulo, fijaba la mirada en el horizonte, completamente abstraído de todo, y meditando sin duda sobre graves asuntos de su propio interés. No sé cuál será la opinión que el lector forme de las ideas de aquel hombre; pero no se les habrá ocultado que sus ingeniosas sugestiones encerraban segundo intento. El atolondrado rapaz, lanzado a las filas de un ejército sin tener conocimiento del mundo, con viva imaginación, arrebatado temperamento y ningún criterio; igualmente fascinado por las ideas buenas y las malas, con tal que fueran nuevas, pues todas echaban súbita raíz en su feraz cerebro, acogía con júbilo las lecciones del astuto amigo; y su lenguaje, su nervioso entusiasmo, sus planes entre abominables e inocentes, todo anunciaba que don Diego se disponía a cometer en el mundo mil disparates.

Santorcaz, después de permanecer por algunos minutos indiferente a las preguntas de su discípulo, reanudó la conversación; pero, apenas comenzada ésta, oímos un tiro, en seguida otro, luego otro y otro.

XXIV

Todos callamos; detuviéronse las columnas que habían comenzado a marchar, y desde el primero al último soldado prestamos atención al tiroteo, que sonaba delante de nosotros a la derecha del camino y a bastante distancia. Corrieron por las filas opiniones contradictorias respecto a la causa del hecho. Yo me alzaba sobre los estribos, procurando distinguir algo; pero además de ser la noche obscurísima, las descargas eran tan lejanas, que no se alcanzaba a ver el fogonazo.

—Nuestras columnas avanzadas—dijo Santorcaz—habrán encontrado algún destacamento francés que viene a reconocer el camino.

—Ha cesado el fuego—dije yo—. ¿Echamos a andar? Parece que dan orden de marcha.

—O yo estoy lelo, o la artillería de la vanguardia ha salido del camino.

Oyóse otra vez el tiroteo, más vivo aún y más cercano, y en la vanguardia se operaron varios movimientos, cuyas oscilaciones llegaron hasta nosotros. Sin duda algo grave pasaba, puesto que el ejército todo se estremeció desde su cabeza hasta su cola. Un largo rato permanecimos en la mayor ansiedad, pidiéndonos unos a otros noticias de lo que ocurría; pero en nuestro regimiento no se sabía nada; todos los generales corrieron hacia la izquierda del camino, y los jefes de los batallones aguardaban órdenes decisivas del Estado Mayor. Por último, un oficial que a escape volvía en dirección a la retaguardia, nos sacó de dudas, confirmando lo que en todo el ejército no era más que halagüeña sospecha. ¡Los franceses, los franceses venían a nuestro encuentro!

Teníamos enfrente a Dupont con todo su ejército, cuyas avanzadas principiaban a escaramucear con las nuestras. Cuando nosotros nos preparábamos a salir para buscarle en Andújar, llegaba él a Bailén de paso para La Carolina, donde creía encontrarnos. De improviso unos cuantos tiros les sorprenden a ellos tanto como a nosotros; detienen el paso; extendemos nosotros la vista con ansiedad y recelo en la obscura noche; todos ponemos atento el oído, y al fin nos reconocemos, sin vernos, porque el corazón a unos y otros nos dice: «Ahí están.»

Cuando no quedó duda de que teníamos enfrente al enemigo, el ejército se sintió al pronto electrizado por cierto religioso entusiasmo. Vivas y mueras sonaron en las filas; pero al poco rato todo calló. Los ejércitos tienen momentos de entusiasmo y momentos de meditación: nosotros meditábamos.

Sin embargo, no tardó en producirse fuertísimo ruido. Los generales empezaron a señalar posiciones. Todas las tropas que aún permanecían en las calles del pueblo, salieron más que de prisa, y la caballería fué sacada de la carretera por el lado derecho. Corrimos un rato por terreno de ligera pendiente; bajamos después, volvimos a subir, y al fin se nos mandó hacer alto. Nada se veía, ni el terreno ni el enemigo; únicamente distinguíamos desde nuestra posición los movimientos de la artillería española, que avanzaba por la carretera con bastante presteza.

Entonces sentimos camino abajo, y como a distancia de tres cuartos de legua, un nuevo tiroteo que cesó al poco rato, reproduciéndose después a mayor distancia. Las avanzadas francesas retrocedían y Dupont tomaba posiciones.

—¿Qué hora es?—nos preguntábamos unos a otros, anhelando que un rayo de sol alumbrase el terreno en que íbamos a combatir.

No veíamos nada, a no ser vagas formas del suelo a lo lejos; y las manchas de olivos nos parecían gigantes, y las lomas de los cerros el perfil de un gigantesco convoy. Un accidente noté que prestaba extraña tristeza a la situación: era el canto de los gallos que a lo lejos se oía, anunciando la aurora. Jamás escuché un sonido que tan profundamente me conmoviera como aquella voz de los vigilantes del hogar desgañitándose por llamar al hombre a la guerra.

Nuevamente se nos hizo cambiar de posición, llevándonos más adelante a espaldas de una batería, y flanqueados por una columna de tropa de línea. Gran parte de la caballería fué trasladada al lado izquierdo; pero a mí, con el regimiento de Farnesio, me tocó permanecer en el ala derecha.

De repente una granada visitó con estruendo nuestro campo, reventando hacia la izquierda, por donde estaban los generales. Era como un saludo de cortesanía entre dos guerreros que se van a matar; un tanteo de fuerzas, una bravata echada al aire para explorar el ánimo del contrario.

Nuestra artillería, poco amiga de fanfarronadas, calló. Sin embargo, los franceses, ansiando tomar la ofensiva, con ánimo de aterrarnos, acometieron a una columna de la vanguardia que se destacaba para ocupar una altura, y la lóbrega noche se iluminó con relámpagos, que interrumpiéndose luego, volvieron a encenderse al poco rato en la misma dirección.

Por último, aquellas tinieblas en que se habían cruzado los resplandores de los primeros tiros, comenzaron a disiparse; vislumbramos las recortaduras de los cerros lejanos, de aquel suave, inmóvil oleaje de tierra, semejante a un mar de fango, petrificado en el apogeo de sus tempestades; principiamos a distinguir el ondular de la carretera, blanqueada por su propio polvo, y las masas negras del ejército, diseminado en columnas y en líneas; empezamos a ver la azulada masa de los olivares en el fondo y a mano derecha; a la izquierda las colinas que iban descendiendo hacia el río. Débil y blanquecina claridad azuló el cielo antes negro. Volviendo atrás nuestros ojos, vimos la irradiación de la aurora, un resplandor que surgía detrás de las montañas; y mirándonos después unos a otros, nos vimos, nos reconocimos, observamos claramente a los de la segunda fila, a los de la tercera, a los de más allá, y nos encontramos con las mismas caras del día anterior. La claridad aumentaba por grados; distinguíamos los rastrojos, las hierbas agostadas, y después las bayonetas de la infantería, las bocas de los cañones, y a lo lejos las masas enemigas, moviéndose sin cesar de derecha a izquierda. Volvieron a cantar los gallos. La luz, única cosa que faltaba para dar la batalla, había llegado, y con la presencia del gran testigo, todo era completo.

Ya se podía conocer perfectamente todo el campo. Prestad atención y sabréis cómo era. El centro de la fuerza española ocupaba la carretera con la espalda hacia Bailén, de allí poco distante; a la derecha del camino por nuestra parte se alzaban unas pequeñas lomas que a lo lejos subían lentamente hasta confundirse con los primeros estribos de la sierra; a la izquierda también había un cerro; pero éste caía después en la margen del río Guadiel, casi seco en verano, y que desembocaba en el Guadalquivir, cerca de Espelúy. Ocupaba el centro, a un lado y otro del camino, poderosa batería de cañones, apoyada por considerables fuerzas de infantería; a la izquierda estaba Coupigny con los regimientos de Bujalance, Ciudad Real, Trujillo, Cuenca, Zapadores y la caballería de España; a la derecha estábamos, además de la caballería de Farnesio, los tercios de Tejas, los suizos, los valones, el regimiento de Órdenes, el de Jaén, Irlanda y voluntarios de Utrera. Mandábanos el Brigadier D. Pedro Grimarest. Los franceses ocupaban la carretera por la dirección de Andújar y tenían su principal punto de apoyo en un espeso olivar situado frente a nuestra derecha; por consi guiente, servía de resguardo a su ala izquierda. Asimismo ocupaban los cerros del lado opuesto con numerosa infantería y un regimiento de coraceros, y a su espalda tenían el arroyo de Herrumblar, también seco en verano, que habían pasado. Tal era la situación de los dos ejércitos, cuando la primera luz nos permitió vernos las caras. Creo que entrambos nos encontramos respectivamente muy feos.

—¿Qué le parece a usted esta aventura, Sr. D. Diego?—dijo Santorcaz.

—Estoy entusiasmado—replicó el mozuelo—, y deseo que nos manden cargar sobre las filas francesas. ¡Y mi señora madre empeñada en que conservara yo aquella espada vieja sin filo ni punta...!

—¿Está usía sereno?—le preguntó Marijuán.

—Tan sereno que no me cambiaría por el emperador Napoleón—repuso el Conde—. Yo sé que no puede pasarme nada, porque llevo el escapulario de la Virgen de Araceli que me dieron mis hermanitas, con lo cual dicho se está que me puedo poner delante de un cañón. ¿Y usted, Sr. de Santorcaz, tiene miedo?

—¿Yo?—repuso D. Luis con cierta tristeza—. Ya sabe usted que estuve en Hollabrünn, en Austerlitz y en Jena.

—Pues entonces....

—Por lo mismo que presencié tan terribles acciones de guerra, tengo miedo.

—¡Miedo! Pues fuera de la fila. Aquí no se quiere gente medrosa.

—No hay soldado aguerrido—afirmó Santorcaz—que no tenga miedo al empezar la batalla, por lo mismo que sabe lo que es.

Oído esto, casi todos los bisoños que poco antes reíamos a carcajada tendida, saludándonos con bravatas y dicharachos, conforme a la guerrera exaltación que nos poseía, callamos, mirándonos unos a otros, para cerciorarse cada cual de que no era él solo quien tenía miedo.

—¿Sabéis lo que me ordenó mi señora madre que hiciera al comenzar la batalla?—indicó Rumblar—. Pues que rezara un Avemaría con toda devoción. Ha llegado el momento. «Dios te salve, María ...»

El mayorazguito continuó en voz baja el Avemaría que había empezado en alta voz, y todos los de nuestra fila le imitaron, como si aquello en vez de escuadrón fuera un coro de religioso rezo, y lo más extraño fué que Santorcaz, poniéndose pálido, cerrando los ojos, y quitándose el sombrero con humilde gesto, dijo también «Santa María ...»

Aún resonaba en el aire la fervorosa invocación, cuando un estruendo formidable retumbó en las avanzadas de ambos ejércitos. Las columnas francesas del ala derecha se desplegaron en línea y rompieron el fuego contra nuestra izquierda.

XXV

No poco tiempo se me ha ido en describir la posición de los combatientes, la configuración del terreno y el principio del ataque; pero no necesito advertir que todo esto pasó en menos tiempo del empleado por mi tarda pluma en contarlo. Nuestras fuerzas no estaban convenientemente distribuídas cuando tuvo lugar la primera embestida de los imperiales. Verificada ésta, no podéis figuraros qué precipitados movimientos hubo en la tropa española. Las de retaguardia que aún llenaban la carretera, corrían velozmente a sostener la izquierda; los cañones ocupaban su puesto; todo era atropellarse y correr, de tal modo, que por un instante pareció que el primer ataque de los franceses había producido confusión y pánico en las filas de Coupigny. En tanto, los de la derecha permanecíamos quietos, y los de a caballo que ocupábamos parte de la altura, podíamos ver perfectamente los movimientos del combate.

Tras las primeras descargas de las líneas francesas, éstas se replegaron, y avanzando la artillería disparó varios tiros a bala rasa. Ponían ellos en ejecución su táctica propia, consistente en atacar con mucha energía sobre el punto que juzgaban más débil, para desconcertar al enemigo desde los primeros momentos. Algo de esto lograron al principio; pero nosotros teníamos excelente artillería, y disparando también con bala rasa las seis piezas colocadas en la carretera y a sus flancos, el centro francés se resintió al instante, y para reforzarle tuvo que replegar su ala derecha, produciendo esto un pequeño avance en la división de Coupigny. Entretanto, todos teníamos fija la vista en el otro extremo de la línea y hacia la carretera, y olvidábamos la espesura del olivar que estaba delante. De pronto, las columnas ocultas entre los árboles salieron y se desplegaron, arrojando un diluvio de balas sobre el frente del ala derecha. Desde entonces, el fuego, corriéndose de un extremo a otro, se hizo general en el frente de ambos ejércitos. La caballería, brazo de los momentos terribles, no funcionaba aún y permanecía detrás, quieta y relinchante, conteniéndose con sus propias riendas.

Pero a pesar de generalizarse la lucha, en aquel primer período de la batalla todo el interés continuaba, como he dicho, en el ala izquierda. Atacada por los franceses con valentía pasmosa, nuestros batallones de línea retrocedieron un momento. Casi parecía que iban a abandonar su posición al enemigo; pero bien pronto se rehicieron tomando la ofensiva al amparo de dos bocas de fuego y de la caballería de España, que cargó a los franceses por el flanco. Vacilaron un tanto los imperiales de aquella ala, y gran parte de las fuerzas que habían salido del olivar se transportaron al otro lado. Su artillería hizo grandes estragos en nuestra gente; mas con tanta intrepidez se lanzó ésta sobre las lomas que ocupaba el enemigo entre el camino y el río Guadiel; con tanta bravura y desprecio de la vida afrontaron los soldados de línea la mortífera bala rasa y las cargas de la caballería del general Privé, que llegaron a dominar tan fuerte posición.

Antes que esto sucediera, ocurrieron mil lances de esos que ponen a cada minuto en duda el éxito de una batalla. Se clareaban nuestras líneas, especialmente las formadas con voluntarios; volvían a verse compactas y formidables, avanzando como una muralla de carne; oscilaban después y parecían resbalar por la pendiente cuando las patas delanteras de los caballos de los coraceros principiaban a martillar sobre los pechos de nuestros soldados; luego éstos rechazaban a los animales con sus haces de bayonetas; caían para levantarse con frenético ardor o no levantarse nunca, hasta que, por último, el ala francesa se puso en dispersión, replegándose hacia la carretera.

Mientras esto pasaba, los de la derecha se sostenían a la defensiva, y el centro cañoneaba para mantener en respeto al enemigo, porque casi gran parte de la fuerza había acudido a la izquierda; pero una vez que se oyeron los gritos de júbilo de los soldados de ésta, posesionados de la altura, antes en poder de los franceses, y cuando se vió a éstos aglomerarse sobre su centro, dióse orden de avance a las seis piezas del nuestro, y por un instante el pánico y desorden del enemigo fueron ex traordinarios. Para concertarse de nuevo y formar otra vez sus columnas tuvieron que retroceder al otro lado del puente del Herrumblar. Viéndoles en mal estado, se trató de lanzar toda la caballería en su persecución; pero varias de sus piezas, desmontadas por nuestras balas, obstruían el camino, también entorpecido con los espaldones que habían empezado a formar. El sol esparcía ya sus rayos por el horizonte. Nuestros cuerpos proyectaban en la tierra y hacia adelante larguísimas sombras negras. Cada animal, con su jinete, dibujaba en el suelo una caricatura de hombre y caballo, escueta, enjuta, disparatada, y todo el suelo estaba lleno de aquellas absurdas legiones de sombras que harían reír a un chico de escuela.

Os reiréis de verme ocupado en tan triviales observaciones; pero así era, y no tengo por qué ocultarlo. En aquel momento estábamos en una corta tregua, aunque la cosa no pareciera próxima a concluir. Hasta entonces sólo habíamos sido atacados por una parte de las fuerzas enemigas, pues la división de Barbou, algo rezagada, no estaba aún en el campo francés.

Entretanto, y mientras se tomaban disposiciones para rechazar un segundo ataque, que no sabíamos si sería por la derecha o por el centro, retiraban los españoles sus heridos, que no eran pocos; mas no ciertamente en mi división, la cual estuviera hasta entonces a la defensiva, tiroteándose ambos frentes a alguna distancia. Mi regimiento permanecía intacto, reservado sin duda para alguna ocasión solemne.

Los franceses no tardaron en intentar la adquisición del puente perdido. Su primer ataque fué débil, pero el segundo violentísimo. Oíd cómo fué el primero. La infantería española, desplegándose en guerrillas a un lado y a otro del camino, les azotaba con espeso tiroteo.

Lanzaron ellos sus caballos por el puente; mas con tan poca fortuna, que tras de una pequeña ventaja obtenida por el empuje de aquella poderosa fuerza, tuvieron que retirarse; pasada la sorpresa, nuestros infantes les acribillaron a bayonetazos, dejando un sinnúmero de jinetes en el suelo y otros precipitados por cima de los pretiles al lecho del arroyo. No tuvimos tan buena suerte en el segundo ataque, porque renunciando ellos a poner en movimiento la caballería en lugar angosto, atacaron a la bayoneta con tanta fiereza, que nuestros regimientos de línea, y aun los valientes valones y suizos, retrocedieron aterrados. Oí contar en la tarde de aquel mismo día a un soldado de los tiradores de Utrera, presente en aquel lance, que los franceses, en su mayor parte militares viejos, cargaron a la bayoneta con furia sublime, que producía en los nuestros, además del desastre físico, una gran inferioridad moral. Me dijo que se espantaron, que en un momento viéronse pequeños, mientras que los franceses se agrandaban, presentándose como una falange de millones de hombres; que los vivas al Emperador y los gritos de cólera eran tan furiosamente pronunciados, que parecían matar también por el solo efecto del sonido, y que, por último, sintiendo los de acá desfallecer su entusiasmo y al mismo tiempo un repentino, invencible cariño a la vida, abandonaron aquel puente mezquino, ardientemente disputado por dos naciones, y que al fin quedó por Francia. El efecto moral de esta pérdida fué muy notable entre nosotros. Advirtióse claramente en todo el ejército como un estremecimiento de inquietud que, partiendo de aquel gran corazón compuesto de diez y ocho mil corazones, se transmitía al tembloroso fusil, asido por la indecisa mano.

Entonces pude observar cómo se individualiza un ejército, cómo se hace de tantos uno solo, resumiendo de un modo milagroso los sentimientos lo mismo que se resume la fuerza; pude observar cómo aquella gran masa recibe y transmite las impresiones del combate con la presteza y uniformidad de un solo sistema nervioso; cómo todos los movimientos del organismo físico, desde la mano del General en Jefe hasta el casco del último caballo, obedecen a la alegría de un momento, a la pena de otro momento, a las angustiosas alternativas que en el discurso de pocas horas consiente y dispone Dios, espectador no indiferente de estas barbaridades de los hombres.

La pérdida del puente sobre el Herrumblar, que al amanecer se había ganado, hizo que el ala derecha retrocediera buscando mejor posición. Casi todas las posiciones se variaron. Los generales conocían la inminencia de un ataque terrible, los soldados viejos la preveían, los bisoños la sospechábamos, y nuestros caballos, reculando y estrechándose unos contra otros, olían en el espacio, digámoslo así, la proximidad de una gran carnicería.

Eran las seis de la mañana y el calor principiaba a dejarse sentir con mucha fuerza. Sentíamos ya en las espaldas aquel fuego que más tarde había de hacernos el efecto de tener por medula espinal una barra de metal fundido. No habíamos probado cosa alguna desde la noche anterior, y una parte del ejército ni aun en la noche anterior había comido nada. Pero este malestar era insignificante comparado con otro que desde la mañana principió a atormentarnos: la sed, que todo lo destruye, alma y cuerpo, infundiendo una rabia inútil para la guerra, porque no se sacia matando. Es verdad que de Bailén salían en bandadas multitud de mujeres con cántaros de agua para refrescarnos; pero de este socorro apenas podía participar una pequeña parte de la tropa, porque los que estaban en el frente no tenían tiempo para ello. Más de una vez aquellas valerosas mujeres se expusieron al fuego, penetrando en los sitios de mayor peligro, y llevando sus alcarrazas a los artilleros del centro. En los puntos de mayor peligro, y donde era preciso estar con el arma en el puño constantemente, nos disputábamos un chorro de agua con atropellada brutalidad: rompíanse los cántaros al choque de veinte manos que los querían coger, caía el agua al suelo, y la tierra, más sedienta aún que los hombres, se la chupaba en un segundo.

XXVI

¿Por qué sitio pensaban atacarnos los franceses? Conociendo que el centro era inexpugnable por entonces, siendo el principal objeto de Dupont abrirse camino hacia Bailén, y considerando peligroso intentarlo por el ala izquierda, no sólo porque allí la posición de los españoles era excelente, sino porque les ofrecía un gran peligro la cuenca del Guadiel, determinaron atacar nuestra ala derecha, esperando abrir en ella un boquete que les diera paso. Su artillería no cesaba de arrojar bala rasa, protegiendo la formación de las poderosas columnas que bien pronto debían hostilizarnos. Al punto se reforzó el ala derecha, se desplegaron en línea varios batallones, y sin esperar el ataque marcharon hacia el enemigo, amparados por dos piezas de artillería. El primer momento nos fué favorable. Pero el olivar vomitó gente y más gente sobre nuestra infantería. Por un instante confundidas ambas líneas en densa nube de polvo y humo, no se podía saber cuál llevaba ventaja. Caían los nuestros sobre los imperiales, y la metralla enemiga les hacía retroceder; avanzaban ellos, y adquiríamos a nuestra vez momentánea inferioridad.

Por largo tiempo duró este combate, tanto más cruel, cuanto era más proporcionado el empuje de una y otra parte, hasta que al fin observamos síntomas de confusión en nuestras filas; vimos que se quebraban aquellas compactas líneas, que retrocedían sin orden, que chocaban unos con otros los grupos de soldados. La división se conmovió toda, y dos batallones de reserva avanzaron para restablecer el orden. Gritaban los jefes hasta que