Aguas Fuertes by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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LA CONFESIÓN DE UN CRIMEN

En el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cincoy media nada más. A falta de personas formales los niños tomabanposesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda,de la pelota, pío campo, escondite, y otros no menos respetables, tanrespetables, por lo menos, y por de contado más saludables, que los deel ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres sedivierten. Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevería aponerlos en parangón con los del salón de conferencias del Congreso y dela Bolsa, seguro de que tampoco habían de desmerecer.

El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Loschiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos enuna mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, consus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manoscoloradas y las mejillas rebosando una salud, que yo para mí deseo, seagrupaban a la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placersus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por esoperdiesen de vista un momento (dicho sea en honor suyo) los inquietos ymenudos objetos de su vigilancia. Tal vez que otra se levantabancorriendo para ir a socorrer a algún mosquito infeliz que se había caídoboca abajo y que se revolcaba en la arena con horrísonos chillidos;otras veces llamaban imperiosamente al que se desmandaba y leresidenciaban ante el consejo de doncellas y amas de cría, amonestándolesuavemente o recriminándole con dureza y administrándole algún levecorrectivo en la parte posterior, según el sistema y el temperamento decada juez.

Esperando la llegada de la gente, me senté en una silla metálica de lasque dividen el paseo, y me puse a contemplar con ojos distraídos eljuego de los chicos. Detrás de mí estaban sentadas dos niñas de once adoce años de edad, cuyos perfiles—lo único que veía de ellas—eran deuna corrección y pureza encantadoras. Ambas rubias y ambas vestidas consingular gracia y elegancia: en Madrid esto último no tiene nada deextraordinario porque las mamás, que han renunciado a ser coquetas parasí, lo continúan siendo en sus hijas y han convenido en hacerse unacompetencia poco favorable a los bolsillos de los papás. Me llamó laatención desde luego la gravedad que las dos mostraban y el poco oningún efecto que les causaba la alegría de los demás muchachos. Alprincipio creí que aquella circunspección procedía de considerarse yademasiado formales para corretear, y me pareció cómica; pero observandomejor, me convencí de que algo serio pasaba entre ellas, y como notenía otra cosa que hacer, cambié de silla disimuladamente y me acerquécuanto pude a fin de averiguarlo.

La una estaba pálida y tenía la vista fija constantemente en el suelo:la otra la miraba de vez en cuando con inquietud y tristeza. Cuando meacerqué guardaban silencio, pero no tardó en romperlo la primeraexclamando en voz baja y con acento melancólico:

—¡Si lo hubiera sabido, no saldría hoy a paseo!

—¿Por qué?—repuso la segunda.—De todos modos algún día os habíais deencontrar.

La primera no replicó nada a esta observación y callaron un buen rato.Al cabo la segunda dijo poniéndole una mano sobre el hombro:

—¿Sabes lo que estoy pensando, Asunción?

—¿Qué?

—Que debías decírselo todo. Lola es buena niña, aunque tenga el geniovivo. ¿No te acuerdas cuando nos pegamos y nos arañamos porque le quitéde ser la mamá?… Ya ves que le pasó en seguida…

—Sí, pero esto es muy distinto.

—Ya lo sé que es distinto… pero debes decírselo.

—¡Ay! No me mandes eso, por Dios, Luisa…. de seguro no me vuelve adecir adiós, y se lo cuenta en seguida a sus papás.

—¿Y no será peor que se lo cuente otra persona?… ¡Hay niñas más malintencionadas!… Elvira lo sabe ya… no sé quién se lo ha dicho…

Profunda debió ser la impresión que esta noticia causó en el ánimo deAsunción, porque no volvió a despegar los labios y siguió escuchandoconsternada las razones de su amiga, que las amontonaba de un modoincoherente, pero con resolución.

El paseo se iba poblando poco a poco. El sol no se enseñoreaba ya sinode uno de los ángulos del salón: al retirarse dejaba claro y nítido elambiente, en el cual resaltaban con admirable pureza el obelisco del Dosde Mayo y las agujas del museo de Artillería y de San Jerónimo. Lospequeños retrocedían ante la invasión de los grandes a los parajes másapartados, donde establecían nuevamente sus juegos. Un chico rubio,vestido de marinero, con cara de desvergonzado, se quedó fijo delante denuestras niñas contemplándolas con insistencia, y no hallando al parecerconveniente la gravedad que mostraban, se puso a hacerlas muecas en sonde menosprecio, Luisa, al verse interrumpida en su discurso, se levantófuriosa y le tiró por los cabellos. El chico se alejó llorando.

Al cabo de un rato, cuando ya me disponía a dejar la silla para daralgunas vueltas, oí exclamar a Luisa:

—¡Calla… calla… me parece que ahí viene Lola!

Asunción se estremeció y levantó la cabeza vivamente.

—Sí, sí, es ella,—continuó Luisa.—Viene con Pepita y con Concha yEugenia… Es el primer domingo que viene después de la muerte de suhermano… ¡No te pongas así, niña!… No te asustes… verás, yo lo voya arreglar todo.

Asunción, en efecto, había empalidecido y estaba clavada e inmóvil en lasilla como una estatua. Pronto divisé un grupo de niñas de su mismaedad que se aproximaba; en el centro venía una completamente enlutada,morenita, con grandes ojos negros y profundos que debía de ser lacausante de los temores de Asunción. Luisa se levantó a recibirlas yechó una carrerita para cambiar con ellas buena partida de besos cuyorumor llegó hasta mis oídos. Asunción no se movió. Al llegar, todas lasaludaron con efusión, no siendo por cierto la menos expansiva laenlutada Lolita. Después de cambiadas las primeras impresiones, observéque Luisa hacía señas a Asunción en ademán de pedirle algo, y queAsunción lo negaba, también por señas, pero con energía. Luisa, sinembargo, se resolvió a hacer lo que pretendía a despecho de su amiga, yllegándose a Lola, le dijo:

—Mira, Asunción tiene que decirte una cosa; ve a sentarte junto a ella.

Lolita se vino hacia la melancólica niña y le preguntó cariñosamentetocándole la cara:

—¿Qué tienes que decirme, Chonchita?

La pobre Asunción, completamente abatida, no contestó nada; visto locual por su amiga, tomó asiento al lado, y la instó con mucha vivezapara que le contase lo que la ponía tan triste.

—Mira, Lola,—comenzó con voz temblorosa y casi imperceptible,—despuésque te lo diga ya no me querrás.

Lola protestó con una mueca.

—No, no me querrás… Dame un beso ahora… Después que te lo diga, nome darás ningún otro…

Lolita se manifestó sorprendida, pero le dio algunos besos sonoros.

—Mañana hace un mes que murió tu hermano Pepito… Yo sé que has tenidouna convulsión por haber visto la caja… A mí no me han dejado ir a tucasa porque decían que me iba a impresionar, pero toda la tarde la paséllorando… Luisa te lo puede decir… Lloraba porque Pepito y yo éramosnovios… ¿no lo sabías?

—¡No!

—Pues lo éramos desde hacía dos meses. Me escribió una carta y me ladio un día al entrar en tu casa: salió de un cuarto de repente, me ladio y echó a correr. Me decía que desde la primera vez que me habíavisto le había gustado, que podríamos ser novios si yo le quería, y queen concluyendo la carrera de abogado, que era la que pensaba seguir, noscasaríamos. A mí me daba mucha vergüenza contestarle, pero como a Luisale había escrito también Paco Núñez declarándose, yo por encargo de ellale dije un día en el paseo: «Paco, de parte de Luisa, que sí», y a laotra vuelta Luisa le dijo a Pepito: «Pepito, de parte de Asunción, quesí». Y quedamos novios. Los domingos cuando bailábamos en tu casa o enla mía, me sacaba más veces que a las demás, pero no se atrevía adecirme nada… A pesar de eso, una vez bailando, como estaba triste yhablaba poco, le pregunté si estaba enfadado, y él me contestó: «Yo nome enfado con nadie, y mucho menos contigo». Yo me puse colorada… y éltambién… Todos los días por la tarde iba a esperarme a la salida delcolegio; se estaba paseando por delante hasta que yo salía y después meseguía hasta casa…

Aquí Asunción cesó de hablar, y Lola, que la escuchaba con tristeza ycuriosidad, aguardó un rato a que continuase, y viendo que no lo hacía,le preguntó:

—Pero, ¿por qué me decías que después de contármelo no iba a darte másbesos y todas aquellas cosas?… Al contrario, ahora te quiero más…mira como te quiero.

Y Lolita al decir esto le daba apasionados besos.

—Espera, espera… no me beses… ¿De qué murió tu hermano? ¿No dijeronlos médicos que había muerto de una mojadura que había cogido?

—Sí.

—Pues esa mojadura, Lola… la cogió por causa mía… Sí, la cogió porcausa mía… Una tarde en que estaba lloviendo a cántaros, fue aesperarme al colegio… Le vi por los cristales metido en un portal…en el portal de enfrente… no traía paraguas. Cuando salimos yo me tapéperfectamente porque la criada había traído uno para mí y otro paraella… Pepito nos siguió al descubierto… llovía atrozmente… y yo envez de ofrecerle el paraguas y taparme con el de la criada, le dejé irmojándose hasta casa… Pero no fue por gusto mío, Lola… por Dios, nolo creas… fue que me daba vergüenza…

Al decir estas palabras, le embargó la emoción, se le anudó la voz en lagarganta y rompió a sollozar fuertemente. Lolita se la quedó mirando unbuen rato, con ojos coléricos, el semblante pálido y las cejasfruncidas; por último se levantó repentinamente y fue a reunirse con susamigas que estaban algo apartadas formando un grupo. La vi agitar losbrazos en medio de ellas narrando, al parecer, el suceso con vehemencia,y observé que algunas lágrimas se desprendían de sus ojos, sin que poreso perdiesen la expresión dura y sombría. Asunción permaneció sentada,con la cabeza baja y ocultando el rostro entre las manos.

En el grupo de Lolita hubo acalorada deliberación. Las amigas seesforzaban en convencerla para que otorgase su perdón a la culpable.Lolita se negaba a ello con una mímica (lo único que yo percibía) altivay violenta. Luisa no cesaba de ir y venir consolando a su triste amigay procurando calmar a la otra.

El sol se había retirado ya del paseo, aunque anduviese todavía por lasramas de los árboles y las fachadas de las casas. La estatua de Apoloque corona la fuente del centro, recibía su postrera caricia; loslejanos palacios del paseo de Recoletos resplandecían en aquel instantecomo si fuesen de plata. El salón estaba ya lleno de gente.

Después de discutir con violencia y de rechazar enérgicamente lasproposiciones conciliadoras, Lolita se encerró en un silencio sombrío.Al ver esta muestra de debilidad, las amigas apretaron el asedio,enviando cada cual un argumento más o menos poderoso; sobre todo Luisa,era incansable en formar silogismos, que alternaba sin cesar consúplicas ardientes.

Al fin Lolita volvió lentamente la cabeza hacia Asunción. La pobre niñaseguía en la misma postura, abatida, ocultando siempre el rostro con lasmanos. Al verla, debió pasar un soplo de enternecimiento por el corazónde la irritada hermana; destacose del grupo, y viniendo hacia ella, laechó los brazos al cuello diciendo:

—No llores, Chonchita, no llores.

Pero al pronunciar estas palabras lloraba también. La cabecita rubia yla morena estuvieron un instante confundidas. Rodeáronlas las amigas, yni una sola dejó de verter lágrimas.

—¡Vamos, niñas, que nos están mirando!—dijo Luisa.—Enjugad laslágrimas y vamos a pasear.

Y en efecto, llevándose el pañuelo a los ojos, ella la primera, conrostro sereno y risueño se mezclaron agrupadas entre la muchedumbre; ylas perdí muy pronto de vista.