Obras Completas de Armando Palacio Valdés -Tomo XV -Tristán o el Pesimismo - Novela de Costumbres by Armando Palacio Valdés - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Por espacio de media hora caminaron entre árboles con todas lasmolestias y todos los goces que esto produce. Al cabo salieron aldescubierto atravesando una sierra pelada. Algunos rebaños de cabraspastaban la poca yerba que crecía en las hendiduras de las peñas.Hicieron un alto, y algunos bebieron leche que los pastores ordeñaron asu vista. Poco después llegaron a lo más encumbrado, dando vista aZarzalejo. Desde aquel sitio elevado se divisaba la gran llanuraondulante que se extiende delante del Escorial. Monte bajo, mieses,rocas peladas, todo formaba un conjunto armónico debajo del hermoso solradiante que descendía ya majestuosamente escoltado de nubes rojas. Y enmedio de aquella llanura la gran charca del Sotillo parecía una pequeñamancha de plata.

La bajada fue rápida. Llegaron a la estación de Zarzalejo poco antes dela hora señalada, pero aún el sol no se había puesto porque estábamos enlos días más largos del año. Clara y Tristán sintieron deseo deproseguir el viaje a caballo y ganar el Sotillo al través de las trochasque surcan las llanuras. Estaban seguros de llegar allá antes que Elena.Consultaron con ésta el caso, y teniendo en cuenta lo próximo que sehallaba su matrimonio, la joven señora no tuvo inconveniente en darlespermiso para hacerlo.

Llegó el tren. Un minuto de parada. Dejaron las cabalgaduras en poder delos mozos y se abalanzaron a los coches, produciendo disturbios ycuriosidad en los viajeros que no contaban con la novedad de aquellanumerosa caravana.

Gustavo Núñez, cada vez más terco e insolente, quiso sentarse al lado deElena, pero no logró más que experimentar un claro y doloroso desaire.La joven se alzó instantáneamente de su asiento.

—A ver, Gonzalito, déjeme usted ese sitio; quiero estar al lado deAraceli.

El pintor se mordió los labios de coraje. Cuando pocos minutos despuésllegaron al Escorial estaban allí esperándolos Reynoso y casi todos losinvitados que habían asistido a la fiesta.

Los que habitaban en elpueblo se apearon del tren; los que vivían en Madrid se quedaron en él,uniéndose a ellos los que como Cirilo y Visita no habían participado dela excursión.

Despedidas, besos, plácemes, risas, gritos y promesas.Silba la máquina. ¡Adiós, adiós!

Elena se agarró fuerte y afectadamente al brazo de su marido en cuantose bajó del tren y no volvió a soltarlo. Gustavo Núñez asomado a laventanilla les vio alejarse en esta forma para montar en el landau queles aguardaba. En los ojos expresivos del pintor se pintaban al mismotiempo diversos sentimientos; la cólera, el deseo, la amenaza, la burla.

Mientras tanto Clara y Tristán caminaban en amor y compaña la vuelta delSotillo a campo traviesa. Dejando los caballos al paso conversabananimadamente. A solas con su amada, Tristán recuperó la tranquilidad quela presencia del marquesito del Lago turbaba y se dejó arrastrardulcemente a una alegría que muy contadas veces había disfrutado.

—¿Quieres que pongamos los caballos al trote?—dijo Clara que veía concierta inquietud acercarse rápidamente el sol a la tierra.

—¿Para qué? Tiempo tendremos a galopar un poco cuando el sol seponga—dijo él.

Y paseando sus ojos con admiración y arrobo por la campiña exclamó conacento recogido:

—¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso está esto! ¡Qué deliciosa naturaleza!

Atravesaban en aquel instante por un extenso sembrado. Los trigoscomenzaban a amarillear. Soplaba sobre ellos la brisa fresca del Norteque pasaba estremeciéndolos con leve, fugaz escalofrío, inclinándolossuavemente bajo la llama del sol.

Parecían un mar ondulante contransparencias verdes del cual partía vago rumor de sederías que sedespliegan. Y entre estas olas verdes hería los ojos el brillosangriento de alguna amapola o la nota delicada de los azuleschupamieles. Las figuras de algunos labriegos que atravesaban lastrochas se destacaban con admirable pureza. Por entre los trigos corríaun perro de caza del cual se divisaba solamente su cola, agitada conmovimiento vertiginoso; alguna vez aparecía su cabecita de color canela.El sol moribundo, con resplandores rojizos, esparcía sus rayos oblicuospor las eras. El Guadarrama sin relieve alguno parecía una larga manchaviolácea pintada con difumino sobre un fondo lechoso. Un pastor a lolejos clavaba las estacas del redil. Se escuchaban los golpesamortiguados por la distancia. Allá en lo alto del cielo un pájaro secernía batiendo las alas con celeridad unas veces, otras permaneciendoinmóvil con ellas extendidas.

—¡Cuánto me alegro de haber venido por estos sitios! ¡Me encuentro tanbien!

Clara le miraba con ojos brillantes de satisfacción.

Dejaron los sembrados y empezaron a caminar por las praderas cortadasaquí y allá por grupos de árboles, esmaltadas de florecitas blancas,amarillas, rojas. Por entre estos macizos de florecitas silvestresasomaba de vez en cuando el lomo turgente de una roca enorme, como ungigante que durmiese oculto entre ellas.

Se aproximaba el crepúsculo. La tierra exhalaba con calma su alientoperfumado preparándose a dormir. Del cielo bajaba un silencio grave,solemne, que sólo interrumpía la sonoridad de sus pasos, el leveresoplido de los caballos. Los cascos de éstos al pisar las yerbasaromáticas, la mejorana, el hinojo, la yerbabuena, el romero, alzabanvapores penetrantes que les embriagaban produciéndoles un vértigo feliz.

—¿No quieres que corramos un poco, Tristán?

—No, déjame gozar de esta hora dichosa. La naturaleza aquí no tiene másque algunos momentos en ciertos días del año, pero estos momentos sontan dulces, son tan espléndidos, que dudo haya nada sobre el planeta quelos supere. Mira ese cielo que aquí parece un rubí y allí una amatistatransparentes, mira esa llanura tan caprichosamente manchada con todoslos matices del verde y del gualdo, mira la masa informe de esa sierraenvuelta en

neblina

azulada.

¿No

respiras

esa

oleada

de

perfumespenetrantes que oprime las sienes, que corre hacia el corazón anegándoloen una languidez de felicidad inefable...?

Escucha. Allá a lo lejossuena el canto del cuco. No tardará en comenzar el ruiseñor.

Clara sonreía viéndole feliz. Pocas veces le había oído aplaudir con talentusiasmo ni aun a la misma naturaleza.

Al llegar cerca del Sotillo el terreno descendía formando una cañada pordonde saltaba el torrente que surtía de aguas las charcas de aquellafinca. Antes de salvarlo por un puentecillo de madera, Tristán propusoapearse y descansar un poco. Clara se resistió débilmente; era ya tarde;deseaba llegar a casa antes que regresasen de la estación sus hermanos.Pero cedió al fin por complacerle.

—¿Un ratito nada más, verdad? Cinco minutos echando por largo.

El agua bajaba brincando entre rocas manchadas de musgo. El lecho rocosoera demasiado grande para tan pequeño arroyo; pero en los meses deinvierno cuando venía rugiente, amenazador, no bastaba a encauzarlo. Susorillas en fuerte declive estaban tapizadas de tan menudo césped queparecían una colcha de terciopelo verde. Sombreábalo por entrambos ladosun macizo de mimbreras y sauces, bardagueras y chopos.

Allí se sentaron dejando los caballos amarrados. Tristán se mostraba pormomentos más tranquilo, más feliz y más tierno.

—No sé lo que me pasa, Clara mía—murmuraba reclinado a sus pies ycontemplándola con embeleso—, pero me hallo distinto de lo que haceunos momentos era, distinto de lo que he sido toda la vida. Me sientoinquieto, pero es una inquietud deliciosa, muy lejana de esa otradolorosa y amarga que tantas veces me acomete; es una inquietud quecorre por mis venas como un bálsamo, que me oprime el corazón dulcementey me hace dichoso. Estos árboles, este césped, estas flores, este soltienen la culpa... Pero sobre todo son tus ojos, Clara, son tus ojos tanbrillantes, tan nobles, tan serenos los que me arrancan de las tristezasde la tierra para trasportarme al cielo.

—¿Estás contento de ser mío dentro de poco?—preguntó ella inclinandosuavemente su cabeza.

—Tanto, que el tiempo que falta quisiera pasarlo dormido.

—Yo no; yo quiero estar despierta y sentir los pasos del tiempo. Quierover mi equipo, tocarlo, guardarlo, quiero ver mi blanco traje de novia,quiero pensar en mis zapatos, en mis camisas, en mis gorros, quierosacar de su estuche las joyas, quiero recibir los regalos que me envíenlas amigas. Vosotros los hombres no sabéis lo que pasa por nuestrocorazón en este tiempo.

—Quisiera dormirme, sí, quisiera despertar en tus brazos y queinfundieses de una vez en mi alma ese sosiego adorable que se escapa detu rostro, que hicieses correr por mis venas esa frescura virginal enque se baña tu pura naturaleza, que soplases en mi corazón el aliento detu caridad inagotable. Aborrezco a los hombres y quisiera amarlos,quisiera amarlos como me amo a mí mismo cuando tú me miras, Clara de mialma. Aquí dentro hay algo bueno, algo santo, pero el sagrario en que seencierra no está guardado por ángeles, sino por diablos.

—No temas, Tristán—profirió la joven sorprendida y enternecida poraquellas palabras—, no temas; yo no soy un ángel, pero sabré guardar yrespetar los sentimientos nobles de tu corazón. Esos diablos no podránnada contra la fuerza de mis manos.

Tristán tomó una de ellas entre las suyas, una bella mano fría, tersa,maciza, de virgen amazona y la llevó con pasión a los labios.

—¡Vamos, vamos!—exclamó la joven haciendo ademán de alzarse—. Se va acaer la noche en un instante.

—Espera, déjame sentir el beso de adiós de ese sol que se estáhundiendo.

El astro rey ocultaba ya la mitad de su disco en la llanura y enviabauno a uno sus rayos de púrpura con sonrisa melancólica, colgándolossuavemente a las ramas de los árboles.

—¿Lo ves? Ya el sol se ha ido. ¡Vámonos, vámonos!

—Espera un instante; déjame escuchar la serenata de ese ruiseñor quecanta encima de nosotros. Si yo tuviese su voz y su inspiración, hermosamía, también pasaría la noche cantándote al oído el himno del amor.

—No aquí—dijo ella riendo y poniéndose en pie—, porque aquí no teescucharía.

—¡Un instante, un instante nada más! Gocemos el encanto de esta horafugitiva, retengámosla por los cabellos, dejemos que nos acaricieblandamente. ¡Quién sabe si en pos de esta tan dulce vendrán otrastétricas! Permite que la retenga un minuto más por su manto azul yflotante...

Y al decir esto, sujetaba la falda de su prometida.

—¡Arriba, Tristán, arriba!—replicó ella riendo.

—Pues ayúdame.

La joven le entregó sus manos. Mientras se apoyaba en ellas paraalzarse, ¿qué iba a hacer Tristán sino besarlas con transporte? Enefecto, fue lo que hizo.

Montaron de nuevo, pusieron los caballos al galope para salvar los treskilómetros que aún restaban antes de llegar a casa.

Frescas por el corto descanso y mecidas por la dulce ilusión de alcanzarpresto el pesebre, corrían las jacas sobre el campo con creciente bríosin ayuda de espuelas. Ellos, con el corazón henchido aún por lasuavidad que aquellos instantes felices habían dejado en él, sonreíanvagamente, aspiraban con deleite el aliento embalsamado del crepúsculo.Guardaban silencio, pero este silencio les decía mil cosas tiernas yplacenteras que sus labios no serían capaces de pronunciar.

Clara dio un grito. El caballo de Tristán había metido su casco en lamadriguera de un conejo, y cayó de cabeza arrastrando al jinete,envolviéndolo.

—¡Tristán, Tristán!—gritó la joven arrojándose a tierra.

Pero Tristán no resollaba, había perdido el conocimiento y yacía debajode la cabalgadura abrumado bajo el peso de ella.

Clara corrió a él y con un supremo esfuerzo logró arrancarlo de aquellasituación. El caballo no quería moverse; debía de estar herido.

—¡Socorro! ¡socorro!—gritó desesperadamente.

Pero nadie había entonces por los contornos y sólo el campo y lospájaros oyeron sus gritos.

—¡Dios mío!—murmuró echando una mirada en torno.

Miró después a Tristán que parecía dormido, y no advirtió en su rostroseñales de sangre; palpó sus brazos y sus piernas, pero no pudocerciorarse si se había fracturado algún hueso; puso el oído a suslabios y notó que respiraba.

Era necesario echarle agua a la cara para hacerle volver en si, pero elagua estaba lejos. ¿Iría corriendo hacia casa hasta encontrar a algunapersona que le socorriese? Apenas brotó esta idea en su mente aturdidala desechó con horror. No, no podía dejar a su prometido solo y privadode sentido en medio del campo.

Sin embargo, al cabo de un instante, Tristán pareció volver en sí y dejóescapar un débil gemido.

—Tristán, Tristán, ¿cómo te sientes? ¿Tienes dolores?—le gritósofocada por la emoción.

El joven se llevó la mano a un hombro.

—No te asustes... sólo aquí siento algún dolor—murmuró con alientocasi imperceptible.

—¿Quieres que nos quedemos esperando que alguien pase?

Tristán hizo un signo negativo con la cabeza.

—¿Voy a casa a buscar socorro? ¿Puedes quedar aquí?

Hizo un signo afirmativo.

Entonces la intrépida joven saltó con increíble energía sobre su jaca yla puso a un galope furioso. El animal, como si comprendiese lo que suama exigía de él, devoró en cortos minutos la distancia.

Cuando llegó al Sotillo su hermano salía ya a su encuentro. El valerosoesfuerzo de la joven se disipó a su vista. Cayó en sus brazos sollozandoy sólo pudo decir:

—¡Corred, corred! Tristán está herido más acá del puente de madera.

X

UNA NOCHE DE NOVIOS

Por fortuna la conmoción cerebral que Tristán padeció fue pasajera. Perose vio que tenía el brazo derecho dislocado por la articulación delhombro. Los médicos del pueblo que fueron llamados por teléfono vinieronprontamente y le hicieron la reducción no sin agudos dolores. El enfermoquedó tranquilo, durmió y amaneció sin fiebre al día siguiente.Escudero, que avisado por telégrafo llegó en el primer tren de lamañana, viéndole

en

estado

satisfactorio

quiso

llevárselo

a

Madrid.Reynoso se opuso enérgicamente. Tristán ya pertenecía a su familia dederecho; iba a ser su hermano próximamente y no saldría de casa sinoenteramente curado.

No hay para qué encarecer el esmero afectuoso con que fue atendido ymimado en los pocos días que permaneció postrado.

Todos querían hacerlecompañía, todos querían agasajarle envolviéndole en una atmósfera tibiade vigilancia y amor. En cuanto a Clara se puede decir que no vivía másque para él.

Una tarde en que por haberse ausentado momentáneamente Elena quedaronsolos los novios, Tristán aprovechó aquellos instantes para repetir a suamada la admiración y la gratitud de que estaba poseído. Después,quedando pensativo, dijo melancólicamente:

—¡Era yo tan feliz en aquel momento, Clara! Jamás había visto el cielotan diáfano ni el campo tan hermoso, jamás percibí tan grato el aroma delas flores ni oí más suave las notas del ruiseñor, jamás sentí micuerpo tan vigoroso y mi espíritu más lúcido. Pero ¡ay! el hombre essiempre un niño que persigue mariposas al borde de un abismo. Lanaturaleza se ríe de nuestro amor y nuestra admiración; es una madreloca que estrangula a su hijo cuando éste la besa.

—Desecha esas ideas lúgubres, Tristán. No vuelvas tanto los ojos haciaatrás. Ya que Dios ha permitido que salvaras de este peligro en quefácilmente pudiste perecer o quedar lisiado para siempre, es queconsiente en hacerte feliz.

Tristán tomó la mano de su prometida, la apretó tiernamente y dijosonriendo:

—La edad de oro, querida mía, se ha vuelto al cielo.

—Pero tu felicidad no se ha deshecho; sólo se ha interrumpido uninstante... si es que me quieres como aseguras. Dentro de pocos díasestarás sano... Yo te quiero mucho más que antes porque al verte caercomprendí de una vez hasta dónde habías entrado en mi corazón... Y mihermano—añadió bajando los ojos y

ruborizándose—quiere

adelantar

lafecha

de

nuestro

matrimonio.

Los ojos de Tristán brillaron con alegría.

—¿Cómo...? ¿Es de veras?

—Eso me ha dicho ayer—respondió Clara dulcemente.

En efecto, Reynoso pensó que estando ya Tristán alojado en su propiacasa razones de delicadeza le aconsejaban no demorar la boda hastaoctubre y realizarla en cuanto fuera posible. Todos en la casaaplaudieron esta determinación, y Elena fue la primera en celebrarla congritos de júbilo.

—¡A ver si se le quitan de una vez esos malditos celos!—le dijo aloído a su cuñada.

Tristán los sentía cada día más rabiosos del marquesito del Lago. Estechico, sin darse cuenta de ello, hacía lo posible por mantenerlos vivos;se juntaba a Clara en cuanto tenía ocasión y no sabía luego apartarse deella. Era seguro que no hablaba más que de caza y lo que con ella serelacionase, pero el obcecado Tristán hallaba en estas conversaciones unsentido misterioso.

Cuando el marquesito, por ejemplo, pedía noticias aClara de las garzas, se imaginaba que el amor salía volando de suspalabras como salen estos graciosos animales de entre los juncos.

Nosolamente, pues, por el cariño profundo que aquélla le inspiraba sinopor verse libre de estos celos crueles que le mordían las entrañasexperimentó viva satisfacción al saber la noticia.

Apresuráronse los preparativos de boda. En cuanto pudo levantarse se fuea Madrid, pero allí recibía todos los días la visita de Clara y Elena ylas acompañaba a las tiendas para comprar lo que aún faltaba y paraapremiar a las modistas, joyeros y maestras de confecciones. Él por suparte vigilaba los últimos trabajos realizados en el piso de la calledel Arenal. A última hora se les juntó un día Gustavo Núñez y entró conellos en el Suizo a tomar un helado. La acogida que Elena le hizo fuedesconcertante; pero el pintor tenía la cara dura, no se dio porenterado y tan bien se las arregló con su charla graciosa, insinuante,que al cabo logró hacerla sonreír. No tardó en tomar parte en laconversación y mostrarse como siempre locuaz, traviesa y un pocoaturdida. A los pocos días volvieron a encontrarse y Elena mostró desdeluego que había olvidado su atroz insolencia. Gustavo, arrepentido deella, se presentaba respetuoso, amable, cordial, huyendo de todagalantería. Pero esto sólo era en la apariencia; su propósito firme yoculto era bloquear la plaza con todas las reglas del arte, hacer sucorte con juicio y cautela. Tanta empleó que cuando las damas sedespedían para montar en coche y trasladarse a casa se abstenía deestrechar su mano y sólo se la daba a Tristán. Con éste y otros rasgosde delicadeza logró presto volver a la gracia y a la confianza de lagentil señora de Reynoso.

Llegó por fin el día señalado, uno de los últimos de julio que amaneciócomo los antecedentes claro, sofocante, abrasador. La familia deEscudero había ido la noche anterior a dormir en casa de Reynoso.Tristán se trasladó por la mañana acompañado de Gustavo Núñez y elpaisano Barragán.

Gran parte de la colonia veraniega y mucha también del vecindario quisopresenciar la ceremonia nupcial. Con este motivo rodaron los coches yhubo no poca confusión a las puertas del templo, que estaba adornadosuntuosamente para el acto. La novia se presentó pálida y sonriente consu traje blanco y su corona de azahar, debajo de la cual saltabanjuguetones los rizos de sus cabellos negros. Hubo mucha admiración paraella, pero también quedó algo para Tristán, cuya figura elegantedespertó en los corazones femeninos una ola de incondicional aprobación.¡Hermosa pareja! ¡Gentil pareja!

Bendijo la unión un personajeeclesiástico de Madrid auditor del Tribunal de la Rota; hubo misa,órgano y orquesta.

Terminada la ceremonia y la misa Tristán se acercó a su amigo Núñez enla misma iglesia y le dijo:

—¿Sabes, Gustavo, que esa epístola de San Pablo que nos acaban de leerme parece un poco grosera?

Núñez soltó una carcajada discreta y exclamó poniéndole la mano sobre elhombro:

—Pero hombre, ¿hasta con San Pablo te has de meter? ¡Eres delicioso,Tristán!

Los novios regresaron con los padrinos en un coche. La comitiva se fueacomodando en otros, y a Núñez y Barragán les tocó venir juntos en unaberlina. No era empresa llana y de gusto meterse solo en un coche conhombre de tan endiablado rostro como el paisano. Alguno había en lacomitiva que hubiera preferido viajar con un lobo. Pero Núñez no sentíaaprensión alguna: al contrario, había simpatizado mucho con él y leestudiaba atentamente, lo mismo en lo físico que en lo moral.

Pero ahorahablaron poco en los comienzos. Barragán estaba preocupado y él también,aunque por muy diferente causa. La del primero era divina: la delsegundo demasiado humana.

En efecto, el paisano Barragán se sintió acometido en el templo por untropel de ideas metafísicas. Desde niño, en que se fuera a América, nohabía entrado en una iglesia más que el día en que se casó con la viuda,hacía ya bastantes años. En aquella sazón los afanes matrimoniales nopermitieron el paso a los pensamientos ultramundanos que ahora soplabanlúgubremente por su cerebro vacío. Sumergido toda su vida en el golfode los intereses materiales, trabajando, comerciando, lucrándose y notratando más que con hombres que hacían lo mismo, no se le presentónunca a la imaginación la idea de Dios, del alma y de la otra vida.Ahora, viejo ya, sereno, desocupado, se filtraron de rondón cuando menospodía esperarse en su espíritu financiero.

Las luces, las vestiduras delos sacerdotes y sobre todo el órgano tuvieron de ello la culpa.

Al cabo de unos minutos de silencio dijo el paisano con voz sorda:

—Estaba pensando en la iglesia, señor Núñez, estaba pensando en queeste asunto de la religión es cosa curiosa.

—¿Le parece a usted?—respondió Núñez completamente distraído.

—Mucho. Sería interesante saber si después de esta vida hay otra, comodicen... Pero, en realidad, debo confesarle a usted que aquellosvestidos dorados de los curas, aquel doblarse y levantarse, aquellasvueltas en redondo y aquel ir y venir de una punta a otra del altarestará muy bien, pero no me parece serio.

—Pues yo no lo encuentro nada risueño—afirmó el pintor con el mismoensimismamiento.

—Pero vamos a ver, señor Núñez, ¿piensa usted que haya infierno?

—Realmente no he podido hasta ahora formar clara idea de él, porque silos condenados cuecen allí a fuego lento, como aseguran, no comprendocómo al poco tiempo no se convierten en papilla y si se asan no setransforman en carbón... Pero, en cuanto al cielo, lo conciboadmirablemente. Es un sitio encantado, con buenos restauranes, donde sealmuerza siempre con ostras y champagne y donde los ángeles camareros nole presentan a uno la cuenta ni quieren recibir propina.

El paisano sonrió, pero poniéndose pronto serio exclamó como si sehablase a sí mismo:

—Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?

—Acaso se haya hecho por sí mismo como el anís escarchado—replicóNúñez asomando la cabeza por la ventanilla para ver si divisaba elcoche que conducía a Elena.

Hubo algunos minutos de silencio durante los cuales el cerebro deBarragán daba terribles vueltas en el piélago de lo insondable.

Al cabomurmuró sordamente:

—De todos modos es curioso, ¡muy curioso! Yo daría cinco mil duros porsaber si hay Dios o no hay Dios.

—Por mucho menos dinero se lo dirían a usted en Alemania, donde haypersonas dedicadas a averiguar esas cosas. Y hasta me figuro que sillevase una carta del embajador le harían a usted una rebaja de unveinticinco por ciento.

El carruaje se detuvo al fin delante del hotel cerca de otros que habíandescargado. Elena estaba asomada ya a uno de los balcones presenciandola llegada de la comitiva.

—¿Con quién ha venido usted, Núñez?—le preguntó desde arriba.

—¡No sea usted indiscreta, Elena, no me obligue usted a ruborizarme!

—Bueno, si usted no me lo dice pronto lo averiguaré—replicó ella unpoco intrigada.

—No hay secreto ninguno, Elenita: ha venido conmigo—

dijo—Barragán.

Elena sacudió la cabeza riendo a carcajadas.

En el amplio comedor se habían colocado dos mesas a las cuales sesentaron más de cincuenta invitados. A los postres se desbordó un río dechampagne y otro río aún más caudaloso de brindis en prosa y verso. Losdesdichados novios quedaron por más de una hora sumergidos entre ellos.No faltó al cabo una mano caritativa que los sacó de aquel abismo. Loscomensales se levantaron y se distribuyeron por los salones.

Reynoso se acercó a su cuñado, le pasó un brazo por la cintura y lellevó al hueco de un balcón.

—Dentro de un rato—le dijo—, cuando yo te haga seña, podéis bajar. Elcoche estará a la puerta enganchado. Montáis en él y os vais sin quenadie se entere... Y ahora, Tristán—añadió poniéndole una mano sobre elhombro—, sólo me resta que decirte una cosa. Te entrego a mi hermana,mejor dicho, te entrego a una hija adorada, pues eso ha sido para misiempre la que hoy es tu esposa. Mi cariño y mi vigilancia han protegidosin descansar jamás su inocencia. No llevas una dama elegante,distinguida, espiritual para brillar en los salones, pero sí una esposanoble y tierna que te acompañará fielmente en la carrera de la vida, quecompartirá tus penas y tus alegrías. La elevación de tu espíritu suplirálo que haya de limitado en el suyo. Y si alguna vez te impacienta estalimitación, si una sombra de malestar se interpone entre vosotros,considera que es una pobre huérfana que ya no tiene a nadie más que a tien el mundo: ten compasión de ella, sé generoso como un padre y Dios telo pagará.

Tristán se sintió enternecido por aquellas palabras y dijo con efusión:

—Responderé a esa confianza con todo el amor de que es susceptible micorazón. Velaré sobre Clara como si fuese un tesoro que me fueseencomendado, un tesoro de inocencia, de ternura y de nobleza que estoymuy lejos de merecer.

—Gracias, Tristán, gracias—repuso don Germán a su vez conmovido yapretándole la mano fuertemente—. Ya somos hermanos, y puesto que elparentesco ha borrado la diferencia de edad llamémonos de tú enadelante.

—Como tú quieras—dijo Tristán devolviéndole con creces su apretón—.No olvidaré jamás tu generoso proceder y que te debo la felicidad.

Se separaron. Aquella breve escena dejó en el corazón de Tristán unaalegría suave, íntima que se advertía en su mirada.

Mas era el sino deeste joven que jamás pudiera perdurar en él la calma. En cuanto semezcló a los invitados advirtió un grupo de señoritas que rodeaban almarquesito del Lago y con él parecían divertirse. Este muchacho, deexcelente natural, dócil, modesto y respetuoso siempre, tenía el defectode beber más de lo conveniente en todos los banquetes y festejos a queasistía. Se le hab?