Misericordia by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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A la mañanita del siguiente día iba Benina camino de las Cambroneras,con su cesta al brazo, pensando, no sin inquietud, en las exaltacionesdel buen Almudena, que le llevarían de pronto a la locura, si ella, consu buena maña, no lograba contenerle en la razón. Más abajo de la Puertade Toledo encontró a la Burlada y a otra pobre que pedía con un niñocabezudo. Díjole su compañera de parroquia que había trasladado sudomicilio al Puente, por no poderse arreglar en el riñón de Madrid conla carestía de los alquileres y la mezquindad del fruto de la limosna.En una casucha junto al río le daban hospedaje por poco más de nada, y aesta ventaja unía la de ventilarse bien en los paseos que se daba mañanay tarde, del río al punto y del punto al río. Interrogada por Beninaacerca del ciego moro y de su vivienda, respondió que le había vistojunto a la fuentecilla, pasado el Puente, pidiendo; pero que no sabíadónde moraba. «Vaya, con Dios, señora—dijo la Burlada despidiéndose—.¿No va usted hoy al punto? Yo sí... porque aunque poco se gana, allítiene una su arreglo. Ahora me dan todas las tardes un buen platao decomida en ca el señor banquero, que vive mismamente de cara a laentrada por la calle de las Huertas, y vivo como una canóniga, gozandode ver cómo se le afila la jeta a la Caporala cuando la muchacha delseñor banquero me lleva mi gran cazolón de comestible... En fin: conesto y algo que cae, vivimos, Doña Benina, y puede una chincharse enlas ricas. Adiós, que lo pase bien, y que encuentre a su moro consalud... Vaya, conservarse».

Siguió cada cual su rumbo, y a la entrada del Puente, dirigiose Beninapor la calzada en declive que a mano derecha conduce al arrabal llamadode las Cambroneras, a la margen izquierda del Manzanares, en terrenobajo. Encontrose en una como plazoleta, limitada en el lado de Ponientepor un vulgar edificio, al Sur por el pretil del contrafuerte delpuente, y a los otros dos lados por desiguales taludes y terraplenesarenosos, donde nacen silvestres espinos, cardos y raquíticas yerbas. Elsitio es pintoresco, ventilado, y casi puede decirse alegre, porquedesde él se dominan las verdes márgenes del río, los lavaderos y sustenderijos de trapos de mil colores. Hacia Poniente se distingue lasierra, y a la margen opuesta del río los cementerios de San Isidro ySan Justo, que ofrecen una vista grandiosa con tanto copete de panteonesy tanto verdor obscuro de cipreses...

La melancolía inherente a loscamposantos no les priva, en aquel panorama, de su carácter decorativo,como un buen telón agregado por el hombre a los de la Naturaleza.

Al descender pausadamente hacia la explanada, vio la mendiga dosburros... ¿qué digo dos? ocho, diez o más burros, con sus collarines deencarnado rabioso, y junto a ellos grupos de gitanos tomando el sol, queya inundaba el barrio con su luz esplendorosa, dando risueño brillo alos colorines con que se decoraban brutos y personas. En los animadoscorrillos todo era risas, chacota, correr de aquí para allá. Lasmuchachas saltaban; los mozos corrían en su persecución; los chiquillos,vestidos de harapos, daban volteretas, y sólo los asnos se manteníangraves y reflexivos en medio de tanta inquietud y algarabía. Las gitanasviejas, algunas de tez curtida y negra, comadreaban en corrillo aparte,arrimaditas al edificio grandón, que es una casa de corredor de regularaspecto. Dos o tres niñas lavaban trapos en el charco que hacia la mitadde la explanada se forma con las escurriduras y desperdicios de lafuente vecinal. Algunas de estas niñas eran de tez muy obscura, casinegra, que hacía resaltar las filigranas colgadas de sus orejas; otrasde color de barro, todas ágiles, graciosas, esbeltísimas de talle ysueltas de lengua. Buscó la anciana entre aquella gente caras conocidas;y mira por aquí y por allá, creyó reconocer a un gitano que en ciertaocasión había visto en el Hospital, yendo a recoger a una amiga suya. Noquiso acercarse al grupo en que el tal con otros disputaba sobre unburro, cuyas mataduras eran objeto de vivas discusiones, y aguardóocasión favorable. Esta no tardó en venir, porque se enredaron atrompada limpia dos churumbeles, el uno con las perneras abiertas dearriba abajo, mostrando las negras canillas; el otro con una especie deturbante en la cabeza, y por todo vestido un chaleco de hombre: acudióel gitano a separarlos; ayudole Benina, y a renglón seguido le embocó enesta forma:

«Dígame, buen amigo: ¿ha visto por aquí ayer y hoy a un ciego moro quele llaman Almudena?

—Sí, señora: halo visto... jablao con él—replicó el gitano, mostrandodos carreras de dientes ideales por su blancura, igualdad y perfectaconservación, que se destacaban dentro del estuche de dos labios enormesy carnosos, de un violado retinto—. Le vide en la puente... díjomeque moraba dende anoche en las casas de Ulpiano... y que... no sé quémás...

Desapártese, buena mujer, que esta bestia es mu desconsiderá, ycocea...».

Huyó Benina de un brinco, viendo cerca de sí las patas traseras de ungrandísimo burro, que dos gandules apaleaban, como para conocerle lasmañas y proveer a su educación asnal y gitanesca, y se fue hacia lascasas que le indicó con un gesto el de la perfecta dentadura.

Arranca de la explanada un camino o calle tortuosa en dirección a lapuente segoviana. A la izquierda, conforme se entra en él, está la casade corredor, vasta colmena de cuartos pobres que valen seis pesetas almes, y siguen las tapias y dependencias de una quinta o granja quellaman de Valdemoro.

A la derecha, varias casas antiquísimas,destartaladas, con corrales interiores, rejas mohosas y paredes sucias,ofrecen el conjunto

más

irregular,

vetusto

y

mísero

que

en

arquitecturaurbana o campesina puede verse. Algunas puertas ostentan lindos azulejoscon la figura de San Isidro y la fecha de la construcción, y en losruinosos tejados, llenos de jorobas, se ven torcidas veletas de chapa dehierro, graciosamente labrado.

Al aproximarse, notando Benina quealguien se asomaba a una reja del piso bajo, hizo propósito depreguntar: era un burro blanco, de orejas desmedidas, las cuales enfilóhacia afuera cuando ella se puso al habla. Entró la anciana en el primercorral, empedrado, todo baches, con habitaciones de puertas desiguales ycobertizos o cajones vivideros, cubiertos de chapa de latón enmohecido:en la única pared blanca o menos sucia que las demás, vio un barcopintado con almazarrón, fragata de tres palos, de estilo infantil, conchimenea de la cual salían curvas de humo. En aquella parte, una mujeresmirriada lavaba pingajos en una artesa: no era gitana, sino paya.Por las explicaciones que esta le dio, en la parte de la izquierdavivían los gitanos con sus pollinos, en pacífica comunidad dehabitaciones; por lecho de unos y otros el santo suelo, los dornajossirviendo de almohadas a los racionales. A la derecha, y en cuadrastambién borriqueñas, no menos inmundas que las otras, acudían a dormirde noche muchos pobres de los que andan por Madrid: por diez céntimos seles daba una parte del suelo, y a vivir. Detalladas las señas deAlmudena por Benina, afirmó la mujer que, en efecto, había dormido allí;pero con los demás pobres se había largado tempranito, pues no brindabanaquellos dormitorios a la pereza.

Si la señora quería algún recadopara el ciego moro, ella se lo daría, siempre y cuando viniese lasegunda noche a dormir.

Dando las gracias a la esmirriada, salió Benina, y se fue por toda lacalle adelante, atisbando a un lado y otro. Esperaba distinguir enalguno de aquellos calvos oteros la figura del marroquí tomando el sol oentregado a sus melancolías. Pasadas las casas de Ulpiano, no se ven ala derecha más que taludes áridos y pedregosos, vertederos de escombros,escorias y arena.

Como a cien metros de la explanada hay una curva o másbien zig-zag, que conduce a la estación de las Pulgas, la cual sereconoce desde abajo por la mancha de carbón en el suelo, lasempalizadas de cerramiento de vía, y algo que humea y bulle por encimade todo esto. Junto a la estación, al lado de Oriente, un arroyo deaguas de alcantarilla, negras como tinta, baja por un cauce abierto enlos taludes, y salvando el camino por una atarjea, corre a fecundar lashuertas antes de verterse en el río.

Detúvose allí la mendiga,examinando con su vista de lince el zanjón, por donde el agua se despeñacon turbios espumarajos, y las huertas, que a mano izquierda seextienden hasta el río, plantadas de acelgas y lechugas. Aún siguió másadelante, pues sabía que al africano le gustaba la soledad del campo yla ruda intemperie. El día era apacible: luz vivísima acentuaba elverde chillón de las acelgas y el morado de las lombardas, derramandopor todo el paisaje notas de alegría. Anduvo y se paró varias veces laanciana, mirando las huertas que recreaban sus ojos y su espíritu, y loscerros áridos, y nada vio que se pareciese a la estampa de un moro ciegotomando el sol. De vuelta a la explanada, bajó a la margen del río, yrecorrió los lavaderos y las casuchas que se apoyan en el contrafuerte,sin encontrar ni rastros de Mordejai. Desalentada, se volvió a losMadriles de arriba, con propósito de repetir al día siguiente susindagaciones.

En su casa no encontró novedad; digo, sí: encontró una, que bien pudierallamarse maravilloso suceso, obra del subterráneo genio Samdai. A pocode entrar, díjole Doña Paca con alborozo:

«Pero, mujer, ¿no sabes...?Deseaba yo que vinieras para contártelo...

—¿Qué, señora?

—Que ha estado aquí D. Romualdo.

—¡D. Romualdo!... Me parece que usted sueña.

—No sé por qué... ¿Es cosa del otro mundo que ese señor venga a mi casa?

—No; pero...

—Por cierto que me ha dado qué pensar... ¿Qué sucede?

—No sucede nada.

—Yo creí que había ocurrido algo en casa del señor sacerdote, algunacuestión desagradable contigo, y que venía a darme las quejas.

—No hay nada de eso.

—¿No le viste tú salir de casa? ¿No te dijo que acá venía?

—¡Qué cosas tiene! Ahora me va a decir a mí el señor a dónde va, cuandosale.

—Pues es muy raro...

—Pero, en fin, si vino, a usted le diría...

—¿A mí qué había de decirme, si no le he visto?... Déjame que teexplique. A las diez bajó a hacerme compañía, como acostumbra, una delas chiquillas de la cordonera, la mayor, Celedonia, que es más listaque la pólvora. Bueno: a eso de las doce menos cuarto, tilín, llaman ala puerta. Yo dije a la chiquilla: «Abre, hija mía, y a quien quiera quesea le dices que no estoy». Desde el escándalo que me armó aquel tunantede la tienda, no me gusta recibir a nadie cuando no estás tú...

AbrióCeledonia... Yo sentía desde aquí una voz grave, como de personaprincipal, pero no pude entender nada... Luego me contó la niña que eraun señor sacerdote...

—¿Qué señas?

—Alto, guapo... Ni viejo, ni joven.

—Así es—afirmó Benina, asombrada de la coincidencia—.

¿Pero no dejótarjeta?

—No, porque se le había olvidado la cartera.

—¿Y preguntó por mí?

—No. Sólo dijo que deseaba verme para un asunto de sumo interés.

—En ese caso, volverá.

—No muy pronto. Dijo que esta tarde tenía que irse a Guadalajara. Túhabrás oído hablar de ese viaje.

—Me parece que sí... Algo dijeron de bajar a la estación, y de lamaleta, y no sé qué.

—Pues, ya ves... Puedes llamar a Celedonia para que te lo expliquemejor. Dijo que sentía tanto no encontrarme... que a la vuelta deGuadalajara vendría... Pero es raro que no te haya hablado de ese asuntode interés que tiene que tratar conmigo.

¿O es que lo sabes y quieresreservarme la sorpresa?

—No, no: yo no sé nada del asunto ese... ¿Y está segura la Celedonia delnombre?

—Pregúntaselo... Dos o tres veces repitió: «Dile a tu señora que haestado aquí D. Romualdo».

Interrogada la chiquilla, confirmó todo lo expresado por Doña Paca. Eramuy lista, y no se le escapaba una sola palabra de las que oyera alseñor eclesiástico, y describía con fiel memoria su cara, su traje, suacento... Benina, confusa un instante por la rareza del caso, lo diopronto al olvido por tener cosas de más importancia en qué ocupar suentendimiento. Halló a Frasquito tan mejorado, que acordaron levantarledel lecho; mas al dar los primeros pasos por la habitación y pasillo,encontrose el galán con la novedad de que la pierna derecha se le habíaquedado un poco inválida... Esperaba, no obstante, que con la buenaalimentación y el ejercicio recobraría dicho miembro su actividad yfirmeza. Pronto le darían de alta. Su reconocimiento a las dos señoras,y principalmente a Benina, le duraría tanto como la vida... Sentía nuevoaliento y esperanzas nuevas, presagios risueños de obtener pronto unabuena colocación que le permitiera vivir desahogadamente, tener hogarpropio, aunque humilde, y... En fin, que estaba el hombre animado, y conla inagotable farmacia de su optimismo se restablecía más pronto.

Como a todo atendía Nina, y ninguna necesidad de las personas sometidasa su cuidado se le olvidaba, creyó conveniente avisar a las señoras dela Costanilla de San Andrés, que de seguro habrían extrañado la ausenciade su dependiente.

«Sí, hágame el favor de llevarles un recadito de mi parte—dijo el galán,admirando aquel nuevo rasgo de previsión—. Dígales usted lo que leparezca, y de seguro me dejará en buen lugar».

Así lo hizo Benina a prima noche, y a la mañana siguiente, con lafresca, emprendió de nuevo su caminata hacia el Puente de Toledo.

XXVIII

Encontrose a un anciano harapiento que solía pedir, con una niña enbrazos, en el Oratorio del Olivar, el cual le contó llorando susdesdichas, que serían bastantes a quebrantar las peñas. La hija del tal,madre de la criatura, y de otra que enferma quedara en casa de unavecina, se había muerto dos días antes

«de miseria, señora, decansancio, de tanto padecer echando los gofes en busca de un mediopanecillo». ¿Y qué hacía él ahora con las dos crías, no teniendo paramantenerlas, si para él solo no sacaba? El Señor le había dejado de sumano. Ningún santo del cielo le hacía ya maldito caso. No deseaba másque morirse, y que le enterraran pronto, pronto, para no ver más elmundo. Su única aspiración mundana era dejar colocaditas a las dos niñasen algún arrecogimiento de los muchos que hay para párvulas de ambossexos. ¡Y para que se viera su mala sombra!... Había encontrado unalma caritativa, un señor eclesiástico, que le ofreció meter a las nenasen un Asilo; pero cuando creía tener arreglado el negocio, venía eldemonio a descomponerlo... «Verá usted, señora: ¿conoce por casualidad aun señor sacerdote muy apersonado que se llama D. Romualdo?

—Me parece que sí—repuso la mendiga, sintiendo de nuevo una granconfusión o vértigo en su cabeza.

—Alto, bien plantado, hábitos de paño fino, ni viejo ni joven.

—¿Y dice que se llama D. Romualdo?

—D. Romualdo, sí señora.

—¿Será... por casualidad, uno que tiene una sobrinita nombrada DoñaPatros?

—No sé cómo la llaman; pero sobrina tiene... y guapa. Pues verá usted miperra suerte. Quedó en darme, ayer por la tarde, la razón. Voy a sucasa, y me dicen que se había marchado a Guadalajara.

—Justamente...—dijo Benina, más confusa, sintiendo que lo real y loimaginario se revolvían y entrelazaban en su cerebro—.

Pero prontovendrá.

—A saber si vuelve».

Díjole después el pobre viejo que se moría de hambre; que no habíaentrado en su boca, en tres días, más que un pedazo de bacalao crudoque le dieron en una tienda, y algunos corruscos de pan, que mojaba enla fuente para reblandecerlos, porque ya no tenía hueso en la boca.Desde el día de San José que quitaron la sopa en el Sagrado Corazón, nohabía ya remedio para él; en parte alguna encontraba amparo; el cielo nole quería, ni la tierra tampoco. Con ochenta y dos años cumplidos el 3de Febrero, San Blas bendito, un día después de la Candelaria, ¿para quéquería vivir más ni qué se le había perdido por acá? Un hombre quesirvió al Rey doce años; que durante cuarenta y cinco había picado milesde miles de toneladas de piedra en esas carreteras de Dios, y quesiempre fue bien mirado y puntoso, nada tenía que hacer ya, más queencomendarse al sepulturero para que le pusiera mucha tierra, muchatierra encima, y apisonara bien. En cuantito que colocara a las doscriaturas, se acostaría para no levantarse hasta el día del Juicio porla tarde... ¡y se levantaría el último! Traspasada de pena Benina al oírla referencia de tanto infortunio, cuya sinceridad no podía poner enduda, dijo al anciano que la llevara a donde estaba la niña enferma, ypronto fue conducida a un cuarto lóbrego, en la planta baja de la casagrande de corredor, donde juntos vivían, por el pago de tres pesetas almes, media docena de pordioseros con sus respectivas proles. La mayorparte de estos hallábanse a la sazón en Madrid, buscando la santa perra. Sólo vio Benina una vieja, petiseca y dormilona, que parecíaalcoholizada, y una mujer panzuda, tumefacta, de piel vinosa y tirante,como la de un corambre repleto, con la cara erisipelada, mal envuelta entrapos de distintos colores. En el suelo, sobre un colchón flaco,cubierto de pedazos de bayeta amarilla y de jirones de mantasmorellanas, yacía la niña enferma, como de seis años, el rostro lívido,los puños cerrados en la boca. «Lo que tiene esta criatura eshambre—dijo Benina, que habiéndola tocado en la frente y manos, laencontró fría como el mármol.

—Puede que así sea, porque cosa caliente no ha entrado en nuestroscuerpos desde ayer».

No necesitó más la bondadosa anciana, para que se le desbordase lapiedad, que caudalosa inundaba su alma; y llevando a la realidad susintenciones con la presteza que era en ella característica, fue alinstante a la tienda de comestibles, que en el ángulo de aquel edificioexiste, y compró lo necesario para poner un puchero inmediatamente,tomando además huevos, carbón, bacalao... pues ella no hacía nunca lascosas a medias. A la hora, ya estaban remediados aquellos infelices, yotros que se agregaron, inducidos del olor que por toda la parte bajade la colmena prontamente se difundió. Y el Señor hubo de recompensar sucaridad, deparándole, entre los mendigos que al festín acudieron, unlisiado sin piernas, que andaba con los brazos, el cual le dio por finnoticias verídicas del extraviado Almudena.

Dormía el moro en las casas de Ulpiano, y el día se lo pasaba rezando defirme, y tocando en un guitarrillo de dos cuerdas que de Madrid habíatraído, todo ello sin moverse de un apartado muladar, que cae debajo dela estación de las Pulgas, por la parte que mira hacia la puentesegoviana. Allá se fue Benina despacito, porque el sujeto que la guiabaera de lenta andadura, como quien anda con las nalgas encuadernadas ensuela, apoyándose en las manos, y estas en dos zoquetes de palo. Por elcamino, el hombre de medio cuerpo arriba aventuró algunas indicacionescríticas acerca del moro, y de su conducta un tanto estrafalaria. Creíaél que Almudena era en su tierra clérigo, quiere decirse, presbítero del Zancarrón, y en aquellos días hacía las penitencias de la Cuaresma majometana, que consisten en dar zapatetas en el aire, comer sólo pany agua, y mojarse las palmas de la mano con saliva. «Lo que canta con lacítara ronca, debe de ser cosa de funerales de allá, porque suenatriste, y dan ganas de llorar oyéndolo. En fin, señora, allí le tieneusted tumbado sobre la alfombra de picos, y tan quieto que parece quelo han vuelto de piedra».

Distinguió, en efecto, Benina la inmóvil figura del ciego, en unvertedero de escorias, cascote y basuras, que hay entre la vía y elcamino de las Cambroneras, en medio de una aridez absoluta, pues niárbol ni mata, ni ninguna especie vegetal crecen allí. Siguió adelanteel despernado, y Benina, con su cesta al brazo, subió gateando por laescombrera, no sin trabajo, pues aquel material suelto de que formadoestaba el talud, se escurría fácilmente. Antes de que ganar pudiera laaltura en que el africano se encontraba, anunció a gritos su llegada,diciéndole:

«¡Pero, hijo, vaya un sitio que has ido a escoger paraponerte al sol! ¿Es que quieres secarte, y volverte cuero paratambores?...

¡Eh... Almudena, que soy yo, que soy yo la que sube porestas escaleras alfombradas!... Chico, ¿pero qué?... ¿Estás tonto, estásdormido?».

El marroquí no se movía, la cara vuelta hacia el sol, como un pedazo decarne que se quisiera tostar. Tirole la anciana una, dos, trespiedrecillas, hasta que consiguió acertarle. Almudena se movió conestremecimiento; y poniéndose de rodillas, exclamó:

« B'nina, tú B'nina.

—Sí, hijo mío: aquí tienes a esta pobre vieja, que viene a verte alyermo donde moras. ¡Pues no te ha dado mala ventolera! ¡Y

que no me hacostado poco trabajo encontrarte!

—¡ B'nina!—repitió el ciego con emoción infantil, que se revelaba en unraudal de lágrimas, y en el temblor de manos y pies—. Tú vinir cielo.

—No, hijo, no—replicó la buena mujer, llegando por fin junto a él, ydándole palmetazos en el hombro—. No vengo del cielo, sino que subo dela tierra por estos maldecidos peñascales. ¡Vaya una idea que te hadado, pobre morito! Dime: ¿y es tu tierra así?».

No contestó Mordejai a esta pregunta; callaron ambos. El ciego lapalpaba con su mano trémula, como queriendo verla por el tacto.

«He venido—dijo al fin la mendiga—porque me pensé, un suponer, queestarías muerto de hambre.

—Mí no comier...

—¿Haces penitencia? Podías haberte puesto en mejor sitio...

—Este micor... monte bunito.

—¡Vaya un monte! ¿Y cómo llamas a esto?

—Monte Sinaí... Mí estar Sinaí.

—Donde tú estás es en Babia.

—Tú vinir con ángeles, B'nina... tú vinir con fuego.

—No, hijo: no traigo fuego ni hace falta, que bastante achicharraditoestás aquí. Te estás quedando más seco que un bacalao.

Micor... mí quierer seco... y arder como paixa.

—En paja te convertirías si yo te dejara. Pero no te dejo, y ahora vas acomer y beber de lo que traigo en mi cesta.

—Mí no comier... mí ser squieleto».

Sin esperar a más razones, Almudena extendió las manos, palpando en elsuelo. Buscaba su guitarro, que Benina vio y cogió, rasgueando sus doscuerdas destempladas.

«¡ Dami, dami!—le dijo el ciego impaciente, tocado de inspiración».

Y agarrando el instrumento, pulsó las cuerdas, y de ellas sacó sonidostristes, broncos, sin armónica concordancia entre sí. Y

luego rompió acantar en lengua arábiga una extraña melopea, acompañándose con sonidossecos y acompasados que de las dos cuerdas

sacaba.

Oyó

Benina

estecanticio

con

cierto

recogimiento, pues aunque nada sacó en limpio de laletra gutural y por extremo áspera, ni en la cadencia del son encontrósemejanza con los estilos de acá, ello es que la tal música resultaba deuna melancolía intensa. Movía el ciego sin cesar su cabeza, cual siquisiera dirigir las palabras de su canto a diferentes partes del cielo,y ponía en algunas endechas una vehemencia y un ardor que denotaban elentusiasmo de que estaba poseído.

«Bueno, hijo, bueno—le dijo la anciana cuando terminó de cantar—. Megusta mucho tu música... Pero ¿el estómago no te dice que a él no lecatequizas con esas coplas, y que le gustan más las buenas magras?

Comier tú... mí cantar... Comier yo con alegría de ser tú migo.

—¿Te alimentas con tenerme aquí? ¡Bonita substancia!

—Mí quierer ti...

—Sí, hijo, quiéreme; pero haz cuenta de que soy tu madre, y que vengo acuidar de ti.

—Tú ser bunita.

—¡ Mia que yo bonita... con más años que San Isidro, y esta miseria yesta facha!».

No menos inspirado hablando que cantando, Almudena le dijo:

«Tú ser comla zucena, branca... Com palmera del D'sierto cintura tuya...rosas y casmines boca tuya... la estrella de la tarde ojitas tuyas.

—¡María Santísima! Todavía no me había yo enterado de lo bonita que soy.

Donzellas tudas, invidia de ti tenier ellas... Hiciéronte manosDios con regocijación. Loan ti ángeles con cítara.

—¡San Antonio bendito!... Si quieres que te crea todas esas cosas, mehas de hacer un favor: comer lo que te traigo. Después que tengas llenala barriga hablaremos, pues ahora no estás en tus cabales».

Diciéndolo, iba sacando de la cesta pan, tortilla, carne fiambre y unabotella de vino. Enumeraba las provisiones, creyendo que así ledespertaría el apetito, y como argumento final le dijo: «Si te empeñasen no comer, me enfado, y no vuelvo más a verte.

Despídete de mi boca derosas, y de mis ojitos como las estrellas del cielo... Y luego has dehacer todo lo que yo te mande: volverte a Madrid, y vivir en tu casitacomo antes vivías.

—Si tú casar migo, sí... Si no casar, no.

—¿Comes o no comes? Porque yo no he venido aquí a perder el tiempoechándote sermones—declaró Benina desplegando toda la energía de suacento—. Si te empeñas en ayunar, me voy ahora mismo.

Comier tú...

—Los dos. He venido a verte, y a que almorcemos juntos.

—¿Casar tú migo?

—¡Ay qué pesado el hombre! Pareces un chiquillo. Me veré obligada adarte un par de mojicones... Ha, morito, come y aliméntate, que ya setratará lo del casorio. ¿Piensas que voy yo a tomar un marido seco alsol, y que se va quedando como un pergamino?».

Con estas y otras razones logró conve