Quilito by Carlos María Ocantos - HTML preview

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—¿Y dices que hoy encontraste llorando a la tía Silda?

Sí, pero Agapo no sabía la razón, él no había de preguntárselo.

¡Quiénsabe las penas que sufriría la pobre tía! ¡si ella, pudiera!

¡cómo noconsolarla, si le era tan simpática! Entonces, la idea del cisma que laseparaba de aquella familia hacía nublar su dulce mirada. Debía haberocurrido algo muy grave, muy grave, para un rompimiento tan completo,tan definitivo, que parecía ser eterno; porque ella, desde que abrió losojos, recordaba haber visto siempre las cosas así.

—¿Sabes, Agapo, cuál ha sido la causa?

Y Agapo decía que no, que él no sabía nada, no quería saber nada;contrariado, ya no sonreía, arrojando miradas feroces a su alrededor,como si aquel lujo insolente, al despertarse el recuerdo del pasado,insultara su miseria e irritara sus nervios.

Se oyeron pasos y voces en la escalera.

—No huyas, que será alguno de esos fastidiosos que asedian a papá todoslos días.

Pero el atorrante, que creyó percibir dejo de mujer, apresuróse a cargarel lío y a escapar, temiendo tropezar con su cuñada y que lesorprendiera en flagrante delito de profanación y sacrilegio.

—Adiós, Nanita; ¡Dios te lo pague, hija!

Fué a abrir la puerta, a tiempo que misia Gregoria entraba, conAngelita.

—¿Aquí?—chilló la señora;—se te ha dicho que no pases de la puerta,¡y tú lo consientes, Susana! El no tiene la culpa, naturalmente. ¡SiBernardino estuviera en casa, él te ajustaría las cuentas, vagabundo!

Agapo, sin decir palabra, embistió al hueco que dejaba libre lacorpulencia de misia Gregoria en la puerta, y salió al vestíbulo,empujando a la cuñada sin miramientos.

—¡Ordinario, vulgarote!—vociferó ella.

Y mientras el atorrante bajaba las escaleras, saltando los peldaños decuatro en cuatro, Angelita, echada sobre la barandilla, le hacía pitos,diciendo de burlas:

—¡Adiós, tío Agapo!

Arrojóle un salivazo, tan certero, que le cayó en la mano.

—¡Puerca! ¡víbora!—refunfuñó el filósofo.

—Pero, mamá—decía Susana,—¿por qué le tratas de ese modo? Hay quetenerle lástima.

—¡Lástima, cuando es un sinvergüenza, un perdido, que deshonra a lafamilia!

—Un desgraciado, más bien, mamá—replicó dulcemente la niña.

Misia Gregoria se sentó. Se había puesto excesivamente, monstruosamentegruesa; el pecho desbordaba del corsé; la cintura, salida de madre,invadía las caderas; los brazos, del codo al hombro, tenían más demuslos que de brazos; el cuello, corto, con un collar de grasa, que caíaen blanda papada sobre el cuerpo del vestido, manchado por latranspiración y los polvos de arroz; la cara, mofletuda, colorada,reluciente; los ojos, enterrados en tanta gordura, lacrimosos, a lasombra de un flequillo postizo, que se encrespaba sobre las cejaspeladas... Y encima del peinado pretencioso, una capota rosa, unacapotita monísima...

¡Qué bajón tan grande había dado la señora deEsteven! Ni rastros quedaban en ella de la hija mayor de don Aquiles, deaquella muchacha esbelta, más graciosa que bonita, soberbia heroína deun drama de amor. Con voz flaca y lánguida, pidió que la desembarazarandel abrigo, pues se moría de calor; Susana dió satisfacciónseguidamente a su deseo, desató los lazos de la capota, que laahorcaban, y aflojó el corsé, requisito indispensable cada vez que laseñora volvía de la calle. Ella daba suspiritos de alivio, la cabezadesmayada sobre el respaldo del sillón, los ojos cerradosvoluptuosamente.

—¡Qué placer tan grande es éste! ¡Ay, Nanita, no puedes imaginarte loque sufre tu madre con el condenado corsé; para mí es como si mecincharan, hija!

Se abanicaba con pereza, saboreando el descanso de que disfrutaba.

Angelita, delante del espejo, despojábase del sombrero y el velo;hubiera sido bonita, sin el arremango exagerado de su nariz, que le dabauna expresión de picardía y malicia, y si la boca fuera menos grande ylos dientes más iguales. Desenfadada, tenía movimientos bruscos, salidasde tono violentas; era bromista de mal gusto, y necia, por consiguiente,y si se creía molestada, lanzaba la saeta de su sátira, sin cuidarsedónde hería, ni a quién hería. La menor contrariedad producía en ella unataque de nervios, y convulsiones, gritos y pataleta: a esto llamaba sumadre los prontos de Angelita, asegurando que, a pesar de ello, sucorazón era de oro, y ante la palabra de misia Gregoria, no me atreveréa ponerlo en duda, aunque no pueda afirmar si el oro era o no de ley. Locierto es que a estos prontos, seguía un estado de irritabilidad tangrande, que andaba por la casa dando mordiscos a sus hermanos, a loscriados, hasta a sus padres: a don Bernardino le sobajaba de lo lindo ya la madre la ponía motes irrespetuosos.

—Ya está atufada Angelita—decía misia Gregoria,—no hacerle caso ydejarla.

Con esto, amiga de chismes, de meterse en líos y enredar a la gente;caminaba con desgaire atroz, a la manera del papagallo, los piesatravesados y a pasos menudos; su voz era chillona y de timbreantipático, tan estridente, que se metía en el oído y allí se estabavibrando sobre el tímpano, como insufrible chicharra, hasta totalaturdimiento... ¿He dicho que se comía las uñas? ¿sí?

pues, ya estáhecho el retrato de la señorita Angela Esteven.

Cogió el sombrero, arrancó el velo, y tiró todo sobre el sofá,malhumurada. Ella no se quejaba del calor, sino del tufo a tabaco, avino, a demonios, que había dejado el tío Agapo. ¡Y

luego el plantón dela tienda! Dos horas de revolver, de hablar, de levantarse, de volversea sentar, para salir con las manos vacías. El dependiente tenía un granoen el pescuezo, que no le dejaba mover la cabeza, y usaba onda pegadasobre la frente con goma de membrillo. ¡Qué asco dan estas ondasengomadas! Pero lo gracioso fué que, estando ella en la puerta, aburridadel debate estéril de la madre con el dependiente, vió pasar a la tíaSilda con un mantón color de diablo afligido, hecha una pordiosera; siestaba tan mal, ¿por qué no se ponía a servir? El orgullo no da para elmercado. ¡Ah! ¿y la de Eneene? la mayor, aquella paja larga, que andacomo si la llevara el viento, pasó también, con la madre: ¡y miren loque vale ser hija de ministro! llevaba dos festejantes de escolta,marcando el paso. Por supuesto que el coche, pagado por el Ministerio,estaría en la esquina, esperando.

Hablaba, y repercutía el sonido de suvoz, como si dieran con un martillo sobre un caldero, ¡dam, dam, dam! yla vibración ensordecía.

—No grites tanto, Angelita—suplicó misia Gregoria, sin abrir los ojos.

Ella, no hizo caso y saltó de repente:

—Dime, mamá, ¿es cierto eso que le has dicho a la de Eneene, que nosvamos al Frigal? ¡En junio! sería ridículo.

Mordiendo la uña del dedo meñique con encarnizamiento, protestaba deesta ida a la estancia en pleno invierno; que no contaran con ella,porque ni a soga habían de llevarla: la temporada de ópera en lo mejor,tres bailes anunciados... ¡la muerte antes que la estancia! Bienmondado el meñique, pasó al anular, insistiendo en su pregunta. MisiaGregoria, con un suspiro mucho más hondo que los otros, contestó que sí,que se irían a la estancia a fin de mes, si esto no se arreglaba.

—¡Perfectamente!—exclamó Angela atacando, en su coraje, todas las uñasa la vez,—¿y qué tenemos nosotros que ver con esto? Que se arregle odeje de arreglar, no es motivo suficiente para que demos la campanada deirnos a la estancia ahora, a pasar fríos, y aburrirnos. Lo primero quedirán todos es que papá se ha fundido, y que nos vamos al campo aeconomizar, y no hay cosa peor que dar pie a habladurías.

La señora suspiró más hondo todavía, como si quisiera arrancarse de allídentro algo que la incomodaba enormemente; este mudo comentario á supensamiento, que parecía confirmarlo en su elocuente silencio, sacó dequicio a Angelita. A ver, decir la verdad y no andarse con tapujos:decir que habían descendido al nivel de la tía Silda, más bajo, al nivelde Agapo, y acabemos;

¿por qué no habían avisado a tiempo para salvarsiquiera la camisa? Eso tiene meterse en la Bolsa y hacer gracias;claro, las mujeres pagan después el pato: destierro a la estancia ypunto final. Pero lo que más la irritaba era el qué dirán de las gentes,la murmuración de las amigas envidiosas, darles el gusto de verlaabollada.

—¡Ay, Dios mío! tengo tanta vergüenza, que quisiera morirme.

La madre intervino:

—¿Quieres callarte, Angelita? Estás ahí hablando zonceras sinfundamento; si nos vamos al Frigal, lo que no se ha decidido aún, serápor mi salud, ni más ni menos.

—Que no voy a la estancia, digo—gritó Angela, con todos los síntomasde sus prontos más temidos,—que no voy, no y no,

¿han oído?

Dió la nota más alta de su voz de tiple, con tal fuerza, que loscristales temblaron, y hubo que llevar la mano a las orejas; pateando,llorando, aporreando los muebles con el puño iracundo, salió delsaloncito, como una exhalación. Del golpe, la puerta casi se desencaja.

Susana, consternada, no había dicho palabra. Hojeaba, delante del piano,su cuaderno de música, tan abstraída en la lectura de fusas ysemi-corcheas, que parecía no haber oído nada, no haber visto nada.

—¿Ya se fué esa loca?—preguntó misia Gregoria, abriendo los ojos yapartando las manos del torturado órgano auditivo,—

¡qué carácter demuchacha! al momento se atufa, y no hay más que dejarla desahogar. Lomismo era yo, a su edad. Nanita, ven acá, acércate.

Susana obedeció. La atrajo a sí la señora y obligóla a arrodillarsedelante del sillón, para tenerla más cerca todavía y poder besarla a susanchas, en la boca, en los ojos, en la frente, en el pelo rubio yondeado. La joven, sorprendida, repetía:

—Mamá, mi buena mamá...

Pero, la señora, estrechando la hermosa cabecita de virgen contra suseno opulento, protestaba: no, la buena era ella, su hija, su Nanitaadorada; a ver, que vinieran todos los ángeles del cielo y todos lossantos del almanaque a competir con ella; ¿a que se volvían avergonzadosde la derrota? La dió un beso más apretado en la frente y se puso allorar, con sollozos convulsivos que sacudían todo su cuerpo. Entonces,Susana se asustó.

—¿Qué tienes, mamá? ¿qué ha pasado?

Misia Gregoria no contestaba; su llanto era tan copioso, tan sentido,que no podía hablar. Y Susana, afligida, repetía:

—Mamá, ¿por qué lloras? dime, ¿por qué?

Entre el hipo de los sollozos, la señora articuló:

—¿Sabes? lo que ha dicho Angela... es la verdad... ¡la terrible verdad!

La joven, sin comprender, exclamó:

—¿Que nos vamos a la estancia? ¡Mejor! ¿Y eso te aflige tanto?

La madre volvió a besarla largamente. ¡Qué inocente era! Se afligía,sí, pero no por salir de la ciudad, sino... por lo otro, ¡un golpe tanduro y terrible! se afligía, porque este golpe alcanzaba a sus hijos, asu buena y querida Nanita. Esta, abría tamaños ojos. La madre,bruscamente, repuso:

—En medio de todo, debiera alegrarme de nuestra desgracia, porque esagente, esa chusma, te había ya tendido el lazo y en él ibas a caer,tarde o temprano; tengo la experiencia de estas cosas, y sé en lo queviene a parar la oposición de los padres en lucha con el capricho de loshijos; porque no me lo niegues, no me digas que no: estás encaprichadacon ese renacuajo de Quilito.

—¡Mamá!—suplicó Susana.

Que sí y que sí; ¡ella tenía un ojo y un olfato! Estalló en invectivascontra esa chusma, gozosa de poder descargar en alguien la amargura desu pena inmensa; como lobos habían rondado su casa, para entrar a sacoen ella y viéndola bien guardada, engatusaron al cordero de su hija; yasabían ellos lo que se hacían: atacaban por el lado más débil, másvulnerable; una vez ganada la hija, la conquista de los padres no erasino cuestión de tiempo. Pero, ahí estaba ella, la madre, para velar portodos; no conseguirían su objeto, no: ella lo había jurado. Sus ojos,secos ya, brillaban, animados por el odio inextinguible.

Susana lloraba.Viéndola así, la cabecita de penitente inclinada, misia Gregoria,afligidísima, la volvió a besar, a estrechar contra su pecho. ¡Por Dios!¿qué había hecho ella tan malo, qué crimen había cometido, para ser asícastigada en sus afecciones? Su hija, su adorada santita, renegaba deella, acusándola quizá de verdugo, de madre sin entrañas. Pero, si erapor su propio bien, que lo hacía...

—¡Mamá!—suplicó de nuevo Susana.

La apenaba tanto oír hablar a su madre así... Misia Gregoria se calló,embargada, otra vez, su mente, por la idea terrible, por lo otro, queno había acabado de explicar.

—No llores, hija mía—dijo,—mira que tu valor y tus consuelos me hacenfalta, mucha falta.

Lo que había dicho Angela, era cierto: se iban a la estancia, enjunio, en el rigor del invierno, porque su padre... su padre estabaarruinado, y su hermano arruinado, y todos, todos, absolutamentearruinados. La ahogaron los sollozos. Pasó mucho tiempo sin que pudierahablar, sorda a las palabras de su hija, que se esforzaba en animarla,mostrando cristiana resignación.

¡Estaban arruinados! Y bien, se iríanal campo y trabajarían y ahorrarían; al padre no le tomaría de sorpresaesto, porque se había formado en el trabajo, y luchado desde joven porel bienestar de la familia; era duro empezar de nuevo, pero ahora noestaba solo, sus hijos le ayudarían: estaba Jacinto, joven y robusto,estaba ella... ¿no sabía planchar, lavar, coser, bordar, guisar? Ella loharía todo, ¡y con qué placer! se la presentaba la ocasión de pagar esadeuda, imposible de saldar jamás, del hijo con el padre, de pagarla enla moneda del cariño, de la abnegación, del sacrificio, única monedaválida para tales deudas. ¿Qué la importaban el lujo, las fiestas, lavanidad de la posición perdida? Arriba o abajo, el corazón late lomismo...

Allá, en el fondo de su alma, en el rinconcito más oculto,brillaba la esperanza consoladora de que, caída de su pedestal de mujerrica, se acercaba más a los otros, se ponía a su nivel, facilitando asíla realización de su magna empresa. Era Dios quien lo había hecho;¡alabado sea Dios!

Pero misia Gregoria no participaba de esta conformidad; cuando serepuso, apretando el pañuelo sobre los ojos hinchados, contó la historiade la desgracia. El ciclón desencadenado sobre la Bolsa había arrastradotodo, casas, tierras, depósitos bancarios... así, en un santiamén...¡todo, todo! Lo único puesto en salvo era la estancia, que lesserviría de asilo. Y ella había sentido venir la catástrofe; el corazónse lo decía.

—No te metas, Bernardino, en la Bolsa, mira por aquí, mira por allí.Bernardino, vigila a ese niño, que no tiene experiencia, que no sabe pordónde anda; el socio es bueno, pero el mal ejemplo de los demás, el tuyosobre todo, va a perderle.

Bernardino esto, Bernardino aquéllo.

Y nada, erre que erre. Estaban ciegos, locos. Hoy mismo, agobiado por laespantosa desgracia, en la calle, sin fortuna y sin crédito, sosteníaque no, que la culpa no era de él, que la cosa había sucedido sin sabercómo, inopinadamente, por sorpresa o mala suerte, pero que estaba en locierto al asegurar que, lo que la Bolsa quita, la Bolsa vuelve a darlo.¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío!

Gimió sin consuelo, largo rato. Y de pronto exclamó, enderezándose en elsillón:

—Lo que a mí me subleva, me ahoga, me mata, me quita el sueño, elapetito, la vida, es que ellos van a reírse, van a burlarse, van agozar de nuestra desgracia. Si me parece ver a esa harpía de Casilda, aese hambriento de Pablo Aquiles... ¡Ay! ¡no, yo no podré soportarlo, no,no!

Se ahogaba. La joven desabrochó su corpiño, la hizo aire con el abanico.Y misia Gregoria desmayó su cabeza sobre el seno de su hija, bajo elcual se abrigaba la traidora carta del odiado vástago de los Vargas.

VII

Lo ocurrido aquella mañana en la casa, a que se había referido Susana ensu conversación con el filósofo, fué lo siguiente: Que misia Gregoria, escamadísima con el teje maneje que se traía sumarido, provocó una explicación, que degeneró en tormenta, a causa de loque se dirá después. Hay que repetirlo: misia Gregoria estaba enamoradade don Bernardino, y esto, a los veintitantos años de casada, en que seha tenido tiempo suficiente para ver el revés y el derecho del carácter,y conocer la urdimbre de la persona como las propias manos, es muy dignode respeto y alabanza. Misia Gregoria creía que cuando Esteven andabapor la calle, las miradas femeninas le seguían y le salían al encuentroy le provocaban; no veía, ¡qué había de ver! que el horno no estaba pararosquillas, es decir, que don Bernardino, rechoncho, pelado y teñido,con patas de gallo en los ojos y los carrillos caídos, no era digno deser mirado por su linda cara, sino es por sus muchos monises. Y si estono lo veía, tan a la vista estaba, menos había de ver que ella,deformada por la obesidad, vieja y fea, no podía representarairosamente escenitas de celos, con mucho puchero y mucho remilgo.Porque la verdad es que los dos habían llegado a la edad reglamentaria,en que es forzoso abandonar el servicio activo y entrar en la reserva; yde esto parecía convencido don Bernardino, en quien la ambición era lapasión dominante.

—Déjame en paz, Gregoria—decía cuando la mujer le atosigabademasiado;—mira, hija, que es preciso convencerse que ni uno ni otroestamos para estas cosas; el amor es gaje de la juventud, y cuando setienen hijos con barbas, y canas y reumatismo y chocheces y goteras portodos lados, empeñarse en hacer los Faustos y las Margaritas esexponerse a desafinar y dar fiasco.

—Pues, sin embargo, hay cada viejo...

—No te fíes, que es como la leña verde: no arde; mucho chisporroteo ymucho humo, pero poca llama.

No quería misia Gregoria, a pesar de estas declaraciones, dar su brazo atorcer. ¿Y cómo, si en su larga vida de casada, nunca había visto aEsteven salir más a menudo, entrar más tarde, andar más preocupado, mássin sosiego, más sin sueño, que esta vez?

Ella no se chupaba el dedo;nada de política ni de negocios, un diablo con faldas estaba de pormedio. Hasta se le figuraba conocer a aquella picaronaza: el pelo colorde zanahoria, última novedad; los ojos pintados con pábilo de vela;colorete y muchos polvos en la cara, y un olor a pacholí, tan fuerte,que hacía estornudar. El día aquel de la sarracina en la Bolsa, quellegó don Bernardino derechito a meterse en cama, misia Gregoria, porlas dudas, le echó una buena rociada: ¿con que venía así, tandescompuesto y pálido, a causa de la liquidación? ¡ah, farsante! alguna agarrada con la rubia esa.

Pasó dos días don Bernardino en cama, quejándose de dolores en losriñones, en la nuca y sobre todo en la cabeza; decía que por allí dentrole andaba una docena de demonios, dándole patadas en los sesos ymartillazos en las sienes. Misia Gregoria, instalada en la cabecera, levigilaba, no fuera a lo mejor a escribir unos rengloncitos a su espaldao recibir algún billete sospechoso; porque eso de que estuviera enfermo,era una mentira como una casa. Si estaba desasosegado y nervioso y demal humor, era porque la otra lo habría plantado; ¡muy bien hecho! quesi todas las damiselas hicieran lo mismo con los vejestorios enamorados,mandarlos a su casa después de pegarles cuatro palmadas, las esposashonestas no estarían en esta agitación y no pasarían la pena negra.Pero, enfermo o no, la verdad es que no llegó a visitarle médico, donBernardino no quiso recibir a nadie y así se dió la consigna terminante:era una casa aquella en que a cada minuto estaba alguno colgado de lacampanilla, y los visitantes no faltaron en estos dos días, pero nadielogró ver al conspicuo personaje de la situación. A las diez de lamañana del tercer día, siempre en la cama Esteven, más dolorido quenunca, pues ahora no era ya una docena, sino ciento de demonios que lemartirizaban el cerebro, le entregaron dos tarjetas, que fué lo mismoque darle dos palos, pues lanzó un quejido como si los hubiera recibidoen los lomos.

—¡Que no, que no recibo! dijo revolviendo los ojos.

Y echado sobre las almohadas, miraba pálido las dos tarjetas, que lesacaban la lengua sobre la mesa de noche, diciendo una: Rocchio, y laotra: Portas, y las letras negras de estos dos nombres bailaban sobre lacartulina, dándole mareos. Media hora después, vino la tarjeta número 3,y de la mano temblona de don Bernardino pasó al lugar de las otras.

—¡Que no, que no recibo!—repitió, con un juramento.

—Señor—insistió el criado,—dice que tiene que ver forzosamente alseñor; que se trata de un asunto de interés.

Don Bernardino cogió de nuevo la tarjeta y leyó: Robert.

—Bueno, que pase; acabemos.

Pidió a misia Gregoria que arreglase las mantas del lecho, que abrieralas cortinas y le diera el espejo de mano.

—Mucho quieres componerte—dijo la gruesa señora, mirando desconfiada ala tarjeta que el marido retenía en la mano,—

¿quién es ese afortunadoque así logra violar la consigna?

—Déjame solo, Gregoria, y no vengas sino cuando yo llame.

—A mí no me la pega—refunfuñó misia Gregoria,—éste debe ser unemisario de la rubia, que viene a traer las condiciones de la paz. Yales daré yo buenas paces.

Se entretuvo mangoneando en la habitación un rato y salió á escondersedetrás de la cortina, que cubría la entrada de la pieza inmediata.

—Que cierres la puerta, Gregoria—gritó don Bernardino.

—Bueno, hombre. ¡Jesús! qué misterios gastamos.

Y dió un portazo, dejando a Esteven solo, en la alcoba conyugal, pues loera esta estancia lujosamente decorada...

Esteven, con un gorro deterciopelo bordado de gusanillo mate y borla de oro, la barba sin teñir,con unas ojeras como dos pinceladas de betún, amarillo como un cadáver,los ojos fijos en los dos nombres: Rocchio, Portas, que saltaban sobrela mesa de noche, esperaba... Míster Robert entró...

Lo que pasó entre los dos, misia Gregoria no pudo averiguarlo, al punto;las voces no salieron del diapasón ordinario y hasta el oído curioso dela señora no llegó sino confuso murmullo; sus celos, exacerbardos con elmisterio de esta entrevista sospechosa, le sugerían desatinadasreflexiones: sin duda, el tal emisario se vendría con muchas exigencias,cuando el otro seguía tieso que tieso; cuestión de dinero todo, porquelas rubias y las morenas de este jaez no entienden otro idioma. ¿A quesalía ella, así, de improviso, y le ponía las peras a cuarto alcalaverón de su marido y al alcahucil aquel? Las voces parecían subirun poco de tono.

—Es que ha llegado al capítulo de las amenazas—se decía la señora,siempre pegada a la puerta.

Y como no percibía una sílaba, se aferraba a su idea de salir ydesbaratarlo todo. Seguía el duelo allá dentro entre la voz grave, la dedon Bernardino, y una vocecita delgada, la del otro; tal como si uncontrabajo y un flautín ensayaran, cada cual por su lado. De pronto, losdos instrumentos enmudecieron... pasó un minuto, y el mismo silencio;pasaron dos, tres minutos...

—¿Se habrá ido ya?—pensó misia Gregoria,—ya no suena esa vocecita deflautín, que me arañaba el oído. Bernardino tampoco resuella. ¿A que hacedido el muy mandria? ¡Y yo que me estoy aquí hecha una papanatas!

Volvió el picaporte y entró; como un juez que llega al sitio del crimen,rastreando la pista, y hace visita inquisitorial de muebles y objetos,para deducir de su posición la historia del delito, misia Gregoria paseósu mirada severa por la alcoba y la dejó caer terrible sobre elcriminal: ahí estaba, abatido, con el gorro de terciopelo ladeado,durmiendo o fingiendo dormir.

—Allá voy yo a despabilarte—se dijo la señora.

Y cayó sobre él, sacudiéndole el brazo y gritándole:

—¡Bernardino! ¡Bernardino!

Esteven abrió los ojos y vió sobre sí la mole inmensa de su mujer.

—¿Qué hay? Retírate, que me sofocas.

—Si es lo que yo quiero, ahogarte, sofocarte, por mal marido, porpillastrón. ¿Quién es ese hombre? ¿quién es esa rubia? ¡Di, contesta,grandísimo pícaro!

—Gregoria, no me tientes la paciencia...

—¿Quién es? Di, vamos a ver.

—Gregoria, no me tires de la lengua.

Y lo creo que tiraría de ella y se la arrancaría con mucho gusto; ¡quéhombres estos! tienen una mujer buena, que les quiere, que les mima, queles cuida cuando están enfermos, y el pago que la dan es engañarla,traicionarla, burlarla, con esas mujeres de la calle, que así son ellas.

—Gregoria, me atormentas la cabeza, ¡por favor!

Pero la señora ya se había disparado. Armó una de gritos y amenazas, queEsteven, aturdido, metió la cabeza bajo las mantas.

—Sí, tápate los oídos, que me has de oír.

Sulfurado, por fin, el marido la llamó vieja por tres veces, como quientira una piedra a un perro que ladra; y esto no hizo sino aumentar laexasperación de misia Gregoria. Sí, que la insultara ahora; no faltabamás, sino que la levantara la mano...

eso es. ¡Pero, señor! cuando a unose le acusa de algo, y es inocente, se defiende y presenta razones yexcusas, pero no se queda ahí callado, abriendo tan sólo la boca paradecir una desvergüenza. Ella necesitaba una explicación, que se ladijera qué

significaban

los

misterios

de

estos

días,

el

conciliábuloreciente...

—¡Dime quién es ese hombre! ¡quién es esa rubia!—chilló de nuevoacercándose a la cama.

—Pero, ¡qué rubia ni qué berenjenas!—exclamó don Bernardino dando ungolpe al gorro, que acabó de ladearle;—

¿quieres oírme? siéntate, ycalla, que tengo muchas cosas graves que decirte.

Pasmóse, con esto, misia Gregoria.

—¡Ay, Bernardino, por Dios! Si vas a confesarme la verdad, no me ladigas, no; prefiero quedarme con la sospecha.

Enronquecida y sin fuerzas, dejóse caer en el sillón más próximo, quecrujió bajo el enorme peso; temía ahora tanto de que Esteven hablara,como antes deseaba que rompiera el sospechoso silencio. Don Bernardinopreguntó:

—¿Sabes quién es el hombre que acaba de salir de aquí?

—Como no me lo digas...

—Pues, es míster Robert.

—¿El socio de Jacinto?

—El socio de Jacinto.

—¿Y qué?

Esteven dió un puñetazo sobre las almohadas.

—Que liquida, mujer, que la sociedad con Jacinto se disuelve, y con undéficit de doscientos mil nacionales, que tiene el muchacho que pagar,¡es decir, yo! Lo demás, que no es poco, lo pagará el inglés, hombrehonradísimo, víctima de las calaveradas de ese mocoso, a quien he dearrancar las orejas.