Ariel by José Enrique Rodó - HTML preview

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Cabe pensar en que progresivamente se encarnen, en lossentimientos del pueblo y sus costumbres, la idea de las subordinacionesnecesarias, la noción de las superioridades verdaderas, el cultoconsciente y espontáneo de todo lo que multiplica, a los ojos de larazón, la cifra del valor humano.

La educación popular adquiere, considerada en relación a tal obra, comosiempre que se las mira con el pensamiento del porvenir, un interéssupremo[B]. Es en la escuela, por cuyas manos

procuramos

que

pase

ladura

arcilla

de

las

muchedumbres,

donde

está

la

primera

y

más

generosamanifestación de la equidad social, que consagra para todos laaccesibilidad del saber y de los medios más eficaces de superioridad.Ella debe complementar tan noble cometido, haciendo objetos de unaeducación preferente y cuidadosa el sentido del orden, la idea y lavoluntad de la justicia, el sentimiento de las legítimas autoridadesmorales.

[B] «Plus l'instruction se répand, plus elle doit faire de partaux idées générales et généreuses. On croit que l'instruction populairedoit être terre à terre. C'est le contraire qui est lavérité».—Fouillée: L'idée moderne du droit, Lib. 5.º, IV.

Ninguna distinción más fácil de confundirse y anularse en el espíritu depueblo que la que enseña que la igualdad democrática puede significaruna igual posibilidad, pero nunca una igual realidad, de influenciay de prestigio, entre los miembros de una sociedad organizada. En todosellos hay un derecho idéntico para aspirar a las superioridades moralesque deben dar razón y fundamento a las superioridades efectivas; perosólo a los que han alcanzado realmente la posesión de las primeras, debeser concedido el premio de las últimas. El verdadero, el digno conceptode la igualdad, reposa sobre el pensamiento de que todos los seresracionales están dotados por naturaleza de facultades capaces de undesenvolvimiento noble. El deber del Estado consiste en colocar a todoslos miembros de la sociedad en distintas condiciones de tender a superfeccionamiento. El deber del Estado consiste en predisponer losmedios propios para provocar, uniformemente, la revelación de lassuperioridades humanas, donde quiera que existan. De tal manera, másallá de esta igualdad inicial, toda desigualdad estará justificada,porque será la sanción de las misteriosas elecciones de la Naturaleza odel esfuerzo meritorio de la voluntad.—Cuando se la concibe de estemodo, la igualdad democrática, lejos de oponerse a la selección de lascostumbres y de las ideas, es el más eficaz instrumento de selecciónespiritual, es el ambiente providencial de la cultura. La favorecerátodo lo que favorezca al predominio de la energía inteligente. No endistinto sentido pudo afirmar Tocqueville que la poesía, la elocuencia,las gracias del espíritu, los fulgores de la imaginación, la profundidaddel pensamiento,

«todos esos dones del alma, repartidos por el cielo alacaso», fueron colaboradores en la obra de la democracia, y lasirvieron, aun cuando se encontraron de parte de sus adversarios, porqueconvergieron todos a poner de relieve la natural, la no heredadagrandeza, de que nuestro espíritu es capaz.—La emulación, que es el máspoderoso estímulo entre cuantos pueden sobreexcitar, lo mismo lavivacidad del pensamiento que la de las demás actividades humanas,necesita, a la vez, de la igualdad en el punto de partida paraproducirse, y de la desigualdad que aventajará a los más aptos y mejorescomo objeto final. Sólo un régimen democrático puede conciliar en suseno esas dos condiciones de la emulación, cuando no degenera ennivelador igualitarismo y se limita a considerar como un hermoso idealde perfectibilidad una futura equivalencia de los hombres por suascensión al mismo grado de cultura.

Racionalmente concebida, la democracia admite siempre un imprescriptibleelemento aristocrático, que consiste en establecer la superioridad delos mejores, asegurándola sobre el consentimiento libre de losasociados. Ella consagra, como las aristocracias, la distinción decalidad; pero las resuelve a favor de las calidades realmentesuperiores—las de la virtud, el carácter, el espíritu—, y sinpretender inmovilizarlas en clases constituídas aparte de las otras, quemantengan a su favor el privilegio execrable de la casta, renueva sincesar su aristocracia dirigente en las fuentes vivas del pueblo y lahace aceptar por la justicia y el amor. Reconociendo, de tal manera, enla selección y la predominancia de los mejor dotados una necesidad detodo progreso, excluye de esa ley universal de la vida, al sancionarlaen el orden de la sociedad, el efecto de humillación y de dolor que es,en las concurrencias de la Naturaleza y en las de las otrasorganizaciones sociales, el duro lote del vencido. «La gran ley de laselección natural—ha dicho luminosamente Fouillée—continuarárealizándose en el seno de las sociedades humanas, sólo que ella serealizará de más en más por vía de libertad».—El carácter odioso de lasaristocracias tradicionales se originaba de que ellas eran injustas, porsu fundamento, y opresoras, por cuanto su autoridad era una imposición.Hoy sabemos que no existe otro límite legítimo para la igualdad humana,que el que consiste en el dominio de la inteligencia y la virtud,consentido por la libertad de todos. Pero sabemos también que esnecesario que este límite exista en realidad.—Por otra parte, nuestraconcepción cristiana de la vida nos enseña que las superioridadesmorales, que son un motivo de derechos, son principalmente un motivo dedeberes, y que todo espíritu superior se debe a los demás en igualproporción que los excede en capacidad de realizar el bien. Elanti-igualitarismo de Nietzsche—que tan profundo surco señala en la quepodríamos llamar nuestra moderna literatura de ideas—, ha llevado asu poderosa reivindicación de los derechos que él considera implícitosen las superioridades humanas, un abominable, un reaccionario espíritu;puesto que, negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazóndel super hombre a quien endiosa un menosprecio satánico para losdesheredados y los débiles; legitima en los privilegiados de la voluntady de la fuerza el ministerio del verdugo; y con lógica resolución llega,en último término, a afirmar que «la sociedad no existe para sí sinopara sus elegidos».—No es, ciertamente, esta concepción monstruosa laque puede oponerse, como lábaro, al falso igualitarismo que aspira a lanivelación de todos por la común vulgaridad. Por fortuna, mientrasexista en el mundo la posibilidad de disponer dos trozos de madera enforma de cruz—es decir: siempre—, la Humanidad seguirá creyendo que esel amor el fundamento de todo orden estable y que la superioridadjerárquica en el orden no debe ser sino una superior capacidad de amar.

Fuente de inagotables inspiraciones morales, la ciencia nueva nossugiere, al esclarecer las leyes de la vida, cómo el principiodemocrático puede conciliarse, en la organización de las colectividadeshumanas, con una aristarquía de la moralidad y la cultura.—Por unaparte—, como lo ha hecho notar, una vez más, en un simpático libroHenri Bérenger—, las afirmaciones de la ciencia contribuyen asancionar y fortalecer en la sociedad el espíritu de la democracia,revelando cuánto es el valor natural del esfuerzo colectivo; cuál lagrandeza de la obra de los pequeños; cuán inmensa la parte de acciónreservada al colaborador anónimo y obscuro en cualquiera manifestacióndel desenvolvimiento universal. Realza, no menos que la revelacióncristiana, la dignidad de los humildes esta nueva revelación, queatribuye, en la naturaleza, a la obra de los infinitamente pequeños, ala labor del nummulite y el briozóo en el fondo obscuro del abismo, laconstrucción de los cimientos geológicos; que hace surgir de lavibración de la célula informe y primitiva todo el impulso ascendente delas formas orgánicas; que manifiesta el poderoso papel que en nuestravida psíquica es necesario atribuir a los fenómenos más inaparentes ymás vagos, aun a las fugaces percepciones de que no tenemos conciencia;y que, llegando a la sociología y a la historia, restituye al heroísmo,a menudo abnegado, de las muchedumbres, la parte que le negaba elsilencio en la gloria del héroe individual, y hace patente la lentaacumulación de las investigaciones que, al través de los siglos, en lasombra, en el taller, o el laboratorio de obreros olvidados, preparanlos hallazgos del genio.

Pero a la vez que manifiesta así la inmortal eficacia del esfuerzocolectivo y dignifica la participación de los colaboradores ignorados enla obra universal, la ciencia muestra cómo en la inmensa sociedad de lascosas y los seres, es una necesaria condición de todo progreso el ordenjerárquico; son un principio de la vida las relaciones de dependencia yde subordinación entre los componentes individuales de aquella sociedady entre los elementos de la organización del individuo; y es, porúltimo, una necesidad inherente a la ley universal de imitación, si sela relaciona con el perfeccionamiento de las sociedades humanas, lapresencia, en ellas, de modelos vivos e influyentes, que las realcen porla progresiva generalización de su superioridad.

Para mostrar ahora cómo ambas enseñanzas universales de la cienciapueden traducirse en hechos, conciliándose, en la organización y en elespíritu de la sociedad, basta insistir en la concepción de unademocracia noble, justa; de una democracia dirigida por la noción y elsentimiento de las verdaderas superioridades humanas; de una democraciaen la cual la supremacía de la inteligencia y la virtud—únicos límitespara la equivalencia meritoria de los hombres—, reciba su autoridad ysu prestigio de la libertad, y descienda sobre las multitudes en laefusión bienhechora del amor.

Al mismo tiempo que conciliará aquellos dos grandes resultados de laobservación del orden natural, se realizará dentro de una sociedadsemejante—según lo observa, en el mismo libro de que os hablaba,Bérenger—la armonía de los dos impulsos históricos que han comunicado anuestra civilización sus caracteres esenciales, los principiosreguladores de su vida.—Del espíritu del cristianismo nace,efectivamente, el sentimiento de igualdad, viciado por cierto ascéticomenosprecio de la selección espiritual y la cultura. De la herencia delas civilizaciones clásicas nacen el sentido del orden, de la jerarquíay el respeto religioso del genio, viciados por cierto aristocráticodesdén de los humildes y los débiles. El porvenir sintetizará ambassugestiones del pasado en una fórmula inmortal. La democracia entonceshabrá triunfado definitivamente. Y ella que, cuando amenaza con loinnoble del rasero nivelador, justifica las protestas airadas y lasamargas melancolías de los que creyeron sacrificados por su triunfo todadistinción intelectual, todo ensueño de arte, toda delicadeza de lavida, tendrá, aún más que las viejas aristocracias, inviolables segurospara el cultivo de las flores del alma que se marchitan y perecen en elambiente de la vulgaridad y entre las impiedades del tumulto.

La concepción utilitaria, como idea del destino humano, y la igualdad enlo mediocre, como norma de la proporción social, componen, íntimamenterelacionadas, la fórmula de lo que ha solido llamarse en Europa elespíritu de americanismo.—Es imposible meditar sobre ambasinspiraciones de la conducta y la sociabilidad, y compararlas con lasque les son opuestas, sin que la asociación traiga con insistencia a lamente la imagen de esa democracia formidable y fecunda que allá en elNorte ostenta las manifestaciones de su prosperidad y su poder, como unadeslumbradora prueba que abona en favor de la eficacia de susinstituciones y de la dirección de sus ideas.—Si ha podido decirse delutilitarismo que es el verbo del espíritu inglés, los Estados Unidospueden ser considerados la encarnación del verbo utilitario. Y elEvangelio de este verbo se difunde por todas partes a favor de losmilagros materiales del triunfo.

Hispano-América ya no es enteramentecalificable, con relación a él, de tierra de gentiles. La poderosafederación va realizando entre nosotros una suerte de conquista moral.La admiración por su grandeza y por su fuerza es un sentimiento queavanza a grandes pasos en el espíritu de nuestros hombres dirigentes, yaún más quizá, en el de las muchedumbres, fascinables por la impresiónde la victoria.—Y de admirarla se pasa por una transición facilísima aimitarla. La admiración y la creencia son ya modos pasivos de imitaciónpara el psicólogo. «La tendencia imitativa de nuestra naturalezamoral—decía Bagehot—tiene su asiento en aquella parte del alma en quereside la credibilidad».—El

sentido

y

la

experiencia

vulgares

seríansuficientes para establecer por sí solos esa sencilla relación. Se imitaa aquel en cuya superioridad o cuyo prestigio se cree.—Es así como lavisión de una América deslatinizada por propia voluntad, sin laextorsión de la conquista, y regenerada luego a imagen y semejanza delarquetipo del Norte, flota ya sobre los sueños de muchos sincerosinteresados por nuestro porvenir, inspira la fruición con que ellosformulan a cada paso los más sugestivos paralelos, y se manifiesta porconstantes propósitos de innovación y de reforma. Tenemos nuestra nordomanía. Es necesario oponerle los límites que la razón y elsentimiento señalan de consuno.

No

doy

yo

a

tales

límites

el

sentido

de

una

absolutanegación.—Comprendo

bien

que

se

adquieran

inspiraciones, luces,enseñanzas, en el ejemplo de los fuertes; y no desconozco que unainteligente atención fijada en lo exterior para reflejar de todaspartes la imagen de lo beneficioso y de lo útil, es singularmentefecunda cuando se trata de pueblos que aún forman y modelan su entidadnacional.

Comprendo bien que se aspire a rectificar, por la educaciónperseverante, aquellos trazos del carácter de una sociedad humana quenecesiten concordar con nuevas exigencias de la civilización y nuevasoportunidades de la vida, equilibrando así, por medio de una influenciainnovadora, las fuerzas de la herencia y la costumbre.—Pero no veo lagloria, ni en el propósito de desnaturalizar el carácter de lospueblos—su genio personal—para imponerles la identificación con unmodelo extraño al que ellos sacrifiquen la originalidad irreemplazablede su espíritu; ni en la creencia ingenua de que eso pueda obtenersealguna vez por procedimientos artificiales e improvisados de imitación.Ese irreflexivo traslado de lo que es natural y espontáneo en unasociedad al seno de otra, donde no tenga raíces ni en la Naturaleza nien la historia, equivalía para Michelet a la tentativa de incorporar,por simple agregación, una cosa muerta a un organismo vivo. Ensociabilidad, como en literatura, como en arte, la imitación inconsultano hará nunca sino deformar las líneas del modelo. El engaño de los quepiensan haber reproducido en lo esencial el carácter de una colectividadhumana, las fuerzas vivas de su espíritu, y con ellos el secreto de sustriunfos y su prosperidad, reproduciendo exactamente el mecanismo de susinstituciones y las formas exteriores de sus costumbres, hace pensar enla ilusión de los principiantes candorosos que se imaginan haberseapoderado del genio del maestro cuando han copiado las formas de suestilo o sus procedimientos de composición.

En ese esfuerzo vano hay, además, no sé qué cosa de innoble.

Género de snobismo político podría llamarse al afanoso remedo de cuanto hacenlos preponderantes y los fuertes, los vencedores y los afortunados;género de abdicación servil, como en la que en algunos de los snobs encadenados para siempre a la tortura de la sátira por el libro deThackeray, hace consumirse tristemente las energías de los ánimos noayudados por la Naturaleza o la fortuna, en la imitación impotente delos caprichos y las volubilidades de los encumbrados de la sociedad.—Elcuidado de la independencia interior—la de la personalidad, la delcriterio—es una principalísima forma del respeto propio.

Suele en lostratados de ética comentarse un precepto moral de Cicerón, según el cualforma parte de los deberes humanos el que cada uno de nosotros cuide ymantenga celosamente la originalidad de su carácter personal, lo quehaya en él que lo diferencie y determine, respetando, en todo cuanto nosea inadecuado para el bien, el impulso primario de la Naturaleza, queha fundado en la varia distribución de sus dones el orden y el conciertodel mundo.—Y aún me parecería mayor el imperio del precepto si se leaplicase, colectivamente, al carácter de las sociedades humanas. Acasooiréis decir que no hay un sello propio y definido por cuya permanencia,por cuya integridad deba pugnarse, en la organización actual de nuestrospueblos.

Falta tal vez, en nuestro carácter colectivo, el contornoseguro de la «personalidad». Pero en ausencia de esa índoleperfectamente diferenciada y autonómica, tenemos—los americanoslatinos—

una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener,un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia,confiando a nuestro honor su continuación en lo futuro.

Elcosmopolitismo, que hemos de atacar como una irresistible necesidad denuestra formación, no excluye, ni ese sentimiento de fidelidad a lopasado, ni la fuerza directriz y plasmante con que debe el genio de laraza imponerse en la refundición de los elementos que constituirán alamericano definitivo del futuro.

Se ha observado más de una vez que las grandes evoluciones de lahistoria, las grandes épocas, los períodos más luminosos y fecundos enel desenvolvimiento de la humanidad, son casi siempre la resultante dedos fuerzas distintas y co-actuales, que mantienen, por los concertadosimpulsos de su oposición, el interés y el estímulo de la vida, loscuales desaparecerían, agotados, en la quietud de una unidadabsoluta.—Así, sobre los dos polos de Atenas y Lacedemonia, se apoya eleje alrededor del cual gira el carácter de la más genial y civilizadorade las razas.—América necesita mantener en el presente la dualidadoriginal de su constitución, que convierte en realidad de su historiael mito clásico de las dos águilas soltadas simultáneamente de uno yotro polo del mundo, para que llegasen a un tiempo al límite de susdominios. Esta diferencia genial y emuladora no excluye, sino que toleray aun favorece en muchísimos aspectos, la concordia de la solidaridad. Ysi una concordia superior pudiera vislumbrarse desde nuestros días comola fórmula de un porvenir lejano, ella no sería debida a la imitaciónunilateral—que diría Tarde—de una raza por otra, sino a lareciprocidad de sus influencias y al atinado concierto de los atributosen que se funda la gloria de las dos.

Por otra parte, en el estudio desapasionado de esa civilización quealgunos nos ofrecen como único y absoluto modelo, hay razones no menospoderosas que las que se fundan en la indignidad y la inconveniencia deuna renuncia a todo propósito de originalidad, para templar losentusiasmos de los que nos exigen su consagración idolátrica.—Y llegoahora a la relación que directamente tiene, con el sentido general deesta plática mía, el comentario de semejante espíritu de imitación.

Todo juicio severo que se formule de los americanos del Norte debeempezar por rendirles, como se haría con altos adversarios, laformalidad caballeresca de un saludo.—Siento fácil mi espíritu paracumplirla.—Desconocer sus defectos no me parecería tan insensato comonegar sus cualidades. Nacidos—para emplear la paradoja usada porBaudelaire a otro respecto—con la experiencia innata de la libertad,ellos se han mantenido fieles a la ley de su origen, y han desenvuelto,con la precisión y la seguridad de una progresión matemática, losprincipios fundamentales de su organización, dando a su historia unaconsecuente unidad que, si bien ha excluído las adquisiciones deaptitudes y méritos distintos, tiene la belleza intelectual de lalógica.—La huella de sus pasos no se borrará jamás en los anales delderecho humano, porque ellos han sido los primeros en hacer surgirnuestro moderno concepto de la libertad, de las inseguridades del ensayoy de las imaginaciones de la utopía, para convertirla en bronceimperecedero y realidad viviente; porque han demostrado con su ejemplola posibilidad de extender a un inmenso organismo nacional lainconmovible autoridad

de

una

república;

porque,

con

su

organizaciónfederativa, han revelado—según la feliz expresión de Tocqueville—lamanera cómo se pueden conciliar con el brillo y el poder de los Estadosgrandes la felicidad y la paz de los pequeños.—Suyos son algunos de losrasgos más audaces con que ha de destacarse en la perspectiva del tiempola obra de este siglo. Suya es la gloria de haber reveladoplenamente—

acentuando la más firme nota de belleza moral de nuestracivilización—la grandeza y el poder del trabajo; esa fuerza bendita quela antigüedad abandonaba a la abyección de la esclavitud y que hoyidentificamos con la más alta expresión de la dignidad humana, fundadaen la conciencia y en la actividad del propio mérito. Fuertes, tenaces,teniendo la inacción por oprobio, ellos han puesto en manos del mechánic de sus talleres y el fármer de sus campos la clava hercúleadel mito, y han dado al genio humano una nueva e inesperada belleza,ciñéndole el mandil de cuero del forjador. Cada uno de ellos avanza aconquistar la vida como el desierto los primitivos puritanos.Perseverantes devotos de ese culto de la energía individual que hace decada hombre el artífice de su destino, ellos han modelado susociabilidad en un conjunto imaginario de ejemplares de Róbinson, quedespués de haber fortificado rudamente su personalidad en la práctica dela ayuda propia, entrarán

a

componer

los

filamentos

de

una

urdimbrefirmísima.—Sin sacrificarle esa soberana concepción del individuo, hansabido hacer al mismo tiempo, del espíritu de asociación, el másadmirable instrumento de su grandeza y de su imperio; y han obtenido dela suma de las fuerzas humanas, subordinada a los propósitos de lainvestigación, de la filantropía, de la industria, resultados tanto másmaravillosos por lo mismo que se consiguen con la más absolutaintegridad de la autonomía personal.—Hay en ellos un instinto decuriosidad despierta e insaciable, una impaciente avidez de toda luz; yprofesando el amor por la instrucción del pueblo con la obsesión de unamonomanía gloriosa y fecunda, han hecho de la escuela el quicio másseguro de su prosperidad, y del alma del niño la más cuidada entre lascosas leves y preciosas.—Su cultura, que está lejos de ser refinada niespiritual, tiene una eficacia admirable siempre que se dirigeprácticamente a realizar una finalidad inmediata.

No han incorporado a las adquisiciones de la ciencia una sola leygeneral, un solo principio; pero la han hecho maga por las maravillas desus aplicaciones, la han agigantado en los dominios de la utilidad, yhan dado al mundo en la caldera de vapor y en la dínamo eléctrica,billones de esclavos invisibles que centuplican, para servir al Aladinohumano, el poder de la lámpara maravillosa.—El crecimiento de sugrandeza y de su fuerza, será objeto de perdurables asombros para elporvenir.

Han inventado, con su prodigiosa aptitud de improvisación, unacicate para el tiempo; y al conjuro de su voluntad poderosa, surge enun día, del seno de la absoluta soledad, la suma de cultura acumulablepara la obra de los siglos.—La libertad puritana, que les envía su luzdesde el pasado, unió a esta luz el calor de una piedad que aún dura.Junto a la fábrica y la escuela, sus fuertes manos han alzado tambiénlos templos de donde evaporan sus plegarias muchos millones deconciencias libres.

Ellos han sabido salvar, en el naufragio de todaslas idealidades, la idealidad más alta, guardando viva la tradición deun sentimiento religioso que, si no levanta sus vuelos en alas de unespiritualismo delicado y profundo, sostiene, en parte, entre lasasperezas del tumulto utilitario, la rienda firme del sentidomoral.—Han sabido también guardar, en medio de los refinamientos de lavida civilizada, el sello de cierta primitividad robusta. Tienen elculto pagano de la salud, de la destreza, de la fuerza; templan y afinanen el músculo el instrumento precioso de la voluntad; y obligados por suaspiración insaciable de dominio a cultivar la energía de todas lasactividades humanas, modelan el torso del atleta para el corazón delhombre libre.—Y

del concierto de su civilización, del acordadomovimiento de su cultura, surge una dominante nota de optimismo, deconfianza, de fe, que dilata los corazones impulsándolos al porvenirbajo la sugestión de una esperanza terca y arrogante; la nota del Excelsior y el Salmo de la vida con que sus poetas han señalado elinfalible bálsamo contra toda amargura en la filosofía del esfuerzo y dela acción.

Su grandeza titánica se impone así, aun a los más prevenidos por lasenormes desproporciones de su carácter o por las violencias recientes desu historia. Y por mi parte ya veis que, aunque no les amo, les admiro.Les admiro, en primer término, por su formidable capacidad de querer,y me inclino ante «la escuela

de

voluntad

y

de

trabajo»

que—como

de

susprogenitores nacionales dijo Philarète-Chasles—ellos han instituído.

En el principio la acción era. Con estas célebres palabras del«Fausto» podría empezar un futuro historiador de la poderosa repúblicael Génesis, aún no concluído, de su existencia nacional. Su genio podríadefinirse, como el universo de los dinamistas, la fuerza enmovimiento. Tiene, ante todo y sobre todo, la capacidad, el entusiasmo,la vocación dichosa de la acción. La voluntad es el cincel que haesculpido a ese pueblo en dura piedra. Sus relieves característicos sondos manifestaciones del poder de la voluntad: la originalidad y laaudacia. Su historia es, toda ella, el arrebato de una actividad viril.Su personaje representativo se llama Yo quiero, como el «superhombre»de Nietzsche.—Si algo le salva colectivamente de la vulgaridad, es eseextraordinario alarde de energía que lleva a todas partes y con el queimprime cierto carácter de épica grandeza, aun a las luchas del interésy de la vida material. Así de los especuladores de Chicago y deMineápolis, ha dicho Paul Bourget que son a la manera de combatientesheroicos en los cuales la aptitud para el ataque y la defensa escomparable a la de un grognard del gran Emperador.—Y esta energíasuprema, con la que el genio norteamericano

parece

obtener—hipnotizadoraudaz—el

adormecimiento y la sugestión de los hados, suele encontrarseaun en las particularidades que se nos presentan como excepcionales ydivergentes de aquella civilización. Nadie negará que Edgard Poe es unaindividualidad anómala y rebelde dentro de su pueblo. Su alma escogidarepresenta una partícula inasimilable del alma nacional, que no en vanose agitó entre las otras con la sensación de una soledad infinita. Y,sin embargo, la nota

fundamental—que

Baudelaire

ha

señaladoprofundamente—en el carácter de los héroes de Poe, es todavía el templesobrehumano, la indómita resistencia de la voluntad. Cuando ideó

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