Peñas Arriba by José María de Pereda - HTML preview

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—Ahora, enseguidita, a prepararse para la marcha, puesto que se empeñanustedes en volverse hoy, porque los días son ya muy cortos y no haytiempo que perder.

Andando así, hablé al solariego de sus obras, declarándole honradamenteque no las había leído.

—No me extraña ni me duele—me contestó—, porque otros hay con másobligación que usted de conocerlas, y ni siquiera saben que estánescritas, ni que sea yo capaz de escribir libros.

Andan así las cosas, yya se irán arreglando de otro modo, si Dios quiere. Entre tanto, yotendré muy regalado gusto en ofrecérselas ahora mismo, sin comprometerlepor ello a que las lea. No pago yo con impuestos tan gravosos el favor yla honra que me dispensan personas tan bien nacidas como usted,hospedándose en mi casa.

Mostréme, como pude y supe, agradecido a la fineza; llegamos aldespacho; diome él los libros, con la honrosa «auténtica» de sudedicatoria autógrafa; previno el mozo las cabalgaduras en el corral;bajamos a él los que estábamos arriba; hubo abajo las despedidas, lascongratulaciones, las protestas y los apretones de manos que fácilmentese imaginan; montarnos, al fin, Neluco y yo; volvimos a despedirnosdesde las alturas de nuestros respectivos jamelgos; respondiónos elcaballero con reverencias y con palabras que ya no oíamos bien;descubrímonos, por último, mientras revolvíamos los caballejos hacia laportalada, que estaba abierta de par en par; picamos recio; salimos, y abuen andar, me puse al costado de Neluco, que, como es de presumir,dirigía la caminata.

Pero yo no me fijé siquiera en la dirección que tomábamos, porque mesentía repleto del señor de aquella torre, por su saber, por su bondad,por su talento y por sus «cosas» tan singulares y tan nuevas para mí, yno tenía otro deseo que el de verme a solas con Neluco para acosarle apreguntas y saber más y más de todo aquello. Como si adivinara misdeseos el mediquillo de Tablanca, en cuanto me tuvo a su lado sacó aplaza el asunto de este modo:

—Ayer le prometí a usted, por la mañana, indemnizarle con creces por lanoche de los penosos ratos que le proporcioné con el conocimiento de supariente Gómez de Pomar. ¿He cumplido mi promesa?

—¡Oh!—le respondí—, y con mayores creces de las que usted pudoesperar... Pero dígame usted, Neluco—añadí arrimándome más a él—, estehombre, por sus prendas excepcionales de carácter y de saber, gozará deun gran prestigio y merecerá el respeto de todos, no solamente en suvalle, sino en la provincia entera.

Sonrióse Neluco amargamente, y me replicó:

—¿Prestigio... respeto, dice usted? Pues sírvale de gobierno que esehombre no está en un correccional, por un milagro de Dios.

Quedéme estupefacto. Observólo el médico y me dijo echándose a reír:

—No vaya usted a creer que se trata de otro pájaro por el estilo delhidalguete de Promisiones.

—Me parece que con las señas que empezaba usted a darme...

—Efectivamente; pero con ellas y todo (porque no las tacho ni corrijo),ya verá usted cómo no hay motivo para que se le desvanezcan lasilusiones que se ha forjado. Ese hombre es todo lo que usted ha visto ymucho más que vería si continuara tratándole y observándole de cerca.Vería usted entonces que su corazón es tan grande como su inteligencia;que es todo él espíritu de caridad sin límites e inagotable, como elOcéano; que en actos de ella arriesga cien veces la vida, porqueabundan, desgraciadamente,

las

ocasiones

de

hacerlo

durante

lasinclemencias invernales en estos desamparados desfiladeros; que,habiendo corrido el mundo y teniendo en él deudos encumbrados yvaledores poderosos, ha preferido a lo más solicitado por las vulgaresambiciones, las estrecheces y oscuridades de su valle nativo, cuyaprosperidad es su manía; que, además de la religión divina de su fecristiana, inquebrantable, tiene la terrena del honor y de la Leyjusticiera e incorruptible; que es tal la integridad de su conciencia,que si un día llegara a reconocerse delincuente y no hubiera juez quepersiguiera su delito, él se declararía juez y hasta carcelero de sípropio; que tiene la pasión de los débiles y de los menesterosos y delos perseguidos, el ansia inextinguible del saber y el delirio por lasglorias de su patria; que los desafueros contra el bien común le exaltany embravecen... y, por último, que es el hombre que usted adivinó en supesadilla de anoche, gastándose la vida y el patrimonio en lidiarvalerosamente, sin punto de sosiego, contra todo linaje de infieles. Contales condiciones de carácter, este hombre hubiera sido en los siglosmedios caballero andante o cruzado; pero le tocó nacer en estos tiemposdescoloridos y prosaicos, y sus arremetidas andantescas le resultan muya menudo «quijotadas», hasta por los descalabros... Porque este soltiene manchas también (y no lo sería si no las tuviera); y aunque estasmanchas, bien observadas, no vienen a ser otra cosa que extremadasexaltaciones de sus grandes virtudes, al cabo son manchas, y por el ladode las manchas solamente, le estima y justiprecia el vulgo, rey ysoberano que no entiende pizca de claro-obscuros. Y como hoy todo esvulgo, leyes inclusive, deduzca usted por consecuencia hasta elcorreccional de que le hablé antes.

—No puedo deducir esto tan fácilmente como usted cree—

respondí aNeluco, porque no estaba yo conforme en que las cosas anduvieran tan malcomo él las pintaba.

—Pues lo explicaré mejor con un ejemplo—replicó Neluco—.

Figúreseusted que, según declaran las leyes fundamentales del Estado, todociudadano tiene la facultad de evitar la comisión de un delito, siempreque pueda, y presuponga enseguida que nuestro hombre toma el preceptolegal al pie de la letra, y trata de cumplirle en la primera ocasión quese le va a las manos. Ya está evitado el delito, con todas lasconsecuencias naturales de una resistencia obstinada, y muy naturaltambién, de parte del delincuente. Pero álzase éste en queja del«atropello», y comienzan los trámites reglamentarios, y viene la ley consus distingos y sutilezas casuísticas, y hete a nuestro hombre pagandolos vidrios rotos y quizás a las puertas de la cárcel, como un salteadorde caminos. Y hay casos de ello.

—¿Por qué?

—Pues unas veces, porque «esa es la Ley», que parece hecha de intentopara amparar delincuentes; y otras muchas, porque hacia ese lado laempujan... aquellas nubes negras que también vio usted anoche en supesadilla.

—No lo creo, y usted perdone.

—¡Dichoso usted!

—Pero ¿qué razón hay, puestos a creer en esas nubes, para que nofavorezcan a nuestro amigo y sea condenado el otro?

—La razón del «mal nuevo», que también nos mencionó él anoche.

—Será así; pero no lo entiendo.

—Pues sigamos con el ejemplo imaginado, y supongamos que el delincuentevictorioso es un arbitrista de nota, hombre de veta soez y peor entraña,logrero y trapisondista, pero bien redondeado de caudales. Suponiendoesto, bien puede suponerse que este hombre es caudillo de un apretadoescuadrón de sumisos mesnaderos, que entran en las batallas que hoy seusan como un rebaño de borregos; o que tiene arte diabólico para manejarlos cubiletes y trampantojos de esa farsa, a su completo gusto; o que sino tiene nada de ello, sabe buscarlo por cualquier camino, y que sabe,además, el valor que esas habilidades representan en el derechoflamante, y la manera de negociarlas.

Pues lo menos con que se pagan hoyesos merecimientos, es una patente de corso con la que entran a saco encuanto abarca su extensa jurisdicción, el corsario o sus protegidos,hasta en los alcázares de la Ley. Este es el «mal nuevo» a que aludíanuestro amigo, que por pasarse de honrado, ya no tiene mesnadas con queservir bajo el pendón de los modernos señores, esos que mandan en lasnubes negras que son sus delegados omnipotentes y hacen mangas ycapirotes, en propio beneficio, de las leyes sin vigor y del esquilmadosuelo de la patria. Le dije a usted en una ocasión, hablando de lo quehoy tenían que hacer los hombres cultos y de buena voluntad en lospueblos rurales para conseguir en ellos lo que don Celso y susantecesores en el suyo, que no en todas partes se lograba el mismofruto; que hasta había mártires de ese heroico trabajo, y que quizástuviera usted ocasión de conocer a alguno de ellos. Pues ya le haconocido usted en el señor de la torre de Provedaño. Ese hombre insigne,con todo su saber, con todas sus virtudes, con todos sus timbres deilustre linaje, con todos sus sacrificios enderezados al bien y a lagloria del suelo en que ha nacido y de la patria entera, es un mártir desu trabajo de Sísifo incansable.

No tenía yo, descuidado madrileño, juicio formado sobre esos malesnuevos y esas nubes negras, a pesar de haber soñado con la mitad de ellola noche antes como en profecía de lo que había de pintarme Neluco aldía siguiente; pero recordando vaguedades y lugares comunes que apropósito de tan delicada materia había leído muchas veces maquinalmenteen los periódicos u oído sin atención en conversaciones de café, yuniéndolo todo a lo dicho por Neluco y a lo que, durante un buen rato,continuó diciéndome todavía, y, sobre todo, por la complacencia que yosentía en engrandecer más y más la idea que me había formado delcaballero de la torre, acepté de buena gana todos los pareceres delmédico, y así fuimos entreteniendo la subida de la sierra, primera partede nuestra larga jornada. Para hacérmela aún más placentera, refirióNeluco algunos rasgos de aquel hombre singular, y entre ellos elsiguiente, que le pintaba de pies a cabeza.

En cierta ocasión se le ocurrió a un convecino suyo, que ya no era mozo,ir a mirar un poco por el ganado que tenía en el invernal, distante deProvedaño una jornada de medio día, a un buen andar por los altosmontes, cara al Este. El día era de diciembre. Estaba el cielo gris;afeitaba el cierzo de puro frío, y aquella misma noche cayó una nevadade dos palmos. Nevando desde el amanecer y helando desde que anochecía,pasó más de media semana, y no volvía a Provedaño el hombre que habíaido al invernal, ni se conocía su paradero. Entérase del suceso el señorde la torre, que no había salido de casa en ese mismo tiempo por nohacer falta fuera de ella; lánzase de un brinco al corral; toma elcamino del pueblo, volando, más que pisando, sobre la espesa capa denieve que le tapiza y emblanquece, como al lugar como al valle entero ycomo a todos los montes circunvecinos; llega, golpea con su garrote laspuertas, cerradas por miedo a la glacial intemperie; ábrense al fin unaa una; pregunta,

indaga,

averigua,

estremécese,

indígnase,

amonesta,increpa, amenaza donde no halla las voluntades a su gusto; y, porúltimo, endereza a garrotazos las más torcidas, hasta conseguir lo queva buscando: media docena de hombres que le acompañen al invernal en quedebe hallarse, bloqueado por la nieve, si no muerto de hambre o devoradopor los lobos, su infeliz convecino, que, contando volver a la mañanasiguiente, no había llevado otras provisiones de boca que un pan decuatro libras; hace buen acopio de ellas; exhorta a los seis que lerodean poco resueltos; anímanse y se enardecen al cabo, porque sonbuenos y caritativos en el fondo; emprenden la marcha los siete montearriba, monte arriba; y anda, anda, anda, cuando llegan a trasponer lascumbres de Palombera, sienten dolorido el pecho, como si el aire queaspiran llevara consigo millones de puntas aceradas, y una torpeza y unquebranto en las rodillas, cual si fueran losas de plomo los «barajones»que arrastran sus pies; confórtanse un poco con un trago de aguardienteque beben

«a la riola»; y anda, anda sin cesar, a veces se ven envueltosen remolinos de nieve cernida, desmenuzada y sutil, que les impide hastala respiración y que, por fortuna, pasan como una nubecilla más de lasque se ciernen y vagan errabundas sobre la montaña; el mismo señor de latorre, de complexión de hierro y que camina siempre delante, nota que leva faltando su indomable fortaleza; que los miembros se le entumecen,que no puede modular una sílaba con sus labios contraídos por lafrialdad, que están yertas, insensibles sus manos amoratadas; empieza atemer algo serio, y no por él, seguramente, y salta, brinca, se frota,se golpea, grita y aúlla como un salvaje... todo menos vacilar ydetenerse, ni dejar un instante en reposo un músculo ni una fibra de sucuerpo; y luego canta y se chancea mientras anda, para alentar y darejemplo a los que van a sus órdenes y le siguen en el silencio absoluto,aterrador, de aquellas alturas solitarias e inclementes. Al fin quiereDios que columbren el invernal, que les queden fuerzas bastantes parallegar a él, que lleguen vivos y que encuentren adentro lo que vanbuscando. El hombre está allí, pero a punto de morir de hambre y de fríoy de desconsuelo.

Mientras unos le confortan un poco con bebidas y conpalabras, otros encienden una fogata que le vuelve el calor, que tambiénles faltaba a todos. Tras de la bebida espirituosa, el señor de la torreva alimentando con prudencia al hambriento y aterido, que devora, másque come, cuanto le ponen delante de la boca. Ya hay hombre; peroalelado, taciturno y entristecido. Es preciso curar también aquellatristeza; y manda que le cuenten algo entretenido los que sepan cuentoso romances. Nadie de los seis sabe una palabra de esas cosas; pero elseñor de Provedaño sabe de memoria libracos enteros, y enjareta en vozalta y resonante medio poema del Mio Cid. Como si callara. El hombreno chista, ni siquiera presta atención. Hay que hacer más, y manda quese cante al uso de la tierra; pero nadie está en voz para ello, y cantaél a grito pelado tonadas del valle nativo, y hasta el «prefacio» de lamisa del día del «Corpus», la más solemne y regorjeada del año. En estaprueba, ya mira el hombre al cantor y muestra algún deleite en oírle.Pues hay que echar el resto: ¡a bailar todo el mundo!... Y como nadie semueve, baila él como un desesperado a lo alto y a lo bajo, y después lajota aragonesa, y, por último, un zapateado que arranca al entontecidouna exclamación de asombro y una risotada de alegría, y al caballero, yadescuajaringado y jadeante, estas palabras que parecen, por el tono, unamaldición: «¡acabaras, hijo de una cabra!»

Todos ya «en buen amor y compaña» descansan, se calientan, hablan,comen; se acaba el día, duermen, amanece el siguiente, claro, sereno yradiante de sol, y se vuelven los ocho a Provedaño por encima de lanieve congelada, como si nada hubiera

sucedido.

Todo

esto,

narrado

porNeluco

minuciosamente, tenía que oír.

Pasados el puerto y los desfiladeros inmediatos, y rezada en la ermitadel otro lado de la vadera la Salve de costumbre, logré ver a la luzdel sol de media tarde, el resto del camino hasta Tablanca, por el quesiempre había pasado de noche; el cual no me pareció tan profundo ni tanpeligroso como yo le había imaginado entre tinieblas. Llegamos al fin, ydespués de saber a la puerta de mi casa, por Chisco, que no habíanovedad arriba, despedímonos el médico y yo «hasta luego», y continuó élandando hacia la suya.

XVI

No había que pensar ya en nuevas excursiones por la montaña: con laúltima se habían agotado mis fuerzas y colmado la medida de mi pocoexigente curiosidad. El cuerpo y el alma me pedían reposo durantealgunos días; y después... Pero ¿habría después cosa nueva en quedistraer mis ocios interminables? ¿Volvería a encontrar interés en lovisto y gozado ya? Y en caso afirmativo,

¿me permitirían esos lujos losinvernizos temporales que, por milagro de Dios, no se habíandesencadenado aún sobre Tablanca y sus contornos? Por de pronto, la vidaque había hecho durante aquellas dos semanas, muy corridas, de plácida ybien soleada temperatura, no había dejado de darme frutos muy dignos deestimación. Con mis correrías incesantes, si no logré hacerme a latierra tan pronto y tan completamente como esperaba mi tío y lo deseabayo, cuando menos mataba el tiempo de día y hallaba por la noche temasabundantes para amenizar un poco la tertulia de la cocinona y lasconversaciones de la mesa de mi tío; comía con excelente apetito, y loscondumios de la mujer gris y de su repolluda hija me sabían a gloria;sentíame animoso y fuerte, y me dormía como una marmota en cuanto tendíael cuerpo sobre la cama; descuidaba mucho la lectura de los periódicosque recibía de Madrid, y al escribir a mis amigos, ya no iban mis cartasempapadas en el tinte melancólico de los primeros días; íbame pareciendomás llevadera la visión incesante de los peñascos en mi derredor, y lamiserable cortedad de los horizontes no me asfixiaba; en fin, que si nome había

«hecho a todo», concebía ya la posibilidad de ello.

Dígalo, si no, el ejemplo de la tertulia: al principio me erainsoportable; y cada tertuliano, nuevo para mí, que se presentaba enella, me parecía más zafio y más insulso que los anteriores; no hallabachiste en sus «humorismos» expresados en un lenguaje mutilado yconvencional, ni motivo, por lo tanto, para algunas risotadasvergonzantes que hasta llegaban a incomodarme, como si me ofendieran;hastiábame la simplicidad de los asuntos que más les interesaban aellos, y sin poderlo remediar acordábame del resobado lamento del poetalatino desterrado en el Ponto: el bárbaro parecía yo, que a nadieentendía ni de nadie era entendido allí. Intentaba buscar en mis librosy periódicos, en la soledad de mi habitación, el remedio contra estosaburrimientos de la cocina; pero el temor de que lo tradujera mi tío enseñal de menosprecio de sus rudos tertulianos, me contenía. Viéndomeforzado a alimentar el espíritu de todo ello, llegué poco a poco apaladearlo sin repugnancia, y muy pronto acabé por encontrarlo agradablea falta de cosa mejor. Lo mismo me había pasado con los condumios deFacia. Aprendí el valor castellano de los modismos locales con que sealimentaban y entretejían las conversaciones de la tertulia, y el roceobligado y continuo con ellas me dio el conocimiento que me faltaba delas materias

«conversables». Y ya estaba hecho el milagro; porque sabidoy de sentido común es que no hay cosa que nos interese mientras ladesconozcamos; y como corolario de este axioma, que, por mínima que ellasea, nos resulta interesante en cuanto la conocemos. Valga el ejemplo deun amigo mío tocado de la pasión de hacer palillos de dientes, sóloporque domina el arte con rara habilidad.

Ello fue que en la primera semana ya metía yo mi cuchara en lasconversaciones y porfiaba en serio con aquellos rústicos sobre temas desu alcance que empezaba yo a penetrar; que iba distinguiendo loscaracteres, las triquiñuelas y zunas de cada uno, y que me sentía muyhalagado por los elogios de todos ellos a mis proezas de excursionista yde cazador. Mi tío se bañaba en agua rosada con estas cosas, porque lastomaba por señales de mi rápida aclimatación; y yo me complacía en vercon qué escaso esfuerzo de mi parte le proporcionaba uno de los pocosgoces a que podía aspirar ya el pobre viejo. Después, mis visitas alpueblo, el caso de Facia relatado por Chisco, la adquisición de laamistad del médico y lo que con todo ello se fue enlazando naturalmente,dieron nuevo empuje a esta buena tendencia mía y me infundieron mayorapego a las cosas y vicisitudes de aquellas sencillas gentes. Veía congusto aumentarse de día en día la tertulia y estudiaba la catadura y elcarácter de cada tertuliano nuevo para mí, con el mismo interés que sise tratara de un recién llegado a los salones de «la» Medinaceli; y si,por ejemplo, me decía mi tío a la oreja cuando se presentaba uno en lacocina por primera vez en la temporada: «ése tiene la gracia de Diospara contar cuentos», sentíame tocado de igual curiosidad que si en unafiesta aristocrática me dijeran: «ése que acaba de llegar es el oradorque ha derribado esta tarde en las Cortes al Gobierno» o

«el autor dellibro H del drama Z». Tenía razón Neluco cuando me afirmaba que elhombre de inteligencia cultivada lleva en sí propio los recursosnecesarios para vivir a gusto en todas partes, con tal de que no truequelos cabos de la polea ni se empeñe en subir lo que está abajo, en lugarde bajar lo que está arriba, hasta conseguir el nivel de ideas apetecidopara un fin determinado.

Lejos de corregir el juicio que había formado yo del temperamento de lostablanqueses al «verlos pasar», como quien dice, en el porche de laiglesia o en las callejas del pueblo, me afirmé más y más en él cuandolos traté de cerca en la cocina de mi tío y logré estudiarlos en plenoejercicio de todos sus componentes físicos e intelectuales; porque allíy sólo allí era donde exponían y ventilaban los asuntos más importantesde su vida, al calorcillo de las fogatas de la cocinona y bajo lapresidencia de don Celso, que siempre daba en el clavo de lo mejor y másconveniente, lo mismo con una cuchufleta que con un dictamen formal.Eran, sin excepción de uno solo, parsimoniosos en extremo y de blandacondición; y en sus tiroteos de broma, a los que son muy aficionados,despilfarraban las metáforas, llenas de colorido local, griegas para míal principio, y muy donosas después que supe traducirlas a mi lengua.Íbame pareciendo la de ellos, entre tanto, más dulce y cadenciosa deritmo cuanto más la oía «sonar».

El cura don Sabas concurría muy a menudo y tan soso como la primera vez;pero a mí ya no me lo parecía después que le había visto tan «elocuente»sobre los riscos de la montaña: consagrábale por eso cierta veneración,independiente de la que le debía por su investidura y por sus virtudes,y se me antoja que no lo desconocía él ni le desagradaba. Como que sehabía jactado más de una vez delante de mí, de que con esas atadurashabía de amarrarme él a la tierra de mis mayores, y para siempre jamás,« per saecula saeculorum»: así, hasta en latín, había recalcado lajactancia. Don Pedro Nolasco sólo dos o tres veces había vuelto a latertulia; y eso «por ser yo quien era», porque se arreglaba ya muy mal,a los años que tenía, con las asperezas de los callejos en la oscuridadde la noche, aunque llevaba linterna.

Neluco frecuentó más la cocina alprincipio que al fin de aquella temporada, y yo creo que lo hizo con elfin caritativo de abreviarme el periodo de «aclimatación», porque lenotaba yo muy diligente en echar hacia mí los temas de lasconversaciones, en traducirme las metáforas y en ayudar a mi tío en suincesante tarea de avivar fuegos de la tertulia aguijoneando a losconcurrentes más activos.

Allí conocí al Topero, el padre de Tanasia, y a Pepazos, el noviopreferido a Chisco por el Topero para su hija, al decir del Tarumbo, quetambién se descolgaba a menudo por la cocinona.

El Topero era un hombrede mediana edad, cuadradote de espaldas y algo rojo de greñas, pocohablador y muy hábil en la labor que llevaba a la tertulia (era raro eltertuliano que iba sin ella): «pintar» abarcas con la punta de sunavaja. Despachaba tres o cuatro pares cada noche, por lo que tenía buenrepuesto de ellas en preparación en casa de mi tío, como le tenían otrosde

«cebillas», de «colodras» y hasta de «banillas» (tiras finas deavellano) para hacer «maconas» (cestos grandes), porque aquélla parecía,por esa y otras señales, la casa de todos..., hasta para establecer enella su oficina, cuatro veces cada año, el cobrador ambulante decontribuciones.

Pepazos era un Alcides capaz de echarse sobre sus hombros fornidos elmismo peñón de Bejos a poco que se le hurgara el amor propio;coloradote, mofletudo, con las cejas unidas y muy peludas sobre unosojazos de buey. Ese pulía y remataba

«zapitas», que con ser la que menoscapaz de dos azumbres de leche, no se veía sobre sus muslos bombeados yentre sus manos grandonas. Trabajaba muy de prisa, pujaba mucho en susarremetidas a contraveta y en los cambios de postura; y fuera de sulabor, nunca estaba atento a nada más que lo poco que se le ocurría alTopero, y eso para celebrárselo con una risotada que jamás venía alcaso. Yo solía mirar entonces a Chisco que siempre andaba en el últimorincón de la tertulia; pero el condenado de él, o no había caído en lamalicia, o se hacía el desentendido. No pudiendo acomodarme a lasinjustas preferencias

del

Topero,

complacíame

algunas

veces

enponderarle, trayendo el asunto por los cabellos, las valentías de Chiscoy sus prendas de mozo casadero, de las que, a mi modo de ver, debían deestar codiciosas las mejores mozas de Tablanca. ¡Válgame Dios, qué pujarentonces el de Pepazos, qué sudar el de sus carrillos, qué revolconeslos suyos sobre el banco, qué bailar entre sus manos aceleradas el de la«zapita», mientras el Topero metía por la almadreña la cara envuelta enhumaredas de la pipa de rabo corto que nunca retiraba de su boca! Enestos casos ya se clareaba Chisco un poco más, y le notaba yo el gozocon que saboreaba los «atragantos» de su rival, y hasta me pagaba elfavor en una mirada dulzona, con su poco de guiñada.

Y eso que estaba yoconvencido de que llevaba la carga de sus amores con la misma acompasadaparsimonia que las llevaba todas y me acompañaba a mí por los vericuetosy hondonadas de los montes. Pero hay siempre en el corazón del hombremás honrado una fibra de perversidad mal dominada que le procura un goceen la mortificación de su vecino, con un pretexto de caridad malentendida; y yo creo que una fibra de esa mala casta era la que meimpelía tan a menudo a mortificar al pobre Pepazos y al Topero, más bienque el propósito de favorecer a Chisco, que quizás no lo necesitaba o nolo echaba de menos.

El Tarumbo no llevaba nunca labor propia; pero, en cambio, estabasiempre pendiente de la que hacían los demás. Cuando el Topero terminabaun par de abarcas, le traía otro del montón de las que tenía preparadas,y lo mismo hacía con las zapitas de Pepazos y con las banillas o lascolodras o las cebillas de los que las necesitaban. Hablaba hasta porlos codos, y siempre eran las desdichas ajenas las que le arrancaban losmayores lamentos.

A Pito Salces se le hallaba indefectiblemente a los alcances del rocecon Tona en sus manipuleos de cocinera diligente: hacia el rabo de lasartén, por ejemplo, y en los linderos del camino más trillado entre elfogón y la alacena del aceite y las especias. Se le sentían los ímpetusde su amor corriéndole hasta por los brazos inconmensurables, como elagua de lluvia por las mangas de un tejado; reviraba los ojos haciaTona, y se devanaba a sí propio, como en un ovillo, cuando la jampudamoza se acurrucaba delante de él o le tocaba al pasar hacia la alacena.No hubiera sido bien visto de don Celso que la requiriera allí deamores, suponiendo que la hubiera tolerado ella, y se consolaba conaquellas internas expansiones, tan poco disimuladas.

La pobre Facia, desde lo de aquella noche, apenas se dejaba ver en lacocina durante la tertulia, y ni allí ni fuera de allí sabía hacer cosacon arte; ¡ella que era antes un brazo de mar para el gobierno de lacasa! Con excepción de Chisco que era de ella; de Chorcos que iba porTona, y de Pepazos que quería dar en el corazón de Tanasia por la tablade su padre, bastante más codicioso que la hija, todos los tertulianosde la cocinona eran hombres muy maduros: los mozos preferían lastertulias de mujeres, o «jilas» (hilas), de las que había dos o tres enel pueblo. A una de ellas concurría a menudo la hija del Topero, con sucorrespondiente rueca bien cargada de lino, bajo el roquero pinto conlazos y lentejuelas, y si Pepazos no se dejaba ver en aquella tertuliacon igual frecuencia que Tanasia, bien sabía Dios que consistía en lovergonzoso que él era delante de la mozona y con testigos que ya estabanen el ajo de sus deseos; pero iba alguna que otra vez para dar aquelregalo a sus ojazos mortecinos, y esas noches eran las únicas quefaltaba de la cocina de la casona.

Reflexionando yo muchas veces sobre lo que más me llamaba la atención enella, que no eran seguramente éstas y otras pintorescas trivialidades dedeterminados concurrentes, sino aquella familiaridad cariñosa, aquellarara, profunda, íntima trabazón afectiva entre todos ellos y mi tío,recor