Angelina (Novela Mexicana) by Rafael Delgado - HTML preview

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VII

¡El aire de la tierra natal! ¡Qué grato y qué fresco esa mañana! El solinundaba el valle y dibujaba en los muros de las vetustas casas lasombra ondulada de los aleros. De las húmedas montañas, bañadas lavíspera por copiosa lluvia, soplaba un vientecillo halagador yperfumado.

Seguí hasta las afueras de la ciudad, a fin de gozar,siquiera fuese por breves horas, del magnífico panorama que se extendíadelante de mí: variado lomerío, dilatada llanura, espesas arboledas quedan pintoresco fondo a la capilla de San Antonio, una iglesita que tieneaspecto de melindrosa vejezuela. Faldeando la colina va el camino de lasierra, desde allí quebrado y pedregoso. Por ahí subían lentamente unosarrieros, silbando una canción popular, arreando a unos cuantos asnillosenclenques cargados de loza arribeña: ollas y cazuelas vidriadas quecentelleaban con el sol. Un ranchero, jinete en parda mula, venía por elllano, y allá, cerca de las vertientes del Escobillar, trazaban lasyuntas surcos profundos en la tierra negra y vigorosa. Los galanes lasseguían paso a paso, guiando el arado, muy enhiesta la crinada pica.¡Qué benéfico el aire de las montañas! Insufla en los pulmones vidanueva, acelera la sangre y comunica a las almas dulcísima alegría. ¡Cómosuspiré, durante diez años, en las soledades del Colegio, por aquellossitios y por aquel espectáculo! ¡Cómo, mil y mil veces, a la hora de lasiesta, desde el balconcillo del dormitorio, ante la colina poblada decactos, cansada de las arideces del Valle de México, soñé despierto conla húmeda belleza de la tierra natal!

No puedo olvidar aquellos tristes días. Jueves y domingos salíamos depaseo, a lo largo del fangoso río, cuyas aguas parecían dormidas a lasombra de los sauces piramidales. Allí, cerca de una hacienda, frentepor frente de una aldea salinera, entre cuyos montículos estérilesyergue una pobre palma, mísera desterrada de fecundo suelo, su empolvadopenacho, había un sitio que hasta en lo más crudo del invierno hacíagala de sus hierbajes verdes. Era mi sitio predilecto. Mientras la turbaestudiantil iba y venía buscando nidos en los árboles, o, vigilada porel Padre Rector, jugaba al salta-cabrillas, yo me tendía en la hierba, ydejaba que mi pensamiento volara más allá de la populosa ciudad, másallá del obscuro lago de Texcoco. Y volaba, volaba, tramontaba losvolcanes, y seguía, a través de bosques y espesuras, en busca deregiones amadas, de rostros amigos, de voces cariñosas. Entonces, elpaisaje que yo tenía delante se iba borrando poco a poco: el suelopajizo; la acequia fangosa; la llanura inundada; los chopos cenicientosdel camino polvoso, siempre lleno de viandantes; las hileras de saucesmelancólicos; la ciudad lejana, túrrida, envuelta en pesados vapores; laaldea salinera, situada como en un islote; la remota cordillera deAjusco y los picachos de la Cruz del Marqués. Bañados en la luz debrillante crepúsculo, surgían ante mis ojos valles y colinas, llanuras ydehesas, bosques y heredades, en donde la rica vegetación de las tierrascálidas desplegaba su frondosidad incomparable. El Citlaltépetl, coronaespléndida de las serranías, aparecía bañado en rosada luz, como si leiluminaran los fuegos de la aurora. Tornaba yo a la casa de mis padres.Villaverde me convidaba a recorrer sus calles desiertas, y el acentotierno y conmovido de los míos resonaba en mis oídos regocijado yamante.

De aquel ensueño me sacaba la voz del Rector o el toque de Ángelus enla cercana Catedral.

Honda tristeza se apoderaba de mi espíritu, ylento, retrasado, perezoso, volvía yo al colegio, entregado a lasubyugadora melancolía que despierta en los jóvenes el espectáculosiempre nuevo de la tarde moribunda, de la llegada de la noche. Dulcenostalgia; anhelo de algo sublime; grato sentimiento de muerte, quealivia, consuela, y eleva las almas hacia la bóveda celeste, yaentenebrecida y salpicada de luceros.

El sueño de aquellos días de largo destierro, la ilusión de aquellastardes invernales, era una realidad. Estaba yo en Villaverde.

¿Adónde iría yo? ¿En busca de los amigos de mis primeros años? Acaso merecibirían indiferentes y fríos. Regresé por donde había venido, y alazar, sin darme cuenta de lo que hacía, me interné en la ciudad, por lascalles céntricas, camino de la plaza. Me detuve en el puente.

ElPedregoso, el gárrulo Pedregoso corría, como siempre, límpido y parlero;como le vi tantas veces cuando era yo niño: espumoso al tropezar con unaroca; cerúleo y adormecido en sus pozas umbrías, bajo el dosel de losálamos, queriendo arrastrar a su paso las espiras lánguidas de losconvólvulos perennes.

Buscaba yo rostros conocidos, y muchos vi, pero empalidecidos, comofotografías borradas.

Todas las gentes me miraban curiosas, como siquisieran reconocerme, para llamarme por mi nombre. Temerosas de unchasco no se atrevían a hablarme, y se daban por satisfechas con vermede pies a cabeza y examinar mi traje de cortesano. Me pareció que unas aotras se preguntaban al verme:

—¿Quién es éste? ¿A qué vendrá?

¡Pobre de mí que había soñado con un recibimiento caluroso! Todos meconocían, me vieron crecer y me tuteaban.... Me detuve en un tenducho, ypregunté por don Román López. El tendero salió a la puerta, yseñalándome una casa me dijo:

—¡Allí, joven, allí!... ¡En aquella casa pintada de amarillo! El ruido delos muchachos le dirá

¡dónde! ¡Allí está la escuela!

¿Y si mi buen maestro, si el pomposísimo no me recibía cariñosamente?Eché calle arriba, y llamé a la puerta de la Casa de Estudios. Asísolía decir el dómine. No gustaba de que su establecimiento fueseequiparado ni con la Escuela del Cura ni con la Escuela Nacional.

Un chico abrió la puerta. Un muchacho jetudo, de cabello erizado y ojoslacrimonos. Había tormenta. Alguna tempestad producida por un concertadogallego o por alguna oración de infinitivo revesada y de tres bemoles.

El granuja sonrió al mirarme, viendo en mí el iris de la suspiradabonanza.

—¡Pase usté!—me dijo.

—¿El señor maestro?...

—¡Pase usté!

Y me colé por la puertecilla del cancel.

Ruido de la chiquillería que se ponía en pie. Movimiento de sorpresa enel dómine....

—¡Silencio!—exclamó, levantándose y subiéndose a la frente lasantiparras. Y dirigiéndose a mí:

—¡Adelante, caballero!

Dejó el libro en la mesa, un horacio antiquísimo, y vino paso a paso arecibirme.

VIII

Atravesó el dómine por entre la doble hilera de bancos, diciendo a loschicos que tomaran asiento. Los muchachos le obedecieron cuchicheando.Se felicitaban sin duda, de mi llegada.

Don Román vestía su eternotraje, su traje típico: pantalones anchos; larga levita negra, verduzcay mugrienta; chaleco blanco, pringado de rapé en las solapas; el cuellode la camisa altísimo, arrugado, sin almidón; ancho y apretado corbatín.Así le conocí cuando era yo niño, cuando mis buenas tías me confiaron ala férula resonante de aquel buen anciano, maestro de dos o tresgeneraciones de villaverdinos. Esto de la férula no es figura retórica;el pomposísimo la tenía, y muy sólida, de perdurable zapotillo,ennegrecida por el uso. Verdugo diligente e implacable, dispuesto avengar en las manos infantiles el menor desmán, cualquiera osadía contralos poetas del siglo de Augusto, don Román no se andaba con chicas, nitenía piedad; quien la hacía la pagaba, así fuera el hijo del alcalde.

Don Román se detuvo a dos pasos de mí. Me vió atentamente, ycomponiéndose los anteojos me preguntó en tono de notario aburrido.

—¿Qué mandaba usted?

No tardó en reconocerme, y abriendo los brazos exclamó:

—¡Rodolfo! ¡Rodolfo! ¿Tú por aquí? Ya sabía yo que de un día a otrollegarías.... ¡Bendito sea Dios! ¡Y qué crecido estás! ¡Alabado sea elSeñor que me concede verte hecho un varoncito, un lechuguino de lo másguapo! Y... ante todo, ¡ya lo sé! ¡ya lo sé! Como siempre estoypreguntando por tí. Ya sé que has salido muy aprovechado.... No comoestos asnillos que para nada sirven. Ni uno solo de estos bribonessacará buey de barranco.

El pobre anciano, loco de alegría, se complacía en mirarme, y meabrazaba, y pasaba por mis mejillas sus manos larguiluchas y exangües.

—Pasa, muchacho; vamos a la sala.... Tengo muchas ganas de platicarcontigo. ¿Y tus tías?

Como siempre ¿no es eso? Las pobrecillas siempreafligidas y achacosas.... A toda hora pensando en el sobrinito, en elsobrinito mimado. ¡Quiérelas mucho, Rodolfo! Por tí... ¡hacenmilagros!...

Pero, ¡qué tengo que decirte, cuando eres tan bueno y tannoblote! ¡Pasa, muchachito, pasa!

Decía esto acariciándose e impulsándome hacia adelante, entre la doblehilera de bancas. Los chicos abrían tamaños ojos para verme, comosorprendidos de la rara dulzura de su maestro.

Cerca

de

la

mesa

sedetuvo

don

Román,

volvióse

hacia

la

chiquilleiía,

y

prorrumpiósolemnemente, en tono de sermón:

—Este, éste que ven ustedes, es uno de mis discípulos más queridos.Muchas veces, muchas, os he hablado de él. Es inteligente, bueno,estudioso.... Tomadle por modelo. Este sí que no me daba, como ustedes,tantos disgustos; éste sí que no hacía concordancias gallegas, y sesabía al dedillo los pretéritos, y entendía, como un maestro, al dulceVirgilio, al conciso Tácito, y al asiático y pomposísimo Cicerón.

Ya me lo esperaba yo. Milagro que no acabó el discurso con algúnexámetro oportuno. Los chicos, al oir el consabido epíteto, sonrieronmaliciosamente, señal de que el apodo puesto al maestro por nosotrosdiez años antes, seguía en uso. Los bribonzuelos reían y se miraban unosa otros con caritas de diablillos regocijados.

—Vamos:—prosiguió—os doy la mañana, a fin de que celebréis la llegadade mi discípulo muy amado. Pero, oídme; nadie se irá hasta que suenenlas doce. Quedaos aquí, sin cometer faltas. El mejor día volverá estejoven, y os examinará, y ya veremos, ya veremos cuáles son vuestrosadelantos en la hermosa lengua latina.

Don Román levantó la cabeza y agregó:

—Tú, Pancho Martínez....

Un mozuelo trigueño, vivaracho, de simpático aspecto, salió al frente.

Mientras el niño acudía al llamado de su maestro eché una ojeada por elsalón. En nada había variado. Los mismos muebles, los mismos objetos;las papeleras manchadas de tinta, con letreros en las tapas, grabados apunta de cortaplumas; el pizarrón, el mismo pizarrón de otro tiempo, ensu caballete verde; la mesa del dómine ocupada por los mismos libros,todos muy bien colocados. Allí estaba la campanilla, con el mango roto,y el tintero circundado de plumas de ave,—don Román no usaba deotras,—y al lado la palmeta de zapotillo. En las paredes, ennegrecidasy desconchadas, dos o tres mapas amarillentos; arriba del sillónmagistral, muy pulido y resobado, la Virgen de Guadalupe, la patrona dela escuela; delante de la imagen una lamparita, un vaso azul lleno deaceite obscuro, en el cual sobrenadaba una mariposilla moribunda.

No bien entramos en la salita se oyó el vocerío de la turba escolar,festiva, retozona. Ruidos, carcajadas, estrépito de libros cerrados degolpe, las mil y mil voces, francas y alegres, de la dichosa libertadinfantil.

El anciano retrocedió colérico. Abrió la puerta; por ella se precipitódesbordado, recordándome felices años, un torrente de ingenuascarcajadas. Don Román, severo e irascible, dictó nuevas órdenes, amenazócon duros castigos, y luego, haciendo un gesto de dolor, pronto borradopor una expresión resignada de tristeza, vino al estrado.

—Siéntate, siéntate aquí, en este sillón. ¡Qué gusto me da verte!Cuando te fuiste creí que no me volverías a ver.... Estoy ya muy viejo.¿No me ves? En Febrero cumpliré los setenta y dos.

Los achaques metienen triste y desmazalado. Tú consideras todo esto, ¿no es verdad?¡Viejo, enfermo, solo y pobre! ¿No te parece cosa triste, cosa que parteel alma, esta situación mía después de haber trabajado tanto? Todosustedes se van logrando. Tengo discípulos en toda clase de oficios yprofesiones. Unos, en altos puestos de la política, los que fueron másdesaplicados, (muchos no pasaron del quis vel quid); otros en laIglesia, (dos me han dado ya la comunión); otros, médicos, y buenosmédicos; otros abogados; otros, como tú, en camino de ser gente deprovecho.

A decir verdad, nunca valí gran cosa ni por la conducta ni por laaplicación; de seguro que pocos estudiantes dieron más guerra que yo al pomposísimo maestro. Pero tal era de bondadoso el señor don Román.Cuando estaban en sus bancos, todos eran flojos, incapaces, asnillos;luego, con excepción de aquellos por extremo perdularios, todosresultaban excelentes, cumplidos, aprovechados.

Pero es lo cierto que don Román me quiso siempre como a un hijo; que metrató con suma benevolencia; que pocas veces sintieron mis manos losgolpes de su férula, y que el buen anciano, no obstante su pobreza, medio lecciones durante dos años, sin exigir de mis tías extipendioalguno.

Me apenó ver a mi maestro tan triste y abatido, cuando estaba tan cercadel sepulcro. Hubiera yo deseado ser rico, riquísimo, para ampararlecontra la miseria, darle cuanto quisiera, y comprar para él, si tal cosafuese posible, salud y mocedad.

—¿Te he dicho que estoy pobre? Pues estoy más pobre de lo que tú puedasimaginártelo.

Tengo pocos discípulos. ¡Ya viste cuántos! Sólo faltarondos; unos bribones que se van a salar todos los días; unos pícaros queno tienen remedio. ¡Qué hemos de hacer! Hijo mío, nadie quiere que sushijos aprendan el latín. ¡Tú dirás! ¡El latín que es la llave de lasciencias! Ni latín, ni otras cosas; todo lo que puedo enseñar, todo loque sé, cuanto aprendiste aquí. Dicen que estoy atrasado; que mi manerade enseñar es ancrónica, ¿has oido? ¿ anacrónica? Eso lo dicen lospedantes de hoy en día; y todo porque mascullan el francés. Eso dicenlos que aquí aprendieron todo lo que saben, y que ahora no quierenconfesar que me lo deben todo. Dicen que ya no sirvo para nada.... ¿Paranada? Pues a que no se ponen delante de mi, y abren el Tácito, o elTerencio, y traducen el pasaje que yo les señale? Pero eso sí, sin quese ayuden de versiones francesas... Oye: lo que más me duele, lo que mellega a lo más vivo, lo que me desgarra el corazón, lo que siento aquí,como la hoja de un puñal, es que dicen....—El pobre anciano queríallorar; el rostro se le contraía dolorosamente, su voz se iba poniendotrémula, en sus ojos asomaba una lágrima,—dicen...—hizo un esfuerzo yacabó—¡qué estoy chocho!

Me partía el corazón al ver al pobre anciano. Lloraba como un chiquillo.Deseoso de alivio y de consuelo vejado por la maldad y la ingratitud,abría su alma, sencilla y llena de dolores, a un pobre muchacho que añosantes fué su discípulo y del cual esperaba frases compasivas, palabrascariñosas.

—Y como dicen que estoy chocho, y como andan repitiendo eso por todaspartes, me faltan discípulos, y faltándome discípulos me falta trabajo;y sin trabajo, como tú lo comprenderás, me falta dinero. ¡No hayremedio! Me moriré de hambre, y me enterrarán de limosna. Diez o docediscípulos, que pagan poco, ¡y es cuánto! Unas leccioncitas ¡y nada más!

—Don Román,—respondí—no hay que abatirse. Nada es eterno; los tiemposvarían... el mejor día....

—Sí, hijo mío, variarán los tiempos, quién lo duda, pero no para mí. Nome queda más que prepararme para morir cristianamente. Pobrezas,miserias, hambres, contumelias, todo lo sufro con paciencia. Lo que meapena y me amarga, lo que me contrista y conturba es la ingratitud.

—No hay que abatirse, señor maestro. En cambio tiene usted la gratitudy el amor de muchos.

—¿Abatirme? ¡Eso no!—replicó en un arranque de energía.—¡Eso no!Nadie me verá rendido.

Al contrario: altivo, con soberbia dignidad. Poreso no me quieren. Siempre que se ofrece les ajusto las cuentas a esosingratos, a esos charlatanes. ¡Que lo diga Agustín, ese macuache, queaprendió aquí, aquí, todo lo que sabe, y que ahora está de Director,(¡yo no sé lo que podrá dirigir!) de Director de la «Escuela Nacional».El otro día,—aquí sonrió satisfecho el buen anciano,—el otro día,publicó en «La Voz de Villaverde», (el periódico ese que sacaron cuandolas elecciones del Jefe Político), un papasal, dándosela de espíritufuerte, de libre pensador, y yo,—el dómine habló quedito, como temerosode que le oyesen—¿qué hice? Tomé la pluma, y burla burlando le puse deoro y azul. Mandé a «El Montañés» tres comunicados de chupa y daca.Hijo: mi hombre vio lumbre, y gritó, pateó, rabió. Pero no escarmienta,y sigue disparatando a su gusto en esa «Voz de Villaverde» que no es vozni cosa que lo valga, sino un papelucho asqueroso, indigno de una ciudadque, como la muestra, es patria de tantos hombros ilustres, como elGeneral de la Vega, y mi respetable y siempre respetado maestro elilustrísimo Sr. D. Pablo Ortiz y Santa Cruz, Obispo «in pártibus» deMalvaria. El mejor día, luego que me deje el reuma, le largo un artículomorrocotudo, en latín, en latín crespo y ciceroniano, y entonces yaveremos, ya veremos si es capaz de entender una palabra... ¡una sola!¡Y el otro! ¡otro que bien baila! ¿Ocaña, Jacinto Ocaña, el que vino dePluviosilla tan sabio como un guardacantón, y que ahora regenta la«Escuela del Cura?» Este no habla mal de mí en los mentideros, ni meinsulta en los periódicas, ni se burla de mis canas en la botica deMeconio, no; pero un día, en «El Puerto de Vigo», en la tienda de micompadre don Venancio, cuando ya se acercaban los exámenes, dijo que noquería que yo fuese de sinodal a su escuela porque mi método es«anacrónico». ¿De dónde habrá sacado la palabreja? Así dijo, y eso queyo le hice el discurso que pronunció el 16 de Septiembre. Yo no fuí alos exámenes. El señor cura, que es persona excelentísima, me invitó;pero ¡mamola! ¡no fuí, no fuí!... ¡Qué había de ir este pobre viejo!Ocaña vino después a darme satisfacciones, y con mil hipocresías me nególo dicho.... ¡Embustero! Si yo lo supe todo por boca de Santiaguito, elhijo de mi compadre don Venancio, que es mi discípulo. El chiquillo mecontó la cosa del pe al pa. Pero, hijo mío: no hablemos más de eso.¡Estoy muy contento; me da gusto verte tan grande! Dime: ¿has aprendidobien? ¿vas a seguir los estudios? Síguelos, síguelos, que harás buenacarrera. Todavía te acordarás del latín, ¿verdad? Ya lo veremos.Vendrás, y veremos si puedes traducir una cosita que tengo guardada porahí: una oda sálica al Pedregoso, nuestro rojo Tíber. ¡Te gustará, estoycierto de que te ha de gustar!

Dieron las doce en la torre de la Parroquia, y en las demás iglesias deVillaverde. ¡Las campanas de la ciudad natal! Grave y solemne la de laParroquia; gritonas y disonantes las del Cristo; destemplada la de SanAntonio, muy compasada y majestuosa la del convento franciscano.

Otra vez la bulla, el vocerío, el cerrar de libros y el estrépito degavetas.

—¡Voy a ver a esos diablejos!—dijo contrariado el anciano.—¿Meaguardas o te vas? Mira: ven una noche; de noche estoy aquí, no salgonunca. De noche no tengo que lidiar con el rebaño; ven y oirás la odita.Pero antes ¡dame un abrazo! ¡Vaya, muchacho, si eres ya un hombre! Di atus tías que por allá iré.

IX

A la salida me detuvo en la esquina unos cuantos minutos. Iba delante demí un grupo de chiquillos que venían de la «Escuela Nacional», alegres,parlanchines, con sus bolsas de brin en bandolera, muy cuidadosos de sustinteros, unas botellitas tapadas con un corcho y pendientes de un hiloque los granujas se enredaban en el índice de la mano derecha. Casi a milado avanzaban paso a paso algunos discípulos de don Román, con elNebrija bajo el brazo, serios, graves, orgullosos, muy pagados de suciencia, como personas de altísimos saberes. Mientras los escolares sedetenían en la esquina para emprender en la parte más llana de la aceraun partido de canicas o de burras, los latinistas del «pomposísimoCicerón» siguieron de largo, volviéndose para mirarme con ciertacuriosidad entre burlona e impertinente. Al fin de la calle, delante deuna tienda, una carreta, tirada por una yunta, aguardaba la salida delos gañanes. Estaba cargada de barriles de aguardiente y pilones deazúcar blanquísima, cuyos cristales, heridos por el sol, centellaban condiamantinas luces. Los animales, entornados los ojos, parecían dormitar.El buey de la izquierda, un hermoso buey sardo permanecía inmóvil; elotro, blanco, manchado de negro, se azotaba el lomo con la cola paraespantar las moscas que le hostigaban. En la parte posterior de lacarreta, sobre el barandal, descansaba la crinosa pica.

A mi paso, en todas las calles, en ventanas y puertas, veía yo rostrosque no eran nuevos para mí. Al contemplarlos yo como que se reproducíanvagamente, allá en los rincones más escondidos de mi memoria.

Hombres y mujeres me miraban con insistencia y examinaban atentamente mitraje, sorprendidos del corte de mi ropa, del pantalón ceñido, entoncesal uso; de la americana cortita; de mi corbata roja (que losvillaverdinos decían de «chinacos»); de mi sombrero abombado, blanco,salpicado de puntitos negros, como si me le hubieran asperjado de tinta.

Antaño los villaverdinos tenían en el extranjero que llegaba a supintoresca ciudad motivo de burla y diversión. Principiaban por reirsedel color de sus vestidos y de su manera de llevar el cabello.Cuchicheaban de él en sus bigotes, le cortaban un sayo, y luego acababanpor imitar lo que censuraban,—y de la peor manera.

Hace mucho tiempo que no pongo los pies en Villaverde, y entiendo quemis paisanos son ya más cultos, pues de allá me escriben, y me dicen queya no son así: que ya no gustan de presentarse mal vestidos; que adoptanlas modas acertadamente, y que en las sastrerías villaverdinas sereciben figurines nuevos cada tres meses. Pero entonces, cuandoacaecieron los sucesos que voy a referir, era otra cosa. Los más guaposusaban zapatones de gamuza; el traje de charro, mal hecho y peorelegido, era el usual, y por eso los jinetes y cócoras de la vecinaPluviosilla, donde siempre hubo, aun entre los obreros y gente delcampo, charros muy galanos, llamaban a los petimetres de Villaverde los«charritos de barro».

En la plaza de la blasonada ciudad nada había variado: la Parroquiaestaba intacta, igual, como la dejé diez años antes, con su graciosacúpula de azulejos, su torre arruinada, abriéndose al peso de suscampanas «ponderosas»,—como decía don Román—la yerba crecida en elcementerio; el frontis del templo, festonado con espontáneos helechosque a lo largo de las cornisas lucían sus palmas séricas, y coronabancon gallardos plumajes el susodicho blasón que los villaverdinos ponenen todas partes.

Arrimado a la torre, en su rollo grietado y leproso, el cascado relojvirreinal, con su esfera de mármol y sus agujas doradas, invisibles paraquien las viese de lejos, porque las ocultaba el ramaje de soberbiosahuehuetes, a cuya sombra se refugiaban los lechuguinos que cadadomingo, después de la misa de doce, se instalan allí para ver a lasmuchachas que salen de misa muy emperifolladas y de ataque. En elcuadrante un clérigo melancólico, pensativo, fumando, como un árabedelante de su tienda; en el corredor baja de las Casas Municipales unpolicía haraposo, con el fusil al hombro, paseándose; y allá por laCalle Real, centro del miserable comercio villaverdino, una recua, unpordiosero, y el doctor Sarmiento, muy de prisa, echado el sombrerohacia la nuca; figura invariable, tipo eterno del médico de laspoblaciones cortas.

La plaza, mejor dicho el centro de ella, jardín en otro tiempo, graciasa los empeños de un prefecto santanista, se conservaba como yo la dejé.En medio la fuente secular, ancho pilón de ocho lados con surtidor degranito, en forma de alcachofa, del cual salía poderosamente gruesochorro de agua cristalina, que cuando el viento huracanado de inviernole hacía pedazos inundaba las baldosas del contorno. La barda de cal ycanto estaba ruinosa y desconchada; los bancos derruidos ydesportillados; y los naranjos que circundaban la fuente, anémicos,devorados por las hormigas. En un arriate, el único que parecía tal,algunas plantas frondosas y lucientes, enflorecidas y galanas.

Atrajo mi atención al costado del templo, un edificio nuevo, una casamagnífica, de brillante aspecto; magnífica para Villaverde y paraaquella plaza donde todo es mezquino y vulgar. Linda casa, de airosoalero, de anchas y rasgadas ventanas, con rejas de hierro, vidrieraselegantes y umbrales de mármol.

Las ventanas del salón estaban abiertas. El ajuar lujoso, loscortinajes, los muros empapelados, los espejos, los grandes cuadros congrabados finísimos que representaban escenas bíblicas (el casamiento deIsaac, Ruth y Booz, Rebeca en el pozo), todo, todo indicaba la riquezade quienes allí vivían.

Sonaba brillantemente el soberbio piano. Manos habilísimas tocaban en éluna redowa muy aplaudida, «La caída de las hojas», música soñadora ylánguida que delataba un ejecutante melancólico.

Me detuve cerca de una reja. Entonces pude columbrar el interior:gracioso jardín, amplios y frescos corredores, pretiles llenos demacetas con rosales, camelias y azaleas, jaulas y jaulitas, una pajarerallena de canarios que cantaban regocijados.

En un espejo, frontero a la ventana, vi quién tocaba. Era una jovenrubia, ataviada con modesto traje blanco, uno de esos vestidos demuselina de hilo, frescos, ligeros, vaporosos, que tanto sientan a lasmuchachas núbiles: trajes que llevan con singular donaire las pollitasde Villaverde y de Pluviosilla. ¡Qué gallarda caía en torno del taburetela ondulante cola de aquella falda!

Concluída la redowa, la hermosa señorita siguió jugando en el teclado.Primero, escalas rapidísimas, cuyas notas se desgranaban como lascuentas de un collar; luego pasajes favoritos, temas predilectos,—unfragmento melódico, arrullador y deleitoso.

De pronto, cuando menos lo esperaba yo, dejó su asiento la tocadora.Cerró el piano y corrió a la ventana.

¡Linda, hechicera criatura! Pero ¡ay! no pude contemplarla. Seguíadelante, y seguí dulcemente impresionado. Me parecía que oía yo detrásde mí el ruido de la ondulante falda de muselina. No tuve valor paravolver el rostro.

¿Por qué en aquel momento pensé en Matilde, la dulce niña de mi primeramor? ¡Ay! ¿por qué creí ver delante de mí un rostro apenado, lloroso ydolorido, el rostro de Angelina?

Minutos después, al entrar en mi casa, salió a mi encuentro la gentildoncella. Estaba radiante de alegría. Al mirarme, se encendió... y bajólos ojos.

X

Andrés vino a visitarme. Le invité a dar un paseo por las orillas delrío, y entonces me declaró que mis tías estaban en la miseria. Parasostenerme en el colegio, sin que nada me faltara, habían hecho todaclase de sacrificios. Redujeron sus gastos a lo menos posible, ytrabajaban del día a la noche, cosiendo, confeccionando pastas yconservas, y haciendo flores artificiales. En cierta época torcieroncigarrillos para «El Puerto de Vigo». Pero el mejor día enfermó tíaCarmen. Una enfermedad, muy común en Villaverde a la entrada del verano,la postró en el lecho. Pasó la disentería, pero la pobre anciana quedóachacosa. Aunque aparentemente sana, estaba herida de incurableenfermedad. Al principio se presentó un síntoma que no acertaron aexplicarse las buenas señoras:

Algo—decía la enferma—como hormigueo en la columna medular; algo quedescendía, rápido como relámpago, hacia las extremidades inferiores. Enocasiones, vértigos que duraban un instante y que dejaban a la pacientecansada y