Aguas Fuertes by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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LOS AMORES DE CLOTILDE

(NOVELA)

En el cuarto de Clotilde, primera actriz de uno de los teatros másimportantes de la capital, se reúnen todas las noches hasta media docenade amigos. La tertulia dura casi siempre tanto como la representación;pero tiene algunos paréntesis. Cuando la actriz necesita cambiar detraje se dirige a sus tertulios con sonrisa graciosa y ojos suplicantes:

—Señores, ¿me dejan ustedes un momentito?… un momentito nada más.

Todos se van al saloncillo y aguardan con paciencia: me he equivocado,no todos, porque el más joven de ellos, que estudia hace tres años eldoctorado de medicina, aprovecha la ocasión y va a dar una vuelta porlos bastidores a estirar un poco las piernas y a pescar algún besodescarriado. Pero en fin, la mayoría espera paseando o sentada a queClotilde entreabra la puerta y asomando su cabeza de reina o de villana,según el papel que va a representar, les grite:

—Adelante, caballeros… ¿He tardado mucho?

Para D. Jerónimo siempre. Es el último que sale refunfuñando y elprimero que entra en el cuarto. No acaba de transigir con esta púdicacostumbre: y aunque no se atreva a expresarlo, allá en el fondo de supensamiento encuentra poco cortés que se le eche de su asiento para queaquella mocosita se vista: ¡a él que hace treinta años pasa la vidaentre bastidores y ha sido el íntimo de todas las actrices y actoresantiguos y modernos!

Tiene cincuenta y cuatro años, y es empleado en el Ministerio deUltramar desde los veinticinco. Todos los Gobiernos le han respetadocomo una rueda indispensable de la maquinaria administrativa de lascolonias: soltero y mártir de las patronas. Allá en su juventud secuenta que escribió un drama que le valió una silba y la entrada portoda la vida en el escenario de los teatros. Resignado o no resignadocon el fallo del público, dejó de escribir dramas y adoptó el noblepapel de protector de autores y artistas desconocidos y de empresasarruinadas. El joven provinciano que llegase a Madrid con un drama en elbolsillo, no podía emprender camino mejor para verlo representado que elde la casa de D. Jerónimo. Todo lo acogía con los brazos abiertos, maloy bueno. Sin embargo, como era asaz rudo en sus modales, no escatimaba alos autores noveles que se confiaban en él y le leían sus producciones,las censuras fuertes y hasta los insultos:—«Toda esa relación es purofárrago; eche V. tinta sobre ella.—Pero venga V. acá, alma de Dios,¿cómo quiere usted que un hombre que está a punto de matar a otro,suelte diez y siete décimas sin respirar!—¡Jesús qué disparate! ¡Amorplatónico a una prostituta! ¡Usted se ha caído de un nido, joven!» Elque entendía un poco la aguja de marear no se incomodaba, seguíaadelante y al terminar depositaba el manuscrito en manos de D. Jerónimo.Y era bien seguro que el drama se ponía en escena. El veterano de losbastidores ejercía mucho ascendiente con ribetes de miedo sobre empresasy cómicos: cuando se incomodaba ¡tenía una lengua! Si el drama erasilbado, protestaba lleno de ira contra el juicio del público y seguíaprotegiendo con más fuerza al autor. Si lograba buen éxito, callaba ysonreía voluptuosamente, pero no volvía a acercarse al poeta aplaudido.Cuando éste se quejaba de su desvío, respondía: «Usted ya ha demostradoque tiene alas; vuele V., amigo mío, vuele V., que yo tengo que soltar aotros pobrecitos».

Su vida privada ofrecía muy poco de particular. Todas las noches, alsalir del teatro, se iba al café Habanero, donde cenaba constantementeun beefsteak con una chica de cerveza. Y, según cierto amigo que lehabía observado repetidas veces, combinaba siempre su refacción con talarte, que había de concluir al mismo tiempo con el último bocado decarne, el último de pan y el último sorbo de cerveza.

Esta noche la tertulia se presenta muy animada. Los amigos de la actrizcharlan y ríen más que de costumbre. Don Jerónimo, embozado en su capa(es privilegio), arrellanado en el sillón de la esquina y con unempedernido cigarro en la boca (es privilegio también), deja escaparfamosos chistes, que a veces obligan a los tertulios a dirigir la vistahacia Clotilde y a colorearse levemente las mejillas de ésta.

DonJerónimo no lo echa de ver; la ha conocido tan niña, que se cree conderecho a prescindir de ciertos miramientos debidos a las damas;suponiendo que se los haya tributado en su vida a alguna, que no locreemos. La ha conocido muy niña y la ha encaminado al teatro: cuandotropezó con ella vivía muy estrechamente aprendiendo el oficio deflorista: hoy, merced a su talento, gana lo bastante para mantener condecoro a su madre y sus hermanas.

Es agraciada y simpática más que hermosa; la tez morena, los ojosrasgados y negros, lo más bonito de su rostro; la boca un poco grande,pero fresca con dentadura admirable. Está vestida de dama del tiempo deLuis XV, con una peluca blanca que le sienta a maravilla. No toma parteapenas en la conversación. Parece muy satisfecha con escuchar solamente,girando sin cesar sus ojos serenos de uno a otro interlocutor ysonriendo a menudo cuando se dirigen a ella.

Al llegar a cierto punto, se oye la voz del traspunte.

—Señorita Clotilde, cuando V. guste…

—Vamos allá—dice levantándose.

Se dirige al espejo, se da los últimos toques a las cejas y pestañas conel pincel, arregla con mano un poco nerviosa los tirabuzones de lapeluca, la cruz de brillantes que lleva al cuello y los pliegues delvestido. Sus amigos guardan un instante silencio y contemplan estasmaniobras distraídamente.

—Señores, hasta luego.

Y sale del cuarto seguida de su doncella, que le lleva recogida la cola,una espléndida cola de raso color crema.

—¡Cada día va estando más linda esta Clotilde!—dice el estudiante deldoctorado, dejando escapar un imperceptible suspiro.

D. Jerónimo da una enorme chupada al cigarro y queda envueltoinstantáneamente en una nube de humo. Por eso nadie advierte la sonrisade triunfo con que acoge la observación.

—A mí también me parece más bonita cada día—dice otro tertulio;—perocreo que se ha modificado mucho su genio de algún tiempo a esta parte…Usted, pollo, no la ha conocido como nosotros… Era una loquitaencantadora, ¡tan alegre! ¡tan traviesa!… Nadie podía estar a su ladode mal humor… Ahora la encuentro grave, triste casi siempre…

—Es verdad que me ha chocado la melancolía que hay en sus ojos…

D. Jerónimo dio otra enorme chupada al cigarro. Nadie vio el relámpagode ira que pasó por su rostro.

—Estos cambios, pollo, solamente los opera el amor.

—¿Algún novio?

—Eso… D. Jerónimo conoce bien la historia…

—Voy a contarla—dijo sordamente aquél desde el fondo de su embozo,—ycrean ustedes que no es plato de gusto contar estas niñerías… Pero setrata de una chica a quien todos queremos y cuanto a ella se refieredebe interesarnos.

Hará cosa de tres años se presentó al director de este teatro un jovenelegantemente vestido, con el manuscrito de un drama bajo el brazo. Nohay nada en el mundo más imponente y aterrador que un joven bien vestidoque lleva debajo del brazo el manuscrito de un drama. El directorprocuró escurrir el bulto, le dio algunos quiebros con maestría y variospases, pero al fin fue cogido en la misma cuna; quiero decir, que eljoven le convidó un día a almorzar, le llevó engolosinado ofreciéndolela perspectiva de unas cuantas docenas de ostras empapadas en Sauterne,y como postre le descerrajó el drama a quema ropa.

El drama era efectivamente un tiro. Pepe hizo lo que ustedes saben quese hace en estos casos; se admiró profundamente de la versificación,dijo ¡bravo! al llegar a ciertos pensamientos enrevesados, y por últimopropuso algunas reformitas en el acto segundo, con las cuales quedaríala obra que ni pintada.

El poeta incauto se fue a su casa muy complacido y se puso a trabajarcon ardor en las reformas. Al cabo de quince días volvió a presentarse aPepe; pero éste halló entonces el acto primero un poco lánguido y leaconsejó que a todo trance le diera más movimiento y lo acortase unpoquito. En mover el acto primero tardó el poeta un mes: cuando sepresentó de nuevo, el director, mostrándose muy admirado siempre de laversificación y de algunos pensamientos, manifestó algunas dudasrespecto a que la obra fuese teatral. Que fuese literaria no teníaninguna, al contrario, le parecía que en ese concepto podía competir conlas mejores de Ayala… pero teatral… realmente teatral… eso ya eraotra cosa.

—¿Qué diferencia es esa, D. Jerónimo?… No entiendo…

—Pues se la explicaré a V., pollo. Llamamos entre bastidores, teatralesa las obras buenas y literarias a las malas.

—¡Ah!

Después de manifestar estas dudas, concluyó por proponer otras cuantasreformitas en el acto tercero.

Al fin el poeta comprendió, cosa verdaderamente maravillosa, porque lospoetas, que todo lo comprenden, que saben por qué vuela tan alto elcóndor, ascienden a los cielos y bajan a los abismos y penetran elsentido íntimo de todas las cosas creadas, no son capaces de entenderque sus obras a veces no gustan a los que las escuchan. Nuestro joven, aquien llamaremos Inocencio, recogió no poco mohíno su manuscrito yestuvo algún tiempo sin dar cuenta de sí; mas al fin, sin duda despuésde haber meditado profundamente, se presentó cierta mañana en casa deClotilde. Excuso decirles a ustedes que llevaba el manuscrito debajo delbrazo.

Esperó con paciencia en la sala a que nuestra amiga hiciese sutoilette, y cuando ésta se presentó al cabo, vio delante de sí a unjoven ruboroso, confundido, pero simpático y elegante, que la rogó conlabio balbuciente le otorgase el favor de escuchar la lectura de undrama. Deben ustedes saber que a las mujeres les gusta mucho ejercerprotectorados, muy singularmente sobre los jóvenes simpáticos yelegantes; así que no les sorprenderá que Clotilde escuchase conpaciencia el drama y hasta lo hallase muy aceptable. El joven se confióa ella enteramente, depositando en sus hermosas manos el manuscrito,cual si fuese un niño recién nacido, y ella lo recogió como madrecariñosa y lo tomó bajo su amparo, prometiendo velar por su preciosaexistencia y presentarlo en el mundo. El joven manifestó que esaresolución era digna de un noble corazón cuya fama había llegado ya asus oídos. Clotilde contestó que no era bondad de su parte el trabajarporque el drama se representase, sino un acto de justicia. El joven dijoque le halagaba muchísimo esa idea, porque el inmenso talento deClotilde y el acierto de sus juicios estaban bien reconocidos por todos,pero que no osaba forjarse tal ilusión. Clotilde declaró que habíamuchas reputaciones usurpadas en el mundo y que una de ellas era lasuya, pero que en esta ocasión creía estar en lo firme. El joven replicóque cuando el río suena, agua lleva, y que cuando todo el mundo seempeña en admirar no sólo la singular belleza y la inspiración artísticade una persona, sino también su claro ingenio y su brillanteilustración, era necesario bajar la cabeza. Clotilde dijo que no labajaría en esta ocasión porque estaba bien persuadida de que el mundo seengañaba mucho acerca de lo que llamaba su talento y que no era otracosa que un puro instinto. El joven puso el grito en el cielo contraesta mistificación, que no tenía absolutamente ninguna razón de ser;pero dulcificándose de pronto, mostrose profundamente conmovido ante lamodestia de su protectora, y juró por todos los santos del cielo quejamás había conocido otra semejante. En fin, que el manuscrito fueganando por momentos terreno en el corazón de nuestra simpática amiga, yque el joven se despidió de ella, embargado por la emoción, hasta eldía siguiente.

Al día siguiente Clotilde se presentó al empresario y le arrancó,mediante la amenaza de rescindir el contrato, la promesa de llevar a laescena lo más pronto posible el drama de Inocencio. Este dio las graciasaquella misma tarde a su protectora y la hizo además su confidente.Pertenecía a una familia distinguida de provincia, aunque sin grandesrecursos de fortuna; a probarla había venido él a Madrid, confiadoúnicamente en su ingenio. En el pueblo decían que tenía talento, y quesi publicase en Madrid los versos que había insertado en El Eco delTajo, hablarían de él como de Núñez de Arce y Grilo: no sabía si estoera cierto, pero sentía su corazón lleno de nobles propósitos, y amabaal teatro más que a las niñas de sus ojos. ¿Llegaría a ser un Ayala o unTamayo? ¿Sería rechazado por el público? Era un misterio inextricablepara él.

En esta sesión Clotilde averiguó dos cosas importantísimas; a saber: queInocencio tenía un talento que no le cabía en la cabeza y que no habíaen Madrid quien se pusiera con más gracia la chalina. Excuso decirlesque menudearon las sesiones confidenciales, y como resultado de ellas,que Clotilde sufrió todos los días la influencia fascinadora de estachalina sobrenatural; a la postre se declaró vencida, entregándose aella atada de pies y manos. La chalina se dignó alzarla del suelo yotorgarle la merced de su cariño.

—¿Cómo la chalina?—preguntó uno que dormitaba.

Don Jerónimo dio una inmensa, infernal chupada al cigarro en testimoniode desagrado, y prosiguió sin hacer caso:

—Por entonces empezaron los ensayos del drama de Inocencio, que setitulaba, si mal no recuerdo Subir bajando;… callen ustedes, meparece que era al revés; Bajar subiendo… En fin, de todos modos, eraun gerundio y un infinitivo. Yo vi en seguida que se habían entabladorelaciones amorosas entre nuestra amiga y el autor, y como realmente,por más que Inocencio fuese un mal poeta, según los informes de Pepe,parecía un buen muchacho, me alegré de ellas y las alenté en lo quepude. Clotilde se confesó conmigo, declarándome que estaba perdidamenteenamorada; que sus aspiraciones ya no tenían nada que ver con el arteescénico, el cual le parecía una esclavitud insoportable; que su idealera vivir tranquilamente, aunque fuese en una guardilla, unida al hombreque adoraba; que la mujer había nacido para ser el ángel custodio delhogar y no para divertir al público, y que estimaba ella más el reinaren una humilde vivienda iluminada por el amor que todos los aplausos dela tierra. En fin, caballeros, nuestra amiga se encontraba en plenoidilio.

Inocencio no estaba menos enamorado, al parecer. A menudo los encontrabapaseando por los parajes solitarios del Retiro, a distancia respetablede la mamá, que se detenía oportunamente a contemplar los primerosbotones de las flores o algún insecto curioso: las mamás, en esta épocade crisis marital, tienen la obligación de ser admiradoras de las obrasde la naturaleza. La parejita de tórtolas se detenía al verme y mesaludaba ruborizada. No les puedo ocultar a ustedes, que aunque losentía por el arte, me alegraba de que Clotilde se casara: la mujersiempre necesita el amparo del hombre. Y lo cierto es, que eran dignosel uno del otro por la figura: Inocencio tenía una presencia muysimpática.

En el teatro no se hablaba de otra cosa más que de este matrimonio enciernes. Todo el mundo se alegraba, porque Clotilde es la única artistadesde el principio del mundo, que ha llevado a cabo la empresa, hastaahora juzgada insuperable, de hacerse querer de sus compañeras.

Observé, no obstante… ya saben ustedes que soy observador; es la únicacualidad que tengo; la observación, a la cual no dan importancia losautores ahora; hoy todo es hojarasca en los dramas, muchos rayos deluna, que se quiebran al pasar por el follaje de los árboles, muchadescripción de alboradas y crepúsculos, muchos símiles retorcidos…¡Todo eso es!… Cuando algún autorcillo me viene con tales monadas yole digo: ¡al grano, al grano!… El grano es el drama, que no existe enla mayor parte de los idem

—¿Se enfada V., D. Jerónimo?

—Pues, como decía a ustedes, observé, que según los ensayos ibanadelantando, crecía el ascendiente de Inocencio sobre nuestra amiga. Eltono en que se dirigía a ella ya no era el humilde y cortesano delprincipio: corregíala a menudo en la manera de decir, señalábala lasactitudes y el gesto que debía adoptar, y a veces, cuando la actriz nocomprendía bien sus deseos, llegaba a dirigirla públicamente palabrasseveras y miradas más severas aún. Nuestro poeta tronaba y relampagueabaya como amo y señor. Clotilde lo aceptaba de buen grado: ella tandesdeñosa con los autores más eminentes, se estiraba y se encogía ahoracomo blanda cera en las manos de este muñeco insulso. Era de ver lahumildad con que aceptaba sus correcciones, y la inquietud que lacausaban las censuras: mientras duraba el ensayo tenía los ojos puestosconstantemente en él, espiando como esclava sumisa los deseos de sudueño. El poeta, arrellanado en una butaca, con el brasero delante,dirigía la escena en la forma dictatorial que pudiera hacerlo GarcíaGutiérrez o Ayala: una mirada suya bastaba para ruborizar o ponerpálida a Clotilde: los demás no protestaban por respeto a ella. Cuandosalía de la escena, venía presurosa a sentarse al lado de su novio, quese dignaba acogerla a veces con una sonrisa soberana, otras conindiferencia olímpica. Yo estaba escandalizado.

Una vez me acerqué por detrás y escuché lo que hablaban. Clotildellevaba la palabra sosteniendo con calor que el Subir bajando o elBajar subiendo de Inocencio era mejor que Un drama nuevo. El jovense defendía débilmente. Otra vez hablaba acerca de su futuro enlace.Clotilde pintaba con frase apasionada el retiro donde irían a escondersu felicidad: un cuarto alto del barrio de Salamanca, lleno de luz, unnido risueño donde Inocencio trabajaría en su despacho, escribiendocomedias, mientras ella bordaría a su lado en el mayor silencio: cuandose fatigase, charlarían un instante para descansar y después le daría unbeso y emprendería de nuevo su tarea: por la noche saldrían cogidos delbrazo a dar una vuelta y a casa otra vez: nada de teatro; lo aborrecíacon toda el alma: en la primavera irían a pasear por las mañanas alRetiro y tomarían chocolate entre los árboles; en el verano a pasar unmes o dos a la provincia de Inocencio a proveerse en el campo de buencolor y de salud para el invierno.

La descripción de este tierno idilio, que a mí, con ser machucho, mehacía bailar el corazón dentro del pecho, no producía en el autor novelmás que una impertinente soñolencia que sólo desaparecía repentinamentecuando dirigía con voz imperiosa alguna advertencia a los cómicos.

Llegó, por fin, el día del estreno. Todos estábamos ansiosos por ver elresultado: la opinión corriente era que el drama ofrecía poco departicular; pero como Clotilde había puesto en el desempeño toda sualma, teníase como seguro un gran éxito. En el ensayo general nuestraamiga había hecho verdaderos prodigios: hubo un instante en que lospocos curiosos que asistíamos a él nos levantamos electrizados,convulsos, gritando desaforadamente. No pueden ustedes figurarse qué amaravilla decía su parte. Entonces me vino de golpe una idea a lacabeza: relacionando todas mis observaciones sobre los amores deClotilde me convencí hasta la evidencia de que Inocencio al enamorarlano se había propuesto otra cosa que adquirir una interpretaciónexcepcional para el papel de la protagonista de su drama y asegurar eléxito lisonjero de esta suerte. No quise comunicar mis sospechas anadie; callé y esperé; pero declaro que el chico me fue desde entoncesmuy antipático.

El ruido que los amigos de Inocencio habían hecho con motivo del drama,el haberlo elegido Clotilde para su beneficio y la voz esparcida de quela célebre actriz iba a obtener en él un triunfo señaladísimo hizo quelos revendedores expendiesen todas las localidades a precios fabulosos:conozco un marqués que dio once duros por dos butacas. Este cuarto dondenos hallamos se llenó, como todos los años, de flores y baratijas; no sepodía andar en medio de tanta chuchería de porcelana, librospreciosamente encuadernados, estuches de ébano, marcos de retrato y unsin fin de objetos de bazar.

La sala estaba brillante: las damas más encopetadas, los hombresilustres de la política, la literatura y la banca; en fin, la highlife, como ahora se dice. Pero más brillante y más radiante estaba aúnInocencio; radiante de gloria y felicidad, recibiendo con agrado acuantas personas venían a ver los regalos, dictando órdenes a lostraspuntes y tramoyistas para el conveniente decorado de la escena ymultiplicando las sonrisas y los apretones de mano hasta lo infinito.Clotilde, igualmente, aparecía más bella que nunca, revelando en surostro expresivo la dulce emoción que la embargaba y el ansia de ganarlaureles para su dueño.

Abriose el telón, y todos se fueron a ocupar sus asientos. En las cajassólo nos quedamos el autor y cuatro o seis amigos. Las primeras escenasfueron como siempre recibidas con indiferencia; las segundas con algúnagrado; la versificación era fluida y elegante, y el público, comoustedes saben, se paga de las frasecillas de bombonera. Llegó elmomento de entrar Clotilde en las tablas y hubo en el público unmurmullo de curiosidad y expectación. Dijo su parte discretamente, perosin gran calor, se adivinaba que estaba poseída de miedo. Bajó el telónen silencio.

Al instante poblose el saloncillo y los pasillos de amigos de Inocencio,que venían presurosos a decirle que la exposición de su drama eralindísima.—¿Pero qué tiene Clotilde?… Apenas se mueve en la escena…¡ella tan viva y tan suelta!—Nuestra amiga confesaba, en efecto, quehabía sentido mucho miedo y que esto la embarazaba extremadamente. Elautor, sobresaltado por el éxito de su obra, trataba de persuadirla aque abandonara todo temor, que se mostrase como ella era y que nopensase para nada en él, mientras dijese los parlamentos.—No puedoremediarlo, contestaba Clotilde, estoy hablando y pienso al mismo tiempoen que eres tú el autor y me imagino que no va a gustar el drama y measusto.—Inocencio se desesperaba; dirigíale ruegos, advertencias,argumentos, la acariciaba, sin tener en cuenta que le veían: trataba deinfundirle valor, excitando su amor propio de artista; en fin, hacíatodo lo imaginable para salvar su obra.

Dio comienzo el acto segundo. Clotilde tenía algunas escenas patéticas:al comenzarlas se produjo un poco de ruido en el público y esto bastópara que se desconcertase y lo hiciese rematadamente mal, como nunca lohabía hecho en su vida. Oyéronse no pocas toses y fuertes murmullos deimpaciencia. Al finalizar el acto, algunos amigos indiscretos quisieronaplaudir, pero el público se les vino encima con un inmenso y aterradorchicheo. El autor, que estaba a mi lado, pálido como un muerto, sedesahogó con algunas palabrotas groseras y se fue al cuarto de Pepe envez de el de Clotilde, donde sus amiguitos le consolaron, echando laculpa del fracaso a aquélla y encendiendo más y más la ira que rebosabade su corazón. Mientras tanto, nuestra pobre amiga se encontraba muyafectada y abatida, preguntando a cada instante por su Inocencio. Yo,para no afligirla más, le dije que el autor lo había tomado conresignación y se había salido del teatro a respirar un poco el fresco.La infeliz se revolvía contra sí misma echándose toda la culpa.

Se alzó el telón para el acto tercero: todos acudimos a las cajas conafán. Clotilde se mostró al principio, por un esfuerzo poderoso de lavoluntad, más serena que antes; pero ya la gente se encontraba dispuestaa la broma y no valió ningún recurso para ponerla seria. El público,cuando presiente el jaleo, es lo mismo que una fiera cuando huele lasangre: no hay quien lo ataje, y es necesario darle carne a toda costa.Y la verdad es, que en aquella ocasión se cebó de lo lindo; toses,risas, estornudos, patadas, silbidos; de todo hubo. A nuestra pobreamiga se le saltaron las lágrimas y estuvo a punto de desmayarse. Cuandobajó el telón buscó con la vista a su amante, pero había desaparecido.En el cuarto, a donde yo la seguí, gimió, pateó, se desesperó, se llamóestúpida, dijo que se iba a marchar a una aldea a cuidar gallinas, etc.,etc. Me costó mucho trabajo sosegarla, pero al fin lo conseguí, si bienquedó en un gran abatimiento. En la tristeza que sus ojos revelaban,advertí que le atormentaba horriblemente la desaparición de Inocencio.

La puerta del cuarto se abrió repentinamente; el poeta silbado sepresentó; estaba pálido, pero tranquilo al parecer: a primera vistacomprendí, no obstante, que aquella tranquilidad era ficticia y que lasonrisa que contraía sus labios tenía mucha semejanza con la de losajusticiados que quieren morir serenos.

Un relámpago de alegría iluminó el semblante de Clotilde: alzosevelozmente y le echó los brazos al cuello, diciéndole con voz conmovida:

—¡Te he perdido, mi pobre Inocencio, te he perdido!… ¡Qué generosoeres!… Pero mira… yo te juro, por la memoria de mi padre, que te hede desquitar de la humillación que acabas de sufrir…

—No hace falta que me desquites, querida—repuso el poeta con tonososegado, donde se advertía la ira desdeñosa,—mi familia no haconquistado un nombre ilustre por la intercesión de ningún cómico;renuncio desde ahora, de buen grado, al teatro y a todo lo que con élse relaciona… Con que… hasta la vista.

Y separando nuevamente los brazos que sonriendosarcásticamente, retrocedió algunos pasos y miróestupefacta: después cayó desmayada en el diván.

Al verla en tal estado se me encendió la sangre y salí detrás del chico:alcancele cerca de la escalera, y agarrándole por la muñeca le dije:

—Oiga V… Lo primero que un hombre debe ser, antes que poeta, escaballero… y V. no lo es… El drama se ha silbado porque le falta lomismo que a V… el corazón… Aquí tiene V. mi tarjeta.

—¿Y le mandó los padrinos, D. Jerónimo?—preguntó el estudiante deldoctorado.

—¡Silencio, silencio!—exclamó un tertulio—aquí llega Clotilde.

La simpática actriz apareció efectivamente en la puerta, y sus grandes ytristes ojos negros que resaltaban bellamente debajo de la blanca pelucaa lo Luis XV, sonrieron con dulzura a sus fieles amigos.