La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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I

Este era un Círculo o sociedad que había en Madrid por entonces (creoque ya no hay de esas cosas allí), en el cual círculo sólo teníaningreso los aspirantes que pudieran acompañar a su instancia unaejecutoria de sangre azul, y, a ser posible, una buena garantía deresponsabilidad pecuniaria; porque con ser de gran monta los gastosreglamentarios de cada socio, llegaban hasta lo incalculable los imprevistos. Como que se trataba allí de matar los interminables ociosde la vida entre los hombres del blasón y del dinero..., ¡que ya esmatar!

Ocupaba la sociedad una gran casa, de suelo a cielo, en una gran callede lo mejor entre lo más caro de la villa y corte; y en la gran casahabía grandes cocinas, grandes cuadras y grandes cocheras, con muchos ymuy lujosos carruajes, abajo; y grandes salones de conversación, dejuegos lícitos y de lectura; grandes salas para otros usos, hasta salade esgrima, y grandes comedores y cuartos de tocador y gabinetes paravestirse, para escribir y para jugar a lo que no debía verse, arriba; ylo de arriba y lo de abajo, y lo de acá y lo de acullá, con todo ellustre de decorado y servidumbre que la institución y sus destinosrequerían.

Claro está que una cosa de tal índole no podía ser bautizada a laespañola: por eso se llamaba Sport-Club, nombre que, tras de seringlés, dejaba traslucir ciertas aficiones de la gente de adentro a unespectáculo que no se concibe en España más que en caricatura. Lo mismoque si en Londres estableciera la «alta sociedad inglesa, un Club conel nombre de Círculo taurófilo, o de aficionados al toreo, para que meentiendan mejor los que no tienen muy hecho el oído a estas jergasgrecolatinas. En fin, bien o mal bautizado, ello es que había en aquelentonces en Madrid ese Sport-Club, y que, a juzgar por lo que en él secontenía y pasaba, era como la casa de todos los que no la tenían, o noquerían tenerla, o la frecuentaban muy poco. Por el Club iban sussocios a todas partes, y de cualquier parte que vinieran daban en elClub. Lo que hacen los simples mortales con el propio domicilio.

Comenzando a contar por los balcones de la fachada principal, que eranotros tantos «coches parados» a ciertas horas de la tarde, en aqueledificio había estimulantes para todos los gustos de los concurrentesdesocupados: revistas verbales de paseos, salones y espectáculos..., seentiende, de lo tocante a las hermosas damas de «su mundo» que sehubiesen exhibido en ellos; murmuraciones subsiguientes con ampollas;lecturas breves, bien ilustradas y muy picantes; El Fígaro de París,con sus crónicas escandalosas del demi-monde, por Gacela; la esgrimadel florete, de la espada o del sable, no como ejercicio higiénico, sinocomo artículo de posible necesidad entre gentes que vivían a dos pasosdel campo del honor; para el que fuera inclinado a los placeres delestómago, el restaurant: los licores, los vinos exquisitos, las pastasmás regaladas..., cuanto se pidiera por la boca; para los temperamentosprofundamente enervados por la holganza regalona, el juego; si noentretenían bastante el tresillo o el ecarté, el monte o el bacarrat o el treinta y cuarenta; si abundaba el dinero en casa,para que la emoción resultase, se apuntaba fuerte; y si no lo había yapuraban los compromisos, fuerte también para salir de ellos cuantoantes, o acabar de hundirse en la ruina; en efectivo, si lo había amano; o en cosa que lo representase, si quedaba crédito bastante, enopinión de aquellos caballeros

que

se

agrupaban

allí

para

desplumarsemutuamente con todas las reglas y cortesías del oficio; para el gomosoenamorado o el hombre presumido, si tenían en poco la librea de lasociedad para ponerse en pública exhibición, estaría a la puerta de lacasa y en hora conveniente el exótico cuartago con el blasón de familiaen cada metal de sus arreos, en el cual bucéfalo cabalgaría el elegantepara dirigirse al Retiro, medir aquella pista a zancadas unas cuantasveces, y desfilar al anochecer por la Castellana a medio galope depodenco; y lo que digo del caballo acontecía con el coche.

Más tarde, y después de comer en el Club y de vestirse allí también,al teatro más de su gusto, con el billete de abono de la misma sociedad,o a los salones de su preferencia, o a lo uno y a lo otro, porque paratodo daban las noches y las costumbres de su mundo. Después de lossalones y del teatro, al Club, otra vez indefectiblemente: a cenar, sihabía ganas, o a tomar un piscolabis, si no las había, y a «cambiar susimpresiones», que no faltaría con quién. Allí estarían ya, dejandoescapar las suyas, recientemente adquiridas, el mozuelo imberbe, máscargado de

vicios

que

de

años,

y

el

viejo

disipado

centelleandolascivias y torpezas por sus ojuelos lacrimosos, y mascullandoobscenidades entre los pedruscos de su dentadura postiza. Desde allí,¡vaya usted a saber a dónde irían aquellos caballeros hasta las tres dela tarde, hora en que reaparecían un momento en la vía pública... paravolver otra vez al Sport-Club, a observar, a murmurar, a comer, ajugar, a vestirse, etc., etc.! Y los más de ellos eran casados o «hijosde familia».

Amén de estos recreos al pormenor, y los que no se puntualizan aquí,porque no hay para qué puntualizarlos, la sociedad tenía otros en común,como ciertas algaradas de estruendo, ora en el Hipódromo en los días decarreras, ora en la del Prado y de la Castellana, disfrazados los sociosde canes lanudos, y amontonados y latiendo en sus perreras, en lastardes de Carnaval. Esto era el colmo de lo chic, de lo pschut y delo becarre.

Andando el tiempo, no pudo el Club con la carga de sus gastos, y lefue necesario barrenar sus estatutos para atraerse la ayuda de laaristocracia de las talegas, siempre que ésta supiera competir con la deadentro, cuando menos en saber gastarlas y lucirlas. A montonesparecieron los aspirantes.

Podrá

faltarles

abolengo

conocido

a

lasnotabilidades de esta especie; pero vicios y afición a exornarlos contodos los recursos del dinero... ¡a buena parte iban con la cláusula losde la pata del Cid!

Lo que nunca se ha puesto en claro es de qué enfermedad vino a morir el Sport-Club, cuando con este ingreso de ricos despilfarradores parecíahaber asegurado su existencia por largos años. Porque el Sport-Club deque yo voy hablando dejó de existir hace mucho tiempo. Y es bueno queconste así.

Pues bien: en el Sport-Club, a las dos de la mañana, y en una sala delas más concurridas a aquellas horas en que duermen y reposan las gentesordinarias que todavía conservan los resabios del trabajo y del hogar,departían afectuosamente, arrimados a una mesa, Manolo Casa-Vieja y PacoBallesteros, después de haber tomado chocolate a la vainilla el uno, yel otro buena ración de biftec con media botella de Burdeos. Ballesterosera recién llegado a Madrid: se había encontrado aquella noche con suantiguo amigo Casa-Vieja en el teatro Real, y se habían venido juntos al Sport, del cual era socio el último, y lo había sido el primero antesde su salida de España.

Andarían allá, ten con ten, en edad: de treinta y dos a treinta y cinco.Casa-Vieja era blanco, de pelo castaño y lacio, de mirar displicente; nofeo, pero muy marchito de cara, en la cual descollaba un gran bigote,desmayado también, y del color del escaso pelo de la cabeza. El cuerpo,bien conformado y correctísimamente vestido, por el modo de caer en lasilla y el ritmo de todos sus movimientos, acusaba la propia dejadezreflejada en los ojos y en el gesto. Parecía, en suma, y lo era enverdad, lo que se llama un hombre gastado fuera de sazón.

Su amigo Ballesteros era lo contrario en lo físico y en lo moral, sinser menos perdido: moreno lavado, de barba recia muy recortada, y negracomo los ojos y el pelo; vivo de mirada y de frase, suelto y expresivode ademanes, y bien trazado de contornos.

Formaban ambos un contraste completo. Casa-Vieja hablaba casi todo loque tenía que hablar, que era lo menos que podía, con el sombrero sobrela sien izquierda, la mejilla derecha en la mano del mismo lado, elcodo correspondiente sobre el velador, el enorme puro, con sortija, enla boca, cuando no en la otra mano, y la mirada errabunda y desdeñosa,sin interés ni codicia por nada.

Ballesteros hablaba con los dosantebrazos sobre la mesa, y con los ojos clavados en el medio perfil dela cara de su amigo.

—Figúrate—llegó a decir aquél a éste—si tendré ansia de saber cosasde mi tierra y de mis gentes. ¡Once años bien cumplidos fuera de lapatria, con pocas noticias de ella, y ésas vagas y a retazos, que espeor que no saber nada!

Luego, con el arrastrado oficio que uno trae yla vida que uno se busca para ir tirando con él sin morirse depesadumbre..., ya ves tú, se borra muy pronto de la memoria todo lo queno cala muy adentro. Por desgracia tuya y fortuna mía, eres la primeracrónica que pesco a mano desde mi llegada a Madrid; porque no miento site juro que me largué al Real con el polvo del camino, después decumplir con la dispersa familia con dos apretones de manos y tresabrazos a escape.

—¡Crónica yo!—respondió Casa-Vieja, quitándose el cigarro de la bocapara sacudirle la ceniza—. Si la quieres negra... Aquí no se gasta otracosa. Pero, ante todo, vamos a ver, ¿qué demonios has hecho tú por ahífuera, sin maldita la necesidad la mayor parte del tiempo? Porque lamadre patria

ha

podido

pasarse

muy

bien

sin

tus

serviciosdiplomáticos..., llamémoslos así.

—Y yo mucho mejor sin ella, Manolo: créeme. Pues me cogió la gorda, lade Septiembre, en Londres. Vino el Gobierno provisional, y conseguí, esdecir, me consiguieron aquí que se me revalidara la credencial deagregado, trasladándome a París..., ¡miel sobre hojuelas!, y allí servíal nuevo orden de cosas con la misma lealtad y el propio celo con quehabía servido al anterior. De París fui a Lisboa, y en Lisboa juré a donAmadeo, y le serví con igual celo y la propia lealtad que a todo loprecedente..., hasta que se proclamó la República.

—Y dimitiste, como buen aristócrata.

—Pues ahí verás tú: me dimitió ella, como era de esperar, siendo yode los que se mudan la camisa todos los días. Sin embargo, hubo por acátentativas de reválida, que no colaron. Ya ves que soy franco. Hasta quellegó la restauración y volvimos con ella a nuestros destinos todos losleales.

—Conformes, hasta en eso de la lealtad; pero entre la proclamación dela República y el estampido de Sagunto pasó tiempo sobrado para que tedieras una vuelta por tus lares.

—¿A qué, Manolito de mi alma? ¡Me iba tan bien por ahí afuera! Eso sí:todos los días me despertaba con los mejores propósitos. «Hay que volvera la patria, a la querida patria», me decía yo muy a menudo; «al suelonativo», que dicen los cultos. Pero ¡buena estaba la querida patriaentonces para que volvieran a su regazo hijos de tan blando corazón comoyo!... Porque tú no puedes figurarte lo que a mí me afligen estasinacabables desventuras de nuestra hidalga tierra, «la tierraproverbial de los caballeros», como siguen afirmando los españoles seriamente cultos. Por otra parte, la familia no me tiraba gran cosaque digamos... Bien sabes tú la vida que traía mi ilustre padre. Mishermanas estaban casadas, y mi hermano Ramiro gastando el último soplode vida en endosar honradamente sus deudas a sus colaterales, y endespabilar a la última de las mujeres que a tal extremo le habíanllevado en lo mejor de la vida.

Añade a todo esto que, al largarse de España don Amadeo, triunfaba yo delas esquiveces de una princesa polaca que había conocido en París,¡obra magistral de la naturaleza... y del arte! Tuve que volver con ellaa la gran capital, al «cerebro de Europa». Allí, tres meses deinvernada. Después fuimos a Florencia, y a Roma, y a Berlín... y a losquintos infiernos... y hasta que nos cansamos de viajar juntos, y nosseparamos. Buena ocasión aquella para tornar a los patrios lares, con unpoco de ánimo para ello; pero ocurrió entonces lo de la austriaca...

—¿Cuál de la austriaca?

—Ciertos disgustos pasajeros con un... magyar de guardarropía; tresmeses de largos viajes con ella..., y así sucesivamente, hasta larestauración.

—¿Con la misma austriaca?

—Y con otras... por el estilo.

—¡Gran vida!

—Pero muy cara, créelo. Me ha derretido un costado y la mitad del otro.Ahora me doy al ahorro, haciendo la vida del hombre bueno. Vivo, hastanuevo traslado, en Viena, como un tudesco ejemplar; ya ves, hasta meresuelvo a tornar a la patria querida con una licencia de dos meses... yel propósito de que me asciendan a primer secretario... Et voi-làtout. Y ahora que conoces mi historia, venga algo de la tuya. Tecasaste, ¿verdad?

—¡Uffff!...

—Y ¿qué es de tu mujer?

—Por ahí anda.

—Poco entusiasmado te veo.

—Todo lo que cabe en justicia... No congeniamos..., como era deesperar. Ella tenía sus resabios de casta, y yo los míos; y como no megusta incomodarme, poco a poco y con cierta diplomacia nos fuimosrestituyendo mutuamente la querida libertad, hasta hacer cada uno lavida que más le agrada.

—¿Tienes hijos?

—Sí, tuve... dos o tres: tres fijamente.

—Es decir, ¿que se te han muerto?

—No he dicho tal: viven los ángeles de Dios, pero con su madre.

—¿Luego no hacéis vida común?

—Hasta cierto punto: bajo el mismo techo, pero con distintas horas ydiferentes costumbres. Quise decirte que los chicos están al cuidado desu madre y sin apego maldito a mí.

—Y eso ¿no te produce celos de padre amoroso?

—¿Para qué ni por qué? Antes, me alegro de ello, porque me exime detoda responsabilidad en lo que ha de suceder mañana.

—¿Qué temes que suceda mañana?

—No temo, sino que doy por hecho que esos pedacitos de mi corazón, detodas maneras han de salir unos perdidos, como tú y como yo. No puededar otra cosa el terreno...

—Oye un instante; ese que entra, ¿no es, Monteoscuro?

—El mismo señor duque.

—Y ¿qué se hace ahora?

—Lo de costumbre: gastarse las rentas alegremente. En este momentohistórico se las chupa una ribeteadora, que de seguro da en todo quincey raya a tus princesas, por hermosas, elegantes y despilfarradoras quepuedan ser.

Últimamente le ha sacado a tenazas un chateau en Bélgica.Es una sanguijuela que se pasa de fina.

—¿Y su mujer?

—Pues su mujer acepta heroicamente las situaciones como se laspresentan, y le venga como el diablo le da a entender. Lo peor para ellaes que se va envejeciendo demasiado, y esta fatal circunstancia le doblalas dificultades, porque carga sobre la infeliz la mayor parte deltrabajo.

—Y a propósito de estas cosas, ¿qué ha sido de nuestro contemporáneoSierra-Calva?

—¡Valiente estúpido!

—Lo fue siempre, bien me acuerdo.

—Pues así acabó.

—¿Ha muerto?

—Valiérale más. Se casó, siendo una criatura, con una huérfanainsípida, educada entre monjas.

—Me acuerdo también de ello... Decían que era muy rica.

—Y lo decían con razón. ¡Pues esa fue la madre del borrego! Uncasamiento de conveniencia... para él, que ya tenía una mina de orosolamente en lo heredado de su padre.

Al año de casado murió su madre.Otro platal a la hucha.

Nunca podrás formarte idea de las barbaridades aque se entregó al verse dueño de tanto dinero y de una mujer que nosabía más que rezar y afligirse por los desenfrenos de su marido...,porque fue un cerdo, créeme; un glotón soez de todos los vicios. Tuvo, alos dos años, un hijo medio podrido, que no vivió más que el tiemponecesario para heredar a su madre. Pues hoy Sierra-Calva no tiene quecomer si no se lo prestan los amigos.

—Pero ¿en qué lo ha gastado tan pronto?

—Ya te lo he dicho: en barbaridades, en mujeres de desecho, enmamarrachadas de habanero cursi, en francachelas con toreros de inviernoy chulas de la peor especie...,

en

todo

lo

más

bajo

y

soez

que

puedasimaginarte... y en jugar. Aquí, aquí, solamente aquí, en este augustotemplo que hemos erigido los varones de la sangre azul para dar culto aciertas nobles necesidades de nuestras refinadas costumbres, lelimpiaron un caudal.

—Según eso, ¿continúa en la casa la afición?

—Y para continuar. Aquí no se hace otra cosa, y se despluma en un credoal lucero del alba. No sé qué demonio de escoba misteriosa hay en estosámbitos para el dinero. En cuanto entras en ellos con guita, te labarren, a pocos deseos que traigas de probar fortuna. Créete que, enbuena ley, esto debía arder por los cuatro costados.

—¿Por qué lo frecuentas, si tan malo te parece?

—Porque no sé otra cosa; porque somos así todos los que aquí venimos.

—¡Ay, Manolo! Todavía no sabéis vivir en España los hombres del «granmundo»; tomáis ciertas cosas demasiado a pechos, y hay en vosotrosexceso de rutina.

—Te equivocas; nosotros sabríamos vivir al pelo, como los más listosde allá fuera; lo que hay es que nos falta teatro para tantos vicioscomo tenemos. Esto es poco y angosto todavía; y si has de moverte dentrode ello, tienes que pasar cien veces por un mismo sitio y codearte acada paso con unas mismas personas.

—Dime otra cosa...: debe de haber mucha gente tronada de la nuestra,con ese vivir en perpetuo despilfarro, sin apego a ninguna ocupaciónseria...

¡«Mucha gente tronada»!... Toda la que bulle y anda en el ajo denuestras aventuras; y si hay alguna excepción entre ella, es por unmilagro de Dios. Aquí todo el mundo gasta mucho más de lo que puede. Y¡ay del que se quede rezagado por cansancio, o por deseo de no ser tanmentecato en esta puja de locas disipaciones! Le arrollan..., o lesilban, que es peor. Y es natural, ¡qué diablo! Quien debía dar la notadulce y armónica en este desconcierto de malas pasiones, es la mujer; ybien sabes tú qué agallas tiene la nuestra. Por eso ya no hay familiasino entre las gentes obscuras y de poco más o menos.

—A propósito de hembras denodadas y valerosas: estando yo en Bruselas, en comisión del servicio, llegó allí Sagrario Miralta. No hacía dosaños aún que se había casado. ¡Qué moza, Manolo! ¡Y qué intención... yqué arte!... En ocho días no dejó un flamenco en su sano juicio.

Casihubo que echarla de allí por obra de caridad y cuestión de orden públicoNo acabó de confesármelo ella; pero me consta que se llevó la palma desus preferencias un potentado y hermosísimo albanés, con zaragitelles ytodo.

Iba (no el albanés, sino Sagrario) acompañada de su marido, quevolvía de Spá. ¡Cómo estaba el infeliz! Había que cogerle con tenazas.¿A quién demonios se le ocurre unir a julio con febrero? Ese casamientono debía valer.

Fortuna que Gonzalo parecía entonces bien provisto decorrea para llevar en santa calma todo lo que acontecía.

¿Qué es deellos?

—Sagrario, como decía el otro, sigue continuando; y si me apuras unpoco, más hermosa que cuando tú la viste en Bruselas, a pesar de losaños que van corridos; y en cuanto a Gonzalo, hace ya larga fecha quetuvo la buena ocurrencia de morirse.

—¡Se murió!...

—Después de inficionar a Archena y de beberse medio Panticosa. Nada lealcanzó. Pues figúrate lo que será su mujer, viuda, libre, rica y casijamona, sabiendo lo que era de casada.

—¿Sigue dando juego?... ¿Se crece al castigo, como decís losaficionados?

—¡Horrores, Paco..., verdaderos horrores!

—¿Y su amiga Leticia?

—Viuda también, y tal para cual. Sólo que ésta, con ser tan voraz yantojadiza como la otra, es más discreta y disimulada.

—¿Y de qué murió su marido?

—De un balazo.

—¡Demonio!

—Y por la espalda. Nada más merecido. Estuvo en el fregado del sesentay seis, la cuartelada de San Gil, con el honrado intento de ganarse eltercer entorchado y la cartera de Guerra...; por de contado, detrás dela cortina, como siempre... y fuera de su casa y bien disfrazado.Después del fracaso de la intentona, y andando ya O'Donnell barriendolas calles de Madrid a metrallazos, no creyéndose bastante seguro en suescondite, salió en busca de otro, con su disfraz de carbonero; y eneste viaje le alcanzó una peladilla y le tendió boca abajo. Pordisposición testamentaria, hecha pocos días antes a ruegos de su mujer,hereda ésta su enorme fortuna; y no quiero decirte qué vida se estarádando con ella y con lo mucho que ya tenía propio. Pues con ser tanto enconjunto, aseguran que no le alcanza, ¡y que se mete en cada lío, ymanipula cada enjuague!... También hay quien dice que es avara, y que lode los apuros es un pretexto para disculpar los enjuagues y los líos,que ya son famosos en Madrid. ¡Vaya usted a averiguar lo cierto en esearcano viviente con puntas de Mesalina!

—Leticia y Sagrario, las inseparables amigas, me traen el recuerdo deotra amiga de las dos, que me gustaba a mi mucho, por cierto:

Nica Montálvez, la hija del estúpido marqués...

—Reventó de vanidad en un banquete.

—¿Quién? ¿La hija?

—El padre.

—Ya lo sabía yo, con algo más que no me han explicado bien o se me haolvidado. ¿Qué le pasó a la hija?

—Esa es una historia de fondos tan indecentes y criminales como lasotras; pero menos antipática por lo que toca a la protagonista. Estacriatura fue de lo más honrado de la clase, dicho sea sin ofensa denadie, y nació para buena, y aun creo que lo habría sido, a no caerentre un padre tonto y una madre sin educación y sin entrañas, y unacaterva de pillos y de bribones. Era moza de talento y afamada deinsensible con los hombres que la galanteaban.

Por lo menos, tenía elbuen gusto de reírse de todos ellos sin hacer maldito el caso deninguno. Sospecho que tú puedes certificar, por la parte que tealcanzó...

—Certificó.

—Hasta que dio con un mozo que le pareció muy otra cosa que todos losdemás, y se rompió el hielo. El mozo era Pepe Guzmán. Otra prueba de subuen gusto. Cuando más en punto estaba el idilio, se presentó el traidorde la comedia: un banquero estúpido y feo y más ladrón que Brunelo, condos avaricias insaciables: la del dinero y la de los blasones. Ambascosas debían de abundar en casa de Nica Montálvez, sobre todo desde lamuerte de su abuelo, un traficante muy listo que dejó al imbécil de suyerno una renta de cincuenta mil duros. El susodicho traidor, que aunquerobaba al Estado por el ministerio de Hacienda, no lograba desembrollarla suya, porque lo que es obra del diablo no tiene compostura porninguna parte, empezando por engolosinar al marqués en los negocios,para tantearle la bolsa (que estaba ya menos repleta de lo que el pícarocreía), acabó por deslumbrar a la marquesa metiéndole por los ojos cadadiamante como un puño y cada leontina como un cable, y echando por labocaza, a todas horas, espantos de millonadas. En seguida se alió conella para que le ayudara a conquistar la mano de su hija. Y la conquistóal cabo, ¡pásmate! Pudo consistir en la fuerza del empuje de los dosaliados, en debilidad o terror de la víctima, o en encogimiento, porcálculo, de Pepe Guzmán...

o en las tres cosas juntas; pero la verdad esque el banquero se salió con la suya, aunque un poco tarde, yaceptando unas condiciones, impuestas por la interesada, de padre y muyseñor mío. Se celebró la boda fríamente y sin viaje de novios, ycomenzaron las catástrofes. La marquesa, como si sólo aguardara a tenerpor yerno, a don Mauricio Ibáñez, se murió a los pocos días de ser susuegra. Entonces cayó el banquero sobre el caudal hereditario con ansiasde buitre en ayunas, y vio y palpó que sólo quedaban ruinas de lo que élhabía soñado filón inagotable de onzas acuñadas. A todo esto, vivía comoun extraño en casa de su mujer, la cual, con una premeditación quedelataba el consejo y la ayuda de Guzmán, tomando por pretexto una delas impuestas condiciones

y

ciertos

autógrafos

del

banquero,

testimoniosirrecusables de los enredos de éste con una pingona de tres al cuarto,al día siguiente al de la boda, es decir, a la primera y única noche denovios, «ahora—le dijo, con las pruebas del enredillo en la mano—hastael valle de Josafat. Usted a un extremo de la casa y yo al otro, y comosi nunca nos hubiéramos visto». Cuentan que el banquero pudo haberreplicado algo muy contundente para la conciencia de Nica; pero, o no lorespondió, o no lo supo, o su mujer hizo muy poco caso de la réplica;porque el hecho es que la decisión de Nica se cumplió en todas suspartes. Nadie los vio juntos nunca. Cada cual tenía sus negocios y sushoras.

Entre tanto, Pepe Guzmán continuaba siendo amigo de la casa yvisitándola de vez en cuando. ¡Y pásmate ahora otra vez!: a los ochomeses de casada, tuvo la hermosa Nica Montálvez una niña como unasperlas. Entonces andaba viajando Guzmán; y se cuenta que al volver aMadrid, teniendo ya la niña cerca de un año, en la primera visita quehizo Pepe a su amiga, le colocó ésta delante de un espejo y puso al ladode su cara la cara de la niña.

Asómbrate ahora por tercera vez: las doscaras se parecían como un huevo grande a un huevo chico.

—Si el caso pide asombro, creo yo que el asombrado debió ser Guzmán.

—Pues aseguran que no se asombró cosa maldita.

—¡Y querías que me asombrara yo! Quien debió llegar hasta el éxtasisdel asombro fue el padre.... quiero decir, el marido de la madre.

—Ese no podía asombrarse de nada desde que había aceptado lasestupendas condiciones matrimoniales que le impuso la novia, y veíapagado el timo que pensó dar en aquella casa, con otro tan morrocotudoque le había dado a él la difunta marquesa. No solamente estaba sucaudal mermado en lo más jugoso y medio en quiebra el resto, sino enmanos de un administrador que se pasaba de listo y de aprovechado. Demodo que no fueron de gran resistencia los p