Trafalgar by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Comenzó precipitadamente el trasbordo con las lanchas del Trinidad, las del Pince y las de otros tresbuques de la escuadra inglesa. Dios la preferencia a los heridos; masaunque se trató de evitarles toda molestia, fue imposible levantarles dedonde estaban sin mortificarles, y algunos pedían con fuertes gritos quelos dejasen tranquilos, prefiriendo la muerte a un viaje que recrudecíasus dolores. La premura no daba lugar a la compasión, y eran conducidosa las lanchas tan sin piedad como arrojados al mar fueron los fríoscadáveres de sus compañeros.

El comandante Iriartea y el jefe de escuadra, Cisneros se embarcaron enlos botes de la oficialidad inglesa; y habiendo instado a mi amo paraque entrase también en ellos, éste se negó resueltamente, diciendo quedeseaba ser el último en abandonar el Trinidad. Esto no dejóde contrariarme, porque desvanecidos en mí los efluvios de patriotismo,que al principio me dieron cierto arrojo, no pensaba ya más que ensalvar mi vida, y no era lo más a propósito para este noble fin elpermanecer a bordo de un buque que se hundía por momentos.

Mis temores no fueron vanos, pues aún no estaba fuera la mitad de latripulación cuando un sordo rumor de alarma y pavor resonó en nuestronavío.

«¡Que nos vamos a pique!... ¡a las lanchas, a las lanchas!», exclamaronalgunos, mientras dominados todos por el instinto de conservación,corrían hacia la borda, buscando con ávidos ojos las lanchas quevolvían. Se abandonó todo trabajo; no se pensó más en los heridos, ymuchos de éstos, sacados ya sobre cubierta, se arrastraban por ella condelirante extravío, buscando un portalón por donde arrojarse al mar. Porlas escotillas salía un lastimero clamor, que aún parece resonar en micerebro, helando la sangre en mis venas y erizando mis cabellos. Eranlos heridos que quedaban en la primera batería, los cuales, sintiéndoseanegados por el agua, que ya invadía aquel sitio, clamaban pidiendosocorro no sé si a Dios o a los hombres.

A éstos se lo pedían en vano, porque no pensaban sino en la propiasalvación. Se arrojaron precipitadamente a las lanchas, y esta confusiónen la lobreguez de la noche, entorpecía el trasbordo. Un solo hombre,impasible ante tan gran peligro, permanecía en el alcázar sin atender alo que pasaba a su alrededor, y se paseaba preocupado y meditabundo,como si aquellas tablas donde ponía su pie no estuvieran solicitadas porel inmenso abismo. Era mi amo.

Corrí hacia él despavorido, y le dije:

«¡Señor, que nos ahogamos!»

D. Alonso no me hizo caso, y aun creo, si la memoria no me es infiel,que sin abandonar su actitud pronunció palabras tan ajenas a lasituación como éstas:

«¡Oh! Cómo se va a reír Paca cuando yo vuelva a casa después de estagran derrota.

—¡Señor, que el barco se va a pique!» exclamé de nuevo, no ya pintandoel peligro, sino suplicando con gestos y voces.

Mi amo miró al mar, a las lanchas, a los hombres que, desesperados yciegos, se lanzaban a ellas; y yo busqué con ansiosos ojos a Marcial, yle llamé con toda la fuerza de mis pulmones.

Entonces paréceme que perdíla sensación de lo que ocurría, me aturdí, se nublaron mis ojos y no sélo que pasó. Para contar cómo me salvé, no puedo fundarme sino enrecuerdos muy vagos, semejantes a las imágenes de un sueño, pues sinduda el terror me quitó el conocimiento. Me parece que un marinero seacercó a D. Alonso cuando yo le hablaba, y le asió con sus vigorososbrazos. Yo mismo me sentí transportado, y cuando mi nublado espíritu seaclaró un poco, me vi en una lancha, recostado sobre las rodillas de miamo, el cual tenía mi cabeza entre sus manos con paternal cariño.Marcial empuñaba la caña del timón; la lancha estaba llena de gente.

Alcé la vista y vi como a cuatro o cinco varas de distancia, a miderecha, el negro costado del navío, próximo a hundirse; por losportalones a que aún no había llegado el agua, salía una débil claridad,la de la lámpara encendida al anochecer, y que aún velaba, guardiánincansable, sobre los restos del buque abandonado. También hirieron misoídos algunos lamentos que salían por las troneras: eran los pobresheridos que no había sido posible salvar y se hallaban suspendidos sobreel abismo, mientras aquella triste luz les permitía mirarse,comunicándose con los ojos la angustia de los corazones.

Mi imaginación se trasladó de nuevo al interior del buque: una pulgadade agua faltaba no más para romper el endeble equilibrio que aún lesostenía. ¡Cómo presenciarían aquellos infelices el crecimiento de lainundación! ¡Qué dirían en aquel momento terrible! Y si vieron a los quehuían en las lanchas, si sintieron el chasquido de los remos, ¡concuánta amargura gemirían sus almas atribuladas! Pero también es ciertoque aquel atroz martirio las purificó de toda culpa, y que lamisericordia de Dios llenó todo el ámbito del navío en el momento desumergirse para siempre.

La lancha se alejó: yo seguí viendo aquella gran masa informe, aunquesospecho que era mi fantasía, no mis ojos, la que miraba el Trinidad en la obscuridad de la noche, y hasta creídistinguir en el negro cielo un gran brazo que descendía hasta lasuperficie de las aguas. Fue sin duda la imagen de mis pensamientosreproducida por los sentidos.

-XIII-

La lancha se dirigió... ¿a dónde? Ni elmismo Marcial sabía a dónde nos dirigíamos. La obscuridad era tanfuerte, que perdimos de vista las demás lanchas, y las luces del navío Pince se desvanecieron tras la niebla, como si un soplo lashubiera extinguido. Las olas eran tan gruesas, y el vendaval tan recio,que la débil embarcación avanzaba muy poco, y gracias a una hábildirección no zozobró más de una vez. Todos callábamos, y los más fijabanuna triste mirada en el sitio donde se suponía que nuestros compañerosabandonados luchaban en aquel instante con la muerte en espantosaagonía.

No acabó aquella travesía sin hacer, conforme a mi costumbre, algunasreflexiones, que bien puedo aventurarme a llamar filosóficas. Alguien sereirá de un filósofo de catorce años; pero yo no me turbaré ante lasburlas, y tendré el atrevimiento de escribir aquí mis reflexiones deentonces. Los niños también suelen pensar grandes cosas; y en aquellaocasión, ante aquel espectáculo, ¿qué cerebro, como no fuera el de unidiota, podría permanecer en calma?

Pues bien: en nuestras lanchas iban españoles e ingleses, aunque eramayor el número de los primeros, y era curioso observar cómofraternizaban, amparándose unos a otros en el común peligro, sinrecordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidosa fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses, remando con tantadecisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes las mismasseñales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia delsanto sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos yotros.

Con estos pensamientos, decía para mí: «¿Para qué son lasguerras, Dios mío? ¿Por qué estos hombres no han de ser amigos en todaslas ocasiones de la vida como lo son en las de peligro?

Esto que veo,¿no prueba que todos los hombres son hermanos?».

Pero venía de improviso a cortar estas consideraciones, la idea denacionalidad, aquel sistema de islas que yo había forjado, y entoncesdecía: «Pero ya: esto de que las islas han de querer quitarse unas aotras algún pedazo de tierra, lo echa todo a perder, y sin duda en todasellas debe de haber hombres muy malos, que son los que arman lasguerras para su provecho particular, bien porque son ambiciosos yquieren mandar, bien porque son avaros y anhelan ser ricos.

Estoshombres malos son los que engañan a los demás, a todos estos infelicesque van a pelear; y para que el engaño sea completo, les impulsan aodiar a otras naciones; siembran la discordia, fomentan la envidia, yaquí tienen ustedes el resultado. Yo estoy seguro—añadí—, de que estono puede durar: apuesto doble contra sencillo a que dentro de poco loshombres de unas y otras islas se han de convencer de que hacen un grandisparate armando tan terribles guerras, y llegará un día en que seabrazarán, conviniendo todos en no formar más que una sola familia».

Así pensaba yo. Después de esto he vivido setenta años, y no he vistollegar ese día.

La lancha avanzaba trabajosamente por el tempestuoso mar. Yo creo queMarcial, si mi amo se lo hubiera permitido, habría consumado lasiguiente hazaña: echar al agua a los ingleses y poner la proa a Cádiz oa la costa, aun con la probabilidad casi ineludible de perecer ahogadosen la travesía. Algo de esto me parece que indicó a mi amo, hablándolequedamente al oído, y D.

Alonso debió de darle una lección decaballerosidad, porque le oí decir:

«Somos prisioneros, Marcial; somos prisioneros».

Lo peor del caso es que no divisábamos ningún barco.

El Pince se había apartado de donde estaba; ninguna luz nosindicaba la presencia de un buque enemigo. Por último, divisamos una, yun rato después la mole confusa de un navío que corría el temporal porbarlovento, y aparecía en dirección contraria a la nuestra. Unos lecreyeron francés, otros inglés, y Marcial sostuvo que era español.Forzaron los remeros, y no sin trabajo llegamos a ponernos al habla.

«¡Ah del navío!», gritaron los nuestros.

Al punto contestaron en español:

«Es el San Agustín—dijo Marcial.

—El San Agustín se ha ido a pique—contestó D. Alonso—.Me parece que será el Santa Ana, que también está apresado».

Efectivamente, al acercanos, todos reconocieron al SantaAna, mandado en el combate por el teniente general Álava. Al puntolos ingleses que lo custodiaban dispusieron prestarnos auxilio, y notardamos en hallarnos todos sanos y salvos sobre cubierta.

El Santa Ana, navío de 112 cañones, había sufrido tambiéngrandes averías, aunque no tan graves como las del SantísimaTrinidad; y si bien estaba desarbolado de todos sus palos y sintimón, el casco no se conservaba mal. El Santa Ana vivióonce años más después de Trafalgar, y aún habría vivido más si por faltade carena no se hubiera ido a pique en la bahía de la Habana en 1816. Suacción en las jornadas que refiero fue gloriosísima. Mandábalo, como hedicho, el teniente general Álava, jefe de la vanguardia, que, trocado elorden de batalla, vino a quedar a retaguardia. Ya saben ustedes que lacolumna mandada por Collingwood se dirigió a combatir la retaguardia,mientras Nelson marchó contra el centro. El Santa Ana,amparado sólo por el Fougueux, francés, tuvo que batirse conel Royal Sovereign y otros cuatro ingleses; y a pesar de ladesigualdad de fuerzas, tanto padecieron los unos como los otros, siendoel navío de Collingwood el primero que quedó fuera de combate, por locual tuvo aquél que trasladarse a la fragata Eurygalus.Según allí refirieron, la lucha había sido horrorosa, y los dospoderosos navíos, cuyos penoles se tocaban, estuvieron destrozándose porespacio de seis horas, hasta que herido el general Álava, herido elcomandante Gardoqui, muertos cinco oficiales y noventa y sietemarineros, con más de ciento cincuenta heridos, tuvo que rendirse el Santa Ana. Apresado por los ingleses, era casi imposiblemanejarlo a causa del mal estado y del furioso vendaval que sedesencadenó en la noche del 21; así es que cuando entramos en él seencontraba en situación bien crítica, aunque no desesperada, y flotaba amerced de las olas, sin poder tomar dirección alguna.

Desde luego me sirvió de consuelo el ver que los semblantes de todaaquella gente revelaban el temor de una próxima muerte. Estaban tristesy tranquilos, soportando con gravedad la pena del vencimiento y elbochorno de hallarse prisioneros. Un detalle advertí también que llamómi atención, y fue que los oficiales ingleses que custodiaban el buqueno eran, ni con mucho, tan complacientes y bondadosos como los quedesempeñaron igual cargo a bordo del Trinidad. Por elcontrario, eran los del Santa Ana unos caballeros muy foscosy antipáticos, y mortificaban con exceso a los nuestros, exagerando supropia autoridad y poniendo reparos a todo con suma impertinencia. Estoparecía disgustar mucho a la tripulación prisionera, especialmente a lamarinería, y hasta me pareció advertir murmullos alarmantes, que nohabrían sido muy tranquilizadores para los ingleses si éstos loshubieran oído.

Por lo demás, no quiero referir incidentes de la navegación de aquellanoche, si puede llamarse navegación el vagar a la ventura, a merced delas olas, sin velamen ni timón. No quiero, pues, fastidiar a mislectores repitiendo hechos que ya presenciamos a bordo del Trinidad, y paso a contarles otros enteramente nuevos y quesorprenderán a ustedes tanto como me sorprendieron a mí.

Yo había perdido mi afición a andar por el combés y alcázar de proa, yasí, desde que me encontré a bordo del Santa Ana, me refugiécon mi amo en la cámara, donde pude descansar un poco y alimentarme,pues de ambas cosas estaba muy necesitado. Había allí, sin embargo,muchos heridos a quienes era preciso curar, y esta ocupación, muy gratapara mí, no me permitió todo el reposo que mi agobiado cuerpo exigía.Hallábame ocupado en poner a D. Alonso una venda en el brazo, cuandosentí que apoyaban una mano en mi hombro; me volví y encaré con un jovenalto, embozado en luengo capote azul, y al pronto, como suele suceder,no le reconocí; mas contemplándole con atención por espacio de algunossegundos, lancé una exclamación de asombro: era el joven D. RafaelMalespina, novio de mi amita.

Abrazole D. Alonso con mucho cariño, y él se sentó a nuestro lado.Estaba herido en una mano, y tan pálido por la fatiga y la pérdida de lasangre, que la demacración le desfiguraba completamente el rostro. Supresencia produjo en mi espíritu sensaciones muy raras, y he deconfesarlas todas, aunque alguna de ellas me haga poco favor. Al puntoexperimenté cierta alegría viendo a una persona conocida que habíasalido ilesa del horroroso luchar; un instante después el odio antiguoque aquel sujeto me inspiraba se despertó en mi pecho como doloradormecido que vuelve a mortificarnos tras un periodo de alivio. Convergüenza lo confieso: sentí cierta pena de verle sano y salvo; perodiré también en descargo mío que aquella pena fue una sensaciónmomentánea y fugaz como un relámpago, verdadero relámpago negro queobscureció mi alma, o mejor dicho, leve eclipse de la luz de miconciencia, que no tardó en brillar con esplendorosa claridad.

La parte perversa de mi individuo me dominó un instante; en un instantetambién supe acallarla, acorralándola en el fondo de mi ser. ¿Podrántodos decir lo mismo? Después de este combate moral vi a Malespina congozo porque estaba vivo, y con lástima porque estaba herido; y aúnrecuerdo con orgullo que hice esfuerzos para demostrarle estos dossentimientos. ¡Pobre amita mía! ¡Cuán grande había de ser su angustia enaquellos momentos! Mi corazón concluía siempre por llenarse de bondad;yo hubiera corrido a Vejer para decirle: «Señorita Doña Rosa, vuestro D.Rafael está bueno y sano».

El pobre Malespina había sido transportado al Santa Ana desde el Nepomuceno, navío apresado también, donde era talel número de heridos, que fue preciso, según dijo, repartirlos para queno perecieran todos de abandono. En cuanto suegro y yerno cambiaron losprimeros saludos, consagrando algunas palabras a las familias ausentes,la conversación recayó sobre la batalla: mi amo contó lo ocurrido en el Santísima Trinidad, y después añadió:

«Pero nadie me dice a punto fijo dónde está Gravina. ¿Ha caídoprisionero, o se retiró a Cádiz?

—El general—contestó Malespina—, sostuvo un horroroso fuego contrael Defiance y el Revenge. Le auxiliaron el Neptune, francés, y el San Ildefonso y el San Justo, nuestros; pero las fuerzas de los enemigos seduplicaron con la ayuda del Dreadnoutgh, del Thunderer y del Poliphemus, después de lo cualfue imposible toda resistencia. Hallándose el Príncipe deAsturias con todas las jarcias cortadas, sin palos, acribillado abalazos, y habiendo caído herido el general Gravina y su mayor generalEscaño, resolvieron abandonar la lucha, porque toda resistencia erainsensata y la batalla estaba perdida. En un resto de arboladura pusoGravina la señal de retirada, y acompañado del San Justo, el San Leandro, el Montañés, el Indomptable, el Neptune y el Argonauta, se dirigió a Cádiz, con la pena de no haberpodido rescatar el San Ildefonso, que ha quedado en poder delos enemigos.

—Cuénteme usted lo que ha pasado en el Nepomuceno—dijo miamo con el mayor interés—.

Aún me cuesta trabajo creer que ha muertoChurruca, y a pesar de que todos lo dan como cosa cierta, yo tengo lacreencia de que aquel hombre divino ha de estar vivo en alguna parte».

Malespina dijo que desgraciadamente él había presenciado la muerte deChurruca, y prometió contarlo puntualmente. Formaron corro en torno suyoalgunos oficiales, y yo, más curioso que ellos, me volví todo oídos parano perder una sílaba.

«Desde que salimos de Cádiz—dijo Malespina—, Churruca tenía elpresentimiento de este gran desastre. Él había opinado contra la salida,porque conocía la inferioridad de nuestras fuerzas, y además confiabapoco en la inteligencia del jefe Villeneuve. Todos sus pronósticos hansalido ciertos; todos, hasta el de su muerte, pues es indudable que lapresentía, seguro como estaba de no alcanzar la victoria. El 19 dijo asu cuñado Apodaca: «Antes que rendir mi navío, lo he de volar o echar apique. Este es el deber de los que sirven al Rey y a la patria». Elmismo día escribió a un amigo suyo, diciéndole: «Si llegas a saber quemi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto».

»Ya se conocía en la grave tristeza de su semblante que preveía undesastroso resultado. Yo creo que esta certeza y la imposibilidadmaterial de evitarlo, sintiéndose con fuerzas para ello, perturbaronprofundamente su alma, capaz de las grandes acciones, así como de losgrandes pensamientos.

»Churruca era hombre religioso, porque era un hombre superior. El 21, alas once de la mañana, mandó subir toda la tropa y marinería; hizo quese pusieran de rodillas, y dijo al capellán con solemne acento: «Cumplausted, padre, con su ministerio, y absuelva a esos valientes queignoran lo que les espera en el combate». Concluida la ceremoniareligiosa, les mandó poner en pie, y hablando en tono persuasivo yfirme, exclamó: «¡Hijos míos: en nombre de Dios, prometo labienaventuranza al que muera cumpliendo con sus deberes! Si algunofaltase a ellos, le haré fusilar inmediatamente, y si escapase a mismiradas o a las de los valientes oficiales que tengo el honor de mandar,sus remordimientos le seguirán mientras arrastre el resto de sus díasmiserable y desgraciado».

»Esta arenga, tan elocuente como sencilla, que hermanaba el cumplimientodel deber militar con la idea religiosa, causó entusiasmo en toda ladotación del Nepomuceno. ¡Qué lástima de valor! Todo seperdió como un tesoro que cae al fondo del mar. Avistados los ingleses,Churruca vio con el mayor desagrado las primeras maniobras dispuestaspor Villeneuve, y cuando éste hizo señales de que la escuadra virase enredondo, lo cual, como todos saben, desconcertó el orden de batalla,manifestó a su segundo que ya consideraba perdida la acción con tantorpe estrategia.

Desde luego comprendió el aventurado plan de Nelson,que consistía en cortar nuestra línea por el centro y retaguardia,envolviendo la escuadra combinada y batiendo parcialmente sus buques, ental disposición, que éstos no pudieran prestarse auxilio.

»El Nepomuceno vino a quedar al extremo de la línea.Rompiose el fuego entre el Santa Ana y RoyalSovereign, y sucesivamente todos los navíos fueron entrando en elcombate. Cinco navíos ingleses de la división de Collingwood sedirigieron contra el San Juan; pero dos de ellos siguieronadelante, y Churruca no tuvo que hacer frente más que a fuerzas triples.

»Nos sostuvimos enérgicamente contra tan superiores enemigos hasta lasdos de la tarde, sufriendo mucho; pero devolviendo doble estrago anuestros contrarios. El grande espíritu de nuestro heroico jefe parecíahaberse comunicado a soldados y marineros, y las maniobras, así como losdisparos, se hacían con una prontitud pasmosa. La gente de leva se habíaeducado en el heroísmo, sin más que dos horas de aprendizaje, y nuestronavío, por su defensa gloriosa, no sólo era el terror, sino el asombrode los ingleses.

»Estos necesitaron nuevos refuerzos: necesitaron seis contra uno.Volvieron los dos navíos que nos habían atacado primero, y el Dreadnoutgh se puso al costado del San Juan,para batirnos a medio tiro de pistola. Figúrense ustedes el fuego deestos seis colosos, vomitando balas y metralla sobre un buque de 74cañones. Parecía que nuestro navío se agrandaba, creciendo en tamaño,conforme crecía el arrojo de sus defensores. Las proporcionesgigantescas que tomaban las almas, parecía que las tomaban también loscuerpos; y al ver cómo infundíamos pavor a fuerzas seis vecessuperiores, nos creíamos algo más que hombres.

»Entre tanto, Churruca, que era nuestro pensamiento, dirigía la accióncon serenidad asombrosa. Comprendiendo que la destreza había de suplir ala fuerza, economizaba los tiros, y lo fiaba todo a la buena puntería,consiguiendo así que cada bala hiciera un estrago positivo en losenemigos. A todo atendía, todo lo disponía, y la metralla y las balascorrían sobre su cabeza, sin que ni una sola vez se inmutara. Aquelhombre, débil y enfermizo, cuyo hermoso y triste semblante no parecíanacido para arrostrar escenas tan espantosas, nos infundía a todosmisterioso ardor, sólo con el rayo de su mirada.

»Pero Dios no quiso que saliera vivo de la terrible porfía. Viendo queno era posible hostilizar a un navío que por la proa molestaba al San Juan impunemente, fue él mismo a apuntar el cañón, ylogró desarbolar al contrario. Volvía al alcázar de popa, cuando unabala de cañón le alcanzó en la pierna derecha, con tal acierto, que casise la desprendió del modo más doloroso por la parte alta del muslo.Corrimos a sostenerlo, y el héroe cayó en mis brazos. ¡Qué terriblemomento! Aún me parece que siento bajo mi mano el violento palpitar deun corazón, que hasta en aquel instante terrible no latía sino por lapatria. Su decaimiento físico fue rapidísimo: le vi esforzándose porerguir la cabeza, que se le inclinaba sobre el pecho, le vi tratando dereanimar con una sonrisa su semblante, cubierto ya de mortal palidez,mientras con voz apenas alterada, exclamó: Esto no es nada. Sigael fuego.

»Su espíritu se rebelaba contra la muerte, disimulando el fuerte dolorde un cuerpo mutilado, cuyas postreras palpitaciones se extinguían desegundo en segundo. Tratamos de bajarle a la cámara; pero no fue posiblearrancarle del alcázar. Al fin, cediendo a nuestros ruegos, comprendióque era preciso abandonar el mando. Llamó a Moyna, su segundo, y ledijeron que había muerto; llamó al comandante de la primera batería, yéste, aunque gravemente herido, subió al alcázar y tomó posesión delmando.

»Desde aquel momento la tripulación se achicó: de gigante se convirtióen enano; desapareció el valor, y comprendimos que era indispensablerendirse. La consternación de que yo estaba poseído desde que recibí enmis brazos al héroe del San Juan, no me impidió observar elterrible efecto causado en los ánimos de todos por aquella desgracia.Como si una repentina parálisis moral y física hubiera invadido latripulación, así se quedaron todos helados y mudos, sin que el dolorocasionado por la pérdida de hombre tan querido diera lugar al bochornode la rendición.

»La mitad de la gente estaba muerta o herida; la mayor parte de loscañones desmontados; la arboladura, excepto el palo de trinquete, habíacaído, y el timón no funcionaba. En tan lamentable estado, aún se quisohacer un esfuerzo para seguir al Príncipe de Asturias, quehabía izado la señal de retirada; pero el Nepomuceno, heridode muerte, no pudo gobernar en dirección alguna.

Y a pesar de la ruina ydestrozo del buque; a pesar del desmayo de la tripulación; a pesar deconcurrir en nuestro daño circunstancias tan desfavorables, ninguno delos seis navíos ingleses se atrevió a intentar un abordaje. Temían anuestro navío, aun después de vencerlo.

»Churruca, en el paroxismo de su agonía, mandaba clavar la bandera, yque no se rindiera el navío mientras él viviese. El plazo no podía menosde ser desgraciadamente muy corto, porque Churruca se moría a todaprisa, y cuantos le asistíamos nos asombrábamos de que alentara todavíaun cuerpo en tal estado; y era que le conservaba así la fuerza delespíritu, apegado con irresistible empeño a la vida, porque para él enaquella ocasión vivir era un deber. No perdió el conocimiento hasta losúltimos instantes; no se quejó de sus dolores, ni mostró pesar por sufin cercano; antes bien, todo su empeño consistía sobre todo en que laoficialidad no conociera la gravedad de su estado, y en que ningunofaltase a su deber. Dio las gracias a la tripulación por su heroicocomportamiento; dirigió algunas palabras a su cuñado Ruiz de Apodaca, ydespués de consagrar un recuerdo a su joven esposa, y de elevar elpensamiento a Dios, cuyo nombre oímos pronunciado varias vecestenuemente por sus secos labios, expiró con la tranquilidad de losjustos y la entereza de los héroes, sin la satisfacción de la victoria,pero también sin el resentimiento del vencido; asociando el deber a ladignidad, y haciendo de la disciplina una religión; firme como militar,sereno como hombre, sin pronunciar una queja, ni acusar a nadie, contanta dignidad en la muerte como en la vida. Nosotros contemplábamos sucadáver aún caliente, y nos parecía mentira; creíamos que había dedespertar para mandamos de nuevo, y tuvimos para llorarle menos enterezaque él para morir, pues al expirar se llevó todo el valor, todo elentusiasmo que nos había infundido.

»Rindiose el San Juan, y cuando subieron a bordo losoficiales de las seis naves que lo habían destrozado, cada uno pretendíapara sí el honor de recibir la espada del brigadier muerto.

Todosdecían: «se ha rendido a mi navío», y por un instante disputaronreclamando el honor de la victoria para uno u otro de los buques a quepertenecían. Quisieron que el comandante accidental del SanJuan decidiera la cuestión, diciendo a cuál de los navíos inglesesse había rendido, y aquél respondió: «A todos, que a uno solo jamás sehubiera rendido el San Juan».

»Ante el cadáver del malogrado Churruca, los ingleses, que le conocíanpor la fama de su valor y entendimiento, mostraron gran pena, y uno deellos dijo esto o cosa parecida:

«Varones ilustres como éste, no debían estar expuestos a los azares deun combate, y sí conservados para los progresos de la ciencia de lanavegación». Luego dispusieron que las exequias se hicieran formando latropa y marinería inglesa al lado de la española, y en todos sus actosse mostraron caballeros, magnánimos y generosos.

»El número de heridos a bordo del San Juan era tanconsiderable, que nos transportaron a otros barcos suyos o prisioneros.A mí me tocó pasar a éste, que ha sido de los más maltratados; peroellos cuentan poderlo remolcar a Gibraltar antes que ningún otro, ya queno pueden llevarse al Trinidad, el mayor y el más apetecidode nuestros navíos».

Aquí terminó Malespina, el cual fue oído con viva atención durante elrelato de lo que había presenciado. Por lo que oí,