Aguas Fuertes by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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LA BIBLIOTECA NACIONAL

Madrid posee una biblioteca nacional. Esta biblioteca se halla situadaen la calle del mismo nombre que desemboca por un lado en la plaza de laEncarnación y por el otro en la de Isabel II. Es fácil reconocer eledificio. Además, posee en el barrio de Salamanca los cimientos de unanueva biblioteca construidos con todo lujo, perfectamente resguardadosde la intemperie y rodeados de una bonita verja. Con tales elementos esfuerza convenir en que la capital de España no carece de medios deinstrucción y que todo el que desee estudiar puede hacerlo. No obstante,una cosa me ha sorprendido siempre, y es que la biblioteca nacional noestá tan concurrida como debiera suponerse, dado el número de habitantesy su reconocida afición a meterse en todos los sitios donde no cuestedinero. Quizá dependa de hallarse cerrada la mayor parte de las horasdel día y de la noche. En cuanto a los cimientos, a pesar de ser tanbellos y sólidos, están siempre desiertos, lo cual les da un ciertoaspecto de necrópolis pagana, no ciertamente en consonancia con losfines de su instituto, como dijo Pavía el del 3 de Enero hablando de laGuardia civil.

Pero dejando a un lado los cimientos, cuya importancia me complazco enreconocer y acerca de los que no será esta la última palabra que diga, yvolviendo a la antigua biblioteca donde el gobierno de Su Majestaddistribuye la ciencia por el sistema dosimétrico, esto es, en pequeñasdosis y repetidas, diré primeramente que tiene un portal muy análogo auna bodega, donde los sabios de mañana aguardan, tiritando y dandoestériles patadas contra las losas para calentarse los pies, a que lesabran la puerta. El frío es por naturaleza anti-científico, y desde lostiempos más remotos se ha ensañado siempre con los sabios. De aquí lossabañones que tanto caracterizan a los hombres de ciencia.

Arranca del portal una escalera medianamente espaciosa, cuidadosamentetapizada de polvo como conviene a esta clase de establecimientos, lacual termina en una portería o conserjería donde hay generalmentesentados seis u ocho señores ocupados en la tarea de mirar lo que entray lo que sale y en charlar y discutir en voz alta a fin de que los queestudian dentro se acostumbren a concentrar su atención, como hacíaArquímedes en los tiempos antiguos.

—¿Me hacen ustedes el favor de una papeleta?—pregunta en actitudhumilde el sabio, que ha llegado hasta allí tragando polvo.

El portero encargado de facilitarlas vuelve la cabeza y le dirige unamirada fría y hostil: después sigue tranquilamente la conversaciónempeñada.

—¿Cuánto te ha costado a tí la contrabarrera?

—Lo que cuesta en el despacho: el amo ha pedido tres a un concejal y meha cedido una.

—¡Todos los pillos tienen suerte!

Mucha risa; mucha algazara. La conversación rueda después acerca de lasprobabilidades que Frascuelo tiene de echar la pata a Lagartijo: lostoros eran de Veraguas, se podían lidiar con franqueza; sin riesgo; y elmatador «se las tiraría de plancheta» como acostumbraba, sin…

—¿Me hace V. el favor de una papeleta? repite el sabio un poco másalto.

El portero le mira de nuevo con más frialdad si cabe, se levantalentamente, moja el dedo para sacar una papeleta del montón y dice:

—Pues yo te aseguro que no pago primadas; a última hora ha de andar másbajo el papel…

—¿Quiere V. darme una papeleta?—dice el sabio con impaciencia.

—¿Tiene V. prisa, verdad, caballero?—responde el dependiente concierta sonrisilla irrespetuosa.

El sabio escribe en silencio sobre la papeleta el nombre de una obrafamosa, aunque reciente, y entra en el salón principal de la biblioteca.En cada extremo de él hay un grupo de señores convenientemente separadosde los que leen arrimados a las mesas. El sabio de mañana vacila entredirigirse al grupo de la derecha o al grupo de la izquierda; decídese alfin a emprender su marcha hacia el primero, procediendo lógicamente. Unode los señores de los extremos le toma la papeleta, mas antes de leerlale examina escrupulosamente de pies a cabeza cual si tratase desonsacarle, mediante su aspecto, qué intención perversa le había movidoal venir hasta allí en demanda de un libro. Después que se entera delque pide, crecen evidentemente sus sospechas porque le acribilla amiradas escrutadoras, de tal suerte, que el presunto sabio baja la vistaavergonzado, juzgándose un matutero de la ciencia. El empleado, sindejar de mirarle, pasa la papeleta a otro empleado que a su vez le miratambién con cuidado y la pasa a otro, y así sucesivamente pasa por todaslas manos del grupo hasta que llega nuevamente a las del primero, elcual se la devuelve diciendo:

—Vaya V. allí enfrente.

Y nuestro sabio atraviesa el salón y se dirige al grupo contrario, dondesufre el mismo examen por parte de la inspección facultativa delgobierno, y se repite con ninguna variante la escena anterior. Aldevolverle la papeleta le dicen también:

—Vaya V. allí enfrente.

—Ya he estado.

—Entonces vaya V. al Índice… la primera puerta a la derecha.

En el Índice, un señor empleado lee con toda calma la papeleta, y sindecirle palabra desaparece con ella por el foro. Nuestro sabio esperauna buena media hora tocando el tambor sobre las rejas de la valla conlas yemas de los dedos. De vez en cuando levanta la vista a los estantesdonde en correcta formación se halla una muchedumbre de libros feos,rugosos, mal encarados, que le infunden respeto. Ninguno de aquelloslibros se acuerda ya de cuándo fue sacado para ser leído. De ahí surespetabilidad. En este mundo las cosas de poco uso son siempre las másrespetables; los senadores, los capitanes generales, los académicos, loscanónigos. Casi todos tienen escrita sobre su severo lomo en letras muygordas la palabra Ópera. No se ve en torno más que óperas; óperasarriba, óperas abajo, óperas delante, óperas detrás. En esto llega elseñor empleado del Índice, silencioso siempre como un pez, y en lugardel libro le entrega de nuevo la papeleta. El sabio en estado decrisálida no sabe lo que aquello significa y da vueltas entre sus dedosal papel hasta que percibe dos palabritas de distinta letra debajo de supetición: no consta. El sabio, que es bastante listo, comprende enseguida que con aquellas palabras se quiere decir que no hay semejantelibro. Lo mismo les ha pasado a todos los sabios que en el mundo hansido y han ido a leer a la biblioteca de la nación. Ningún libroreciente consta. ¿Y por qué había de constar? ¿No perdería mucho de suprestigio esta biblioteca, admitiendo sin dificultad cualquier libro deayer mañana? La biblioteca nacional no puede proceder como la de unparticular; para que un libro tenga la honra de entrar en sus saloneses necesario que el tiempo lo garantice, pues hasta ahora no se conocenada mejor para garantir la ciencia que una serie de años, cuantos másmejor. Un libro nuevo, bien impreso, satinado y limpio, no encaja bienentre aquellas dignas y graves óperas, preñadas hasta reventar de latíny de ciencia.

Nuestro sabio torna a la portería meditando todo esto, y escribe sobreotra papeleta el título de un libro sobre filosofía, del siglo trece. Lapapeleta vuelve a pasar por las manos de los señores de los extremos;pero esta vez, sin que el sabio adivine la razón, se miran consternadoslos unos a los otros. Por último uno de ellos le dice en tono humilde:

—Caballero, el libro que V. pide está en uno de los últimos estantes yes un poco expuesto subir a buscarle… ¡Si a V. le fuese indiferentepedir otro!…

¡Pues no había de serle indiferente! Los sabios son muy finos y humanos.Nada, nada, no se moleste V. Por nada en el mundo querría nuestro sabioexponer la preciosa vida de ningún empleado del Gobierno. Así que, pianpianito vuelve sobre sus pasos hasta la portería, atormentando laimaginación para buscar una obra que fácilmente le pudiesenproporcionar, fuese cual fuese. Al fin no encuentra nada mejor que pedirel Quijote.

—¿Qué edición quiere V.?

—La que V. guste.

—¡Ah! no, caballero, perdone V., nosotros no podemos dar sino laedición que nos piden.

—Bien, pues la de la Academia.

—Tenga V. entonces la bondad de consignarlo así en la papeleta.

Vuelta a la portería. Al fin, después de una brega tan larga ydeslucida, tiene la dicha de recibir el Quijote de manos del empleado.El sabio deja escapar un suspiro de consuelo: estaba sudando. Trata desentarse a una de las mesas que hay esparcidas por la sala, sobre lascuales, para que nada llame y distraiga la atención, no suele haber nipupitre, ni papel, ni plumas, ni tintero; nada más que la madera lisa yreluciente, invitando al estudio y a la patinación. Al tomar una de lassillas, observa con dolor que está cubierta de polvo y quizá de algomás. ¿Qué tiene esto de particular? La ciencia y la porquería no sonenemigas declaradas: antes al contrario, parece que aquélla vive dichosaen los brazos de ésta, como lo atestiguan multitud de ejemplos. Lasagrada Teología, muy especialmente, siempre ha tenido marcadapredilección por la suciedad. En otro tiempo se medía la profundidad deun teólogo por la cantidad de grasa que llevaba adherida a la sotana.También la literatura manifestó siempre tendencias bastante pronunciadasen este sentido, y es cosa proverbial, sobre todo en las provincias, quenuestros literatos no se lavan sino cuando llueve: hay hortera a quiense le saltan las lágrimas de entusiasmo contando alguna granasquerosidad de Carlos Rubio, o la manera de vivir de MarcosZapata,—por más que respecto a este último, como amigo suyo que soy,puedo declarar que hay exageración. Fundándose, a no dudarlo, en talesrazones, el gobierno de S. M. ha procurado mantener en la bibliotecanacional una conveniente y adecuada porquería, de cuya conservaciónestán encargados algunos mozos no bastantemente retribuidos.

Nuestro sabio en agraz, que aún no ha llegado a las altas regiones de laciencia, y que por lo tanto no comprende la ayuda poderosa que leprestarían en la investigación de la verdad aquellas manchas grises dela silla que mira con sobresalto, saca el pañuelo del bolsillo y locoloca bonitamente sobre ella, sentándose después lleno de confianza.

¡Ea! ya está sentado el sabio; ya sopla el polvo de la mesa y coloca elsombrero sobre ella; ya se saca a medias una bota que le oprimemortalmente los sabañones; ya tose y se arranca la flema de la garganta;ya trae el libro hacia sí, ya mira con curiosidad el sello de laAcademia estampado en la primera página; ya empieza a leer.

«En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hamucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, rocínflaco…..»

Tilín, tilín.

—¿Qué es eso?—pregunta con sorpresa al compañero que tiene al lado.

—Nada, que tocan a cerrar—contesta el otro levantándose.

El sabio entonces se levanta también; le sigue; devuelve el Quijote alempleado de quien lo recibiera; y se va a su casa.