Bailén by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—¡Menudas turcas habrá tomado desde que está aquí! ¿Y se marchará, o no se marchará?

—Yo creo que sí—dijo Fernández—. Tengo entendido que está muy disgustado porque Napoleón no le quiere hacer rey de España.

—¡Angelito!, pues no pide poco que digamos.

—Y como parece que mandan de rey al que lo es de Nápoles, un D. José, al cual, según dicen, también le gusta aquello....

—Se conoce que es afición de familia.

—Lo que debiera hacer el Sr. Fernández—dijo el lañador—es irse a cualquiera de esos ejércitos, donde sin duda se había de lucir, y quién sabe si nos le harían general de la noche a la mañana.

—Yo no sirvo para nada—contestó el Gran Capitán—. Yo tuve mi época, y ahora que trabajen otros como trabajamos los de entonces. ¡Aquellas sí que eran guerras, señores! Esto de ahora es una bobada, y si no, ya verán ustedes cómo en menos que canta un gallo se acaba todo.

—Pero lo del ejército de Andalucía, ¿es cierto, o es puro barrunto de usted? Sepámoslo de una vez.

—Es cierto, señores. Me parece que Santiago Fernández tiene motivos para saber lo que hace un ejército y lo que deja de hacer. Cuando empiecen nuestros generales a decir «Por aquí te doy», ya les tendré a ustedes al tanto de todo, día por día.

A este punto llegaba, cuando entró Santorcaz, y no bien le vieron las honradas personas que formaban el auditorio del buen Fernández, empezaron a desfilar de muy mal talante, porque la presencia del citado flamasón era harto desagradable a todos los habitantes de la casa.

—Grandes noticias, grandes noticias traigo, Sr. D. Gonzalo Fernández de Córdova—exclamó desde la puerta—. Aguárdense todos, si quieren saber la verdad pura. ¿Pero se van estas niñas?

¿Por qué me tienen miedo? ¿Y usted, D. Roque, no quiere escuchar?... Vayan noramala, pues, y ustedes se lo pierden, por que no saben lo que ocurre.... La lanza, señor Fernández, tome usted al punto la lanza, y prepárese al combate, porque se acerca lo tremendo, y ahora verá quiénes son buenos patriotas y quiénes no lo son.

—No tomemos a broma estas graves cosas, Sr. D. Luis—dijo algo amoscado el que podremos llamar vencedor de Ceriñola—, ni nos escandalice a la vecindad con sus aspavientos.

—¿A que no sabe usted lo que yo sé?—añadió Santorcaz—. ¿A que no sabe usted que el general Dupont, que estaba en Toledo, ha recibido orden de marchar a Andalucía, y que Moncey sale mañana de aquí para Valencia, y que Lefebvre, que está en Pamplona, irá pronto sobre la capital de Aragón; que Duhesme se extenderá por Cataluña, y que Bessières baja hacia Valladolid a toda prisa con las divisiones de Lasalle y de Merle?

—¡Cómo se conoce que usted escupe en corro con la canalla! ¿Y cómo están sus mercedes del estómago? ¿Se han hecho al fin al vino de España? Y el Gran Duque de Berg, ¿cómo anda de sus calenturas? ¿Hay mieditis? Porque yo tengo para mi que si a esos señores se les caen los calzones es porque, como dijo el otro, al que mal vive, el miedo le sigue. Yo, en verdad, no sabía lo que usted acaba de decir; pero allá en la oficina oí decir otras cosillas que no sé si sonarán bien en las orejas de la canalla. ¿Por qué no va mi Sr. D. Luis a contárselas, a ver si con el gusto se les quita el destemple?

—¿Qué noticias son ésas?

—Nada, poca cosa. Cuando el francés las sepa, verá usted qué contento se pone.... Que en todas las ciudades se han nombrado o se van a nombrar Juntas, las cuales no harán caso de lo que se mande en Bayona, sino que....

—Pero si Fernando VII no es ya rey de España, porque ha cedido sus derechos al Emperador, lo mismo que Carlos IV. ¿Qué son esas Juntas más que cuadrillas de insurgentes?

—Sí..., pues que las quiten; es cosa fácil. ¡Demonios de Juntas! Y las muy simples están formando unos ejércitos..., cosa de juego, señor de Santorcaz; cuatro gatos que estaban ahí en el Campo de San Roque con unos cuantos cañoncillos.... Y también han dado en armarse los paisanos, lo mismo en Castilla que en Cataluña, así en Valencia como en Andalucía.... Pero eso no vale nada; son hombres de alfeñique y alcorza, y no digo yo con balas, con saliva les destruirán los franceses.

—¿Y todo lo que sabe usted se reduce a que la Junta de Sevilla está formando un ejército con las tropas de San Roque, que manda Castaños, y las de Granada, que están a las órdenes de Reding?

Pues eso lo sabe todo Madrid.

—Mira, Fernández—dijo oficiosamente doña Gregoria—, haces mal en revelar lo que sabes por tan buen conducto, porque yo no soy lerda para conocer que lo que hace nuestro ejército no debe decirse. Y si no, pongo por caso: si tú, que estás enterado de todo, a causa de tu gran tino para la guerra, descubres lo que hace el ejército de Andalucía y llega a oídos del francés, puede aprovecharse de la noticia, y entonces....

—¡Qué ha de aprovecharse, mujer, ni qué entiendes tú de estas cosas! Al contrario, yo quiero que el Sr. de Santorcaz vaya con el cuento. Y también en Castilla....

—Otro ejército, sí, compuesto de Guardias de Corps, acostumbrados a hacer la guerra en los palacios, de estudiantes, de paletos y contrabandistas—dijo Santorcaz, dando tregua a las bromas y hablando con completa seriedad—. Es una desgracia para nosotros el tener que confesar que no podemos batirnos con los franceses. ¿Qué importa que se armen multitud de paisanos, si esas turbas indisciplinadas, antes que ayuda, serán elemento de ruina para el escaso ejército español?

¿Qué obstáculo pueden ofrecer a los que han sometido la Europa entera estos infelices alucinados, a quienes engaña su ignorancia? ¿Tienen idea de lo que significan la previsión, la táctica, el genio de un jefe experto, para decidir la victoria? Es triste cosa haber llegado a tal extremo por las torpezas de nuestros reyes; pero una vez aquí, no hay más remedio que someterse a lo que la Providencia ha querido hacer de nosotros. España no puede resistir la invasión, porque si la resistiera haría un milagro, una sobrenatural hazaña nunca vista.

Condenada a ser de Napoleón y a ver sentado en su trono a un rey de la familia imperial, lo más cuerdo es resignarse a ésta con la conciencia de haberla merecido.

—¡Que España será francesa, que España será de Napoleón!—exclamó el Gran Capitán, encendido en violenta ira—. Sr. de Santorcaz, usted es un insolente, usted es un deslenguado, usted no tiene respeto a mis canas. Ya, ¿qué se puede esperar de un trapisondista calavera, como usted, que abandonó a su familia por irse a extranjis a aprender malas mañas? ¡Decir que España ha de ser francesa! Salga usted de mi casa, y no ponga más los pies en ella. ¿Qué te parece, Gregoria? Mujer, ¿te estás con esa calma y no bufas de cólera como yo?

Y levantándose de su asiento, indicó a Santorcaz con majestuoso gesto la puerta de la sala; mas como D. Luis no tuviera humor de marcharse, porque todos los días se repetía la misma escena sin resultado alguno, preparábase a comer tranquilamente, dejando que se desvaneciera, como efectivamente se desvaneció, sin efusión de sangre, la ira de su honrado amigo. Durante la comida gruñó un poco D. Santiago; pero la prudencia y discreción de su esposa evitaron un choque que pudo haber tenido calamitosas consecuencias.

IV

Lo que he contado pasaba el 20 de mayo, si no me engaña la memoria. Poco a poco fuí avanzando en mi convalecencia, y en pocos días me hallé ya con fuerzas suficientes para levantarme y dar algunos paseos por los grandes corredores de la casa, pues la vivienda del Gran Capitán tenía como único desahogo el largo pasillo, en cuya pared se abrían hasta veinte puertas numeradas, albergues de otras tantas familias. Peor que mi cuerpo se hallaba mi alma, llena de turbaciones, de sobresaltos y congojas, tan apenada por terribles recuerdos como por angustiosas presunciones, de tal modo, que mi pensamiento corría de lo pasado a lo futuro alternativamente, buscando en vano un poco de paz.

La muerte del cura de Aranjuez, sin dejar de formar en mi alma un gran vacío, me era menos sensible de lo que a primera vista pudiera parecer, porque conceptuándola yo como tránsito que había llevado un nuevo santo a las falanges del Paraíso, consideré a mi amigo en su verdadero lugar, y no tan lejos de nosotros que pudiera desampararnos si le invocábamos.

En cuanto a Inés, no dudaba que existía en poder de alguien que la protegiera por encargo de los parientes de su madre; y aunque para esta creencia no tenía más dato que la relación del alucinado Juan de Dios, yo me confirmaba cada vez más en ella, fundándome en antecedentes que omito por ser de mis lectores conocidos, y en la sórdida avaricia del licenciado Lobo, carácter muy abonado para apoderarse de la joven y entregarla, mediante una buena recompensa, a quien deseaba poseerla.

Todo mi afán consistía en restablecerme completamente para poder salir a la calle; y cuando lo conseguí, tuve el gusto de darme a conocer a todos mis amigos como un verdadero resucitado, o alma del otro mundo que vuelve con forma corporal a cobrar deudas atrasadas.

No tendrán ustedes idea del aspecto que ofrecía entonces Madrid si no les digo que la gente toda andaba azorada y aturdida, a veces llena de miedo, a veces haciendo esfuerzos para disimular su alegría. El odio a los franceses no era odio: era un fanatismo de que no he conocido después ningún ejemplo; un sentimiento que ocupaba los corazones por entero sin dejar hueco para otro alguno; de modo que el amar a los semejantes, el amarse a sí mismo, y hasta me atrevo a decir el amar a Dios, se adaptaban y sometían como fenómenos secundarios al gran aborrecimiento que inspiraban los verdugos del pueblo de Madrid.

A éstos se les veía solos en todos los sitios: su presencia hacía detener o apresurar a los transeúntes; y era tan extraordinario este desvío, que hasta parecían ellos mismos afectados de profundo pesar, y se les observaba taciturnos y foscos, sintiendo que el suelo les quemaba las plantas de los pies. Habían llenado de trincheras y baterías el Retiro, y para ver en todo su orgullo y presunción a los invasores, no había más que dirigir el paseo hacia Oriente, y se les encontraba en grandes grupos alrededor de las cantinas, o paseando por la carretera de Aragón.

Ningún español se encaminaba hacia allí, a no ser los granujas, que, entonces como ahora, gustaban de meter las narices en todas partes. Llevado de mi curiosidad, me acerqué al Retiro, y también recorrí otros sitios hacia el Mediodía, igualmente ocupados como posiciones ventajosas.

En el interior de Madrid las tiendas estaban desiertas, pues todas las personas que se juntaban para pedir o comunicar noticias se reunían en parajes ocultos, siendo de notar que ya entonces comenzaban a dar sus primeras señales de vida las sociedades secretas, aunque yo no vi ninguna, y digo esto sólo con referencia a vagos rumores. Como el afán por tener noticias relativas al levantamiento de las provincias era una fiebre de que no estaban exentos ni los niños, ni los ancianos, ni las mujeres, cuando se sabía que D. Fulano de Tal había recibido una carta de Andalucía, de Galicia o de Cataluña, la casa se llenaba de amigos, y hasta los desconocidos se permitían invadirla ruidosamente para no esperar a que se les contara el gran suceso. Sacábanse copias de las cartas que hablaban de la Junta de Sevilla y de la sublevación de las tropas de San Roque, y aquellas copias circulaban con una rapidez que envidiaría la moderna Prensa periódica.

Todos los días y a todas horas se hablaba de los oficiales que habían huído de Madrid para unirse a los ejércitos de Cuesta o de Blake, y cuando se tropezaba con un militar o con algún joven paisano de buen porte y bríos, no se le hacia otra pregunta que ésta: «¿Usted cuándo se va?» Las familias de las víctimas se habían olvidado ya de rezar por los muertos, y pensaban en equipar a los vivos. Escaseaban los jornaleros y menestrales, porque de los barrios bajos partían diariamente muchos hombres a engrosar las partidas de Toledo y la Mancha; y a pesar de los brutales bandos del General francés, ni faltaban armas en las casas, ni los fugitivos partían con las manos vacías.

Los invasores, que vigilaban el odio de la capital con la suspicacia medrosa del que ha padecido sus terribles efectos, no permitían, siendo tan grande su número y fuerza, que se manifestara lo que los madrileños pensaban y sentían; pero aun así, ¡cuántos cantares, cuan tas jácaras, romances y décimas brotaron de improviso de la vena popular, ya amenazando con rencor, ya zahiriendo con picantes chistes a los que nadie conocía sino por el injurioso nombre de la canalla!

En el fondo de aquella grande agitación, y entre tantos recelos, había un secreto júbilo, pues como un día y otro llegaban noticias de nuevos levantamientos, todos consideraban a los franceses como puestos en el vergonzoso trance de retirarse. Aquel júbilo, aquella confianza, aquella fe ciega en la superioridad de las heterogéneas y discordes fuerzas populares, aquel esperar siempre, aquel no creer en la derrota, aquel no importa con que curaban el descalabro, fueron causa de la definitiva victoria en tan larga guerra, y bien puede decirse que la estrategia, la fuerza y la táctica, que son cosas humanas, no pueden ni podrán nunca nada contra el entusiasmo, que es divino.

Como era natural, las noticias, del levantamiento se exageraban locamente, y el delirio popular veía miles de hombres donde no había sino centenares. Cuando las noticias venían de Bayona, eran objeto de sistemático desprecio, y las disposiciones del palacio de Marras, así como la convocatoria de irrisorias Cortes en la ciudad del Adour, y el pleito homenaje por algunos grandes tributado a Bonaparte, daban pábulo a sátiras sangrientas. Cuando alguno decía que vendría de rey a Madrid el hermano de Napoleón, daba pie para las más ingeniosas improvisaciones del género epigramático.

Todas las tertulias, que entonces eran muchas, pues la sociedad no se desparramaba aún por los cafés, eran, digámoslo así, verdaderos clubs donde latía sorda y terrible la conspiración nacional.

Se conspiraba con el deseo, con las noticias, con las sospechas, con las hipérboles, con las sátiras, con verdades y mentiras, con el llanto tributado a los muertos y las oraciones por el triunfo de los vivos.

V

Tal era Madrid a fines de mayo de 1808, antes de que sonaran los primeros cañonazos de Cabezón y los primeros tiros del Bruch. Dicho esto se me permitirá que hable un poco de mi persona, pues atendiendo a que la desgracia halla siempre eco en toda persona discreta y sensible, creo que no soy saco de paja a los ojos de mis lectores, y que algún interés les inspiran los penosos trances de mi borrascosa existencia. Necesito, además, explicar por qué causas emprendí mi viaje a Andalucía entre mayo y junio; y si de buenas a primeras me presentara camino de Despeñaperros en compañía del desconocido Santorcaz, ustedes no acertarían a explicarse ni los móviles de jornada tan peligrosa, ni mi repentino acomodamiento con aquel hombre singular.

Es, pues, el caso que, no satisfecho con las noticias que acerca de Inés me dió Juan de Dios, traté de averiguar la verdad y tuve la feliz ocurrencia, mejor dicho, la inspiración, de presentarme en casa de la Marquesa, a quien no hallé; mas quiso la Divina Providencia que un criado, conocido mío desde la famosa noche de la representación, me saliera al encuentro, y después de mostrarse muy obsequioso, satisficiera mi curiosidad sobre aquel punto. Según me dijo, el mismo día 3 de mayo se presentó allí un hombre de antiparras verdes, el cual conducía dentro de una litera a cierta joven llorosa y al parecer enferma. No encontrando a la señora, preguntó por su hermano, con el cual hubo de conferenciar más de dos horas. Despidióse al cabo, dejando a la madamita en la casa.

El hermano de la Sra. Marquesa, que no era otro que aquel festivo diplomático a quien conocimos en octubre de 1807, partió el día 4 para Córdoba a unirse con su hermana y sobrina, y, ¡cosa rara!—me dijo aquel curioso servidor—, se llevó consigo a la jovenzuela.

—¿De suerte que ahora están todos en Córdoba?—le pregunté.

—Sí, y según noticias, no piensan venir hasta que no se acaben estas cosas. Eso de la señorita que trajeron en la litera ha dado mucho que hablar a la servidumbre, y dice mi mujer..., pero más vale callar. El hombre aquél de las antiparras verdes había estado ya algunos días aquí, y unas veces la Sra. Condesa, otras su tía, le recibían. Mal hombre parece.

—¿Y la joven no hizo resistencia cuando quisieron llevársela?

—Si parecía muerta, ¿qué resistencia podía hacer? Como que tuvimos que cargarla entre dos para ponerla en el coche....

Ignoro si esto que oí y puntualmente refiero llamará la atención de mis lectores; pero lo que sí les ha de causar sorpresa, ¡qué digo sorpresa!, asombro grandísimo, es el saber que me atreví a desafiar las iras del licenciado Lobo, del mismo Lobo de marras, no vacilando en arriesgarlo todo por esclarecer lo que tan hondamente me inquietaba. No queriendo aparecer ni aun en sombra por la aborrecida calle de la Sal, busquéle allá por la Alcaldía de Casa y Corte, donde con toda seguridad pensaba encontrarle, y al punto que me vió.... No, no es verosímil, no lo van ustedes a creer. ¿Necesitaré jurarlo? Pues lo juro: juro que es la pura verdad. Pues bien: al pronto que me vió, echóme los brazos al cuello, demostrando gran interés por mi persona, y no sólo me pidió nuevas acerca de mi salud, sino que me rogó le contase algunos pormenores de mi fusilamiento y para él milagrosa resurrección.

Quedéme atónito, aunque no tranquilo, presumiendo que tan desusadas blanduras serían obra de su refinada astucia y preparación de algún nuevo golpe contra mí; pero cuando le pregunté por el estado en que se hallaba el proceso célebre, respondióme que ya no se pensaba en tal cosa, porque como los franceses eran amigos del Príncipe de la Paz, no convenía molestar a los servidores y amigos de éste.

—No quiero—añadió—que Su Alteza el Gran Duque se amosque. Aquello fué una broma, y de haberte prendido, al punto hubieras sido puesto en libertad. Pero di, picarón..., ¿conque tú eras galán de D.ª Inés? Cuéntame todo: ¿dónde la conociste? ¡Ah, bien comprendía Requejo que guardaba un tesoro en su casa! Yo lo sabía todo..., ¿y tú?; sospecho que también, perillán. Pero no sabías que a fines del mes de abril se acordó en consejo de familia recoger e identificar a esa jovencita para darle la posición que le corresponde. Como yo estaba al tanto de todo, y además tenía el honor de conocer a la Sra. Marquesa, comprometíme a entregarla, haciéndoles creer que había grandes dificultades para arrancarla del poder de los parientes de su supuesta madre. Hijo, es preciso hacer algo por la vida: considera que es uno un pobre, con mujer, nueve hijos, dos suegras y tres cuñadas; dos suegras, sí señor, la madre y la abuela de mi mujer, y si uno no se da maña para mantener a este familión.... La verdad es que a todos les di cordelejo: a D. Mauro, al papanatas de Juan de Dios, y a ti mismo, que ahora resucitas para pedirme a Inés. ¿Pero la amabas tú? Anda, zanguango, cortéjala, a ver si logras casarte con ella, lo cual, aunque difícil, no es imposible...; la niña tendrá una dote regular, y quizás pueda heredar el mayorazgo y título, lo cual será, según el tenor de las escrituras ...¡Ah, pelafustán! Me parece que tú traes un proyectillo entre ceja y ceja. ¿Vas a Córdoba? Oye: recuerdo que la palomita te llamaba con exclamaciones muy tiernas, cuando medio muerta la condu cíamos en la litera mi pasante y yo. ¡Ja, ja, ja!

¿Sabes de qué me río? De ese ganso de Juan de Dios, que estuvo aquí el otro día, y poniéndose de rodillas delante de mí, me dijo: «¡Déme usted a Inés, porque me muero sin ella! ¡Démela usted hoy y máteme mañana!» Fué una comedia, Gabriel, y aunque nos reímos mucho, al fin nos cansó tanto, que tuvimos que echarle a palos de la escribanía.

Atención sostenida presté yo a estas y otras muchas razones del licenciado Lobo, el cual, para que nada faltara en su inexplicable benignidad y cortesanía, al tiempo de despedirme díjome que quizás pudiera proporcionarme algunas lecciones de latín, si me hallaba con ánimos, puesto que era tan gran humanista, de ganarme el pan con la enseñanza. Dile las gracias, y tan satisfecho me retiré del resultado de mis investigaciones, que el mismo día decidí marchar a Córdoba cuando estuviera restablecido.

¿Me seguirán ustedes, o, fatigados de estas aventuras, dejarán que marche solo a resolver cuestiones que a nadie interesan más que al que esto escribe? No; espero que no nos separaremos tan a deshora, y cuando parece probable que, siguiéndome, asistan ustedes a algún espectáculo que les haga más llevadero el fastidio de mis personales narraciones. Vamos, pues, y tengan en cuenta que nos acompaña el Sr. de Santorcaz, a quien llevan al país andaluz asuntos de familia.

Yo le manifesté que deseaba me llevase como escudero; mas él dijo que no tenía con qué pagar mis servicios, porque su bolsa no estaba en disposición de atender a gastos de servidumbre, y que harto se congratularía de llevarme como compañero y amigo. Así fué, en efecto; y como yo necesitara algunos días más de restablecimiento, él me esperó, y en uno de los últimos días de mayo o de los primeros de junio, luego que me despedí de mis obsequiosos protectores, correspondiéndoles como pude, y de Juan de Dios, a quien oculté el objeto de mi expedición, nos pusimos en marcha.

VI

Como Santorcaz era pobre, y yo más pobre todavía, nuestro viaje fué tan irregular, cual los que en antiguas novelas vemos descritos. No adoptamos sistemáticamente ninguna de las clases de incómodos vehículos conocidos en nuestra España; en varias ocasiones anduvimos en galera, otras en macho, si nos franqueaban sus caballerías los arrieros que tornaban a la Mancha de vacío, y las más veces a pie. Hacíamos noche en las posadas y ventas del camino, donde Santorcaz lucía su prodigiosa habilidad en el no gastar, logrando siempre que se le sirviese bien.

Para estas y otras picardías, mi compañero se hacía pasar por un insigne personaje, mandándome que le llamase Excelencia y que me descubriese ante él siempre que nos mirara el mesonero. Yo lo cumplía puntualmente; y con tal artificio, más de una vez, además de no cobrarnos nada, salían a despedirnos humildemente, rogándonos que les dispensáramos el mal servicio.

Más allá de Noblejas y Villarrubia de Santiago, y cuando después de una larga jornada sesteábamos, apartados del camino, junto a la ermita del Santo Niño, se nos agregó un mozo que nos dijo llevaba el mismo camino que nosotros y que desde entonces fué nuestro inseparable compañero. Tenía como veinte años, llamábase Andresillo Marijuán, y aunque era natural de Aragón, iba a servir de mozo de mulas a un pueblo de Andalucía, en casa de la condesa de Rumblar, su ama y señora, pues en las fincas que ésta poseía en tierra de Almunia de Doña Godina había nacido aquel mancebo. Al punto su genio franco y alegre simpatizó con el mío y nos hicimos muy amigos. Santorcaz nos trataba con superioridad, aunque sin tiranía. Cuando al llegar a una posada, cabalgando él en perverso macho y nosotros a pie, íbamos a tenerle el estribo y después a quitarle las espuelas, deshaciéndonos en cumplidos y cortesías, teníamos que apretar los dientes para no soltar la risa. Marijuán, que mejor que yo sabía fingir, era el encargado de ordenar al ventero que le diese al amo lo mejor de la despensa, porque Su Excelencia, que iba de Regente a Sevilla, era hombre terrible y castigaba con fiereza a los posaderos que no le servían bien.

Así atravesamos la Mancha, triste y solitario país, donde el sol está en su reino y el hombre parece obra exclusiva del sol y del polvo; país entre todos famoso desde que el mundo entero hase acostumbrado a suponer la inmensidad de sus llanuras recorrida por el caballo de D.

Quijote. En opinión general es la Mancha la más fea y la menos pintoresca de todas las tierras conocidas, y el viajero que viene hoy de la costa de Levante o de Andalucía, se aburre junto al ventanillo del vagón, anhelando que se acabe pronto aquella desnuda estepa, que como inmóvil y estancado mar de tierra, no ofrece a sus ojos accidente, ni sorpresa, ni variedad, ni recreo alguno.

Ésto es lo cierto: la Mancha, si alguna belleza tiene, es la belleza de su conjunto, su propia desnudez y monotonía, que, si no distraen ni suspenden la imaginación, la dejan libre, dándole espacio y luz donde se precipite sin tropiezo alguno. La grandeza del pensamiento de D. Quijote no se comprende sino en la grandeza de la Mancha. En un país montuoso, fresco, verde, poblado de agradables sombras, con lindas casas, huertos floridos, luz templada y ambiente espeso, D.

Quijote no hubiera podido existir y habría muerto en flor, tras la primera salida, sin asombrar al mundo con las grandes hazañas de la segunda.

Don Quijote necesitaba aquel horizonte, aquel suelo sin caminos, y que, sin embargo, todo él es camino; aquella tierra sin direcciones, pues por ella se va a todas partes, sin ir determinadamente a ninguna; tierras surcadas por las veredas del acaso, de la aventura, y donde todo cuanto pase ha de pareer cobra de la casualidad o de los genios de la fábula; necesitaba de aquel sol que derrite los sesos y hace a los cuerdos locos; aquel campo sin fin donde se levanta el polvo de imaginarias batallas, produciendo, al transparentar de la luz, visiones de ejércitos de gigantes, de torres, de castillos; necesitaba aquella escasez de ciudades que hace más rara y extraordinaria la presencia de un hombre o de un animal; necesitaba aquel silencio cuando hay calma, y aquel desaforado rugir de los vientos cuando hay tempestad; calma y ruido que son igualmente tristes y extienden su tristeza a todo lo que pasa, de modo que si se encuentra un ser humano en aquellas soledades, al punto se le tiene por un desgraciado, un afligido, un menesteroso, un agraviado que anda buscando quien le ampare contra los opresores y tiranos; necesitaba, repito, aquella total ausencia de obras humanas que representen el positivismo, el sentido práctico, cortapisas de la imaginación, que la detendrían en su insensato vuelo; necesitaba, en fin, que el hombre no pusiera en aquellos campos más muestras de su industria y de su ciencia que los patriarcales molinos de viento, a los cuales sólo el lenguaje faltaría para ser colosos, inquietos y furibundos, que desde lejos llaman y espantan al viajero con sus gestos amenazadores.

VII

Así es la Mancha. Al atravesarla no podía menos de acordarme de D. Quijote, cuya lectura estaba fresca en mi imaginación. Durante nuestras jornadas nos aburríamos bastante, menos cuando Santorcaz nos contaba algún extraordinario suceso de los que en lejanos países había presenciado. Una vez nos dejó con la boca abierta contándonos la fiesta de la coronación de Bonaparte, con todos sus pelos y señales, y otra vez nos puso los cabellos de punta refiriendo la más famosa batalla de las muchas en que se había encontrado. Cuando lo contaba íbamos caballeros en sendos machos que nos facilitaron por poco dinero unos arrieros de Villarta, y no estoy seguro de si habíamos traspasado ya el término de Puerto Lápiche o íbamos a entrar en él.

Lo que sí recuerdo es que por huir del calor emprendimos nuestra jornada mucho antes de la salida del sol, y que la noche estaba brumosa, el cielo encapotado y sombrío, la tierra húmeda a consecuencia del fuerte temporal de agua que descargara el día anterior.

Debo indicar el paisaje que teníamos delante, porque no menos que la pintoresca relación de Santorcaz, contribuyó aquél a impresionar mis sentidos. El camino seguía en línea recta ante nosotros; a la izquierda elevábanse unos cerros cuyas suaves ondulaciones se perdían en el horizonte formando dilatadas curvas; en el fondo y muy lejos se alcanzaba a ver una colina más alta, en cuya falda parecían distinguirse las casas de un pueblo; a la derecha el suelo se extendía completamente llano, y en su inmensa costra la tarda corriente de