Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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nous

appelle,

Sachons

vaincre

ou

sachons

périr;

Un

français

doit

vivre

pour

elle,

Pour elle un français doit mourir.

La movilización empezaba á las doce en punto de la noche.

Desde elcrepúsculo circularon por las calles grupos de hombres que se dirigían álas estaciones. Sus familias marchaban con ellos, llevando la maleta óel fardo de ropas. Los amigos del barrio los escoltaban. Una banderatricolor iba al frente de estos pelotones. Los oficiales de reserva seenfundaban en sus uniformes, que ofrecían todas las molestias de lostrajes largamente olvidados. Con el vientre oprimido por la correa nuevay el revólver al costado, caminaban en busca del ferrocarril que habíade conducirlos al punto de concentración.

Uno de sus hijos llevaba elsable oculto en una funda de tela. La mujer, apoyada en su brazo, tristey orgullosa al mismo tiempo, dirigía con amoroso susurro sus últimasrecomendaciones.

Circulaban con loca velocidad tranvías, automóviles y fiacres.

Nunca sehabía visto en las calles de París tantos vehículos. Y sin embargo, losque necesitaban uno llamaban en vano á los conductores. Nadie queríaservir á los civiles. Todos los medios de transporte eran para losmilitares; todas las carreras terminaban en las estaciones deferrocarril. Los pesados camiones de la Intendencia, llenos de sacos,eran saludados por el entusiasmo general: «¡Viva el ejército!» Lossoldados en traje de mecánica que iban tendidos en la cúspide de lapirámide rodante contestaban á la aclamación moviendo los brazos yprofiriendo gritos que nadie llegaba á entender. La fraternidad habíacreado una tolerancia nunca vista. Se empujaba la muchedumbre, guardandoen sus encuentros una buena educación inalterable. Chocaban losvehículos, y cuando los conductores, á impulsos de la costumbre, iban áinjuriarse, intervenía el gentío y acababan por darse las manos.

«¡VivaFrancia!» Los transeuntes que escapaban de entre las ruedas de losautomóviles reían, increpando bondadosamente al chauffeur. «¡Matar áun francés que va en busca de su regimiento!» Y el conductor contestaba:«Yo también partiré dentro de unas horas. Este es mí último viaje.» Lostranvías y ómnibus

funcionaban

con

creciente

irregularidad

así

comoavanzaba la noche. Muchos empleados habían abandonado sus puestos paradecir adiós á la familia y tomar el tren. Toda la vida de París seconcentraba en media docena de ríos humanos que iban á desembocar en lasestaciones.

Desnoyers y Argensola se encontraron en un café del bulevar cerca demedia noche. Los dos estaban fatigados por las emociones del día, con ladepresión nerviosa que sigue á los espectáculos ruidosos y violentos.Necesitaban descansar. La guerra era un hecho, y después de estacertidumbre, no sentían ansiedad por adquirir noticias nuevas. Lapermanencia en el café les resultó intolerable. En la atmósfera ardientey cargada de humo, los consumidores cantaban y gritaban agitandopequeñas banderas. Todos los himnos pasados y presentes eran entonados ácoro, con acompañamiento de copas y platillos. El público, algocosmopolita, revistaba las naciones de Europa para saludarlas con susrugidos de entusiasmo. Todas, absolutamente todas, iban á estar al ladode Francia. «¡Viva!... ¡viva!» Un matrimonio viejo ocupaba una mesajunto á los dos amigos. Eran rentistas, de vida ordenada y mediocre, quetal vez no recordaban en toda su existencia haber estado despiertos átales horas.

Arrastrados por el entusiasmo, habían descendido al bulevarpara

«ver la guerra más de cerca». El idioma extranjero que empleabanlos vecinos dió al marido una alta idea de su importancia.

—¿Ustedes creen que Inglaterra marchará con nosotros?...

Argensola sabía tanto como él, pero contestó con autoridad:«Seguramente; es cosa decidida.» El viejo se puso de pie: «¡VivaInglaterra!» Y acariciado por los ojos admirativos de su esposa, empezóá entonar una canción patriótica olvidada, marcando con movimientos debrazos el estribillo, que muy pocos alcanzaban á seguir.

Los dos amigos tuvieron que emprender á pie el regreso á su casa. Noencontraron un vehículo que quisiera recibirlos: todos iban en direcciónopuesta, hacia las estaciones. Ambos estaban de mal humor, peroArgensola no podía marchar en silencio.

«¡Ah, las mujeres!» Desnoyers conocía sus honestas relaciones desdealgunos meses antes con una midinette de la rue Taitbout. Paseos losdomingos por los alrededores de París, varias idas al cinematógrafo,comentarios sobre las sublimidades de la última novela publicada en elfolletón de un diario popular, besos á la despedida, cuando ella tomabaal anochecer el tren de Bois Colombes para dormir en el domiciliopaterno: esto era todo. Pero Argensola contaba malignamente con eltiempo, que madura las virtudes más ácidas. Aquella tarde habían tomadoel aperitivo con un amigo francés que partía á la mañana siguiente paraincorporarse á su regimiento. La muchacha lo había visto algunas vecescon él, sin que le mereciese especial atención; pero ahora lo admiró depronto, como si fuese otro. Había renunciado á volver esta noche á lacasa de sus padres: quería ver cómo empieza una guerra. Comieron lostres juntos, y todas las atenciones de ella fueron para el que se iba.Hasta se ofendió con repentino pudor porque Argensola quiso hacer usodel derecho de prioridad buscando su mano por debajo de la mesa.Mientras tanto, casi desplomaba su cabeza sobre el hombro del futurohéroe, envolviéndolo en miradas de admiración.

—¡Y se han ido!... ¡Se han ido juntos!—dijo rencorosamente—. Hetenido que abandonarlos para no prolongar mi triste situación. ¡Habertrabajado tanto... para otro!

Calló un momento, y cambiando el curso de sus ideas, añadió:

—Reconozco, sin embargo, que su conducta es hermosa. ¡Qué generosidadla de las mujeres cuando creen llegado el momento de ofrecer!... Supadre le inspira gran miedo por sus cóleras, y sin embargo se queda unanoche fuera de casa con uno á quien apenas conoce y en el que no pensabaá media tarde... La nación siente gratitud por los que van á exponer suexistencia, y ella, la pobrecilla, desea hacer algo también por losdestinados á la muerte, darles un poco de felicidad en la última hora...y regala lo mejor que posee, lo que no puede recobrarse nunca. He hechoun mal papel... Ríete de mí, pero confiesa que esto es hermoso.

Desnoyers rió, efectivamente, del infortunio de su amigo, á pesar de queél también sufría grandes contrariedades, guardadas en secreto. No habíavuelto á ver á Margarita después de la primera entrevista. Sólo teníanoticias de ella por varias cartas...

¡Maldita guerra! ¡Qué trastornopara las gentes felices! La madre de Margarita estaba enferma. Pensabaen su hijo, que era oficial y debía partir el primer día de lamovilización. Ella estaba inquieta igualmente por su hermano yconsideraba inoportuno ir al estudio mientras en su casa gemía la madre.¿Cuándo iba á terminar esta situación?...

Le preocupaba también aquel cheque de cuatrocientos mil francos traídode América. El día anterior habían excusado su pago en el Banco porfalta de aviso. Luego declararon que tenían el aviso, pero tampoco ledieron el dinero. En aquella tarde, cuando los establecimientos decrédito estaban ya cerrados, el gobierno había lanzado un decretoestableciendo la moratoria, para evitar una bancarrota general áconsecuencia del pánico financiero. ¿Cuándo le pagarían?... Tal vezcuando terminase la guerra que aún no había empezado; tal vez nunca. Elno tenía otro dinero efectivo que dos mil francos escasos que le habíansobrado del viaje. Todos sus amigos se encontraban en una situaciónangustiosa, privados de recibir las cantidades que guardaban en losBancos. Los que poseían algún dinero estaban obligados á emprender unaperegrinación de tienda en tienda ó formar cola á la puerta de losBancos para cambiar un billete.

¡Ah, la guerra! ¡La estúpida guerra!

En mitad de los Campos Elíseos vieron á un hombre con sombrero de alasanchas, que marchaba delante de ellos lentamente y hablando solo.Argensola lo reconoció al pasar junto á un farol: «El amigo Tchernoff.»El ruso, al devolver el saludo, dejó escapar del fondo de su barba unligero olor de vino.

Sin invitación alguna arregló su paso al de ellos,siguiéndoles hacia el Arco de Triunfo.

Julio sólo había cruzado silenciosos saludos con este amigo de Argensolaal encontrarle en el zaguán de la casa. Pero la tristeza ablanda elánimo y hace buscar como una sombra refrescante la amistad de loshumildes. Tchernoff, por su parte, miró á Desnoyers como si lo conociesetoda su vida.

Había interrumpido su monólogo, que sólo escuchaban las masas de negravegetación, los bancos solitarios, la sombra azul perforada por eltemblor rojizo de los faroles, la noche veraniega con su cúpula decálidos soplos y siderales parpadeos. Dió algunos pasos sin hablar, comouna muestra de consideración á los acompañantes, y luego reanudó susrazonamientos, tomándolos donde los había abandonado, sin darexplicación alguna, como si marchase solo.

—...Y á estas horas gritarán de entusiasmo lo mismo que los de aquí,creerán de buena fe que van á defender su patria provocada, querránmorir por sus familias y hogares que nadie ha amenazado.

—¿Quiénes son esos, Tchernoff?—preguntó Argensola. Le miró el rusofijamente, como si extrañase su pregunta.

—Ellos—dijo lacónicamente.

Los dos le entendieron... ¡Ellos! No podían ser otros.

—Yo he vivido diez años en Alemania—continuó, dando más conexión á suspalabras al verse escuchado—. Fuí corresponsal de diario en Berlín, yconozco aquellas gentes. Al pasar por el bulevar lleno de muchedumbre,he visto con la imaginación lo que ocurre allá á estas horas. Tambiéncantan y rugen de entusiasmo agitando banderas. Son igualesexteriormente unos y otros, pero ¡qué diferencia, por dentro!... Anoche,en el bulevar, la gente persiguió á unos vocingleros que gritaban: «¡ABerlín!»

Es un grito de mal recuerdo y de peor gusto. Francia no quiereconquistas; su único deseo es ser respetada, vivir en paz, sinhumillaciones

ni

intranquilidades.

Esta

noche,

dos

movilizados decían almarcharse: «Cuando entremos en Alemania les impondremos la República...»La República no es una cosa perfecta, amigos míos, pero representa algomejor que vivir bajo un monarca irresponsable por la gracia de Dios.Cuando menos, supone tranquilidad y ausencia de ambiciones personalesque perturben la vida. Y yo me he conmovido ante el sentimiento generosode estos dos obreros que, en vez de pensar en el exterminio de susenemigos, quieren corregirlos, dándoles lo que ellos consideran mejor.

Calló Tchernoff breves momentos para sonreir irónicamente ante elespectáculo que se ofrecía á su imaginación.

—En Berlín, las masas expresan su entusiasmo en forma elevada, comoconviene á un pueblo superior. Los de abajo, que se consuelan de sushumillaciones con un grosero materialismo, gritan á estas horas: «¡AParís! ¡Vamos á beber champañ gratis!»

La burguesía pietista, capaz detodo por alcanzar un nuevo honor, y la aristocracia que ha dado al mundolos mayores escándalos de los últimos años, gritan igualmente: «¡AParís!»

París es la Babilonia del pecado, la ciudad del Moulin Rouge ylos restoranes de Montmartre, únicos lugares que ellos conocen... Y miscamaradas de la Social-Democracia también gritan; pero á éstos les hanenseñado otro cántico: «¡A Moscou!

¡A Petersburgo! ¡Hay que aplastar latiranía rusa, peligro de la civilización!» El kaiser manejando latiranía de otro país como un espantajo para su pueblo... ¡qué risa!

Y la carcajada del ruso sonó en el silencio de la noche como untableteo.

—Nosotros somos más civilizados que los alemanes—dijo cuando cesó dereír.

Desnoyers, que le escuchaba con interés, hizo un movimiento de sorpresay se dijo: «Este Tchernoff ha bebido algo.»

—La civilización—continuó—no consiste únicamente en una granindustria, en muchos barcos, ejércitos y numerosas universidades quesólo enseñan ciencia. Esa es una civilización material. Hay otrasuperior que eleva el alma y no permite que la dignidad humana sufra sinprotesta continuas humillaciones. Un ciudadano

suizo

que

vive

en

su chalet

de

madera,

considerándose igual á los demás hombres de su país,es más civilizado que el Herr Professor que tiene que cederle el pasoá un teniente ó el rico de Hamburgo que se encorva como un lacayo anteel que ostenta la partícula von.

Aquí el español asintió, como si adivinase lo que Tchernoff iba áañadir.

—Los rusos sufrimos una gran tiranía. Yo sé algo de esto.

Conozco elhambre y el frío de los calabozos; he vivido en Siberia... Pero frente ánuestra tiranía ha existido siempre una protesta revolucionaria. Unaparte de la nación es medio bárbara, pero el resto tiene una mentalidadsuperior, un espíritu de alta moral que le hace arrostrar peligros ysacrificios por la libertad y la verdad... ¿Y Alemania? ¿Quién haprotestado en ella jamás para, defender los derechos humanos? ¿Quérevoluciones se han conocido en Prusia, tierra de grandes déspotas? Elfundador del militarismo, Federico Guillermo, cuando se cansaba de darpalizas á su esposa y escupir en los platos de sus hijos, salía á lacalle garrote en mano para golpear á los súbditos que no huían á tiempo.Su hijo Federico el Grande declaró que moría aburrido de gobernar unpueblo de esclavos. En dos siglos de historia prusiana, una solarevolución: las barricadas de 1848, mala copia berlinesa de larevolución de París, y sin resultado alguno.

Bismarck apretó la manopara aplastar los últimos intentos de protesta, si es que realmenteexistían. Y cuando sus amigos le amenazaban con una revolución, el junker feroz se llevaba las manos á los ijares, lanzando las másinsolentes de sus carcajadas.

¡Una revolución en Prusia!... Nadie comoél conocía á su pueblo.

Tchernoff no era patriota. Muchas veces le había oído Argensola hablarcontra su país. Pero se indignaba al considerar el desprecio con que elorgullo germánico trataba al pueblo ruso.

¿Dónde estaba, en los últimoscuarenta años de grandeza imperialista, la hegemonía intelectual de quealardeaban los alemanes?... Excelentes peones de la ciencia; sabiostenaces y de vista corta, confinado cada uno en su especialidad;benedictinos del laboratorio, que trabajaban mucho y acertaban algunasveces á través de enormes equivocaciones dadas como verdades por sersuyas: esto era todo. Y al lado de tanta laboriosidad paciente y dignade respeto, ¡qué de charlatanismo! ¡qué de grandes nombres explotadoscomo una muestra de tienda! ¡cuántos sabios metidos á hoteleros desanatorio!... Un Herr Professor descubría la curación de la tisis, ylos tísicos continuaban muriendo como antes. Otro rotulaba con una cifrael remedio vencedor de la más inconfesable de las enfermedades, y lapeste genital

seguía

azotando

al

mundo.

Y

todos

estos

erroresrepresentaban fortunas considerables: cada panacea salvadora daba lugará la constitución de una sociedad industrial, vendiéndose los productosá grandes precios, como si el dolor fuese un privilegio de los ricos.¡Cuán lejos de este bluff Pasteur y otros sabios de los pueblosinferiores, que libraban al mundo sus secretos sin prestarse ámonopolios!

—La ciencia alemana—continuó Tchernoff—ha dado mucho á la humanidad,lo reconozco; pero la ciencia de las otras naciones ha dado muchoigualmente. Sólo un pueblo loco de orgullo puede imaginar que él lo estodo para la civilización y los demás no son nada... Aparte de sussabios especialistas, ¿qué genio ha producido en nuestros tiempos esaAlemania que se cree universal? Wágner es el último romántico, cierrauna época y pertenece al pasado. Nietzsche tuvo empeño en demostrar suorigen polaco y abominó de Alemania, país, según él, de burguesespedantes. Su eslavismo era tan pronunciado, que hasta profetizó elaplastamiento de los germanos por los eslavos... Y

no quedan más.Nosotros, pueblo salvaje, hemos dado al mundo en los últimos tiemposartistas de una grandeza moral admirable.

Tolstoi y Dostoiewsky sonuniversales. ¿Qué nombres puede colocar enfrente de ellos la Alemania deGuillermo II?... Su país fué la patria de la música, pero los músicosrusos del presente son más originales que los continuadores delwagnerismo, que se refugían en las exasperaciones de la orquesta paraocultar su mediocridad... El pueblo alemán tuvo genios en su época dedolor, cuando aún no había nacido el orgullo pangermanista, cuando noexistía el Imperio. Goethe, Schiller, Beethoven, fueron súbditos depequeños principados. Recibieron la influencia de otros países,contribuyeron á la civilización universal, como ciudadanos del mundo,sin ocurrírseles que el mundo debía hacerse germánico porque prestabaatención á sus obras.

El zarismo había cometido atrocidades. Tchernoff lo sabía porexperiencia y no necesitaba que los alemanes vinieran á contárselo. Perotodas las clases ilustradas de Rusia eran enemigas de la tiranía y selevantaban contra ella. ¿Dónde estaban en Alemania los intelectualesenemigos del zarismo prusiano? Callaban ó prorrumpían en adulaciones alungido de Dios, músico y comediante como Nerón, de una inteligencia vivay superficial, que, por tocarlo todo, creía saberlo todo.

Ansioso dealcanzar una postura escénica en la Historia, había acabado por afligiral mundo con la más grande de las calamidades.

—¿Por qué ha de ser rusa la tiranía que pesa sobre mi país?

Los peoreszares fueron imitadores de Prusia. En nuestros tiempos, cada vez que elpueblo ruso ó polaco ha intentado reivindicar sus derechos, losreaccionarios emplearon al kaiser como una amenaza, afirmando quevendría en su auxilio. Una mitad de la aristocracia rusa es alemana;alemanes los generales que más se han distinguido acuchillando alpueblo; alemanes los funcionarios que sostienen y aconsejan la tiranía;alemanes los oficiales que se encargan de castigar con matanzas lashuelgas obreras y la rebelión de los pueblos anexionados. El eslavoreaccionario es brutal, pero tiene el sentimentalismo de una raza en laque muchos príncipes se hacen nihilistas. Levanta él látigo confacilidad, pero luego se arrepiente y á veces llora.

Yo he visto áoficiales rusos suicidarse por no marchar contra el pueblo ó por elremordimiento de haber ejecutado matanzas. El alemán al servicio delzarismo no siente escrúpulos ni lamenta su conducta: mata fríamente, conmétodo minucioso y exacto, como todo lo que ejecuta. El ruso es bárbaro,pega y se arrepiente; el alemán civilizado fusila sin vacilación.Nuestro zar, en un ensueño humanitario de eslavo, acarició la utopíagenerosa de la paz universal, organizando las conferencias de La Haya.El kaiser de la cultura ha trabajado años y años en el montaje yengrasamiento de un organismo destructivo como nunca se conoció, paraaplastar á toda Europa. El ruso es un cristiano humilde, igualitario,democrático, sediento de justicia; el alemán alardea de cristianismo,pero es un idólatra como los germanos de otros siglos. Su religión amala sangre y mantiene las castas; su verdadero culto es el de Odín, sóloque ahora el dios de la matanza ha cambiado de nombre, y se llama elEstado.

Se detuvo un instante Tchernoff, tal vez para apreciar mejor laextrañeza de sus acompañantes, y dijo luego con simplicidad:

—Yo soy cristiano.

Argensola, que conocía las ideas y la historia del ruso, hizo unmovimiento de asombro. Julio insistió en sus sospechas:

«Decididamente,este Tchernoff está borracho.»

—Es verdad—continuó—que me preocupo poco de Dios y no creo en losdogmas, pero mi alma es cristiana como la de todos los revolucionarios.La filosofía de la democracia moderna es un cristianismo laico. Lossocialistas amamos al humilde, al menesteroso, al débil. Defendemos suderecho á la vida y al bienestar, lo mismo que los grandes exaltados dela religión, que vieron en todo infeliz á un hermano. Nosotros exigimosel respeto para el pobre en nombre de la justicia; los otros lo piden ennombre de la piedad. Esto nos separa únicamente. Pero unos y otrosbuscamos que los hombres se pongan de acuerdo para una vida mejor; queel fuerte se sacrifique por el débil, el poderoso por el humilde y elmundo se rija por la fraternidad, buscando la mayor igualdad posible.

El eslavo resumía la historia de las aspiraciones humanas.

Elpensamiento griego había puesto el bienestar en la tierra, pero sólopara unos cuantos, para los ciudadanos de sus pequeñas democracias, paralos hombres libres, dejando abandonados á su miseria los esclavos y losbárbaros, que constituían la mayor parte. El cristianismo, religión dehumildes, había reconocido á todos los seres el derecho á la felicidad,pero esta felicidad la colocaba en el cielo, lejos de este mundo «vallede lágrimas». La Revolución y sus herederos los socialistas ponían lafelicidad en las realidades inmediatas de la tierra, lo mismo que losantiguos, y hacían partícipes de ella á todos los hombres, lo mismo quelos cristianos.

—¿Dónde está el cristianismo de la Alemania presente?... Hay másespíritu cristiano en el socialismo de la laica República francesa,defensora de los débiles, que en la religiosidad de los junkers conservadores. Alemania se ha fabricado un Dios á su semejanza, y cuandocree adorarlo, es su propia imagen lo que adora. El Dios alemán es unreflejo del Estado alemán, que considera la guerra como la primerafunción de un pueblo y la más noble de las ocupaciones. Otros puebloscristianos, cuando tienen que guerrear, sienten la contradicción queexiste entre su conducta y el Evangelio, y se excusan alegando la cruelnecesidad de defenderse. Alemania declara que la guerra es agradable áDios. Yo conozco sermones alemanes probando que Jesús fué partidario delmilitarismo.

El orgullo germánico, la convicción de que su raza está destinadaprovidencialmente á dominar el mundo, ponía de acuerdo á protestantes,católicos y judíos.

—Por encima de sus diferencias de dogma está el Dios del Estado, que esalemán; el Dios guerrero, al que tal vez llama Guillermo á estas horas«mi respetable aliado». Las religiones tendieron siempre á launiversalidad. Su fin es poner á los hombres en relación con Dios ysostener las relaciones entre todos los hombres. Prusia ha retrogradadoá la barbarie creando para su uso personal un segundo Jehová, unadivinidad hostil á la mayor parte del género humano, que hace suyos losrencores y las ambiciones del pueblo alemán.

Luego, Tchernoff explicaba á su modo la creación de este Dios germánico,ambicioso, cruel, vengativo. Los alemanes eran unos cristianos de lavíspera. Su cristianismo databa de seis siglos nada más, mientras que elde los otros pueblos de Europa era de diez, de quince, de diez y ochosiglos. Cuando terminaban ya las Cruzadas, los prusianos vivían aún enel paganismo. La soberbia de raza, al impulsarlos á la guerra, hacíarevivir á las divinidades muertas. A semejanza del antiguo Diosgermánico, que era un caudillo militar, el Dios del Evangelio se veíaadornado por los alemanes con lanza y escudo.

—El cristianismo en Berlín lleva casco y botas de montar.

Dios se vemovilizado en estos momentos, lo mismo que Otto, Fritz y Franz, para quecastigue á los enemigos del pueblo escogido. Nada importa que hayaordenado: «No matarás» y que su hijo dijese en la tierra:«Bienaventurados los pacíficos.» El cristianismo, según los sacerdotesalemanes de todas las confesiones, sólo puede influir en el mejoramientoindividual de los hombres y no debe inmiscuirse en la vida del Estado.El Dios del Estado prusiano es el «viejo Dios alemán», un heredero de laferoz mitología germánica, una amalgama de las divinidades hambrientasde guerra.

En el silencio de la avenida, el ruso evocó las rojas figuras de losdioses implacables. Iban á despertar aquella noche al sentir en susoídos el amado estrépito de las armas y en su olfato el perfume acre dela sangre. Thor, el dios brutal de la cabeza pequeña, estiraba susbíceps, empuñando el martillo que aplasta ciudades. Wotan afilaba sulanza, que tiene el relámpago por hierro y el trueno por regatón. Odín,el del único ojo, bostezaba de gula en lo alto de su montaña, esperandoá los guerreros muertos que se amontonarían alrededor de su trono.

Lasdesmelenadas walkyrias, vírgenes sudorosas y oliendo á potro, empezabaná galopar de nube en nube, azuzando á los hombres con aullidos, parallevarse los cadáveres, doblados como alforjas, sobre las ancas de susrocines voladores.

—La religiosidad germánica—continuó el ruso—es la negación delcristianismo. Para ella, los hombres no son iguales ante Dios. Estesólo aprecia á los fuertes, y los apoya con su influencia para que seatrevan á todo. Los que nacieron débiles deben someterse ó desaparecer.Los pueblos tampoco son iguales: están divididos en pueblos conductoresy pueblos inferiores cuyo destino es verse desmenuzados y asimilados poraquéllos. Así lo quiere Dios. Y resulta inútil decir que el gran puebloconductor es Alemania.

Argensola le interrumpió. El orgullo alemán no se apoyaba únicamente ensu Dios; apelaba igualmente á la ciencia.

—Conozco eso—dijo el ruso sin dejarle terminar—: el determinismo, ladesigualdad, la selección, la lucha por la vida...

Los alemanes, tanorgullosos de su valer, construyen sobre terreno ajeno sus monumentosintelectuales, piden prestado al extranjero el material de cimentacióncuando hacen obra nueva.

Un francés y un inglés, Gobineau y Chamberlain,les han dado los argumentos para defender la superioridad de su raza.Con cascote sobrante de Darwin y de Spencer, su anciano Haeckel hafabricado el «monismo», doctrina que, aplicada á la política, consagracientíficamente el orgullo alemán y reconoce su derecho á dominar almundo, por ser el más fuerte.

—No, mil veces no—continuó con energía después de un breve silencio—.Todo eso de la lucha por la vida con su cortejo de crueldades puede serverdad en las especies inferiores, pero no debe ser verdad entre loshombres. Somos seres de razón y de progreso, y debemos libertarnos de lafatalidad del medio, modificándolo á nuestra conveniencia. El animal noconoce el derecho, la justicia, la compasión; vive esclavo de lalobreguez de sus instintos. Nosotros pensamos, y el pensamientosignifica libertad. El fuerte, para serlo, no necesita mostrarse cruel;resulta más grande cuando no abusa de su fuerza y es bueno. Todos tienenderecho á la vida, ya que nacieron; y del mismo modo que subsisten losseres orgullosos y humildes, hermosos ó débiles, deben seguir viviendolas naciones grandes y pequeñas, viejas y jóvenes. La finalidad de