Amaury by Alexandre Dumas - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

»¡Ah! ¡Si yo pudiese estrechar una mano cariñosa en esas horas de mudoarrobamiento que paso de pie ante mi balcón!...

¡si me fuese dable elver reflejadas en una tierna mirada todas mis impresiones!... ¡sihubiese un alma a quien poder confiar mis pensamientos!...

»Pero ¡ay!... mi destino no lo quiere. ¡Estoy condenado a vivir y morirsolo!...

»Me pregunta usted, Antonia, qué me pasa... ¿Qué quiere que yo le diga?¿Debo entristecer con mis penas un corazón que con toda sinceridad serebela abiertamente contra la soledad que le hiela y manifiesta deseosde compartir la vida de otro corazón que sienta lo que siente él?

»¡Quiera Dios que se cumpla su deseo! ¡Ojalá encuentre usted esa almaque la suya está buscando y al disfrutar todas las dichas del amor nollegue a conocer sus tempestades! Porque, ¿qué sería de usted, Antoñita,si se viese arrollada por la ola del infortunio, cuando yo, que soyhombre, he sucumbido a su empuje irresistible?

»¡Ah! Usted, Antoñita, no conoce aún el amor. El amor es fuente de gocesy de dolores, es embriaguez y fiebre, es elixir de vida y es ponzoña aun mismo tiempo. Al embriagar mata.

Cuando amamos, nuestro corazón dejade latir en nuestro pecho para latir en el de otro... Renunciamos anosotros mismos para confundir nuestra existencia con otra formandoentre las dos una sola... Gozamos anticipadamente en la tierra de lasdichas celestiales...

»Pero cuando la muerte arrebata una de las dos mitades de nuestra almatrocando nuestro dulce paraíso en un infierno de desesperación y dedolor, entonces todo ha concluido. A aquel que sobrevive sólo le restauna esperanza: la muerte, que al fin y al cabo reúne en su día a losseres que ella misma ha separado.

»Usted, Antoñita, rebosante de vida y juventud, dotada de gracia y dehermosura, tiene derecho a disfrutar la dicha que de seguro le reservael porvenir. No se deje, pues, dominar por el dolor que a su tío y a mínos arrastra hacia el sepulcro... El sentimiento de haber perdido a unahermana no debe abrir en su alma un abismo tan profundo como lo abre lapérdida de una novia, o de una hija.

»¡Y sin embargo, pudiendo reemplazar con creces su afecto, está ustedtan triste!... ¡Pobre Antoñita! Comprendo lo que le pasa, conozco biensu mal. La devora el amor; su espíritu, queriendo desplegar laactividad que hasta hoy se mantuvo en él latente, se revuelve y se agitaanheloso de tomar parte en las grandiosas luchas pasionales. Tiene ustedansia de vida porque ésta es para su ingenua inocencia un libro del queapenas ha alcanzado a vislumbrar el prólogo, y que en sus páginasencierra un misterio que lo atrae... En descifrarlo quiere ustedejercitar las portentosas facultades con que Dios la dotó... Nada haymás justo, Antoñita: es muy legítimo y natural su deseo.

»No se sonroje por ello, hermana mía; no se avergüence de su destino yde su naturaleza. Frecuente usted la sociedad y procure buscar en suseno un corazón que sea digno del suyo. Yo, desde el umbral de la tumbade Magdalena la seguiré con fraternal mirada haciendo votos por sufelicidad.

»Pero, ¿encontrará usted, Antoñita, ese corazón que pueda hacerladichosa?... ¡Ay! Como el suyo hay pocos, por desgracia, y una decepciónen esa materia, sería cosa terrible... Se aventura en ese albur laexistencia entera, y el peligro de errar aumenta con la amplitud delcampo en que se puede elegir... Hay que fiar la suerte de toda la vidaal capricho del azar, hay que seguir los impulsos de un instinto quepuede ser falaz, y eso es muy triste, Antoñita...

»Sea usted muy circunspecta; proceda con mucho tiento, y no olvide queva en ello su felicidad... ¡Ah! Si yo estuviera en París la guiaría comoun hermano cariñoso, y a fe que habría de ser bien descontentadizo y quesería preciso que el candidato a su mano reuniese en su persona prendasno muy comunes para que yo le apoyase...

»A usted, Antoñita, nada le falta. Posee gracia, hermosura, fortuna,nobleza; atesora todos los encantos de la Naturaleza avalorados por suprimorosa educación moral. Y no sería cosa de entregar una joya tanpreciada a un hombre incapaz de comprender su valor.

»Aunque sea a través de la distancia, tómeme por confidente, Antoñita.Yo procuraré hacerme cargo de las cosas y prevenir los acontecimientos,pues desde lejos, lo mismo que desde cerca, soy de usted en cuerpo yalma.

» Amaury. »

»P. S. Tenga mucho cuidado con Felipe. Le conozco bien y sé que es muycapaz de enamorarse de usted.

»Es un ente ridículo; pero su propia ridiculez puede comprometerla. Yole comparo a una máquina que tarda en calentarse, pero que, cuando alfin hierve, es siempre de temer una explosión.

»Con toda sinceridad le confieso que no quisiera ver esa prosa mezcladaa la poesía, sobrado delicada para no empañarse a su contacto.»

DIARIO DEL DOCTOR AVRIGNY

«Dios me ha escuchado al fin. ¡Gracias, Dios mío! Noto ya en mi ser ungermen de destrucción que dentro de pocos meses me conduciráindefectiblemente al sepulcro.

»Creo que no ofendo a Dios dejándome aniquilar por la enfermedad que Elme envía; no hago más que acatar sus designios.

¡Señor! ¡Señor! ¡Cúmplase Tu voluntad, así en la tierra como en elCielo!

»¡Magdalena, hija mía, aguárdame!»

XLII

ANTONIA A AMAURY

«6 de enero.

»¡Qué bien siente usted el amor, Amaury y cómo sabe expresarlo! Siempreque leo su carta (y lo he hecho ya muchas veces) pienso en lo feliz queera la mujer que logró inspirarle esa pasión y me causa honda tristezael considerar que toda su ternura y toda su abnegación carecen ya deobjetivo en este mundo.

»Me aconseja usted que frecuente la sociedad y busque en ella un afectocapaz de llenar mi corazón... ¿Para qué? ¿Quién habría, entre todoscuantos me dirigiesen palabras de amor, que pudiera ser para mí un amigocomo usted lo ha sido para Magdalena y sigue siéndolo, aun separado deella por la tumba? ¡Ay! No hay que hacerse ilusiones: esas almascaballerescas constituyen en nuestra época raros casos de atavismo. Sóloveo en torno mío hombres dominados por bajas pasiones, indiferentes atodo lo que no sea dar satisfacción a su egoísmo e incapaces de sentir ycomprender el amor en toda su grandeza.

»Así, he decidido, hermano mío, que todos mis bienes vayan a los pobrescuando mi alma abandone su envoltura carnal. Por eso, Amaury, soy tanchancera y jovial; riendo, me eximo de pensar y tomo a chacota lo que deotro modo me pondría triste y de mal humor.

»Pero dejemos a un lado ideas tan poco alegres y hablemos de FelipeAuvray.

»Esto sí que es ya otra cosa. Acertó usted, Amaury, al decir que eracapaz de amarme: Felipe me ama. Aún no me ha declarado su amor y doygracias por ello a la prudencia de su carácter, que no le deja llegar atamaño atrevimiento; pero eso salta a la vista y estaría yo ciega si nolo hubiera advertido.

»Le cree usted capaz de comprometerme, pero nada hay más lejos de laverdad. La triste figura que el pobre mozo hace siempre en mi presenciabasta para dar a comprender a cualquiera que si tiene trazas decomprometer a alguien, es solamente a sí mismo. Estoy segura de quelucha con su pasión de un modo desesperado.

»No me es molesto, aunque él lo está muchas veces, y hay momentos en queme mueve a lástima.

»¡Pobre muchacho! Le aseguro a usted, Amaury, que no es nada peligroso,y le prometo que han de pasar más de seis meses antes que el apocadoFelipe se atreva a hacerme la menor insinuación amorosa.

»No he creído necesario hablarle, a mi tío de asunto tan baladí.

No escosa de molestarle con tan poco fundamento; el pobre está cada día másabatido y es muy de temer que no tarde mucho en reunirse con su hija. Eneso cifra él toda su dicha, que a mí me arrancará muchas lágrimas el díaen que él la alcance.

»Es indudable que está herido mortalmente, no sé si a causa de la pena ode alguna dolencia originada por la concentración de su dolor.

»Acerca de esto consulté un día al doctor Gastón, aquel médico joven aquien usted concede gran talento, y él me dijo que todo trastorno moralen que se complazca el enfermo tiene grave transcendencia, sobre todo auna edad ya avanzada. Me preguntó si podría conversar siquiera cincominutos con mi tío, asegurándome que con ello tendría suficiente paraexaminar al doctor Avrigny y ver por los síntomas que le ofrezca siademás de la pena que le consume padece en efecto una verdaderaenfermedad física.

»Yo le prometí hacer cuanto estuviera en mi mano para que celebrase esaentrevista, pero aun no lo he logrado hasta la fecha.

He dicho a mi tíoque el doctor Gastón a quien él ha hecho nombrar médico de palacio y quees uno de sus discípulos más queridos tenía que consultarle acerca deltratamiento que debía adoptar para con un cliente suyo; pero él, lejosde caer en la red me contestó:

»—Ya sé de quién se trata y no veo la necesidad de tal consulta. Dile,hija mía, que es inútil todo remedio, pues la enfermedad de ese clientees mortal.

»Y al ver que yo no podía contener mis lágrimas, agregó:

»—No llores, Antoñita, no te intereses por esa persona. Aún le restanalgunos meses de vida y entretanto estará Amaury de vuelta.

»¡Dios mío! ¡Me asusto al pensar en que mi tío pueda morir estando ustedtan lejos y yo aquí sola, absolutamente sola!

»Echaba usted de menos una compañera con quien compartir el arrobamientoque le produce la contemplación de los magníficos espectáculos que laNaturaleza le ofrece a cada instante... ¿No me es a mí más necesario unamigo que confunda sus lágrimas con las mías? Yo tengo, sí, ese amigo;pero me separan de él la distancia y sus propios pesares, que lo alejande mí más que la distancia...

»¿Por qué está usted tan lejos y tan solo, Amaury, amigo mío?

¿Por quése condena voluntariamente a una soledad tan triste?

¿Qué ventajas lereporta el permanecer extraño a cuanto hay en torno suyo? Si ustedregresase sufriríamos siquiera los dos juntos...

»¡Oh! ¡Vuelva, vuelva, usted, Amaury!... Se lo ruega su hermana,

» Antonia. »

ANTONIA A AMAURY

«2 de marzo.

«Habiéndome dicho el señor conde de Mengis que un sobrino suyo al pasarpor Heidelberg se enteró de que usted estaba en esa ciudad le escriboesta carta confiando en que será más afortunada que las anteriores cuyacontestación aguardo todavía.

»¿Qué es lo que le pasa, Amaury? Hace cerca de dos meses que nada sé deusted. Le he escrito en ese tiempo tres cartas y en todas le manifestabami creciente angustia. ¿Las ha recibido usted? ¡Oh! Si hubiesen llegadoa sus manos, estoy segura de que no habría permanecido tan calladosabiendo cuánta pesadumbre me causa su silencio.

»Al saber ahora que aún vive y a dónde debo dirigirle mis cartas escribopor cuarta vez. Si ésta no obtiene respuesta inferiré que soy importunay no volveré a molestarle de nuevo.

»¡Ay! ¡Cuán desgraciada soy, Amaury! Tres personas había que me amaban,y de ellas, una ha muerto, otra está al borde del sepulcro y la tercerame olvida...

»¿Es posible que quien posee un corazón tan noble y tan generoso tengatan poca compasión de los que sufren?

»Si usted demora su vuelta y mi tío muere antes de que ésta severifique, yo ingresaré en un convento.

»Si no contesta a esta carta ya no volveré a escribir. ¡Amaury, tengausted compasión de su hermana!

» Antonia. «

AMAURY A ANTONIA

«10 de marzo.

»No he recibido esas cartas de que usted me habla, Antoñita, o por mejordecir, no he querido recibirlas.

»La penúltima de ellas me causó una impresión tan terrible que salí deColonia sin itinerario fijo, impulsado solamente por la idea de huir delmundo entero, hasta de usted misma...

»¿Conque, el doctor Avrigny está en camino de desligarse de la míseraexistencia antes que yo? ¡Siempre ese hombre me ha de aventajar entodo! ¡Magdalena nos aguardaba a los dos y el que pretendía amarla conmás vehemencia será el último en reunirse con ella!

»¿Por qué su tío, Antoñita, no permitió que me quitase la vida?

¿Por quédetuvo mi brazo con aquel falaz argumento:? « ¿A qué matarnos, si lamuerte ha de venir por si sola? »

»En parte no le faltaba razón, puesto que él se está muriendo; pero onuestras naturalezas son distintas o él tiene la edad en su favor. Locierto es que yo no puedo morir. ¡Oh, Antonia! Usted con su carta hahecho brillar esta terrible luz en mi espíritu. Poco a poco y sin darmecuenta de ello he ido cediendo a las imperiosas exigencias de lanaturaleza y de la vida que de consuno reclamaban sus derechos.

»De día en día ha ido siendo más frecuente mi contacto con la sociedadque me rodea, hasta que en una ocasión eché de ver que sólo medistinguía de los demás hombres con quienes estaba reunido la gasa queostentaba en el sombrero. Al volver a casa encontré la carta en queusted me pinta al padre de Magdalena próximo a reunirse con su hija,mientras yo cada vez llevo más alta la frente y me intereso más por lascosas terrenales.

»¿Serán acaso distintos el amor de padre y el de amante? ¿Será el uno unamor del cual se muere y el otro un amor que no nos mata?

»He huido de Colonia porque allí había adquirido algunas relaciones ysin quererlo yo mismo comenzaba a distraerme. He roto con todo y hevenido a refugiarme en Heidelberg, para escrutar aquí mi espíritu yjuzgar en la soledad y el silencio la metamorfosis que en mí se haefectuado durante estos seis meses. ¿Se habrán agotado mis lágrimas afuerza de llorar y se habrá cerrado mi herida por no tener ya sangre queverter? ¿Sería posible que yo llegase a curar? ¡Oh! ¡Mísera humanidad!¿Tan flacos somos que nada, ni siquiera el dolor, perdura en nosotros?

»No lo sé. Sólo tengo por cierto que yo no puedo morir entregándome a mipena.

»Queriendo sustraerme al bullicio de las poblaciones, me interno a vecesen las montañas y en el hermoso valle de Necker, en donde la naturalezainerte y majestuosa me brinda una paz y una tranquilidad que lanaturaleza viva y alegre de la ciudad no puede ofrecerme; pero tambiénallí veo en los brotes de las plantas los preludios de la primavera,también allí se manifiesta la vida con todas sus energías en elrenacimiento universal que me rodea. Al buscar la muerte, encuentro pordoquier el esplendor de la vida, que se me muestra pujante y vigorosa.¡Oh, sarcasmo cruel! ¡Cuántas veces me echo en cara mi ruin cobardía ycuan odiosa se me hace esa necia sociedad a la cual me creí superior enun instante de insensato orgullo!

»Hasta siento a veces tentaciones de ir a hacerme matar en África, anteel temor de que me falte la fuerza de ánimo suficiente para darme lamuerte por mí mismo.

»No sé si tengo cabal el juicio. Perdone usted, Antonieta, estasincoherencias y con ellas mi silencio y el mal efecto que haya podidocausarle. Tenga usted en cuenta mis sufrimientos.

»¿Recuerda usted el consejo que da Hamlet a Ofelia? Pues así como él ledice: Ingresa en un convento», yo también siento deseos de decirle a»usted: « Get thee to a nunnery

»Sí, Antoñita. Enciérrate en un convento, porque en el mundo no hayjuramentos eternos, ni dolores profundos ni amor duradero: todo aquí esfalso y fugaz. Tropezarás con un hombre que parecerá que te ama, que asíte lo jurará de buena fe, quizá, que querrá morir contigo si tu mueres,pero que lejos de ir a buscarte a la tumba, volverá a los pocos meses averse pletórico de vida y de salud. Get thee to a nunnery.

»Deseo ver al padre de Magdalena antes que vaya a reunirse con su hija,para caer de hinojos a sus pies y pedirle perdón. Iré, pues, a París; nosé cuándo, pero será antes del mes de mayo, yo se lo aseguro a usted.

»Se acerca ya el buen tiempo; iniciarase la era de los viajes, y a lasorillas del Rhin, vendrá a reunirse una sociedad de la que yo quierohuir a toda costa. El mejor medio para evitar su encuentro, esrefugiarme en ese París que todo el mundo abandona en el verano.

»Además, allí me lleva el deseo de verla a usted, a quien debo unaexpiación por mis culpas. Sus cartas, esas cartas que me han seguido y alas que no he contestado, han conmovido mi ser. Al leerlas parécemetener delante a una hermana cariñosa, encantadora en su tristeza,risueña y llorosa a un tiempo, pidiéndome estrecha cuenta por elabandono de que en medio de mi dolor egoísta la hacía objeto,olvidándome del suyo.

»Sí, Antoñita; quiero que usted me perdone, y para ello debo confiarlemi suerte, someterme a sus generosas inspiraciones, y poner en sus manoseste pobre corazón abatido por el infortunio, lacerado por la pena.

» Amaury. »

DIARIO DEL DOCTOR AVRIGNY

«El doctor Gastón ha venido a visitarme pretextando querer celebrarconmigo una junta; pero en realidad, con el solo propósito de verme. Yame explico su deseo: Antoñita le ha dicho que estoy enfermo y él haquerido examinarme.

»Pero yo, sospechando la verdad, me he negado a recibirle.

Quieroguardar para mí solo, substrayéndolo a toda mirada extraña, el tesoroque Dios se digna enviarme.

»Mucho tiempo he pasado en la incertidumbre; pero hoy ya los síntomas noofrecen la menor duda: estoy atacado de una cerebritis, de una de esasraras dolencias que siguen casi siempre a un dolor moral intenso.

»Se me presenta magnífica ocasión de hacer en mi propio cuerpo estudiosque habrán de ser sumamente curiosos para la ciencia, pues nada hay másinteresante para el médico que seguir las fases que una enfermedadrecorre libremente al través de un organismo humano sin tropezar contrabas que traten de detener sus progresos.

»Atravieso el primer período. En ocasiones noto que momentáneamente heperdido la memoria, y a este fenómeno suceden extrañas exaltaciones,dolores de cabeza, tan agudos como pasajeros, y contracciones parciales,que con frecuencia, y cuando menos lo espero, me hacen caer en miasiento o privan de movimiento a mis brazos cuando los alargo en buscade algún objeto.

»De aquí a dos o tres meses todo habrá terminado y no sufriré ya.

»¡Dos o tres meses! ¡Qué largo es ese plazo!

»Mas, ¡cuán ingrato soy! ¡Perdóname, Dios mío!

XLIII

El 1.º de mayo hacia las once de la mañana como tenía de costumbre,llegó Antoñita a Ville d'Avray, encontrando al doctor Avrigny inclinadoun grado más, hacia la sepultura.

Desde algún tiempo acá notaba en aquella inteligencia, antes vigorosa,extrañas distracciones y algo así como un principio de insania.

El espíritu se perturba como la vista a fuerza de mirar siempre hacia unmismo objeto y así la única idea que irradiaba en las tinieblas deaquella triste existencia, la arrastraba como un fuego fatuo hacia losabismos de la locura a fuerza de contemplar la muerte.

No obstante, el 1.º de mayo, haciendo un supremo esfuerzo, y comoestimulado por la rapidez del tiempo, quiso informarse con mayorsolicitud aún que en las anteriores visitas de la vida presente y de losproyectos que su sobrina había trazado para el porvenir.

Antonia procuraba evadir la conversación siempre enojosa; pero el doctorinsistió diciendo con alegre y serena sonrisa:

—Oye, Antoñita, no trates de engañarme, hazte cargo de la realidad.Presiento ya mi fin, y mi alma que, en efecto, está más impaciente queel cuerpo, empieza por abandonar a intervalos este mundo para volar alotro en ensueños y divagaciones. Este es mi estado y podrás creerme queme congratulo de ello, porque el hecho de que un cerebro se rebelecontra mi voluntad es un síntoma de lúcido y antes de que me abandonedel todo, quiero pensar en ti, querida hija de mi hermana, para que tumadre me reciba allá arriba con satisfacción. Primeramente: ¿A quiénsueles recibir en tu casa, Antoñita?

La sobrina del doctor empezó a nombrar a aquellas de sus antiguasamistades que no habían cesado de visitar la casa de la calle deAngulema, citando por último a Felipe Auvray.

El enfermo recapacitó.

—¿Ese Felipe Auvray no es amigo de Amaury?

—Sí, señor.

—¿Uno muy elegante?

—¡Oh! no, tío.

—Pero joven y de gran posición, ¿no es eso?

—Sí.

—¿Noble?

—No.

—¿Te ama?

—Lo sospecho.

—¿Y tú a él?

—Ni un comino.

—A eso se llama contestar categóricamente. Pero, ¡vamos!

¿no amas aotro?

—Mi pecho no alberga otro amor que el de usted, tío—

respondió la jovensuspirando.

—Antoñita, eso no basta. Dentro de un mes o dos yo voy a dejar deexistir, y si sólo me amas a mí no quedará nadie que te ame.

—¡Oh! tío de mi alma, espero que se habrá usted equivocado.

—No lo creas, hija mía; no me equivoco: mis fuerzas me abandonan de díaen día. Todas las mañanas cuando voy a despedirme de mi pobreMagdalena, me da el brazo José, que tiene cinco años más que yo.Afortunadamente—prosiguió volviéndose al cementerio,—esa ventana abrepor casualidad sobre su tumba, de suerte que a lo menos podrécontemplarla en el momento de morir.

En aquel momento dirigió los ojos hacia el lugar donde reposabaMagdalena, y levantose de súbito, apoyando la mano sobre uno de losbrazos de su butaca con una fuerza insólita, exclamando con visibleemoción:

—¿Quién es aquel que está ante la tumba de Magdalena?

Dime, ¿quién es?

Después sentose de nuevo, diciendo:

—¡Ah! no es un extraño: es él.

—¿Quién?—exclamó Antoñita precipitándose al exterior.

—¡Amaury!—respondió el doctor.

—¡Amaury!—repitió Antoñita, apoyándose en el muro, porque se sintiódesvanecer.

—Sí. A su vuelta, ha querido hacer a esa tumba su primera visita.

Y dicho esto volvió a quedar el doctor en su inamovilidad y silencio decostumbre.

Antoñita quedó asimismo muda e inmóvil, mas por una causa totalmentediversa. El doctor no sentía nada; ella, en cambio, sentíaexcesivamente.

El que acababa de llegar era, efectivamente, Amaury, quien se habíahecho llevar en seguida al cementerio. Una vez allí se arrodilló sobrela tumba, oró durante diez minutos y luego dirigiose hacia la la puertacon ánimo de retirarse.

Antoñita experimentó un extraño desfallecimiento, pues comprendió queiba a entrar en la estancia.

Efectivamente, unos segundos después, oyéronse los pasos de alguien quesubía la escalera, abriose la puerta y apareció Amaury.

A pesar de estar advertida, Antoñita no pudo reprimir un grito quepareció despertar al doctor de su letargo y de su postración.

—¡Amaury!—exclamó Antoñita.

—¡Amaury!—dijo tranquilamente el doctor, cual si se hubiese separadola víspera de su pupilo.

Tendiole la mano y Amaury se le acercó y se postró ante él de hinojos.

—Bendígame, padre mío,—dijo.

El doctor puso, sin decir palabra, las manos sobre su cabeza.

Amaury permaneció unos momentos en esta posición mientras sus ojosvertían abundantes lágrimas. Antoñita hacía lo mismo; sólo el viejopermanecía impertérrito.

Por fin, levantose el joven y acercándose a Antoñita le besó la mano.Luego, los tres se contemplaron un instante en el mayor silencio.

El efecto que el doctor produjo a Amaury era de los más deplorables.Después de ocho meses de ausencia le encontraba más cambiado que sihubiesen transcurrido ocho años. Su pecho se había encorvado, su frenteestaba llena de arrugas, la voz le temblaba, y sus cabellos se habíanpuesto blancos como la nieve.

No era ya más que una ruina.

Respecto a Antoñita, no parecía sino que el tiempo, al trazar cada díauna nueva arruga en el rostro del anciano, había añadido una gracia másal bello semblante de la joven.

En efecto, Antoñita estaba más encantadora que nunca y nada había máshechicero que la elegante y ondulosa línea de su talle.

Las rosadasventanas de su graciosa nariz, aspiraban ávidamente la vida, y susnegros y rasgados ojos, parecían tan capaces de expulsar la melancolíacomo el gozo, tan fáciles para la ternura como para la tristeza. Sucutis tenía la frescura y el aterciopelado del albérchigo; su boca elcarmín de la cereza; sus manos eran diminutas, blancas, mórbidas yvenosas; sus pies minúsculos.

Amaury la estaba contemplando y no acertaba a reconocerla.

Era una hurí,una musa, un hada, que aparecía de pronto ante sus ojos.

Consistía esto en que antaño, cuando Antoñita estaba cerca de Magdalena,la miraba raras veces y sin ninguna atención.

Por su parte, Antoñita le encontraba muy cambiado, quizá mejorado. Lasoledad no le había perjudicado, y el pesar, en vez de ajar susemblante, había impreso en él un sello de gravedad que no le sentabamal. El hábito de pensar, que su turbulenta ociosidad no conocía, habíadotado su mirada de una expresión más profunda y ensanchado su frente.Además las largas excursiones por las montañas, habían fortificado suorganismo, como las ideas y reflexiones lo habían hecho a su vez con suenergía moral y su voluntad. La palidez de su rostro le hacía másespiritual, más serio y sencillo, más hombre, en una palabra.

Al través de sus entornados ojos, Antoñita le contemplaba y sentíaagitarse en su espíritu mil confusos pensamientos.

El doctor rompió el silencio.

—Te encuentro mejor, Amaury—dijo,—y tú también debes encontrarmemejor a mi, ¿no es verdad?—añadió con intención.

—Efectivamente—respondió el joven:—es usted muy dichoso y le doy porello mi enhorabuena. ¡Qué le vamos a hacer! Es la voluntad de Diosmanifestada por la Naturaleza que no tiene el hábito de obedecerme comoa usted. Ahora—añadió con gravedad,—estoy resuelto a vivir mientras alSeñor le plazca.

—¡Oh! ¡Gracias, Dios mío!—dijo Antoñita con las lágrimas en los ojos.

—¡Vas a vivir!—repuso el doctor.—Está bien. Así te he conocido yosiempre, sincero y animoso. Apruebo tu resolución.

¡Vive!

A decir verdad no ocultaré que casi me avergüenza el pensar que el dolordel padre ha sido más intenso y más mortífero que el del novio, pero alreflexionarlo con detención pienso que quizá no es cosa tan admirable,el sucumbir de pena, como el vivir en la viudez solo, grave y resignado,tratando con generosa, bondad a los demás hombres, tomando parte en susactos sin menospreciarles, y en sus ideas sin que ejerzan en el ánimoinflujo alguno.

—Esa, padre, es la vida, que quiero llevar, ése es el papel que enefecto me está reservado para el porvenir—dijo Amaury.—