Tormento by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Caballero la miraba como lelo.

«Tengo motivos para saberlo, y no te digo más—añadió con estudiadafrialdad la Bringas—. Vete a tu casa y no te muevas de allí, que lamisma Amparo irá a verte y a pedirte perdón... Así al menos me lo haprometido. Esta mañana ha estado aquí la pobrecilla, y te juro que peorrato no he pasado en mi vida. Daba compasión verla y oírla.¡Dios mío, qué lágrimas, qué suspiros! Se me desmayó en el cuarto de lalabor y tuve que traerla aquí. Era una Magdalena, una infelizarrepentida... Lo que más le duele, hijo, es haberte engañado. No debestratarla mal; no debes ensañarte con ella, porque su dolor es muygrande... cree que la vas a matar... Ya le he dicho que no eres un Oteloy que no te dará tan fuerte. Me ha prometido ir a tu casa y darte lasmás leales satisfacciones. Bien sabe la pobre que ya no puede ser tumujer, pero el desprecio tuyo la enloquece... Es una desgraciada, que enmedio de todo conserva cierto pudor...».

Agustín dio dos vueltas sobre sí mismo, síntoma de horribledesesperación, como lo es de la embriaguez. Se fue sin añadir unapalabra más y se metió en su casa. Arnáiz y Mompous fueron aquella nochea jugar al billar, y durante el juego afectaba el indiano grantranquilidad. Hasta se le vio más comunicativo que de ordinario.

Al día siguiente, martes, día de lluvia y tristeza, Agustín pasó toda lamañana dando vueltas en su despacho. Esperaba alguna visita de interéssin duda; pero la que recibió fue la de Rosalía, muy guapetona, muyremozada, muy fresca y tan bien puesta como cuando iba al teatro.

«Tú no estás bueno—le dijo con afectuosa franqueza—. Lo comprendo,porque estas cosas impresionan, creo que debes serenarte y procurar dartodo al olvido... ¡Un hombre como tú...! Sí, encontrarásmujeres a millares... y mil veces más guapas, mil veces másinteresantes... ¿Y qué? ¿Ha venido? Presumo que no, porque mandé recadoa su casa y no está allí ni sabe nadie su paradero. Te juro que me causauna pena... ¡pobrecilla! Si después de todo no tiene mal fondo. Entreestas desgraciadas, las hay con excelente natural y hasta con asomos dedignidad. Lo que es aguardar las apariencias no hay quien le gane aesta».

Como él no le contestara nada, pues parecía más atento a las flores dela alfombra que a los dichos de su prima, esta hubo de dar otradirección a su afectuosidad.

«Repito que no estás bueno. Tienes color de cardenillo... ¿A ver elpulso?

Ardiendo... Reposo, hijito, reposo es lo que te conviene. Norecibas a nadie, no hables, no escribas. Échate en el sofá y abrígatecon la manta de viaje. Yo te cuidaré, pues por tu salud bien puedo dejartodas mis obligaciones. Te haré refrescos; me estaré aquí todo el día, ysi te pones verdaderamente malo, me quedaré también toda la noche».

Agustín rechazaba la idea de enfermedad. Entre una y otra pausa,deslizaba Rosalía consejos y amonestaciones llenas de dulzura yamistad... «No lo tomes tan fuerte... Si hubieras consultado a tiempoconmigo... Lo mejor es que te acuestes... tienes frío».

Más tarde, mucho más tarde, Agustín, interpretando sin reserva lo másespontáneo y natural que en su alma existía, se dejó decir estas gravespalabras:

«Esa mujer se me ha clavado en el corazón, y no me la puedo arrancar».

Al oír esto, Rosalía se quitó la cachemira y quedose en cuerpo. Hacíacalor. Para consolar a su primo echó retahílas de frases, llenas decariñosas y bien pensadas expresiones. En medio de ellas salió a relucirDoña Marcelina Polo, única persona que podía dar noticias irrecusablesdel hecho, como poseedora de testimonios escritos.

«¿En dónde vive esa señora?»—dijo Caballero con ímpetu—. Ahora mismovoy allá.

—Es muy tarde. Por Dios, no te pongas así. Pareces un personaje denovela. Esa señora y las que viven con ella se acuestan a la hora de lasgallinas. Mañana podrás ir pero no muy temprano, porque desde el alba sevan las tres a la iglesia. Lo mejor es que le mandes un recado conFelipe para que te fije hora.

Entró D. Francisco, que venía de su paseo.

«¿Qué tal?...».

—Le digo que se meta en la cama y no quiere hacerme caso.

—¿Apostamos a que es todo calumnia?—dijo el bondadoso Thiers.

Agustín les rogó que se quedaran a comer, lo que ellosaceptaron de buen grado.

Centeno fue a la Costanilla a decir a Prudencia(alias Calamidad) que diera de comer a los pequeños, porque los papás novolverían a su casa hasta muy tarde.

XXXVI

¡Miércoles!... Digno sucesor del día precedente, fue todo humedad ypenumbra, el cielo llorando, la tierra convertida en lago sucio yespeso. Creeríase que una gran masa de chocolate gris se había derramadosobre las calles. Las movibles bandadas de paraguas iban por las aceras,cediéndose el paso con dificultad y cubriendo mal a las personas. Loschorros de los canalones tocaban sobre ellos redobles de tambor, y unosa otros se embestían, se picoteaban, se arañaban. Veíanse sombrerosparecidos a manantiales, y caras semejantes a las de los tritones ynáyades de mármol que desempeñan el más húmedo de los papeles en lasfuentes públicas.

Miraba esto Agustín tras los cristales del balcón de su cuarto, y alcompás de aquella tristeza del tiempo se cantaba a sí mismo esta elegíasin música:

«¿Por qué no te quedaste en Brownsville, bruto? ¿Quién te mete a ti enla civilización? Ya lo ves... a las primeras de cambio ya te hanengañado. Juegan todos contigo, como con un chiquillo o con unsalvaje. Cuando desconfías, te equivocas.

Cuando crees, te equivocastambién. Este mundo no es para ti. Tu mundo es el río Grande del Norte yla Sierra Madre; tu sociedad las turbas de indios bravos y deaventureros feroces; tu trato social el revólver, tu ideal el dinero.¿Quién te mete en estos andares? Unos por fas y otros por nefas, todosse ríen de ti y te embaucan y te explotan».

—Señor—dijo Felipe entrando en la habitación—. Doña Marcelina está enla iglesia. Otra señora que vive con ella, y a quien yo conozco, me hadicho que puede usted ir a las doce.

D. Francisco no tardó en aparecer con la cara risueña y el carrik mojado. Su esposa estaba atareadísima con el vestido de baile, y nopodía venir hasta después de medio día. Hablaron luego de lo que tantoperturbaba al indiano, y Thiers sacó a relucir lo más atenuante yconciliador que le sugería su bondad. Todo era calumnia, y más valía queAgustín no se metiese en más averiguaciones. Mucho le entristeció lo quele dijo su primo: «Una de dos: o me vuelvo a Brownsville, o me pongo elmundo por montera».

Almorzaron juntos, y antes de que el almuerzo concluyera, Bringas selevantó de la mesa con impaciente afán. Tenía una idea, y se apresurabaa realizarla, confiado en la seguridad del éxito. Saliópresuroso para ir a donde sabemos. Aunque Rosalía aseguraba que Amparitono estaba en su casa, bien podía haber vuelto ya. Quizás los vecinossabían el paradero de las dos hermanas. Adelante, corazón noble, y notemas.

Caballero salió más tarde, y por las Descalzas, el Postigo, la calle deHita, el callejón del Perro, etc... se dirigió a la calle de laEstrella. Fácil es suponer que tenía un humor de mil demonios y que nosabía escoger entre la duda y la certidumbre de su desgracia. Aquellatal Doña Marcelina, ¿qué casta de pájaro sería?

Esto pensaba al subir la escalera de la casa aquella, más vieja que elmal hablar.

Llamó, y una criada le dijo que la señora no había venidoaún, pero que no tardaría ni cinco minutos. Le pasaron a la sala, ycuando esperaba allí presentósele una dama de muy singular aspecto,blanca, fina, limpia y como vaporosa, una anciana que parecía unagatita, con dos esmeraldas por ojos, y que andaba con pies de lana sinque se le sintieran los pasos.

«Caballero—le dijo aquella humana reliquia mirándole con dulzura—, ¿esusted por casualidad del Toboso?».

—No señora—replicó él—, no soy del Toboso ni de la Mancha.

—¡Ay!, perdone usted...

Y se escabulló, mirando con recelo las ligeras manchas de lodoque el visitante había dejado sobre la estera. Agustín reparó la sala,que contenía unas siete cómodas y otros muebles anticuadísimos, pero muybien conservados, cuatro crucifijos, dos niños Jesús y obra de cuatrodocenas de láminas de santos, con ramos de siemprevivas, lazos y cintas.No tardó en aparecer un semblante de talla de caoba detrás de un velonegro.

«¿Es usted el señor de Caballero?».

—Servidor de usted... yo deseaba...

Doña Marcelina hizo pasar a Agustín a un gabinete inmediato. Después dever la sala, parecía que ya no había más cómodas en el mundo. Sinembargo, en aquel gabinete había tres. Un brasero con mucha lumbre dabacalor a la desamparada pieza.

El visitante y la de Polo se sentaron ensendos sillones.

«¿Ha visto usted qué día?»—indicó la señora, alzando su velo ypublicando el bajo relieve de su cara, que no había cristiano que loentendiera.

—Sí, señora, muy mal día... Pues yo vengo a suplicar a usted que tengala bondad de darme noticias...

—Ya sé, ya sé—replicó la de Polo con severidad—. ¿Me pide ustedinformes, antecedentes de esa desgraciada? Si usted me lo permite,guardaré la mayor reserva, porque no está en mis principios esto dellevar cuentos y ocuparme de acciones ajenas.

Yo, aunque meesté mal el decirlo, no acostumbro perjudicar ni aun a mis mayoresenemigos... No es por alabarme; pero a muchos que me han aborrecido leshe colmado de beneficios...

—En el caso presente—dijo Caballero con afán—, usted puede hacer unaexcepción, en favor mío, contándome...

—Alto allá—interrumpió la austera dama. Yo no cuento nada, yo no sénada, yo no he visto nada, absolutamente nada. ¿Que viene alguien y medice que Amparo es una santa? Yo callada. ¿Que viene usted y me dice quese quiere casar con ella? Yo callada. Callar y callar es mi tema. Hoy herecibido a Dios, y si no tuviera bastantes fuerzas para seguir en mistrece, esto sólo me las daría.

—Pero señora, ¡por amor de Dios!—exclamó Agustín, en la mayorconfesión—. La verdad es antes que todo.

—Precisamente hay verdades que no son para dichas... No me pregunteusted nada...

mi boca es un broche... Únicamente le diré, y esto noporque a usted le pueda interesar, sino por mi propia satisfacción, quemi hermano se ha salvado; mi hermano está ya en camino de Marsella, dedonde saldrá dentro de tres días para Filipinas; mi hermano no tiene malfondo, y allá en aquellas tierras de salvajes mi hermano volverá en sí.¿Sabe usted dónde está la isla de Zamboanga? Porque me handicho que usted, también viene de tierras de caribes. Pues allí, enaquella dichosa Zamboanga desembarcará mi hermano dentro de dos meses, yallí tendrá ocasión de cristianar herejes y hacer grandes méritos. No esesto decir que yo confíe absolutamente en su salvación, pues como lacabra tira al monte, el vicioso tira siempre... a lo que tira.

¡Oh!,¡qué esfuerzos tuvimos que hacer a última hora! ¡Si hubiera ustedvisto...! ¡Qué hombrazo! En la estación nos decía que allá va a ser unNabucodonosor con sotana.

Que sea lo que quiera con tal que no vuelva alas andadas, ni parezca más por acá... Y

no crea usted... ¡tengo unsusto...! Se me figura que de Barcelona o de Marsella se nos vuelve aMadrid y se me entra por la puerta cuando menos le espere... Usted no leconoce bien. Y mienten los que le suponen mal natural; pues si no lehubieran embrujado, si no le hubieran sorbido los sesos, otro gallo lecantara.

En estado de contrariedad y de irritación indescriptibles, Caballerotuvo que contenerse para no hacer un disparate. La verdad, sentía ganasde darle un par de bofetadas.

«¡Ah!—exclamó la de madera—, ¿sabe usted que no se ha muerto la pobreCeledonia? La llevamos al hospital al día siguiente del escándalo... Yaunque le digan a usted otra cosa, yo no vi nada, yo no sé nada».

—Señora, yo no sé quién es Celedonia, ni me importa. Vamos a lo mío.Sé, me consta que usted posee dos cartas...

Su irritación le impulsaba a prescindir de todo miramiento y delicadeza.Planteó la cuestión en términos descorteses, diciendo:

«Necesito que usted me entregue esas dos cartas. Las compro, óigalousted bien, las compro. Usted dirá».

—¡Ah!, ya no me acordaba de eso—declaró Marcelina, dirigiéndose a unade las cómodas.

—Las

compro—repitió

Agustín,

saboreando

la

amargura

de

su

curiosidadsatisfecha.

La de Polo revolvió un momento en el cajón superior. Estaba de espaldasa Caballero, a bastante distancia. Agustín sintió roce de papeles.Después de una pausa, la voz de Marcelina dijo así:

«Pues ha de saber usted que aquí no hay nada, nada de lo que desea...Toque usted a otra puerta, que aquí no se compromete la reputación deninguna persona, buena o mala. Si algún rengloncillo parece por estosescondrijos, seguiré el consejo del padre Nones, que me ha dicho: 'Oentregarlo a su dueño o a las llamas', y yo...».

Volviose de frente a Caballero con las manos a la espalda.

«No hay nada, señor, no hay nada. Sigo en mis trece. Yo no hago mal anadie, ni a mis mayores enemigos. Antes me morirá que dejar de cumplir lo que me manda D.

Juan Manuel, y como no he de ver a lainteresada, ni tengo ganas de ello, atienda usted...».

Con rápido movimiento destapó el brasero y arrojó en él lo que en lamano tenía.

Corrió Caballero a salvar del fuego lo que arrojara aquellaendemoniada hembra; mas no llegó a tiempo. Las ascuas eran vivas, y elcurioso no vio sino un papel que se retorcía y abarquillaba levantandotenue llama... Nada pudo leer sino un nombre que era la firma y decía: Tormento. Con la o final se enlazaba un garabatito... Sí, era sugarabatito, su persona autografiada en aquel rasgo que parecía un pelorizado.

Colérico y sin poder guardar las formas que le imponía la buenaeducación, por ser él hombre más perteneciente a la Naturaleza que a laSociedad, en la cual se hallaba como cosa prestada, se encaró con laefigie de madera, y le dijo del modo más brutal.

«Me ha fastidiado usted... Quede usted con Dios o con el Diablo, que yatiene en el cuerpo, y me alegraré de que reviente pronto...».

Salió escapado, furioso... Tomó la dirección de su casa; pero no habíadado veinte pasos, cuando tuvo una inspiración, verdadero rayo celestialque entró en su mente. La calle de las Beatas estaba muy cerca...Secreto instinto le decía que allí podría tener la enfermedad ardorosade sus dudas mejor remedio que en otra parte. «¡Quiénsabe!—

pensó, despeñando su espíritu de una confusión a otra—, cuandotodos me engañan y se divierten conmigo, puede ser que ella misma mediga la verdad... Vaya, que si ahora salimos con que es inocente...¿Pero dónde está?, ¿por qué se oculta?... Será que me la esconden paraque no la vea... ¡Maldita sea mi ceguera, mi inexperiencia del mundo!...Me engaña Rosalía, me engañan mis amigos y todos juegan con este pobrehombre, que no entiende de quisicosas... ¿Quién me dice la verdad?...¿Qué voz escucharé de las que suenan en mi alma?, ¿la que dice: mátala, o la que dice: perdónala? Bruto, desgraciado salvaje, que nodebías haber salido de tus bosques, júrate que sí te dice la verdad, laperdonarás... Sí que la perdonaré... me da la gana de perdonarla, señoraSociedad... Si es culpable y está arrepentida, la perdonaré, señoraSociedad de mil demonios, y me la paso a usted por las narices».

«La señorita Amparo—le dijo la portera—, ha salido hace media hora conun señor...».

—¿Con un señor?

—Sí, de gafas... pequeñito, con un carrik color de higos pasados.

—¡Ah!, mi primo... Abur...

Parece que lo hacía el demonio. Nunca había andado por las calles contanta prisa, y nunca tuvo tantos entorpecimientos. El paraguas se letrababa a cada instante con los de las personas que venían endirección contraria. Creyérase que querían morderse y echarse unos aotros el agua que los inundaba. Luego, no cesaba de encontrar a cadainstante personas conocidas que le detenían para preguntarle por susalud y decirle: «¿Ha visto usted qué tiempo?». Llegó a pensar que sehabían dado cita en su camino para mortificarle. ¡Y para esto, Señor,había tenido él cierto empeño en que fuese limitado el número de susamigos!

«D. Agustín, ¡qué tiempo! Mañana es luna nueva y puede que cambie»—ledijo en el callejón del Perro un dependiente de Trujillo.

—Abur, abur...

Por fin llegó a su casa... Al abrirle la puerta, díjole Felipe:

«La señorita Amparo le espera a usted...».

Y él, oyéndolo, tembló de sobresalto y de pena, de curiosidad y de miedode satisfacerla... ¿Qué cara pondría ella?, ¿qué le diría?

«¿Y mi primo Bringas, está también?».

—No señor; la señorita vino sola.

Atravesó Caballero las habitaciones. En la primera no estaba, en lasegunda tampoco. Lo que más le sorprendió fue oír la musiquilla de lospájaros. Pero en el momento de poner su pie en el segundo gabinete,calló la música de repente. Se le había acabado la cuerda. El silencioque siguió a la suspendida tocata era tan respetuoso y lúgubre, queAgustín tuvo miedo... Pues allí tampoco estaba. Vio sobre lamesa un vaso, un frasquito. Entonces nuestro insigne amigo levantó concierto temor la cortina de la alcoba y vio un pie... Espantado sedetuvo, mirando mejor, porque el balcón de la alcoba estaba cerrado yhabía muy poca luz... Vio una falda negra... un brazo que colgaba,tocando la mano al suelo... una rosada oreja... un pañuelo que cubría lacara... Acercose con la horrible sospecha de que no había en aquelcuerpo señales de vida; tan inmóvil estaba... Miró de cerca... La tocó,la llamó... Sí, vivía...

respiraba con trabajo cual si padeciera unafuerte congoja. Los ojos los tenía cerrados, secos...

Saliendo otra vez al gabinete, vio Caballero la receta... Leyóbrevemente, corrió hacia fuera... Felipe vino a su encuentro en elsalón...

«Que llamen un médico—le dijo el amo—. Di, ¿la señorita vino sola?,¿la viste tú tomar...?».

—Una medicina, sí señor. Me mandó traerla de la botica.

—¡Tú!... ¡condenado!—exclamó Agustín arremetiendo al sirviente contanto furor, que este creyó llegado el fin de sus días.

—Señor...—balbució llorando Felipe—la medicina la hice yo...

—¿Con qué?... perro... asesino.

—No tenga cuidado... El boticario me dijo que era veneno, y entoncesyo... ¡ay, no me pegue!... me vine a casa, cogí un frasco vacío, lollené de agua del grifo... y en el agua eché...

—¿Qué echaste, verdugo?

—Lo eché un poco de tintura de guayaco... de la que trajo Doña Martacuando le dolieron las muelas.

—Llama a Doña Marta... No avises todavía al médico.

Caballero volvió al gabinete. En la mesa había también una carta.Rompiendo el sobre, leyó estas torcidas letras escritas con lápiz: Todoes verdad. No merezco perdón, sino lástima. Después seguía el nombre de Amparo, y tras de la o, el garabatito...

¡Infame garabatito!...Corrió hacia ella, porque la había sentido gemir... La suicida mirolecon ojos extraviados y empezó a decir medias palabras, muy incoherentesy sin ningún sentido.

«Esto es delirio... ataque a la cabeza»—dijo Doña Marta, que habíaacudido presurosa...

—Que llamen a un médico; no, no, que no lo llamen. Esperar, esperar...

Y volvió al gabinete. O el señor estaba demente o le faltaba muy poco.

—Doña Marta.

—Señor...

—¿Qué hacemos?

—Esto es grave. Dice disparates y tiene un rescoldo en la cabeza...

—Llevarla a su casa... llevarla a su casa inmediatamente, a sucasita—dijo Caballero sacando de su confusión un propósitoclaro—. Encárguese usted, Doña Marta, de que vaya bien, y váyase ustedcon ella. Tú, Felipe, traes un coche; pero un coche decente, un cochebueno... No, mejor será que traigas el primero que encuentres... DoñaMarta, encárguese usted de llevarla, y cuide de que nada le falte...Luego, Felipe, avisas el médico, un buen médico, ¿estás?, y le dices quevaya allá, a su casa... Arropármela, digo, arroparla bien... Que no seenfríe... Pronto; al avío... Eso no será nada.

Dadas estas órdenes, miró aún, desde el gabinete, el lastimoso aunquebello cuadro: el pie descubierto, el brazo colgante, el oval rostrodescolorido, la entreabierta boca...

¡Oh, dulces prendas...! Con elcorazón despedazado se encerró mi hombre en su despacho... Si no llorabaera porque no podía, que ganas no le faltaban.

XXXVII

Cuatro

días

después,

según

datos

seguros,

suministrados

por

la

diligenteobservación de Centeno, estaba D. Agustín Caballero en el propio ser yestado que un convaleciente de enfermedad grave. Su mal color anunciabainsomnios y dietas, y su mal genio trastorno del ánimo, unamanifestación hepática tal vez, complicada con melancolías osentimientos depresivos. Y es muy de notar que pocas veces había estadonuestro buen amigo tan locuaz, sólo que las cosas estupendasque hablaba se las decía a sí mismo. En el reparto de aquella comediahabíale tocado un monólogo o parlamento largo, que llevaba ya cuatrodías de tirada, y no tenía visos de concluir; de modo que si el talmonólogo se oyera, el público estaría, como quien dice, tirando piedras.Por la repetición febril de ideas y conceptos era el tal soliloquioindigno de la reproducción. De tiempo en tiempo una idea desprendida deaquel íntimo discurso brotaba fuera, condensándose en frase pronunciada.Esta frase, al resonar en el gabinete, tenía un eco, el cual era emitidopor los autorizados labios de Rosalía Bringas:

«Tienes razón; me parece muy bien pensado. Lo de marcharte a América esun rasgo de tontería pueril. Vete unos días a Burdeos, y allí tedistraerás. Después vuelves aquí, donde tienes tantos amigos, donde erestan querido y respetado... y ya cuidaremos de que no des mástropezones».

Estaban en el gabinete de los pájaros cantores, los cuales no habíanvuelto a abrir el pico desde aquel triste lance. Habíase aventuradoRosalía a variar el lugar y colocación de algunos objetos por puro afánde mangonear. Impensadamente tal vez, tomaba ciertos aires de ama decasa, y daba disposiciones con soberanos modos. La noche anterior,Caballero, cuyo irritado genio se manifestaba en las cosas mástriviales, había dicho con altanería: «No quiero que se toque nada...Cada cosa en el sitio que ocupa...». Al oír esto, la señora habíarespondido algo desconcertada: «Bien, hombre...

no creas que voy adesarmar el altarito... Ahí lo tienes todo... no me llevo nada».

Aquel día, después de aprobar con toda su alma la resolución delviajecito a Burdeos, la dama hizo crónica verbal de la fiesta celebradaen Palacio la noche antes.

Como acababa de entrar de la calle, estabasentada en el sofá, con su cachemira, manguito y velo. En un sillónyacía indolente la discreta humanidad del gran Thiers, mudo ymelancólico, contra su costumbre, a causa de un gravísimo percance quela ocurriera en el baile, y que no se apartaba, ¡ay!, ni un segundo desu mente.

Caballero iba y venía con las manos en los bolsillos. Sin oír lasencomiásticas descripciones que del sarao hacía su prima, parose ante unespejo, y mirándose... He aquí un trozo tomado al azar de suinterminable parlamento, con traducción un tanto libre:

«Bruto, necio, simple, o no sé qué nombre darte... ¿para qué te metisteen la civilización? ¿Quién te manda a ti salir de tu terreno, que es lacomarca fronteriza, donde los hombres viven pegados al remo de untrabajo tosco? Me estoy riendo de tu extravagante prurito de sentarplaza en medio del orden, de ser una rueda perfecta en estosmecanismos regulares de Europa... ¡Vaya un fiasco, amiguito!... Háblatede la familia; pondérate el Estado; recréate en la Religión... A lasprimeras de cambio, la civilización, asentada sobre estas bases como uncaldero sobra sus trébedes, se cae y te da un trastazo en la nariz y tedescalabra y te tizna todo, poniéndote perdido de vergüenza y deridiculez... Vida regular, ley, régimen, método, concierto, armonía...no existís para el oso. El oso se retira a sus soledades; el oso nopuede ser padre de familia; el oso no puede ser ciudadano; el oso nopuede ser católico; el oso no puede ser nada, y recobra su salvajealbedrío... Sí, rústico aventurero, ¿no ves qué triste y tonto ha sidotu ensayo? ¿No ves que todos se ríen de ti? ¿No conoces que cada pasoque das es un traspié? Eres como el que no ha pisado nunca mármoles, yal primer paso se cae. Eres como el cavador que se pone guantes, y desdeque se los pone pierde el tacto, y es como si no tuviera manos... Vete,huye, lárgate pronto, diciendo: 'zapato de la sociedad, me aprietas y tequito de mis pies. Orden, Política, Religión, Moral, Familia, monsergas,me fastidiáis; me reviento dentro de vosotras como dentro de un vestidoestrecho... Os arrojo lejos de mí y os mando con doscientos mildemonios...'».

D. Francisco dio un gran suspiro, en el cual, parecía que sele arrancaba el alma.

Díjole su mujer frases consoladoras; pero él, comolos que padecen gran tribulación, no conocía más alivio de su dolor queel dolor mismo, y apacentaba su alma con el recuerdo de su desdicha.¿Cuál era esta? Digámoslo prontito. ¡¡¡Le habían robado el gabán en elguardarropa de Palacio!!!... Este siniestro, horripilante caso no eranuevo en las fiestas palatinas; ni había baile en que no desaparecierantres o cuatro capas o gabanes... El desalmado que sustrajo aquella ricaprenda dejó en su lugar un pingajo astroso y mugriento que no se podíamirar. De la caldeada fantasía de D. Francisco no se apartaba la imagende su gabán nuevecito, con aquel paño claro y limpio que parecía lapurísima epidermis velluda de un albaricoque, con aquel forro de sedaque era un encanto. En su desesperación, el digno funcionario pensó darparte a los tribunales, contar el caso a Su Majestad, llevar el asunto ala prensa; pero el decoro de Palacio le detenía. ¡Si él cogiera alpícaro, canalla, que...! ¡Parece mentira que cierta clase de gente semeta en esas solemnidades augustas!... Un país donde tales cosaspasaban, donde se cometían tales desmanes junto a las gradas del trono,era un país perdido. Por distraerse tomó un periódico.

«Ya no puede quedar duda—dijo con fúnebre acento después de leer unpoco—; la revolución viene; viene la revolución».

—¡Me alegro!... ¡que venga!—exclamó Agustín parándose ante su primo.

—Esto ya no lo arregla nadie... El espíritu demagógico se hadesbocado... la nación se estrella, se descalabra. ¡Pobre España!...¡Dios salve al país, Dios salve a la Reina!

—Me alegro...

—Porque no hay más que leer cualquier papelucho para ver que esto sedesquicia...

¡Qué desorden de ideas, qué osadías, que falta de pudor, devergüenza...! Ya no se respeta nada, ni el sagrado del hogar, ni lafamilia. La religión es escarnecida y los derechos del Estado son cosade risa. La turbamulta avanza, la asquerosa canalla asoma las narices...

—Me alegro...

—Óyense ruidos subterráneos; el trono se tambalea. Pronto vendrá lacatástrofe...

Los descamisados harán de Madrid un l