Arroz y Tartana by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Fue el Jueves Santo por la mañana cuando Juanito se decidió a emprenderel asunto. La tienda estaba cerrada. Tónica saldría de casa con su viejaamiga; y él, no sabiendo qué hacer, decidióse a ir en busca de su tío.

A las once salió a la calle. La mamá y las hermanitas estaban dando laúltima mano al tocado de circunstancias: el crujiente vestido de seda,el velo de blonda, y al puño el rosario de oro y nácar. Iban a una delas principales iglesias a sentarse tras la mesa petitoria de unacomunidad de origen extranjero, a la hora en que la gente elegante rezalas estaciones.

Juanito, a pesar de la ¡anual costumbre, sintióse impresionado por elaspecto de la ciudad. Las tiendas cerradas, el adoquinado silencioso,sin que una rueda lo conmoviese; las gentes vestidas de negro, con airesolemne. Parecía que por la ciudad pasaba una epidemia, despoblando lascasas y ahuyentando el ruido de las calles. El profundo silencioturbábanlo de vez en cuando los tercetos de ciegos que, agarrados delbrazo y golpeando el suelo con sus garrotes para orientarse, iban por elarroyo sin miedo a ser atropellados, prorrumpiendo en lamentacionespoéticas que, en tono quejumbroso, relataban la pasión y muerte delRedentor. Los pasos de los transeúntes sonaban en las aceras como unáspero y ruidoso frotamiento, y aglomerábase la gente en las puertas delos templos, negras y profundas bocas que lanzaban a la fría calle eldenso vaho de su interior.

Los soldados, con uniforme de gala y las manos yertas dentro de losguantes de algodón, iban a visitar las estaciones, turbando el generalsilencio con el arrastre acompasado de sus pies e impregnando elambiente de ese olor de salud, mezcla de carne sudada, cuero y lanaburda. Los caballeros maestrantes lucían sus uniformes obscuros, lossanjuanistas su cruz roja, y hasta los oficiales de reemplazo y los delbatallón de Veteranos se adosaban los arreos militares para acompañar ala señora en la visita a los templos y lucir de paso sobre el pecho lasrecién frotadas cruces. Era un desfile brillante de autoridades yuniformes, que admiraba a los papanatas; grupos de chicuelos y mujeresse agolpaban ante los Eccehomos que se exhibían en las calles sobre unpedestal: imágenes manchadas con brochazos de sangriento bermellón, lacorona de espinas sobre las lacias y polvorientas melenas que agitaba elviento, una caña entre las manos y a los pies una bandeja con céntimos yun viejo pedigüeño.

Al llegar Juanito al barrio de las Escuelas Pías entró en una calleestrecha donde estaba el caserón de sus abuelos, una interminablefachada pintada de azul claro, en la cual, corrió por compasión,rasgaban el grueso muro algunos balcones y ventanas, a gran distanciaunos de otros.

Juanito recordaba su niñez. Se veía muchacho pelón jugando con loschicos de la vecindad—

los días en que su tío lo convidaba a comer—enaquel portal inmenso, obscuro, rezumando humedad por entre su empedradode guijarros. Los recuerdos de la niñez seguían despertándose en él a lavista de la vieja escalera con su pasamano de caoba, rematado por unleoncito borroso y gastado, y de sus peldaños de azulejos del sigloanterior, en los cuales veíanse navios sobre un mar morado, con banderasmás grandes que el casco, embozados de gruesas pantorrillas blancas consombrero de picos y huertanas con cestos de frutas, todo en colorestostados y chillones.

Vicenta, la vieja criada del tío, fue quien abrió la reja que obstruíala escalera. Juanito era el único pariente del señor a quien toleraba lavieja sirvienta. Le saludó con una sonrisa de su boca obscura ydesdentada, y como de costumbre, no preguntó por su mamá ni sushermanas.

Aborrecía a aquellos parientes del amo, sabiendo la pocaestima en que éste los tenía. Don Juan estaba arriba, en los porches,dando de comer a los palomos y a las gallinas.

La criada y el sobrino hablaban en un rellano de la escalera, desde elcual se veían algunas habitaciones. Él las conocía perfectamente, ysubsistían en su memoria con todos sus detalles estrambóticos. Desdeallí percibía el tufillo de las habitaciones cerradas años enteros;aquel ambiente rancio, húmedo, cargado de polvo, que con la diarialimpieza mudaba de sitio sin salir de la casa, y expulsado por la escobade los rincones iba a caer un poco más allá.

La afición de don Juan a visitar almonedas, comprándolo todo con tal quefuese barato, había convertido su casa en una prendería. Las salas erangrandes como plazas, las alcobas podían servir de salones de baile; y apesar de esto, no había un palmo de pared libre de muebles o adornos.Los armarios colosales se contaban a docenas, todos de roble viejo, contallas tan complicadas como sus enormes cerraduras; los cuadros, buenoso malos, llegaban hasta el techo; las sillerías incompletas y dedistintos colores, no encontrando espacio junto a las paredes,esparcíanse por el centro; todo estaba ocupado, como si la casa fuese unalmacén, un depósito de rapiñas verificadas al azar; y aunque todas laspiezas estaban abarrotadas, la casa sonaba a hueco, y la soledaddespertaba esos ecos misteriosos de las grandes viviendas abandonadas.Mirando

los

salones

interminables

que

parecían

iglesias,

pensábaseinvoluntariamente en la noche, cuando las sombras ahogaban la macilentaluz de la candileja del avaro y los pasos del viejo y su criada sonabancomo en el ulterior de una cripta, en un medroso silencio interrumpidopor los crujidos de la madera vieja y las veloces carreras de las ratas.

La manía de adquirir todo lo barato daba a la casa un tono grotesco.Sobre la puerta de la escalera destacábase una testa de toro disecada,con unas astas que daban frío. Juanito tenía presente los enormes monostrepando por un tronco, con el lomo apelillado y calvo, y los pájarosvistosos, a quienes no se podía quitar el polvo sin que cayesen lasplumas; adquisiciones de almoneda, que convertían en un arca de Noé elgran salón, con su techo al fresco, donde jugueteaban amorcillosdescoloridos y macilentos por la pátina de un siglo entero, y con susenormes consolas doradas sobre las cuales se ostentaban grupos de frutascontrahechas, uvas y melocotones, cuya cera perdía los vivos coloresbajo la capa de los años.

—¿Conque el tío está arriba?

—En los porches lo encontrarás, Juanito.... Sube, que yo voy a lacocina. Creo que se quema el potaje.

Y el muchacho siguió subiendo la escalera, que ya no era de azulejosvistosos, sino de tostados baldosines. Aquellos peldaños habían sidocincuenta años antes el camino de una gran industria.

Centenares deobreros los pisaban todas las mañanas, y por allí descendían, reciénsalidos del telar, los floreados damascos, los brillantes rasos, la sedalistada, todas las magnificencias de una industria oriental que daba aValencia fama y prosperidad. Ahora era la escalera de un panteón, y sesentía malestar oyendo cómo el eco repetía y agrandaba los pasos.

Los porches eran inmensos. Un taller que se perdía de vista, ocupandotodo el último piso del caserón; un bosque de maderos y cuerdas,invadidos por las telarañas; una confusión de telares que, inactivos ymuertos, parecían siniestras guillotinas, complicadas máquinas detormento.

Juanito tardó en ver a su tío, agachado entre dos telares, en mangas decamisa, ocupado en armar una ratonera. A pocos pasos de él, una docenade gallinas picoteaban en un barreño, y por encima de los travesaños yredes de los telares aleteaban los palomos, lanzando su arrulloadormecedor.

—¿Eres tú, Juanito?—exclamó el tío al levantar la cabeza—. No teesperaba. ¿Vienes para que hagamos juntos las estaciones? Pues no piensosalir hasta la tarde.

Y don Juan, abandonando la ratonera, fue hacia su sobrino con la sonrisapaternal, bondadosa, que reservaba para Juanito aquel hombre duro ymalhumorado con todos.

La mirada curiosa e interrogante del sobrino llamó su atención.

—¿Desde cuándo no has estado aquí...? Creo que desde que eras unchicuelo y subías a enredar con tus compinches. Lo menos hace veinteaños.... Está bien arreglado, ¿verdad? Las ventanas cerradas, lospostigos de arriba alambrados, para que entre el sol y el aire.... Me hegastado una barbaridad de dinero: lo menos doce duros; pero tengo unpalomar en el que se criarían perfectamente todos los animales de plumaque entran en la plaza Redonda durante medio año. El único inconvenienteson las malditas ratas. No hay ratonera ni polvos que puedan con ellas.Parece que los telares paran las ratas a montones. ¡Y qué atrevidas!¡Degüellan a los polluelos, se comen las crías, y cualquier día creo quebajarán para devorarnos a Vicenta y a mí!

¿Y lo desvergonzadas queson...? ¡Mira... mira!

Y al mismo tiempo que señalaba a un extremo del vasto taller, cogió unpedazo de madera y lo arrojó con fuerza al lugar donde se agitaba elterrible roedor. El proyectil, pasando por entre los telares, rebotósobre un poste, cayendo casi a los pies del tío.

—¡Se escapó...! ¡Figúrate lo que harán esas malditas cuando esténsolas! Se comen más palomas y gallinas que yo, rompen los huevos, yresulta que hago gastos para mantenerlas regaladamente. El día menospensado mato todos los animalitos, y se acabó la diversión.

Y mientras decía esto, por no estar inactivo, cogía de un telar lacazuela llena de granos, lanzando con voz de falsete un ¡ pulpul...! interminable, y arrojaba puñados al suelo, arremolinándose entorno de él las gallinas y palomos, escandalosas, agresivas,disputándose aquel maná con furiosos picotazos.

Juanito seguía contemplando el aspecto desolado del porche: el techo, decuyas viguetas pendían largos pabellones de telarañas; los telares, queen sus superficies planas tenían capas de polvo cuya formación suponíadocenas de años; las ventanas, con sus cerraduras enmohecidas y arribaunos enrejados por los que lanzaba el sol barras de luz en cuyo interiordanzaba un mundo de moléculas.

El joven recordaba confusamente las grandezas que había oído de boca dedon Eugenio: los recuerdos gloriosos del arte de la seda, los brillantestrabajos de los velluters que cincuenta años antes hacían danzar laslanzaderas allí mismo, del amanecer hasta la noche; y sentía ciertapena, un malestar extraño, como si se encontrara ante las ruinas de unaciudad muerta y todavía vibrasen en el espacio los últimos estallidos dela catástrofe. Aquello era un panteón al que no se había quitado elandamiaje; la ruina y el silencio habían pasado por allí, petrificandoel taller, antes ruidoso y ensordecedor.

La melancolía del joven parecía comunicarse a don Juan, que ya noarrojaba granos a sus aves.

—¡Cómo está esto! ¿No es verdad que entristece...? Y menos mal para ti,que no has conocido los buenos tiempos, cuando desde el amanecer reinabaaquí un estrépito de dos mil demonios, y abajo, tu abuelo y yo sentíamostemblar el techo al empuje de los telares, mientras arreglábamos cuentaso sacábamos de los armarios las ricas piezas para enseñarlas a loscompradores.... ¡Ah, qué tiempos aquéllos...!

Y el viejo se conmovía, coloreábase su tez, gesticulaba con entusiasmo,y sus ojos brillaban como si viese en movimiento aquel centenar detelares y una turba activa y laboriosa en torno de ellos.

—Aquí, en estos talleres, estaban la riqueza y la honra de Valencia;aquí trabajaban los velluters, aquella gente que por su tonillo doctoera el prototipo de la pedantería, pero que resultaba respetable por serla fiel guardadora de las costumbres tradicionales, la sostenedora deese carácter valenciano, sobrio, alegre y dicharachero, que casi hadesaparecido. ¡Qué hombres aquéllos! Tenían sus defectos, Juanito; peroasí y todo, no los cambiaría yo por los hombres de hoy. Su carácter erasutil como la seda; acostumbrados a las labores difíciles, menudas ycomplicadas, eran meticulosos, y tan amantes de la equidad, que hasta secuenta como chiste que uno de los del gremio hizo parar una vez laprocesión para recoger del palio una pasita que se le había caídocomiendo en la ventana. Esto sería ridículo, pero a mí me entusiasma.Con hombres así no había miedo a ser robado, y la confianza entre amos yobreros era completa. El tejedor entraba de aprendiz en un taller, ysólo lo abandonaba para irse al cementerio. Todos los trabajadores de lacasa me vieron nacer. Eran como de la familia.... ¡Oh, qué tiemposaquéllos...!

Y don Juan, animado por sus rancios entusiasmos, entornaba los ojos,como para ver mejor el hermoso cuadro del pasado.

—Ahora—continuó, apoyando sus palabras con pataditas nerviosas—,ahora, todo muerto por culpa del maldito Lyón, de esos gabachos que consus máquinas endiabladas nos han arruinado....

Ya no hay moreras en lahuerta; en las barracas se ha perdido la memoria de las cosechas decapullo, y ha muerto una industria... industria no; un arte quenosotros, aunque cristianos viejos, heredamos directa y legítimamente denuestros abuelos los moros.... ¿Y en esto consiste el progreso? ¿En queunos pueblos roben a otros sus medios de vida...? Pues me futro en ély en los que le defienden.

Y el viejo, siempre circunspecto y bien portado, animándose con laimaginación, hacía ademanes tan enérgicos como incorrectos paramanifestar el desprecio que le merecía el progreso condenado.

—Y no es que yo maldiga los adelantos—dijo después, como si searrepintiese—; sobre todo me gusta que vayan a Madrid en menos de undía, cuando en mis tiempos se necesitaba nueve de galera y hacertestamento. Pero me enfurece que lo que estaba bien, y muy en su punto,venga el señor Progreso y lo eche a perder con su afán de revolucionarlotodo. Callaría si el arte de la seda hubiese ganado algo con nuestraruina; pero me sublevo al ver que lo de allá, que es lo que priva, ni esarte ni nada. Industrialismo vil: estafa y nada más. ¿Dónde están lostejidos de pura seda que un puñal no podía atravesar? ¿Dónde losterciopelos que pasaban de abuelos a nietos, como si acabasen de salirde la tienda? Aquello acabó, y ahora sólo queda la sedería de Lyón,«mírame y no me toques», algodón malo, géneros que no duran un año,porquerías con las que van tan orgullosas estas señoritas del día....¿No es esto, Juanito? ¿No lo ves tú así?

Y el sobrino contestaba a todo con afirmativas cabezadas, muy preocupadoen su interior por el modo como expondría la pretensión que le llevabaallí. La aprobación de Juanito templó las iras del viejo.

—No creas por eso que me forjo ilusiones. Esto está muerto y bienmuerto. No es culpa de los de allá, sino de la gente de aquí. Se acabóel buen gusto. Hoy se tiene horror a lo que es rico y vistoso; losseñores visten como los criados; todos van de obscuro, como sacristanes;el chaleco, que es la prenda que da majestad a la persona y pregona suclase, es de la misma tela que los pantalones; ya no se ostenta sobre elvientre el terciopelo floreado, aquellas rayas de cien colores que tantogolpe daban en mi juventud, y hasta los labradores se encajan la blusay el hongo, como asistentes, y se ríen cuando sacan del fondo del arcael chupetín de raso de sus abuelos, la faja de seda y el pañuelo deflores, que tanto lucían en los bailes de la huerta.... ¿Y las mujeres?No me hables de ellas.... ¡Valientes imbéciles! Ni en las aleluyas delmundo al revés.... Se visten como los hombres, con lanilla inglesa; vanfeas como demonios con esos colores de enterrador, apagados, sombríos; yen el verano gastan, cuanto más, percal de tres reales, con lo que creenir tan elegantes. ¡Oh, aquellos tiempos míos! Se estrenaba menos, eramenor la variedad, pero se lucían cosas buenas y sólidas, que pasabandocenas de años en los roperos sin que hubiera polilla con valor parahincarlas el diente. ¡Todo se ha perdido! ¡Adiós, cortinajes de damasco!¡Abur, seda chinesca! Ahora adornan los salones con unas telas ásperas,de tejido burdo y borroso; y cuando no, para que la cosa tenga«carácter» (¡vaya una palabra!), echan mano de las mantas jerezanas yarman una decoración de taberna.

Y el viejo, con el bigote un tanto erizado y los mongólicos ojos echandochispas, se movía y braceaba furioso, como si arrojara su indignación ala cara de un ser invisible. Su voz despertaba ecos en el inmensoporche, más silencioso que de costumbre por la calma en que estaban lascalles; y a pesar de que las gallinas y las palomas picoteaban en tornode él, quitando grandeza a la escena, don Juan parecía un personajebíblico, un profeta desesperado gimiendo lamentaciones ante las ruinasde la ciudad amada.

Pero no era el avaro hombre capaz de entregarse por mucho tiempo a estaindignación con arranques líricos.

—Pero vamos a ver, muchacho... ¿a qué has venido...? Algo te trae aquí.Lo adivino en tu preocupación.

-Juanito balbuceó, sorprendido por esta pregunta inesperada. Sí.... Algotenía que decirle a su tío; pero le turbaban tanto los ojosinterrogantes de éste, la calma con que esperaba su respuesta, que sele embrollaban sus pensamientos y no sabía cómo empezar.

—Es cuestión de la mamá.... ¡Si usted supiera, tío...! Está ensituación muy apurada.

Y rápidamente, sin tomar aliento, como si arrojara lejos de sí un pesoasfixiante, disparó las pretensiones de doña Manuela, aquella demanda dequince mil pesetas, cantidad necesaria para salvar la honra de lafamilia.

—Y bien, muchacho: ¿qué es lo que quieres decirme con todo esto?

—Que usted... como hermano... como tío mío que es, podía....

—Nada puedo, ¿lo entiendes...? Nada, absolutamente nada; y mástratándose de tu madre. El viejo dijo esto con un acento que no dabalugar a dudas. No había que esperar que retrocediese en su negativa.

—¿Es que aún no conoces a tu madre? ¿No te he dicho muchas veces quiénes...? ¿Que debe...? Pues que pague; y si no tiene con qué hacerlo, quesufra las consecuencias. He jurado no tenderle la mano aunque la vea conagua al cuello. Si fuese como Dios manda, una persona arregladita yeconómica, la sangre de mis venas le daría; pero a una derrochadora, quesólo se acuerda de su hermano en los apuros, y cuando tiene cuatrocuartos desprecia sus consejos, a ésa no le doy ni esto.

Y metiéndose la uña del pulgar entre los dientes, tiraba con fuerza,produciendo un chasquido.

—De seguro que ella es la que te envía aquí.

—No, tío; puede usted creerme. Vengo por mi propia voluntad.

—Pues entonces—dijo sonriendo el ladino viejo—es que ella te hapedido a ti el dinero, y vienes a ver si lo saco yo.

Enrojecióse el rostro de Juanito al ver que su tío adivinaba en parte laverdad.

—No niegues, muchacho; la cara te hace traición.... Óyeme bien: si erestan imbécil que te dejas explotar por tu madre, no cuentes con elcariño de tu tío. Lo que te dejó tu padre para ti es, y no para que selo coman tus hermanitos los cachorros de Pajares. Vamos a ver; di laverdad:

¿No te ha metido Manuela en sus trampas? ¿No te ha hecho firmaralgún pagaré? La verdad, y nada más que la verdad.

La mirada del viejo era fija, inquisitorial, escudriñadora; pero Juanitotuvo serenidad para mentir.

—No, señor; nada he firmado.

—Te creo, y lo celebro. ¡Mucho ojo, muchacho! Tu madre tiene hambre dedinero, y de seguro que no pierde de vista tu fortunita. No quiero quete roben. Cuando yo muera, tendrás más, algo más que ese huerto deAlcira; no quedarás en medio de la calle, como tu mamá, tus hermanas yel perdis de Rafaelito.... Pero vuelvo a repetirlo: no quiero que teroben. Además, no tomes tan a pecho eso de la ruina de tu madre. Ellavive en la trampa como en su propio elemento, y ya sabrá salir de esteapuro como de otro. Aún le queda algo para ir tirando; y cuando no tengani camisa, reventará, tenlo por seguro. Es de esas gentes que no muerenhasta gastar el último ochavo.

A Juanito le molestaba este lenguaje rudo que hería tan en lo vivo a sumadre, a su ídolo; pero al tío le había profesado siempre tanto cariñocomo respeto, y fluctuando su carácter entre los dos afectos, limitábasea callar. Más de media hora estuvo oyendo los agravios que don Juantenía con su hermana, el odio nacido al casarse ésta con el doctorPajares, que sobrevivía a pesar del tiempo transcurrido.

—Adiós, Juanito, y no hagas caso de tu madre—dijo al despedirle en laescalera—. Lo que debes hacer es preocuparte menos de tu familia, quenunca ha pensado en ti, y preparar tu porvenir. Ve pensando enestablecerte, y si encuentras una muchacha buena, hacendosa y modesta,lo que no es fácil, tampoco será de más que te cases. Para sercomerciante necesitas familia. Adiós, muchacho. Ven a la tarde yharemos juntos las estaciones.

El muchacho salió de la casa, llevando sobre sus hombros una verdaderaolla de grillos. Era verdad lo que decía el tío: le querían explotar.Los lujos y prodigalidades de la familia tenía que pagarlos él, ¡él, queen su casa había ocupado un lugar intermedio entre los criados y sushermanos! No daría un céntimo; que se arreglase su madre como pudiera.Nada le debía, pues le entregaba íntegro el salario de la tienda,satisfaciendo con creces sus gastos.

Pero todos sus propósitos de energía desvaneciéronse ante las miradassuplicantes de su madre.

¡Qué hermosa estaba! Con sus ojazoslagrimeantes y tiernos, parecía la Virgen que tiene el corazón erizadode espadas. Él no la abandonaba; sería un mal hijo si correspondía conel desdén al cariñazo maternal que le mostraba la buena señora tanpronto como se veía en apuros de dinero.

—Bueno, mamá; no llore usted. No encuentro quién nos preste; pero estoydispuesto a firmar lo que usted quiera, dando en garantía el huerto.Crea usted que me cuesta mucho desprenderme de ese dinero.

—Yo te lo devolveré, hijo mío; te lo devolveré pronto—dijo laarrogante señora abrazando a Juanito y mojándole el rostro con suslágrimas.

Y lo decía con toda su alma, con la buena fe de los tramposos cuando seven salvados, que confían ciegamente en el porvenir y creen mejorar sufortuna en lo futuro.

—Está bien, mamá—dijo Juanito, que en medio de su enternecimiento nose cegaba—.

Firmaré, pero sólo por quince mil pesetas.

Larga pausa.

Doña Manuela, pensativa:

—Mira, hijo mío, quince mil pesetas justas no han de ser. Puedes firmarpor dieciséis mil. No digas que no, rico mío. Completa tu sacrificio.Necesito algún dinerillo para pagar ciertas cuentas, y además, lasPascuas vamos a pasarlas en nuestra casa de Burjasot; vendrán amigos, yhay que quedar bien. Ante todo, el decoro de la familia y no caer en elridículo. Conque no tuerzas el gesto, niñito mío; quedamos en que serándieciséis mil.... ¡Ay, qué peso me has quitado de encima...!

VI

Había abandonado la mesa la familia y aún duraban los elogios aVisanteta por el mérito de la paella que les había servido, cuandocomenzaron a llegar los amigos.

—Mamá—gritaba Amparito desde la puerta de la calle—, las de López,que vienen en su faetón. ¡Calle! El tranvía ha parado en la esquina....¡Si son «las magistradas»! ¡Ay, y también el papá de Andresito, guiandosu charrette...! ¡Si parece que se han dado cita! ¡Todos a untiempo...!

¡Venid, Conchita, mamá! ¡Mirad qué guapo está el señorCuadros guiando su cochecito! ¡Parece que en toda su vida no haya hechootra cosa...!

Y los convidados de doña Manuela entraron en la casa, confundiéndoseunas familias con otras, saludándose las mujeres con un tiroteo de besosy elogiando todas las cualidades de la

«posesión» que la viuda dePajares tenía en Burjasot. Era un chalet que parecía escapado de unacaja de juguetes; un edificio construido por contrata, tan bonito comofrágil, con sus tejados rojos y escalinatas con jarrones de yeso,situado en el centro de un jardincillo excavado en las rocas, con dosdocenas de árboles tísicos que gemían melancólicamente, martirizadassus raíces por la capa de dura piedra que encontraban a pocos palmos delsuelo. A pesar de su aspecto de decoración de ópera, que tantoentusiasmaba a doña Manuela, el tal chalet no pasaba de ser una casade vecindad, enclavado como estaba entre otras construcciones de lamisma clase, todas frágiles y pretenciosas, con sus jardincillos comosábanas, y sobre la verja, en letras doradas, los campanudos títulos deVilla-Teresa, Villa-María, etcétera, según fuese el nombre de lapropietaria.

La viuda había empeñado y perdido para siempre un centenar de hanegadasde tierra de arroz que le producían muy buenos cuartos, para adquiriraquella ratonera brillante y frágil, a la que puso el título deVilla-Conchita, no sin protestas ni rabietas de Amparo. Creía que una«villa»

para el verano es el complemento de una familia distinguida quetiene coche; y en las tertulias, al dirigirse a sus amigas, llenábase laboca hablando de su «lindo hotelito» de Burjasot y de las innumerablescomodidades que encerraba.

La casa era mala, pero el paisaje magnífico. Los hotelitos—había quellamarlos así, para no disgustar a doña Manuela—, ocupando la suavependiente de una colina yerma, eran un magnífico mirador, desde el cualse abarcaba la vega con todas sus esplendideces.

Al frente, Burjasot, prolongada línea de tejados con su campanariopuntiagudo como una lanza; más allá, sobre la obscura masa de pinos,Valencia achicada, liliputiense, cual una ciudad de muñecas, todaerizada de finas torres y campanarios airosos como minaretes moriscos; yen último término, en el límite del horizonte, entre el verde de la vegay el azul del cielo, el puerto, como un bosque de invierno, marcando enla atmósfera pura y diáfana la aglomeración de los mástiles de susbuques.

El día era hermoso; un verdadero domingo de Pascua. La primaveraenardecía la sangre, y la ciudad entera, solemnizando la vuelta del buentiempo, lanzábase al campo, levantando en él un rumor de avispero.

Los convidados de doña Manuela veían a poca distancia los famosos Silosde Burjasot, gigantesca plataforma de piedra, cuadrada meseta agujereadaa trechos por la boca de los profundos depósitos y en la cualhormigueaba un enjambre alegre y ruidoso: corros en que sonabanguitarras, acordeones y castañuelas acompañando alborozados bailes;grupos de gente formal entregada sin rubor a los juegos de la infancia;docenas de muchachos ocupados en dar vuelo a sus cometas con grotescosfigurones pintados, que al remontarse moviendo los inquietos raboshacían el efecto de parches aplicados al azul cutis del infinito y dabanal paisaje un aspecto chinesco de abanico o de pañolón de Manila.

En casa de doña Manuela, las señoras, despojadas de sus sombreros ymantillas, y los hombres fumando con la confianza del que está en supropio domicilio, contemplaban desde los balcones la alegría popular.

Bastábales volver un poco la cabeza, y su vista caía sobre la inmensavega, silenciosa y esplendente, con sus tonos verdes de infinitosmatices, que deslumbraban, abrillantados por el sol de la primavera. Lospueblos y caseríos, compactos y apiñados hasta el punto de parecer delejos una sola población, matizaban de blanco y amarillo aquelgigantesco tablero de damas, cuyos cuadros geométricos, siendo todosverdes, destacábanse unos de otros por sus diversas tonalidades; a lolejos, el mar, como una cenefa azul, corríase por todo el horizonte consu lomo erizado de velas puntiagudas como blancas aletas; y volviendo lavista más a la izquierda, los pueblos cercanos: Godella con su obscuropinar, que avanza como promontorio sombrío en el oleaje verde de lahuerta; y por encima de esta barrera, en último término, la sierra deEspadan, irregular, gigantesca, dentellada, mostrando a las horas de solun suave color de caramelo, surcada por las sombras de hondanadas ybarrancos, decreciendo rápidamente antes de llegar al mar, y ostentandoen la última de sus protuberancias, en el postrer escalón, el castillode Sagunto, con sus bastiones irregulares, semejantes a las ondulacionesde una culebra inmóvil y dormida bajo el sol.

La esplendidez del paisaje tenía como embobados a los convidados de doñaManuela, a pesar de ser todos ellos gente poco susceptible deentusiasmarse ante cosas que no fuesen útiles.

—¡Muy hermoso!—exclamaba «la magistrada »—. Yo he vivido en Granadacuando mi difunto estuvo en aquella Audiencia, y su vega no tienecomparaci