Bailén by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

B. PEREZ GALDOS

BAILÉN

EPISODIOS NACIONALES

PRIMERA SERIE

INDICE

I

XIII

XXV

II

XIV

XXVI

III

XV

XXVII

IV

XVI

XXVIII

V

XVII

XXIX

VI

XVIII

XXX

VII

XIX

XXXI

VIII

XX

XXXII

IX

XXI

XXXIII

X

XXII

XXXIV

XI

XXIII

TRADUCCIONES DE

XII

XXIV

DIVERSAS OBRAS

BAILÉN

I

—Me hacen ustedes reír con su sencilla ignorancia respecto al hombre más grande y más poderoso que ha existido en el mundo. ¡Si sabré yo quién es Napoleón!, yo que le he visto, que le he hablado, que le he servido, que tengo aquí en el brazo derecho la señal de las herraduras de su caballo, cuando.... Fué en la batalla de Austerlitz: él subía a todo escape la loma de Pratzen, después de haber mandado destruir a cañonazos el hielo de los pantanos donde perecieron ahogados más de cuatro mil rusos. Yo, que estaba en el 17.º de línea, de la división de Vandamme, yacía en tierra gravemente herido en la cabeza. De veras creí que había llegado mi última hora. Pues, como digo, al pasar él con todo su Estado Mayor y la infantería de la Guardia, las patas de su caballo me magullaron el brazo en tales términos, que todavía me duele. Sin embargo, tan grande era nuestro entusiasmo en aquel célebre día, que incorporándome como pude, grité: «¡Viva el Emperador!»

Así hablaba un hombre para mi desconocido, como de cuarenta años, no malcarado, antes bien con rasgos y expresión de cierta hermosura marchita, aunque no destruída por las pasiones o los vicios; alto de cuerpo, de mirada viva y sonrisa entre melancólica y truhanesca, como la de persona muy corrida en las cosas del mundo, y especialmente en las luchas de ese vivir al par holgazán y trabajoso a que conducen la sobra de imaginación y la falta de dineros; persona de ademanes francos y desenvueltos, de hablar facilísimo, lo mismo en las bromas que en las veras; individuo cuya personalidad tenía complemento en el desaliño casi elegante de su traje, más viejo que nuevo, y no menos descosido que roto, aunque todo esto se echaba poco de ver, gracias a la disimuladora aguja, que había corregido así las rozaduras del chupetín como la ortografía de las medias.

Éstas eran, si mal no recuerdo, negras, y el pantalón de color de clavo pasado. Llevaba corto el pelo, con dos mechoncitos sobre ambas sienes, sin polvo alguno, como no fuera el del camino; su casaca obscura, y de un corte no muy usual entre nosotros; su chaleco ombliguero, forma un poco extranjera también, y su corbata, informemente escarolada, le hacían pasar como nacido fuera de España aunque era español. Mas por otra circunstancia distinta de las singularidades de su vestir, causaba sorpresa la tal persona, y éste es un capitalísimo punto que no debe pasarse en silencio. Aquel hombre tenía bigote. Esto fué, ¿a qué negarlo?, lo que más que otra cosa alguna llamó mi atención cuando le vi inclinado sobre la mesa, comiendo ávidamente en descomunal escudilla unas al modo de sopas, puches o no sé qué endemoniado manjar, mientras amenizaba la cena contando entre cucharada y cucharada las proezas de Napoleón I. Dos personas, ambas de edad avanzada y de distinto sexo, componían su auditorio: el varón, que desde luego me pareció un viejo militar retirado del servicio, oía con fruncido ceño y taciturnamente los encomios del invasor de España; pero la señora anciana, más despabilada y locuaz que su consorte, contestaba al panegirista con cierto desenfado tan chistoso como impertinente.

—Por Dios, Sr. de Santorcaz—decía la vieja—, no grite usted ni hable tales cosas donde le puedan oír. Mi marido y yo, que ya le conocemos de antes, no nos espantamos de sus extravagancias; pero, ¡ay!, la vecindad de esta casa es muy entremetida, muy enredadora, y no se ocupa más que de chismes y trampantojos. Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en el cuarto número 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que usted decía cuando nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Austrias en la batalla de Pirrinclum, o no sé qué..., pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi lengua....

Esta mañana, cuando usted entró de la calle, la comadre del número 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está en casa del Gran Capitán. Apuesto a que es espía de la canalla, para ver lo que se dice en esta casa y contarlo a sus mercedes.» El mejor día nos van a dar que sentir, porque como dice usted esas cosas, y tiene esos modos, y hace ascos de la comida cuando tiene azafrán, y siempre saca lo que ha visto en las tierras de allá, le traen entre ojos, y sabe Dios.... ¡Como aquí están tan rabiosos con lo del día 2!...

—Ya se aplacarán los humos de esta buena gente—dijo Santorcaz, apartando de sí escudilla y cuchara—. Cuando se organicen bien los cuerpos de ejército y venga el Emperador en persona a dirigir la guerra, España no podrá menos de someterse; y esto, que es la pura verdad, lo digo aquí para entre los tres, de modo que no lo oigan nuestras camisas.

—España no se somete, no, señor, no se somete—exclamó de improviso el anciano, quebrantando el voto de su antes silenciosa prudencia, y levantándose de la silla para expresar con frases y gestos más desembarazados los sentimientos de su alma patriota—. España no se somete, Sr. D. Luis de Santorcaz, porque aquí no somos como esos cobardes prusianos y austriacos de que usted nos habla. España echará a los franceses, aunque los manden todos los Emperadores nacidos y por nacer; porque si Francia tiene a Napoleón, España tiene a Santiago, que es, además de general, un santo del Cielo. ¿Cree usted que no entiendo de batallas? Pues sí: soy perro viejo, y callos tengo en los oídos de tanto oír el redoblar de los tambores y los tiros de cañón.

—No te sofoques, Santiago—dijo apaciblemente la anciana—, que ya andas en los tres duros y medio, y aunque yo creo como tú que España no bajará la cabeza, no es cosa de que te dé el reuma en la cara por lo que hable este mala cabeza de Santorcaz.

—Pues lo digo y lo repito—añadió el viejo soldado—. ¡Venir hablándome a mí de cuerpos de ejército, y de brigadas de caballería, y de cuadros...!

—¿En qué batallas se ha encontrado usted?—preguntó con sonrisa burlona Santorcaz.

—¡Que en qué batallas me encontré!—exclamó D. Santiago Fernández, cuadrándose ante su interpelante y mirándole con el desprecio propio de los grandes genios que tienen puesta en duda su superioridad—. ¿Pues no sabe todo el mundo que fuí asistente del señor marqués de Sarriá el año 1762, cuando aquella famosa campaña de Portugal, la más terrible y hábil y estratégica que ha habido en el mundo, así como también digo que después de Alejandro el Macedonio no ha nacido otro marqués de Sarriá?... ¡Qué cosas tiene este caballerito! ¡Preguntar en qué acciones me encontré! Aquélla fué una gran campaña, sí, señor: entramos en Portugal, y aunque al poco tiempo tuvimos que volvernos, porque el inglés se nos puso por delante, se dieron unas batallas..., ¡qué batallitas, mi Dios! Yo era asistente del Sr. Marqués, y todas las mañanas le hacía los rizos y le empolvaba la peluca, de tal modo, que la cabeza de nuestro General parecía un sol. Él me decía: «Santiago, ten cuidado de que los rizos vayan parejos, y que uno de otro no discrepen ni el canto de un duro, porque no hay nada que aterre tanto al enemigo como la conveniencia y buen parecer de nuestras personas.» ¡Y cuánto le querían los soldados! Como que en toda aquella guerra apenas murieron tres o cuatro.

Santorcaz, al oír esto, se desternillaba de risa, haciendo subir de punto con sus irreverentes manifestaciones el enfado de D. Santiago Fernández, el cual, dando una fuerte puñada en la mesa, continuó así:

—¿Qué valen todos los generales de hoy, ni los emperadores todos, comparados con el marqués de Sarriá? El marqués de Sarriá era partidario de la táctica prusiana, que consiste en estarse quieto esperando a que venga el enemigo muy desaforadamente, con lo cual éste se cansa pronto y se le remata luego en un dos por tres. En la primera batalla que dimos con los aldeanos portugueses, todos echaron a correr en cuanto nos vieron, y el General mandó a la caballería que se apoderara de un hato de carneros, lo cual se verificó sin efusión de sangre.

—No, no ha habido en el mundo batallas como ésas, Sr. D. Santiago—dijo Santorcaz, moderando su risa—; y si usted me las cuenta todas, confesaré que las que yo he visto son juegos de chicos. Y como desde aquella fecha ha conservado usted los hábitos de campaña, y gusta tanto de conversar sobre el tema de la guerra, los vecinos le llaman el Gran Capitán.

—Ese es un mote, y a mi no me gustan motes—dijo D.ª Gregoria, que así se llamaba la mujer del valiente expedicionario de Portugal—. Cuando nos mudamos aquí, y dieron los vecinos en llamarte Gran Capitán, bien te dije que alzaras la mano y regalaras un bofetón al primero que en tus propias barbas te dijera tal insolencia; pero tú, con tu santa pachorra, en vez de llenarte de coraje, se te caía la baba siempre que los chicos te saludaban con el apodo, y ahora Gran Capitán eres y Gran Capitán serás por los siglos de los siglos.

—Yo no me paro en pequeñeces—dijo don Santiago Fernández—, y aunque tolero un apodo honroso, no consiento que nadie se burle de mí. A fe, a fe que cuando uno ha servido en las milicias del Rey por espacio de veinte años; cuando uno ha estado en la campaña de Portugal; cuando uno ha tenido también el honor de encontrarse en la expedición de Argel que mandó el Sr. D. Alejandro O'Reilly en 1774; cuando después de tan gloriosas jornadas se le han podrido a uno las nalgas sentado en la portería de la oficina del Detall y Cuenta y Razón del arma de Artillería, viendo entrar y salir a los señores oficiales, y haciéndoles un recadito hoy y otro mañana, bien se puede alzar la cabeza y tener una opinión sobre cosas militares.

—Eso mismo digo yo—indicó D.ª Gregoria—. Bien saben todos que tú no eres ningún rana, y que has escupido en corro con guardias de Corps y valonas, y con generales de aquellos que había antes, tan valientes, que sólo con mirar al enemigo le hacían correr.

—Y no se trate—prosiguió el Gran Capitán—de embobarnos con cuentos de brujas como los que desembucha el Sr. de Santorcaz. A las niñas del lañador y a D.ª Melchora, la que borda en fino, les puede trastornar el seso este caballero contándoles esas batallas fabulosas de prusianos y rusos, con lo de que si el Emperador fué por aquí o vino por allí. Hombres como yo no se tragan bolas tan terribles, ni ha estado uno veinte años mordiendo el cartucho y peinando los rizos del Sr. Marqués de Sarriá, para dar crédito a tales novelas de caballerías. Conque ¿cómo fué aquello?—añadió en tono de mofa y sentándose junto a Santorcaz—. Dijo usted que cuatro mil franceses atacaron a la bayoneta a diez mil rusos, y les hicieron caer en un pantano, donde se ahogó la mitad. Pues ¡y lo de que rompieron el hielo a cañonazos para que se hundieran los enemigos que estaban encima!... ¡Bonito modo de hacer la guerra! Pero, hombre de Dios, si andaban por sobre el hielo se resbalarían y ... pobres nalgas del Emperador..., digo, de los tres Emperadores, pues ahí dice usted que eran tres nada menos. ¿Sabes, Gregoria, que es aprovechada la familia?

El Gran Capitán hizo reír a su digna esposa con estos chistes, hijos de su inexperta fatuidad, y ambos celebraron recíprocamente sus ocurrencias.

—Si es novela de caballerías lo que he contado—dijo Santorcaz—, pronto lo hemos de ver en España, porque pasan de cien mil los Esplandianes que andan desparramados por ahí esperando que su amo y señor les mande empezar la función.

—¡Los asesinos de Madrid!—exclamó el Gran Capitán, inflamándose en patriótico ardor—. ¿Y

cree usted que les tenemos miedo? ¡Santa María de la Cabeza! Ya veo que están fortificando el Retiro, y que no permiten que vuele una mosca alrededor de sus señorías; pero ya hablaremos.

Esto es ahora porque estamos sin tropa; pero ¿sabe usted lo que se va a formar en Andalucía? Un ejército. ¿Y en Valencia? Otro ejército. Y en Galicia y en Castilla, otro y otro ejército. ¿Cuántos españoles hay en España, Sr. de Santorcaz? Pues ponga usted en el tablero tantos soldados como hombres somos aquí, y veremos. ¿A que no sabe usted lo que me ha dicho hoy el portero de la Secretaría de la Guerra? Pues me ha dicho que mi pueblo ha declarado la guerra á Napoleón,

¿Qué tal?

—¿Cuál es el pueblo de usted?

—Valdesogo de Abajo. Y no es cualquier cosa, pues bien se pueden juntar allí hasta cien hombres como castillos, no como esos rusos de alfeñique de que usted habla, sino tan feroces, que despacharán un regimiento francés como quien sorbe un huevo.

—Pues una mujer que ha venido hoy de la sierra—dijo D.ª Gregoria—me ha contado que también mi pueblo va a declarar la guerra a ese ladrón de caminos; sí, Sr. de Santorcaz, mi pueblo, Navalagamella. Y allí no se andarán con juegos, sino al bulto derechitos. Si esos pueblos que usted nombra, las Austrias y las Prusias, fueran como Navalagamella, la canalla no los hubiera vencido, y se conoce que todos los austriacos y prusiacos son gente de mucha facha y nada más.

—No se dice prusiacos, sino prusianos—indicó enfáticamente a su esposa el Gran Capitán.

—Bien, hombre: los rusos y los prusos, lo mismo da. Lo que digo es que si Valdesogo de Abajo y Navalagamella, que son dos pueblos como dos lentejas comparados con la grandeza de todo el reino, se ponen en ese pie, los demás lugares y ciudades harán lo mismo, y entonces, áteme esa mosca el Sr. de Santorcaz. No, no quedará un francés para contarlo, y la que hicieron aquí a primeros del mes, la pagarán muy cara. ¿Hase visto alguna vez bribonada semejante? ¡Fusilar en cuadrilla a tantos pobrecitos, sin perdonar a sacerdotes ancianos, a inocentes doncellas y a infelices muchachos como el que está en esa cama! ¡Ay! Usted no vió aquello, Sr. de Santorcaz, porque llegó a Madrid tres días después; ¡pero si usted lo hubiera visto! Por esta calle del Barquillo pasaron esas fieras, y como les arrojaron algunos ladrillos desde los andamios de la casa que se está fabricando en la esquina, mataron a una pobre mujer que pasaba con un niño en brazos. Al ver esto, todas las vecinas de la casa que estábamos en los balcones, empezamos a tirarles cuanto teníamos. Una les echaba una cazuela de agua hirviendo, otra la sartén con el aceite frito; yo cogí el puchero que había empezado a cocer, y sin pensarlo dije: «Allá va»; y aunque aquel día nos quedamos sin comer, no me pesó, no, señor. Después, entre Juanita la lañadora, las niñas de al lado y yo, cogimos una cómoda, y echándola a la calle aplastamos a dos. Querían subir a matarnos; pero ¡quía! Todo facha, nada más que facha. Más de cuarenta mujeres nos apostamos en la escalera, unas con tenedores, otras con tenacillas, estas con asadores, aquella con un berbiquí, estotra con una vara de apalear lana. Si llegan a subir, les hacemos pedazos. Mi marido tomó aquella lanza vieja que tiene allí desde las tan famosas campañas, y poniéndose delante de nosotras en la escalera, nos arengó y dispuso cómo nos habíamos de colocar. ¡Ah, si llegan a subir esos perros! Yo era la más vieja de todas, y la más valiente, aunque me esté mal el decirlo. Mi marido quería salir a la calle al frente de todas nosotras; pero le convencimos de que esto era una locura. Con su carga de setenta a la espalda, él hubiera partido de un lanzazo a cuantos mamelucos encontrara en la calle. ¡Ay, qué día! Cuando nos retiramos cada una a nuestro cuarto, en toda la casa no se oía más que «¡Viva el Gran Capitán!»

—¡Qué día!—exclamó melancólicamente Fernández, disimulando el legítimo orgullo que el recuerdo de sus proezas le causaba—. A eso de las ocho de la mañana vi salir de la oficina al capitán D. Luis Daoiz. El día anterior me había mandado por unas botas a la zapatería de la calle del Lobo, y desde allí se las llevé a su casa de la calle de la Ternera, y cuando volví después de hacer el mandado, viendo que había cumplido con la puntualidad y el esmero que son peculiares en mí, me dió dos reales, que guardo en este pañuelo como memoria de hombre tan valiente.

Diciendo esto, trajo un pañuelo, y desdoblando una de las puntas despaciosamente, y como si se tratara de la más venerable y santa reliquia, sacó una moneda de plata que puso ante la vista de Santorcaz, sin permitirle que la tocara.

—Esto me dió—dijo, enjugando con el mismísimo sagrado pañuelo las lágrimas que de improviso corrieron de sus ojos—; esto me dió con sus propias manos aquel que vivirá en la memoria de los españoles mientras haya españoles en el mundo, Yo estaba barriendo la oficina cuando entró D. Pedro Velarde buscándole, y le dije: «Mi capitán, hace un rato que salió con D.

Jacinto Ruiz.» Después, don Pedro entró y estuvo disputando con el coronel; al cabo de un cuarto de hora volvió a pasar por delante de mi. ¡Quién me había de decir...!

El Gran Capitán no pudo continuar, porque la pena ahogaba su voz; D.ª Gregoria se llevó también la punta del delantal a los ojos, y Santorcaz, más serio y grave que antes, respetaba el dolor de sus dos amigos.

—Me han asegurado—dijo, después de una pausa—que ese D. Pedro Velarde iba a comer todos los días en casa de Murat. ¿Es que simpatizaba con los franceses?

—No, no; y quien lo dijere miente—exclamó D. Santiago, dejando caer de plano sobre la mesa sus dos pesadísimas manos—. Don Pedro Velarde pasaba por un oficial muy entendido en el arma, y como fué de los que el Rey envió a Somosierra a recibir al melenudo, éste le trató, supo conocer sus buenas dotes, y quiso atraérselo. ¡Bonito genio tenía D. Pedro Velarde para andarse con mieles! Le convidaban a comer, obsequiábanle mucho; pero bien sabían todos que si nuestro capitán pisaba las alfombras de aquel palacio, era «para conocer más de cerca a la canalla», como él mismo decía.

—Él y sus compañeros de Monteleón—dijo Santorcaz—demostraron un valor tanto más admirable cuanto que es completamente inútil. Aquí están ciegos y locos. Creen que es posible luchar ventajosamente contra las tropas más aguerridas del mundo, sin otros elementos que un ejército escaso, mal instruído, y esas nubes de paisanos que quieren armarse en todos los pueblos. La obstinación ridícula de esta gente hará que sean más dolorosos los sacrificios, y el número de víctimas mucho más grande, sin que puedan vanagloriarse al morir de haber comprado con su sangre la independencia de la patria. España sucumbirá, como han sucumbido Austria y Prusia, naciones poderosas, que contaban con buenos ejércitos y reyes muy valientes.

—¡Esos países no tienen vergüenza!—gritó con furor D. Santiago Fernández, levantándose otra vez de su asiento—. En Austria y Prusia habrá lo que usted quiera; pero no hay un Valdesogo de Abajo ni un Navalagamella. Discretísimo lector: no te rías de esta presuntuosa afirmación del Gran Capitán, porque bajo su aparente simpleza encierra una profunda verdad histórica.

Santorcaz soltó de nuevo la risa al ver el acaloramiento de Fernández, cuyas patrióticas opiniones apoyó de nuevo su esposa, hablando así:

—Aquí somos de otra manera, Sr. de Santorcaz. Usted, viviendo por allá tanto tiempo, se ha hecho ya muy extranjero y no comprende cómo se toman aquí las cosas.

—Por lo mismo que he estado fuera tantos años, tengo motivos para saber lo que digo. He servido algunos años en el ejército francés; conozco lo que es Napoleón para la guerra, y lo que son capaces de hacer sus soldados y sus generales. Cien mil de aquéllos han entrado en España al mando de los jefes más queridos del Emperador. ¿Saben ustedes quién es Lefebvre? Pues es el vencedor de Dantzig. ¿Saben ustedes quién es Pedro Dupont de l'Etang? Pues es el héroe de Friedland. ¿Conocen ustedes al duque de Istria? Pues es quien principalmente decidió la victoria de Rívoli. ¿Y qué me dicen de Joaquín Murat? Pues es el gran soldado de las Pirámides, y el que mandó la caballería en Marengo....

—No, no le nombre usted—dijo D.ª Gregoria—, porque si todos los demás son como ese de las melenas, buena gavilla de perdidos ha metido Napoleón en España.

—Sr. de Santorcaz—añadió con grave comedimiento el Gran Capitán—, ya sabe usted que un hombre como yo, testigo de cien combates, no se traga ruedas de molino, y todas esas heroicidades del general Pitos y del general Flautas las vamos a ver de manifiesto ahora, sí, señor. Y supongo que usted habrá venido para ponerse de parte de ellos, pues quien tanto les alaba y admira es natural que les ayude.

—No—replicó Santorcaz—; yo he vuelto a España para un asunto de intereses, y dentro de unos días partiré para Andalucía. Cuando arregle mi negocio, me volveré a Francia.

II

—¡Qué mal hombre es usted!—exclamo Dª Gregoria—. Y su pobre padre y toda la familia llorando su ausencia, y muertos de pena sin poder traer al buen camino a este calaverilla que durante quince años y desde aquella famosa aventura.... Pero chitón—añadió, volviendo la cara hacia mí—: me parece que el chico se ha despertado y nos está oyendo.

Los tres me miraron, y yo observé claramente cuanto me rodeaba, pudiendo apreciarlo todo sin mezcla de vagas imágenes ni mentirosas visiones. Hallábame en una cama, de cuyo durísimo colchón daban fe las mortificaciones de mis huesos y la instintiva tendencia de mi cuerpo a arrojarse fuera de ella, mientras uno de mis brazos, fuertemente vendado, se negaba a prestarme apoyo, tan inmóvil y rígido como si no me perteneciera. Asimismo rodeaba mi cabeza complicado turbante de trapos que olían a ungüentos y vinagre, y mi débil y extenuado cuerpo sentía por aquí y por allí terribles picazones. El lecho en que yacía tan incómodamente ocupaba el rincón del cuarto, el cual era de ordinarias dimensiones, con blancos muros y suelo de ladrillos, mal cubiertos por una vieja y acribillada estera de esparto. Láminas de santos, a quienes el artista grabador había dado nuevo martirio en sus impíos troqueles, adornaban la desnuda pared, en uno de cuyos testeros ostentaba su temerosa longitud la lanza del Gran Capitán. En el centro de la pieza hallábase la mesa, que sostenía un candil de cuatro mecheros, y junto a ella, sentados en sendas sillas de cuero, que lastimosamente gemían al menor movimiento, estaban los tres personajes cuya conversación hirió mis oídos cuando volví de un largo paroxismo.

Todos fijaron en mí la atención, y D.ª Gregoria, acercándose maternalmente a mi cama, me habló así:

—¿Estás despierto, niño? ¿Ves y entiendes? ¿Puedes hablar? Pobrecito, ya se te ha quitado la terrible calentura, y el Santo Ángel de tu Guarda ha conseguido del Padre Eterno que te otorgue el seguir viviendo. ¿Cómo estás? ¿Ves a los que estamos aquí? ¿Nos conoces? ¿Entiendes lo que decimos? Debes de estar bien, porque ya no dices desatinos, ni quieres echarte de la cama, ni nos insultas, ni dices que nos vas a matar, ni llamas a D. Celestino ni a la D.ª Inés, que te traían trastornado el juicio. Estás bien, ya estás fuera de peligro, y vivirás, pobre niño; pero ¿has perdido la razón, o Dios quiere que te veamos en tu ser natural, sano y cuerdo, tal y como estabas antes de que aquellos caribes...?

—Y, en verdad, no sé cómo ha escapado el infeliz—dijo Fernández a Santorcaz—. Tres balazos tenía en su cuerpecito: uno en la cabeza, el cual no es más que una rozadura; otro en el brazo izquierdo, que no le dejará manco, y el tercero en un costado, y en parte sensible, tanto que si no le hubieran sacado la bala, no le veríamos ahora tan despiertillo.

Instáronme todos para que hablase, mostrándoles que mi razón, como mi cuerpo, se había repuesto de la tremenda crisis. También acudió con cariñosa solicitud a darme alimento la ejemplar D.ª Gregoria, y tomado aquél ávidamente por mí me sentí muy bien. ¿Había resucitado o había nacido en aquella noche?

—Ahora, chiquillo, estáte tranquilo—continuó D.ª Gregoria, sentándose a mi lado—. ¡Cuánto se va a alegrar el Sr. Juan de Dios cuando te vea!

—¡Cómo!—exclamé con la mayor sorpresa—. ¿Juan de Dios vive aquí? ¿Pues en dónde estoy?

¿Y ustedes quiénes son? ¿Qué ha sido de Inés?

—¡Otra vez Inés! Este joven no está todavía bueno. Dejémonos de Ineses, y a descansar.

Santorcaz se llegó a mi, y mostrándome algún interés, me dijo:

—¡Pobrecito! ¡Conque te fusilaron! El Gran Duque de Berg es hombre terrible y sabe sentar la mano. Dicen que mataste mas de veinte franceses. Ya me contarás tus hazañas, pica