Los Muertos Mandan by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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de

una

hora

por

la

cocinamascullando palabras y cerrando los puños. «¡Aquel don Jaime!...¡Empeñarse en conseguir lo que era imposible!... ¡Testarudo como todoslos suyos!...

El Capellanet tampoco había dormido, sintiendo nacer en su pensamientode pequeño salvaje, astuto y receloso, una sospecha que poco a poco tomóla realidad de una certidumbre.

Al entrar en la torre comunicó inmediatamente sus pensamientos a donJaime. ¿Quién creía él que era el autor de la canción injuriosa? ¿El Cantó?... Pues no señor: era el Ferrer. Los versos los habíainventado el otro, pero la intención era del malicioso verro. Este lehabía sugerido la idea de que insultase a don Jaime en pleno cortejo,contando con la seguridad de que no dejaría impune el agravio. Ya veíaclaro el muchacho el verdadero motivo de la entrevista de los doscortejantes que él había sorprendido en el monte.

Febrer acogió con un gesto de indiferencia esta noticia, a la que el Capellanet daba gran importancia. ¿Y qué?... El cantor insolente yaestaba castigado; y en cuanto al verro, había huido de sus retos a lapuerta de la alquería. Era un cobarde.

Pepet movió la cabeza con incredulidad. ¡Ojo, don Jaime!

Él ignoraba lascostumbres de los valientes de la tierra, las astucias de que se valíanpara asegurarse la impunidad en sus venganzas. Debía permanecer enguardia, ahora más que nunca. El Ferrer sabía lo que era el presidio,y no deseaba volver a él. Lo que acababa de hacer lo habían hecho otros verros antes.

Se impacientó Jaime ante el aire misterioso y las palabras confusas delmuchacho.

—¡Para qué tapujos!... ¡Habla!

El Capellanet expuso al fin sus sospechas. Ya podía el herrero hacerlo que quisiera contra don Jaime: podía esperarle emboscado en lostamariscos al pie de la torre y matarlo

de

un

tiro.

Las

sospechas

sedirigirían

inmediatamente

contra

el

Cantó,

recordando

la

cuestiónocurrida en la alquería y sus palabras de venganza.

Con esto y conprepararse el verro una coartada, trasladándose a todo correr por losatajos a algún punto lejano donde todos le viesen, le sería fácilcumplir su venganza, sin peligro.

—¡Ah!—exclamó Febrer poniéndose hosco, como si comprendiera de prontotoda la importancia de tales palabras.

El muchacho, satisfecho de su superioridad, continuó dando consejos. DonJaime debía vivir en adelante menos descuidado, cerrar la puerta de sutorre, no hacer caso, apenas llegada la noche, de los gritos de fuera.Seguramente el verro pretendería inducirle a salir a la obscuridad congritos de reto, con auquidos de desafío.

—Aunque le aúquen durante la noche, usted quieto, don Jaime. Yoconozco eso—continuó el Capellanet con la importancia de un verro endurecido—. Le gritará desde fuera, oculto en la maleza, con el armapreparada, y si sale, antes de que pueda verle le matará de unpistoletazo. Usted quieto en la torre.

Estos consejos eran para la noche. De día, el señor podía salir sinmiedo. Allí estaba él para acompañarlo a todas partes. Se erguía conbélica vanidad, llevándose una mano a la faja para cerciorarse de que elcuchillo no había desaparecido, pero su decepción era inmediata al verel gesto de burlona gratitud de Febrer.

—Ría usted, don Jaime, búrlese de mí, pero de algo puedo yo servir...Vea usted cómo le aviso ahora el peligro.

Hay que vivir en guardia. Conalguna mala idea ha preparado el Ferrer lo de la canción.

Y miraba en torno, como un caudillo que se prepara para repeler un largositio. Sus ojos encontraron la escopeta colgando del muro entre losadornos de conchas. ¡Muy bien! Debía cargar con bala los dos cañones, yencima un buen puñado de postas o perdigón grueso. Esto nunca está demás. Así lo hacía su glorioso abuelo. Después fruncía el entrecejo alver el revólver abandonado sobre la mesa.

¡Muy mal! Las armas cortas sonpara llevarlas encima a todas horas. Él dormía con el cuchillo sobre lapanza. ¿Y si entraba de pronto el enemigo sin dejarle tiempo para buscarel arma?...

La torre, que había presenciado en otros siglos ejecuciones y combatesde piratas, cascarón de piedra de trágico vacío disimulado por la nítidaenjalbegadura de los muros, atrajo luego la atención del muchacho.

Iba hasta la puerta con lenta precaución, como si un enemigo leaguardase al pie de la escalera, y ocultando el cuerpo en el borde delmuro, avanzaba sólo un ojo y parte de la frente. Luego movía la cabezacon desaliento. Al asomarse de noche, aunque fuera con estas astucias,el enemigo, emboscado abajo, podía verlo, apuntándole con toda comodidadapoyados los codos en una rama o en una piedra, sin miedo a perder eltiro. Peor era aún echar el cuerpo fuera de la puerta y pretender bajar.Por obscura que fuese la noche, el enemigo podía escoger un punto demira, una mancha del follaje, una estrella del horizonte, algo salienteen la obscuridad que se destacase junto a la escalera. Y al pasar elbulto negro del que bajaba, ocultando por un momento el objetoapuntado... ¡fuego y pieza segura!

Eran enseñanzas oídas a gravesvarones que habían pasado meses enteros tras un ribazo o al abrigo de untronco, con la culata junto a la mejilla y el ojo en el extremo delcañón, desde la puesta del sol hasta la aurora, aguardando a un antiguoamigo.

No; al Capellanet no le gustaba esta puerta con su escalera al airelibre. Había que buscar otra salida, y sus ojos fueron a la ventana,abriéndola luego para asomarse a ella.

Con una agilidad simiesca, riendo de su descubrimiento, saltó sobre elalféizar y empezó a descender por el muro, buscando con pies y manos lasdesigualdades de la mampostería, los alvéolos profundos como peldañosque habían dejado los pedruscos al rodar desprendidos de la argamasa.Febrer se asomó a la ventana, y le vio al pie de la torre recogiendo susombrero que se había caído y agitándolo en alto con expresióntriunfante. Corrió luego el muchacho en torno de la base de la torre, ysus pasos resonaron poco después con bullicioso trote en los peldaños demadera, cerca de la puerta.

—¡Si es lo más fácil!—gritó al entrar en la pieza, rojo de emoción porsu descubrimiento—. ¡Si es una escalera de señores!...

Y comprendiendo la importancia de su descubrimiento, puso un gesto gravede misterio. Esto quedaba entre los dos: ni una palabra a nadie. Era unasalida preciosa, cuyo secreto había que guardar.

El Capellanet envidiaba a don Jaime. ¡No tener él un enemigo queviniera a aucarlo allí durante la noche!...

Mientras el Ferrer aullase emboscado, con la vista fija en la escalera, él descendería porla ventana, a espaldas de la torre, y dando la vuelta silenciosamente,cazaría al cazador.

¡Qué golpe!... Reía con salvaje complacencia, y ensus labios de rojo obscuro parecía despertar temblona la ferocidad delos gloriosos abuelos, que habían considerado la caza del hombre como elmás noble de los ejercicios.

Febrer se sintió contagiado por la bárbara alegría del muchacho. ¡Si élprobase a bajar por la ventana!... Echó las piernas fuera del alféizar,y lentamente, entorpecido por su madura corpulencia, fue tanteando lasdesigualdades de la muralla con las puntas de los pies hasta encontrarlos agujeros que servían de peldaños. Descendió poco a poco, rodandobajo sus plantas algunas piedras sueltas, hasta que al fin puso los piesen tierra con un suspiro de satisfacción.

¡Muy bien! El descenso erafácil; después de unos cuantos ensayos bajaría con tanta facilidad comoel Capellanet.

Éste, que le había seguido ágilmente, descolgándosecasi sobre su cabeza, sonreía como un maestro satisfecho de la lección,y tornaba a repetir sus consejos. ¡Que no los olvidase don Jaime! Apenasle anearan desde fuera, debía echarse ventana abajo, pillando por laespalda al contrario.

Cuando a mediodía quedó solo Febrer, sintióse poseído de un deseobelicoso, de una agresividad que le hizo mirar durante largo rato eltrozo de muro del que pendía la escopeta.

Al pie del promontorio, en la playa donde estaba varada la barca del tíoVentolera, sonó la voz de éste cantando la misa. Febrer se asomó a lapuerta, llevándose las dos manos a la boca en forma de bocina paragritarle.

El marinero, con la ayuda de un muchacho, echaba su barca al agua. Lavela, recogida, temblaba en lo alto del mástil. Jaime no aceptó lainvitación. «¡Muchas gracias, tío Ventolera!» Este insistió con suvocecita, que llegaba a través del aire como el vagido lejano de unacriatura. La tarde era buena: había cambiado el viento; en las cercaníasdel Vedrá iban a coger el pescado en abundancia.

Febrer encogió loshombros. «No, muchas gracias; tenía que hacer.»

Apenas acabó de hablar, cuando el Capellanet se presentó por segundavez en la torre, llevándole la comida. El muchacho parecía enfurruñado ytriste. Su padre, colérico por la escena de la noche anterior, le habíaescogido como víctima, para desahogar su enfado. «¡Una injusticia, donJaime!» Gritaba paseándose por la cocina, mientras las mujeres, con losojos llorosos y el aire encogido, parecían huir de su mirada. Todo loocurrido lo atribuía a su blandura de carácter, a su bondad; pero iba aponer remedio a esto inmediatamente. El noviazgo quedaba suspendido: yano admitía cortejos ni visitas. ¡Y en cuanto al Capellanet!...

Estemal hijo, desobediente y revoltoso, tenía la culpa de todo.

Pep no sabía con certeza cómo podía haber influido la presencia de suhijo en el escándalo de la noche anterior, pero recordaba su resistenciaa ser clérigo, su fuga del Seminario, y la memoria de estos disgustosdespertaba su cólera, haciendo que la concentrase en el muchacho.

¡Seacabaron los miramientos y bondades! El próximo lunes lo llevaría alSeminario. Si pensaba resistirse y huir por segunda vez, mejor seríapara él embarcarse de grumete y olvidar que tenía padre, pues al verleregresar a la alquería, Pep era capaz de romperle las dos piernas con latranca de la puerta. Y por puro desahogo, por ir habituando la mano ydar una muestra de su futura cólera, le largó unas cuantas bofetadas ypuntapiés, cobrándose de esta forma el disgusto sufrido tiempo antes alverle llegar fugitivo de Ibiza.

El Capellanet, encogido y paciente por la costumbre, se refugió en unrincón detrás del muro de zagalejos y faldas que oponía la llorosa madrea la furia de Pep. Pero al verse ahora en la torre y recordar la ofensa,rechinaba los dientes, con los ojos en blanco, las mejillas lívidas ylos puños cerrados.

«¡Qué injusticia! ¿Así se pega a los hombres, sin motivo alguno, sólopor desahogar el mal humor?... ¡A él, que llevaba un cuchillo en la fajay no le tenía miedo a nadie de la isla! ¡Todo porque era padre!...» ¡Ay!Esto de la paternidad y del respeto filial eran para el Capellanet enaquellos momentos invenciones de cobardes, creadas únicamente parafastidiar y envilecer a los hombres de corazón. Y encima de los golpes,humillantes para su dignidad de bravo, la certeza del encierro en elSeminario; la negra sotana, semejante a las faldas de las mujeres, y elpelo cortado al rape, perdiendo para siempre aquellos bucles queasomaban arrogantes bajo las alas de su sombrero; la tonsura, que haríareír o infundiría un frío respeto a las atlotas, y ¡adiós bailes ynoviazgos! ¡adiós cuchillo!...

Pronto dejaría de verle don Jaime. Antes de una semana iban a llevarle aIbiza. Otros le subirían la comida a la torre... Febrer hizo un gestorevelador de su esperanza. ¡Tal vez Margalida, como en otros tiempos!Pero el Capellanet, a pesar de su tristeza, sonrió maliciosamente. No,Margalida no; todos menos ella. ¡Bueno estaba el siñó Pep paraconsentirlo! Cuando la pobre madre, para defender a su atlot, habíahablado tímidamente de lo necesario que era el muchacho en la casa paraservir al señor, Pep estalló en nuevas vociferaciones. Él mismo seencargaría de llevar todos los días a la torre la comida de don Jaime, ysi no su mujer, y si no buscarían una atlota que sirviese de criada aaquel señor, ya que se empeñaba en vivir cerca de ellos.

No dijo más el Capellanet, pero Febrer adivinó las palabras que elbuen payés debía haber lanzado contra él.

Olvidaba, a impulsos de lacólera, su antiguo respeto; sentíase enfurecido por la perturbación queacarreaba a la familia con su presencia.

El muchacho volvió a la alquería mascullando propósitos vengativos,jurándose no ir al Seminario, aunque ignoraba el modo de conseguirlo. Suresistencia tomó de pronto un tono de protección caballeresca.¡Abandonar a su amigo don Jaime cuando le veía rodeado de peligros!...¡Ir a encerrarse en aquel caserón de tristezas, entre señores con faldasnegras que hablaban una lengua rara, ahora que en pleno campo, a la luzdel sol o en el misterio de las noches, iban a matarse los hombres!...¡Ocurrir tan extraordinarios sucesos y no verlos él!...

Cuando Febrer quedó sólo, descolgó la escopeta y estuvo largo rato juntoa la puerta examinándola distraídamente. Su pensamiento iba lejos, muchomás lejos de los extremos de los cañones, que parecían apuntar a lamontaña... «¡Aquel herrero! ¡Aquel valentón insufrible!...» Desde elprimer día que lo vio algo se había removido en su interior, poniéndosede pie con el irresistible impulso de la antipatía.

A aquel fantasmónlúgubre nadie en la isla le iba a pegar más que él.

La sensación fría del acero de la escopeta en la palma de sus manos levolvió a la realidad. Estaba resuelto a salir de caza por la montaña...¡Pero qué caza!... Extrajo los dos cartuchos que ocupaban los cañones,cartuchos cargados con perdigón menudo para las bandas de pájaros quecruzan la isla viniendo de África. Buscó en una bolsa otros cartuchos eintrodujo dos en el doble cañón, guardándose los demás en los bolsillos.Eran con bala. ¡Caza mayor!...

Colgóse la escopeta de un hombro y bajó la escalera de la torre silbandoy con paso arrogante, como si su resolución le llenase de alegría.

Al pasar cerca de Can Mallorquí, el perro salió a su encuentro conladridos de regocijo. Nadie se asomó a la puerta como otras veces.Seguramente le habían visto, sin moverse, desde el fondo de la cocina.El perro saltó tras él largo trecho, retrocediendo luego al verle tomarel camino de la montaña.

Anduvo Febrer entre paredes de piedra seca que contenían pendientesbancales, y otras veces por senderos pavimentados de guijarros azules,que las lluvias de invierno convertían en encajonados barrancos. Luegodejó de ver tierras removidas y surcadas por el arado: el suelo compactocubríase de bravia y espinosa vegetación. A los árboles frutales, elalto almendro y la chaparra higuera de amplia copa, sucedían las sabinasy los pinos retorcidos por los vientos de la costa. Al detenerse Febrerun instante y mirar atrás, vio a sus pies Can Mallorquí como unosdados blancos escapados del cubilete de una roca vecina al mar.

En lacúspide de esta roca erguíase como un agarrador la torre del Pirata. Suascensión había sido veloz, casi a todo correr, como si temiera llegartarde a un lugar de cita que no conocía con certeza. Inmediatamentereanudó la marcha.

Dos palomas silvestres salieron de la maleza con elsonoro plumeo de un abanico que se abre, pero el cazador pareció noverlas. Unos bultos humanos, negros y agachados en los matorrales, lehicieron llevar la diestra a la culata de la escopeta para descolgarladel hombro. Eran carboneros que apilaban leña. Al pasar Febrer junto aellos le miraron con ojos fijos, en los que creyó notar algoextraordinario, mezcla de asombro y curiosidad.

¡Bonas tardes tenguin!

Los hombres negros apenas contestaron, pero le fueron siguiendo largorato con sus ojos, que tenían el brillo y la transparencia del

aguasobre

sus

rostros

tiznados.

Seguramente los solitarios del monte sabíanya lo ocurrido la

noche

anterior

en

Can

Mallorquí,

y

se

asombrabanviendo al señor de la torre marchar solo, como si desafiase a susenemigos, creyéndose invulnerable.

Ya no encontró más gente en su camino. De pronto, sobre los rumores dela seca arboleda acariciada por el viento, oyó un tintineo lejano dehierro batido. Por entre el ramaje elevábase una ligera columna de humo:la fragua del Ferrer.

Jaime, llevando la escopeta algo caída de su hombro, como si el armafuera a descolgarse sola, desembocó en un claro del bosque que formabaancha plazoleta ante la fragua. Era ésta una casucha construida conadobes, negra de humo y cubierta por un techo giboso, que en algunos desus puntos se abombaba como si fuera a desplomarse.

Bajo un cobertizobrillaba el ojo inflamado de una fogata, y junto a ella el Ferrer, depie ante el yunque, golpeaba con el martillo una barra de hierro ígneo.

Febrer no quedó descontento de su entrada teatral en la plazoleta. El verro levantó la vista al oír ruido de pisadas en el intervalo de dosde sus golpes, y quedó inmóvil, con el martillo en alto, al reconocer alseñor de la torre. Pero sus ojos fríos eran incapaces de transparentarninguna impresión.

Avanzó Jaime ante la fragua con la mirada fija en el herrero, una miradade reto que el otro pareció no comprender. Ni una palabra, ni un saludo.El señor pasó adelante; pero al salir de la plazoleta se detuvo junto auno de los primeros árboles y acabó por sentarse en sus raícessalientes, guardando la escopeta entre las piernas.

Un orgullo de viril soberbia invadía el alma de Febrer.

Estabasatisfecho de su arrogancia. Bien podía ver aquel matón que venía abuscarlo en la soledad del monte, en su propia vivienda; bien podíaconvencerse de que no le tenía miedo.

Y para demostrar mejor su serenidad, sacó la petaca de la faja y se pusoa liar un cigarro.

El martillo había vuelto a reanudar su tintineo sobre el metal. Jaime,desde su asiento, veía al Ferrer vuelto de espaldas a él condescuidada confianza, como si ignorara su presencia y sólo le preocupaseel examen de su trabajo. Esta calma desconcertó un poco a Febrer. «¡ViveDios! ¿No había adivinado sus intenciones?...» Le exasperaba la frialdaddel herrero, y al mismo tiempo infundíale un vago agradecimiento elhecho de permanecer de espaldas a él, tranquilamente, con la confianzade que el señor de la torre era incapaz de aprovecharse de estasituación para dispararle un escopetazo traidor. Cesó de sonar elmartillo.

Cuando Febrer miró otra vez hacia el cobertizo, ya no vio alherrero. Esta ausencia le hizo requerir la escopeta, acariciando susllaves. Indudablemente iba a salir con un arma, cansado de aguantar estaprovocación muda que venía a buscarle en su propia casa. Tal vez iba adisparar por alguno de los ventanucos que daban luz a la negra vivienda.Debía precaverse contra una asechanza del antiguo presidiario, y se pusode pie, procurando disimular su cuerpo detrás del tronco de un árbol, nodejando visible más que un ojo.

Alguien se movió en el interior de la casucha; algo negro asomó indecisoen su puerta. Iba a salir el enemigo:

¡atención!... Empuñó la escopetapara hacer fuego apenas se mostrase el extremo del arma enemiga; peroquedó inmóvil y confuso al ver que era una falda negra rematada por unospies desnudos dentro de viejas alpargatas, y sobre esto un busto mísero,encorvado y huesudo, una cabeza cobriza y arrugada, con sólo un ojo, yralos cabellos grises que dejaban brillar entre sus mechas el barniz dela calvicie.

Febrer reconoció a la mujer. Era la tía del herrero, la tuerta de que lehabía hablado el Capellanet, la única compañera del Ferrer en subravia soledad. La vieja se plantó en el cobertizo con los brazos enjarras, echando adelante

el

flácido

vientre

abultado

por

los

zagalejos,fijando su pupila única, inflamada por la cólera, en aquel intruso quevenía a provocar a un hombre de bien en medio de su trabajo. Miraba aJaime con la fiera acometividad de la mujer que, segura del respeto queinfunde su sexo, es más audaz e impetuosa que el hombre. Mascullabaamenazas e insultos que el señor no podía oír, furiosa de que alguien seatreviera contra su sobrino, amado cachorro en el que había puesto suesterilidad todos los ardores de una madre fracasada.

Jaime se dio cuenta repentinamente de lo odioso de su acción. ¡Un hombrecomo él venir a provocar en pleno día a otro, en su propia casa! Lavieja tenía razón para insultarle.

El matón no era el Ferrer: era él,señor de la torre, descendiente de tantos varones ilustres y orgullosode su origen.

La vergüenza le hizo tímido, sumiéndolo en torpe confusión. No sabíacómo irse ni por dónde escapar. Al fin se echó la escopeta al hombro, ycon la vista en alto, como si persiguiese a un pájaro que saltaba derama en rama, emprendió la marcha por entre los árboles y la maleza,evitando pasar otra vez ante la fragua.

Anduvo ahora cuesta abajo, hacia el valle, huyendo de aquella montaña ala que le había arrastrado un impulso homicida, avergonzado de susanteriores deseos. Volvió a encontrar a los hombres negros que hacíancarbón.

¡Bonas tardes tenguin!

Contestaron a su saludo, pero en sus ojos de extraordinaria blancurasobre el rostro tiznado creyó notar Febrer algo de burla hostil, derepulsiva extrañeza, como si fuese él de otra casta, como si hubieracometido un acto inaudito que le colocaba fuera para siempre de lacomunidad humana de la isla.

Los pinos y sabinas quedaron atrás en la falda del monte.

Caminaba ahoraentre bancales de tierra arada. En unos campos vio payeses quetrabajaban; en un ribazo encontró varias atlotas que recogían hierbas,encorvándose sobre el suelo; en un camino se cruzó con tres viejosmarchando lentamente al lado de sus borricos.

Febrer, con la humildad del que se siente arrepentido de una malaacción, saludaba a todos dulcemente.

¡Bonas tardes tenguin!

Los labriegos le respondieron con un gruñido sordo; las muchachastorcieron la cara con un gesto de contrariedad para no verle; los tresviejos contestaron al saludo tristemente, mirándole con ojillosescrutadores, como si encontraran en su persona algo extraordinario.

Bajo una higuera, negro parasol de ramajes enroscados, vio a unospayeses ocupados en escuchar a alguien que estaba en el centro delcorro. Al aproximarse Febrer hubo cierto movimiento en el grupo. Unhombre surgió de él con rabioso impulso, y los otros le detuvieron,cogiéndolo de los brazos, pugnando por contenerle. Jaime lo reconociópor el lienzo blanco anudado bajo su sombrero. Era el cantor.

Losfuertes payeses sujetaron fácilmente con sólo una mano al enfermizomuchacho, pero éste, incapaz de moverse, desahogó su rabia tendiendo unpuño hacia el camino, mientras las amenazas e insultos salían aborbotones de su boca.

Estaba, sin duda, contando a los amigos lo ocurrido en la nocheanterior, cuando apareció Febrer. Adivinaba éste en las voces chillonaslas amenazas del Cantó. Eran las mismas que había proferido en CanMallorquí. Juraba matarle: prometía ir de noche a la torre del Piratapara incendiarla y hacer pedazos a su dueño.

«¡Bah!» Jaime levantó los hombros y siguió adelante, pero triste,desesperado por el ambiente de repulsión y hostilidad cada vez mássensible en torno de él. ¿Qué había hecho? ¿En dónde se había metido?¡Pegar a uno de la isla!

¡Él, un forastero..., y además mallorquín!...

En su tristeza, creyó que la isla entera, con todas sus cosasinanimadas, asociábase a esta protesta de las gentes.

Ante su paso sedespoblaban las alquerías; sus habitantes ocultábanse para no saludarlo;los perros salían al camino ladrando sañudamente, como si no le hubiesenvisto nunca.

Las montañas le parecían más austeras y ceñudas en sus cumbres de peladaroca; los bosques, más obscuros, más negros; los árboles de los valles,más tristes y escuetos; las piedras del camino rodaban bajo sus pies,como si huyesen de su contacto; el cielo tenía algo de repelente; hastael aire de la isla acabaría por huir de su boca. Febrer, en sudesesperación, se veía solo. Todos contra él; únicamente le quedaba Pepcon su familia, pero éstos acabarían alejándose igualmente, a impulsosde la necesidad de vivir bien con sus vecinos.

El forastero no intentaba rebelarse contra su suerte.

Sentíasearrepentido, avergonzado de la acometividad de la noche anterior y de sureciente excursión a la montaña. Para él no había sitio en la isla. Eraun forastero, un extraño que perturbaba con su presencia la vidatradicional de aquellas gentes. Le había recibido Pep con un respeto deantiguo siervo, y pagaba tal hospitalidad perturbando su casa y la pazde su familia. Le habían acogido las gentes con una cortesía algoglacial, pero tranquila e inmutable, como a un gran señor forastero, yél correspondía a este respeto golpeando al más infeliz de todos ellos,al que por su debilidad

era

considerado

con

una

benevolencia

paternalpor todos los payeses del distrito. ¡Muy bien, mayorazgo de Febrer!Desde hacía algún tiempo que andaba como loco, sin discurrir otra cosaque disparates. ¿Y

todo por qué?... Por amar absurdamente a una muchachaque podía ser su hija; por un capricho casi senil, pues él, a pesar desu relativa juventud, veíase viejo, triste y miserable ante Margalida ylos rústicos atlots que se agitaban en torno a su belleza. ¡Ay, elambiente! ¡El maldito ambiente!

En los tiempos de prosperidad, cuando habitaba él su palacio de Palma,de ser Margalida una criada de su madre, sólo habría sentido por ella elapetito que inspira la frescura de la juventud, sin nada que separeciese al amor. Otras mujeres le dominaban entonces con la seducciónde sus artificios y refinamientos. Pero aquí, en plena soledad, con elmás imperioso de los instintos irritado por la privación, viendo aMargalida entre la morena y ruda hermosura de sus compañeras, bella comouna diosa blanca de las que inspiran vene