La Horda by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Pasó entre el carro y una pared baja, y entró en una plazoleta que teníaal frente la campiña, con Madrid en el fondo, y a un lado las obscuraslomas de la Casa de Campo. El resto de la plazoleta estaba cerrado porlas tres cabañas que constituían la vivienda y dependencias del gran Zaratustra. Este se hallaba sentado en un cubo, cosiendo con bramanteunos pedazos de alfombra vieja que habían de servir de manta a la mula.

—Perdona que no me levante—dijo con su voz de niño—. Tú eres de casa.¡Ay, estas piernas!...

Había sustituido la casulla de piel de conejo con la otra de las grandessolemnidades: la de espejuelos y cintajos de colores, que le daba elaspecto de un salvaje de teatro.

Era un resto de su antigua alegría, un recuerdo de aquellos años en losque bajaba por Carnaval al centro de Madrid cubierto de sus más vistososharapos, aceptando la extrañeza y la burla de las gentes como testimoniode admiración. Seguía la costumbre de desfigurarse con adornos bravíoscuando llegaba la fiesta, pero se quedaba en casa, vencido por el reúmasenil que inmovilizaba sus piernas.

Maltrana contempló curiosamente la mansión de Zaratustra, agrandadacon nuevas edificaciones desde la última vez que la había visto. Laactividad del anciano, su raro talento para sacar provecho de losdespojos, le hacían vivir en una perpetua reforma de su casa. El traperosonrió viendo el asombro del joven.

—¿Qué te parece?... Esto ha crecido mucho; esto es el palacio real deTetuán.

Vienen señores de Madrid sólo por verlo: sobre todo, pintores...Este cuerpo es el almacén—y señalaba la cabaña en cuya puertapermanecía sentado—. Lo de enfrente es la cocina y la cuadra. Tienecomunicación con el cuerpo central, la antigua casa, donde vivimos tuabuela y yo.

Maltrana sentía deseos de reír ante la majestad con que Polo hablaba desu vivienda, señalando sus diversas partes. El lo había construidotodo, con la ayuda de su criado, dándole la solidez de un castillo.

Parecían las tres cabañas otros tantos montones de basura y escombros enlos cuales una familia de topos hubiese abierto agujeros que eranpuertas, galerías tortuosas que servían de habitaciones. Todos losdespojos de la villa habían sido empleados en la edificación. Sólo atrechos veíanse algunos ladrillos y cascotes de los derribos; lo demásestaba construido con los materiales más heterogéneos, viéndoseempotrados en la argamasa, a guisa de ladrillos, botes de conserva,latas de petróleo, cafeteras, orinales, hormas de zapatos, y junto conestos despojos, tibores rotos de porcelana, columnillas de alabastro,trozos de estatuas, todo al azar, según el desorden de la recogidadiaria en Madrid.

Maltrana vio una aguda punta oxidada saliendo del muro, sobre la cabezade Zaratustra. La miró de cerca: era una jeringa. Más allá brillabandos azulejos de reflejos dorados y surgía un brazo femenil de color debronce, que, sin duda, había sostenido una lámpara de gas en algún café.

Varios cubos de cinc sin fondo, empotrados horizontalmente en el muro,servían de redondos tragaluces, semejantes a los de los camarotes de losbarcos. Los techos eran de paja, de ramaje, de viejos encerados,formando una cubierta de gran espesor, que la lluvia más persistente nopodía traspasar. Las rendijas estaban calafateadas con papeles y trapos.La techumbre de la cocina ostentaba como remate una tinaja rota, queservía de chimenea.

El almacén exhalaba un hedor de polvo, huesos en putrefacción y ropascorrompidas, junto con ese vaho indefinible de las casas viejaslargamente cerradas. Un zumbido de moscas pegajosas vibraba en laobscura profundidad de las chozas. De vez en cuando aleteaba por cercade Isidro un enorme moscardón azul, de reflejos metálicos, lúgubre,venenoso, hinchado repugnantemente, como si acabase de chupar la tierrade una tumba.

Maltrana preguntó por su abuela.

—Estoy solo en casa. He enviado el Bobo a Madrid a que vea lasmáscaras, y la vieja está en la Doctrina, en ese corralón deBellasvistas donde juntan las señoras al rebaño femenino de la buscapara que cante oraciones.

Zaratustra, que se preciaba de conocer a todo Madrid, había oídohablar de alguna de estas damas devotas cuando eran jóvenes, y reía,guiñando sus ojos lacrimosos. El diablo, harto de carne... Regalaban alas traperas una sábana por año, y arroz y castañas por Navidad; perolas obligaban a oír la explicación de la Doctrina dos veces por semana.En Carnaval había gran reunión, para pedir al Señor que perdonase laslocuras del mundo, y comenzaba la fatigosa época de la Cuaresma. Las quefaltaban a estas grandes solemnidades perdían la sábana.

—Te digo, Isidro, que se la ganan bien, y cuando vienen a coger lostrapos de esas señoras tienen callos en las rodillas, como loselefantes. Pero el mediano, cuando siente necesidad, no se para en nada,y hay que ver a las del barrio al salir de la Doctrina, hechas unassantitas, así que pierden de vista a las señoras... De la que menos,dicen que es una púa... A todo el mundo le gusta que le den algo. Y sino, ahí tienes a tu abuela, que piensa todo el año en la sábana. ¿Paraqué la querrá, una mujer que todo el mundo sabe que es rica? ¡Lashembras, Isidro, mala gente!... Tu abuela me ha visto en varios apuros:tuve que pagar el arrendamiento de las tierras que cultivo ahí enfrente,porque ya sabes que yo soy agricultor antes que trapero. No tenía ni unbotón, y me dejó en el apuro, sin querer decirme dónde guarda sutesoro. Y eso que anduvo el palo; porque a las hembras, el pan en unamano y la vara en otra... ¡Si las conoceré yo, que he tenido cinco!...De jóvenes, unos pericos verbeneros, sin otro afán que dar gusto alcuerpo y faltarle a uno; de viejas, borrachas y agarradas al perrochico, aunque su hombre vaya en cueros.

Quedó en silencio Zaratustra, mirando a Madrid, que cerraba elhorizonte con su gran masa de tejados y torres. El cielo azul, sin elmás leve vapor de humedad, un cielo de Castilla, seco y ardiente, degran limpidez, que acusaba con energía los contornos, parecía aproximarla lejana población.

El trapero creía abarcar con sus ojillos pitañosos toda la humanidadalbergada bajo este caparazón de tejas, que a aquellas horas corría ygritaba por las celdillas y callejones de la enorme colmena. Su voztomaba un acento solemne, como siempre que creía decir algotrascendental.

—La hembra, Isidro, es inferior al hombre e indigna de él. Fíjate eneso y recuérdalo siempre; de algo te ha de servir ser amigo de un sabioque ha visto mucho y conoce la vida. La hembra es un animal de escasocaletre; fantasiosa lo mismo que el pavo, tonta como una marica sobre uncanto. Dele usted su buen vestido, su buena bota ajustada y demásexigencias del rumbo, y la tendrá usted contenta. No le dé usted elseñorío y boato que reclama, y entregará su cuerpo al demonio... Elhombre es más digno y noble; se preocupa de otras cosas que de lostrapos, y por eso es él quien debe mandar y dar dos palos a tiempo paraque se le respete. Con blusa y alpargatas se siente muchas veces mejorque tirado de chistera y de gabán. Yo tengo buena ropa y podía ir todoslos días lo mismo que hoy, pero no me da la gana; en cambio, no hay enla busca una hembra que, al agarrar entre los trapos una buena falda, nose la ponga para dar envidia a las compañeras. La mujer que anda malvestida, así sea vieja y fea, es porque no puede ir mejor, pues ganas nole faltan. El hombre que va hecho un Adán no es porque carezca de «conqué», sino que tiene la atención en cosas más altas, por ser un animalnoble e inteligente.

Así hablaba Zaratustra.

Maltrana, molestado por el hedor del almacén y el revoloteo de lasmoscas, acabó por abandonar su asiento, que consistía en tres pedazos decorcho clavados en forma de banco. Ya que la abuela estaba ausente,quería irse.

El trapero le detuvo. No le aconsejaba que esperase a la vieja; sihabían de rezar en Bellasvistas por el perdón de todos los alegrespecados que aquella tarde se cometerían en Madrid, tenían oracióncortada hasta la noche. Pero antes de que Isidro se fuese, queríaenseñarle la casa, especialmente la habitación que había arreglado conmotivo de su casamiento. A las mujeres les satisfacen las superfluidadesdel buen vivir, y no era caso de que la señora Eusebia, al abandonar sucasa de las Carolinas, entrara en una vivienda de indios.

—Aquí hay su poquito de señorío—dijo Zaratustra incorporándose concierto trabajo, después de clavar la aguja en los tapices y plegar éstossobre el asiento.

Marchaba doblado por la cintura, con las piernas muy abiertas y rígidas.Así precedió a Maltrana por un pasillo lóbrego, bajo de techo y tanangosto, que los codos rozaban los objetos raros empotrados en la pared.La débil claridad que pasaba por un bote de escabeche puesto a guisa declaraboya difundía una luz amarillenta al final del pasillo, danzando ensu pálido rayo un enjambre de moscas.

A un lado abríase un espacio semicircular que servía de cuadra. Lasparedes eran de madera carcomida procedente de los derribos, con losintersticios rellenos de paja y trozos de periódicos; del techo pendíanunas telarañas inmensas, monstruosas, ondeando como banderasennegrecidas por el polvo, cubriendo las paredes como las muestras deuna tienda de trapos.

La mula casi tocaba con las orejas el techo, y parecía más enorme,disparatadamente grande, en su mezquino albergue. Maltrana pensó en losmilagros de la costumbre, en la agilidad de aquel animal para deslizarsetodos los días por el pasadizo lóbrego, en el que apenas cabía unhombre. Zaratustra saliendo de la cuadra, levantó una cortina depercal rameado, pero Maltrana sólo vio una intensa obscuridad.

—Echa una cerilla—dijo el trapero.

Cuando lució sobre una cómoda un cabo de vela metido en el cuello de unabotella, Isidro pudo ver entre temblonas sombras un antro más pequeñoque la cuadra, con el techo de paja y las paredes llenas de escarpias,de las que pendían los numerosos harapos del vestuario de los dosviejos: faldas de gastada seda, levitones llenos de remiendos, sombrerosde copa con la seda erizada y contraídos como si fuesen fuelles.

—Aquí hay señorío—dijo el trapero—. Eso no podrás negarlo. Mira esacómoda; fíjate en esta cama, que debe haber sido de algún duque. Huele apalacio así que se la ve. Son piezas que me costaron muy buenas pesetasallá en el Rastro. Fui a comprarlas a los parientes de la Mariposa,unos descastados que al verse ricos no conocen a la familia. Aún andamosa pleito por unas pesetas que no quiero dar... Pero fíjate, galán, quela cosa lo merece.

Y Maltrana tenía que mirar a la luz de la vela la alta cama de formaantigua, toda ella dorada, pero tan vieja, que en algunos sitiosmostrábase el metal descascarillado y sin brillo, y en otros estabaverde, revelando su permanencia en olvidados desvanes, bajo grietas quefiltraban la lluvia.

Después, Zaratustra enseñaba con orgullo de artista los adornos dealgunos trozos de pared libres de guiñapos: estampas de santos, cromosde señoras en pelota, o con bailarinas de color de rosa, todo recogidoal azar, en el curso de la busca, y que inmediatamente tomaba sitio enel dormitorio con ayuda de tachuelas o pan mascado.

Por fin, el traperoenseñaba lo mejor de la casa: unas cuantas tablas colocadas entre lacama y la pared, y en ellas montones de gruesos platillos, docenas detazas de la loza fuerte usada en los cafés, pilas de vasos metidos unosen otros.

—Si quisiera—dijo el tío Polo—, podría convidar a todo el barrio delas Carolinas sin tener que pedir prestado a nadie. Fíjate, criatura; disi tu abuela se ha visto nunca en tal abundancia. Esto parece un café dela Puerta del Sol.

Maltrana, a la luz indecisa de la vela, veía todos los platos rajadospor negras líneas, las tazas con grietas o sin asas, los vasos con losbordes rotos. Eran despojos de los establecimientos cuya basura recogíaPolo, y que éste había ido almacenando durante años, sin saberciertamente qué utilidad podía sacar de esta colección que era su lujo.

El dormitorio no tenía otro respiradero que la puerta. El techo era tanbajo, que entre él y la cama sólo existía el espacio necesario paradormir tendido. Había que subir a ella deslizándose como por la boca deuna madriguera. Isidro notó la falta de ventanas.

-Es lo mejor que tiene el dormitorio. Cuando hace frío o cuando hiela,duerme uno tan ricamente con el calor de la mula y del estiércol, que dagloria. Mira si estará abrigado esto, que hasta en invierno tenemosmoscas. Ni en la plaza de Oriente están un día de nieve tan bien comoaquí.

El trapero levantó la luz hasta el techo, tocando con cierto cuidado,como objetos frágiles y preciosos, las telas empolvadas que pendían dela paja.

—Mira... telarañas. ¿Las ves? Aquí, allá, por todos lados. No tenemosventanas, cristales y otras cosas superfluas y malignas para la salud;pero telarañas, puedo apostar con el más rico a ver quién las tienemejores.

Maltrana parecía desconcertado por la gravedad con que hablaba Zaratustra.

—Donde veas telarañas sólo verás salud—continuó—. Eso no lo saben losmediquillos de Madrid, que, porque leen libros, se burlan de los sabioscomo yo, que leemos en la tierra y en el cielo. En las casas de lasciudades no hay telarañas, y todos andan esmirriados, amarilluchos ymueren jóvenes. La telaraña es un regalo de Dios, que vela por nuestrasalud. Tamiza el aire, le quita los malos bicharracos que dan lasenfermedades, se come a los microbios y demás insectos...

Así hablaba Zaratustra, paseando su luz cerca del techo; y surgían dela obscuridad los colgantes tejidos por las arañas, enormes, seculares,como si fuesen la obra de muchas generaciones, transparentando confulgor sonrosado la llama de la vela. El viejo evitaba romper losfrágiles tejidos. Colgaban hasta tocar su cama; agitábalos al dormir consu ronquido, y sentía gran disgusto cuando al despertar se encontrabacon una telaraña caída junto a su boca.

—Esto es lo que alarga la vida; esto no se paga con dinero. Si tuabuela quiere que ande el palo, que me toque una tan sólo.

Cuando Maltrana volvió a la plazoleta cerró los ojos, deslumbrado por elsol.

Respiraba con dificultad el aire puro, después de su permanencia enaquel antro saturado de polvo y estiércol.

Volvió a ver Madrid ante él, con su enorme masa de gran ciudad, contorres en las que sonaban campanas y chimeneas enormes ennegrecidas dehumo. Sentía asombro, inmensa extrañeza, por esta vida ruda y salvajeque le rodeaba, teniendo a la vista un gran núcleo de civilización. Elpasado, duro y cruel, la infancia del hombre, apenas despojada de suprimitiva animalidad, acampaba a las puertas de una villa moderna.

Zaratustra procuraba retener al joven. Le era doloroso privarse de unacharla en la que podía lucir su ciencia.

—¿Ves qué sol tan hermoso?—dijo—. Pues tendremos lluvia antes de queacabe la semana. Se mojará el Entierro de la Sardina. La cara de la lunaes de cuidado todas las noches. O yo no sé una palabra de las cosas delcielo, o esta luna anuncia grandes revoluciones, hambres, pestes,sangre...

—Adiós, gran Zaratustá—dijo Maltrana.

Podía seguir filosofando, rodeado de sus perros, mientras contemplaba lavilla ingrata que no reconocía su saber. El se marchaba a las Carolinas,huyendo de aquella lobreguez maloliente que le trastornaba el estómago.Iba en busca de su amigo el Mosco y de su hija Feliciana, que teníapara guisar la cachuela unas manos de virgen, dignas de mil besos; lasúnicas del barrio que ofrecían cierta limpieza. Ya volvería otra vez,para ver a la abuela.

Y emprendió la marcha, seguido un buen trecho por los perros de Zaratustra.

Al entrar en el barrio de las Carolinas quedó desconcertado y confusopor el aspecto que ofrecía en pleno Carnaval. En aquella gente adornadacon los despojos de una ciudad, no se distinguían fácilmente lasmáscaras de los que no iban disfrazados.

Pasaba junto a él un niñollevando en un pie una bota de charol y en el otro un zapato rojo,arrastrando la balumba de arrugas de unos pantalones de hombre,cubriéndose la cabeza con una pamela de paja desengomada y con vestigiosde flores. No, no era una máscara. Marchaba con la gravedad del niñopobre que hace los encargos de sus padres, llevando sobre el pecho ungran frasco para que se lo llenasen en la taberna. Y

tampoco eranmáscaras las mujeres astrosas que veía a lo lejos con faldasmulticolores; y los hombres con chaquetillas de soldado o con levitasverdinegras, cuyos faldones cubrían sus perneras remendadas, asomando elpecho velludo entre los forros de seda de las solapas.

Una careta vieja de cartón o un trapo con agujeros para los ojos era loúnico que distinguía a las máscaras en aquel mundo donde todos parecíanigualmente disfrazados.

En medio de las callejuelas, junto a las puertas y en el interior de loscorrales, veíanse montones de papelillos de color mezclados con labasura. Eran los restos del primer día de Carnaval, el confetti y lascintas de papel recogidos por la mañana en los paseos de Madrid; elresiduo de la alegría de todo un pueblo, que se mezclaba en tal sumiderocon los restos de su comida y sus ropas. Algunos chicuelos tremolabanbanderas de papel, guirnaldas de flores contrahechas y otros adornoscaídos de las carrozas que la tarde anterior corrían por la Castellana.

Isidro pasó varias calles formadas en su mayor parte de tapias decorral. Por encima de ellas asomaban las grandes pirámides de pajapodrida destinada a la cocción de las tejerías. Al ruido de sus pasos,fieros mastines asomaban la enorme cabeza por las bardas con sordosladridos.

Un hedor de boñiga húmeda impregnaba el aire. Por las puertasentreabiertas veíanse hociqueando en montones de zapatos viejos y pilasde harapos los cerdos corraleros, que eran vendidos a los tratantes delas afueras después que engordaban con la inmundicia de la población.Maltrana miraba estos animales sórdidos, de salvaje ferocidad, con granrepugnancia. Recordaba las confidencias del Mosco, indignado contraciertos vecinos que, al encontrar en Madrid un perro muerto, se lotraían en el carro, arrojándolo en el corral, donde al poco tiempo sóloera un esqueleto descarnado.

Al salir Maltrana a un gran espacio limpio de casas, la vista del cielolibre y de la sierra disipó su impresión de náusea.

El Guadarrama obstruía el horizonte con su masa de color de rosacoronada de pirámides de sal. La nieve brillaba en las cumbres, heridapor el sol; destacaba su virginal blancura sobre el intenso azul delcielo, cayendo en líneas serpenteadas, sierra abajo, por losderrumbaderos y barrancos. El panorama grandioso hacía olvidar lamiseria de este hormiguero de la busca, donde seres humanos buscaban susubsistencia en los despojos abandonados por sus semejantes.

Maltrana comenzó a bajar la cuesta de la última calle de las Carolinas,que era la del Mosco. Frente a él, al final de la doble fila demíseras casuchas, estaba el cerro de los Pinos, la fuente del CañoDorado, un frondoso rincón plantado por los constructores del canal delLozoya, y que con los años se había convertido en un bosque.

El joven vio venir hacia él un grupo de chicuelos. Al frente marchabaun mascarón enarbolando una escoba, con la cara hollinada y vestido conarpilleras y lazos de papel.

—¡No me conoces!... ¡No me conoces!

Y como saludo le echó un escobazo a la cara, huyendo después con pasovacilante, dando chillidos, seguido de la chusma infantil, quevociferaba aclamando sus gracias.

¡Ah, maldito borracho! ¿Pues no le había de conocer?... Era Coleta,que divertía al barrio con sus extravagancias de beodo.

Isidro siguió adelante, y al llegar a la casa del Mosco llamó en vanorepetidas veces a la cerrada puerta.

Una mujer acudió con las manos cruzadas sobre el vientre. Era la Borracha, la hembra de Coleta, una andrajosa que llevaba una vendaen la frente y un teloncito de lienzo colgando ante un ojo. En aquelbarrio de suciedad gozaba gran fama por el abandono de su persona. Teníacostras en las manos, jamás lavadas, por miedo sin duda a que el aguaempañase los anillos de latón que adornaban sus dedos. Una pústulaperforaba los cartílagos de su nariz. La porquería y el aguardiente laiban barrenando la carne, según decía Coleta al insultarla en plenaembriaguez con el apodo de Borracha.

—No están en casa, señor Isidro—dijo con hipócrita mansedumbre—. El Mosco se fue esta mañana con el señor Manolo, llevando las jaulas y lared. Han ido a pájaros.

La chica, la Feliciana, va de máscara. Hace unrato ha bajado con las amigas al Caño Dorado... Allá está: desde aquípuede verla.

Y mostraba a Isidro un grupo de vivos colorines que corría entre laarboleda del cerro de los Pinos.

El joven descendió la cuesta. Más allá de las últimas casas de lostraperos, contrastando con la sórdida miseria del barrio, comenzaba elbosquecillo del Caño Dorado. El benéfico influjo de la humedad habíahecho crecer en el fondo de la cañada una gran masa de árbolesrumorosos, poblada de pájaros. Un parterre de antigua jardinería, conmuros de boj igualados a tijera, extendíase en torno del Caño Dorado,nombre de la fuente a la que venían a llenar sus cántaros las muchachasde las Carolinas.

Era un rincón apacible y silencioso, cargado en primavera de flores ytrinos, que no conocían los habitantes de Madrid; un oculto paraíso, untrozo de poesía para la horda traperil acampada en el cerro inmediato.

Maltrana gustaba de la tranquilidad del Caño Dorado. Su vieja jardineríale recordaba los parterres de la Moncloa, pero más solitarios, máscampestres, sin encontrar en sus avenidas otros paseantes que algúnchicuelo del barrio con el cántaro al hombro. Además, le alegraba elcanto perpetuo del chorro cayendo desde el caño dorado en un tazón decuatro círculos. Al entrar el joven en la arboleda vio venir hacia éllas máscaras que le había mostrado la mujer de Coleta.

—¡Es Isidro!... ¡Es el sabio! ¡El que escribe en los papeles!

El grupo le rodeó: todo él era de mujeres. Se habían retirado albosquecillo, cansadas de pasear por las calles del barrio, donde teníanque defenderse de los pellizcos de los mozos. Permanecían allí,satisfechas de sus disfraces, pero aburridas, con la careta en la mano,jugueteando como niñas. Al ver a Maltrana habían vuelto a enmascararse,y se agitaban en torno de él, empujándolo, cogiéndole por las solapas,gritando, con una algazara semejante al cloquear de un gallinero:

—¡No me conoces!... ¡No nos conoces!

Unas iban vestidas de bebé, con colores vistosos, suelta sobre laespalda la cabellera algo aceitosa, mostrando por debajo de las cortasenaguas la redondez de sus pantorrillas y el rayado chillón de lasmedias. Casi todas ellas llevaban guantes, y este forro de piel queocultaba sus manos rudas y no muy limpias enorgullecíalas como unamuestra de distinción, al mismo tiempo que paralizaba sus ademanes.Otras vestían de golfos, enfundadas en pantalones masculinos, queparecían próximos a estallar con la presión de las rollizas carnes. Unpañuelito rojo cubría el cuello de sus blusas, y por debajo de la boinaasomaban los rulos de su peinado chulesco.

Al agitarse en torno de Isidro, envolviéronle en una espiral dealmizcle, perfume barato del que se habían impregnado las vírgenes de labusca para mayor esplendor de la fiesta.

—¡No me conoces!...—gritaban los golfos de abultadas amenidades,tirándole del bigote, abofeteándole con un entusiasmo que enrojecía susmejillas.

—¡No me conoces!...—gritaba un bebé de color de rosa, en el queMaltrana fijó su atención.

—¿Pues no te he de conocer, criatura?—exclamó el joven—. Tú eresFeliciana. No hay en todo el barrio otras manos como las tuyas. Por esolas llevas descubiertas, coquetona.

Muchas de las máscaras echaron a correr, chillando, asombradas de estereconocimiento y ofendidas por la alusión a sus manos enguantadas. Ungrupo de mozos bajaba la cuesta, y ellas, con el deseo de serperseguidas, corrieron a su encuentro. Maltrana quedó casi solo, juntoal bebé. Las compañeras más íntimas se habían separado algunos pasos,fijando su atención en el encuentro de los mozos con las máscaras.

—Sí; tú eres Feliciana—volvió a decir el joven, cogiéndola lasmanos—. Dime,

¿cuándo volverá tu padre?...

—No soy Feliciana—chilló la máscara con una voz trémula en la queparecía vibrar la cólera—. Feliciana tiene las manos más feas que lasmías. La prueba está en que las has visto muchas veces, sin decirla a lapobre una palabra.

—Vamos, muchacha, no digas tonterías. ¿Es que habéis bebido estatarde?...

—Tú eres un orgulloso, Isidro—continuó la máscara, hablando conprecipitación, como si temiese que lo faltara el ánimo antes deacabar—; tú eres un fatuo, que, admirado de tu importancia, no te fijasen nadie. Estás tan orgulloso de que te llamen sabio, que no miras a lasgentes, ni tienes pizca de talento para adivinar lo que piensan los quete rodean.

Maltrana la oía con extrañeza.

—Pero ¿qué tonterías dices, niña? ¿Es que estás borracha?

Todas las máscaras se habían alejado hacia la cañada, donde sonaban losgritos de juguetonas persecuciones. Estaban solos; pero a pesar de esto,el bebé hablaba con su voz atiplada de máscara, fijando, a través de losagujeros del antifaz, sus ojos negros y profundos en los de Isidro.

—Yo no soy Feliciana, pero soy su mejor amiga. Ella es como yo misma...más que si fuésemos hermanas. ¿Y sabes lo que dice Feliciana?... Queeres un orgulloso; que por más que ella te mira, tú nunca te fijas enella; que te parece muy poca cosa porque vive en las Carolinas y va a lafábrica de gorras... ¡Claro! ¡Como el señor vive en Madrid, y escribe enlos papeles, y viste de señorito!... ¡A saber si tendrá en los Madrilescómicas que se lo disputen, señoronas que le hagan el amor!...

Maltrana reía de la candidez de la muchacha. Aquella infeliz seimaginaba su existencia como una carrera de abundancias y triunfos. Sucredulidad resultaba una ironía cruel.

—Pero muchacha—dijo—, tú has bebido. Tú estás chispa, Feliciana.

—¡Y dale con Feliciana!—repuso ella con tono irritado—. Ya te hedicho que no lo soy. Si lo fuese, te diría cuatro frescas, y con motivo;¡orgulloso! ¡pelambre! ¡golfo con pretensiones!... Pero no te enfades.Te digo esto porque llevo la careta puesta, y porque antes nos han hechobeber un poquito allá arriba. ¡Pobre Feliciana! ¡Pobres mujeres!... Loshombres habéis arreglado las cosas de tal modo, que nosotras tenemos quecallarnos y reventar de pena si es que no nos adivinan. Y tú, golfitoserio, con toda tu sabiduría, eres tan incapaz de adivinar, tan ciego...que no sabes distinguir entre Feliciana o las cachuelas de conejo a quete convida su padre.

Maltrana era ahora el que se sentía turbado, no sabiendo qué contestar.Su timidez encogíase ante la audacia con que se expresaba la mascarita.

Había vuelto a cogerla por las manos, y se las apretaba sin saber quédecir, repitiendo lo mismo:

—¡Feliciana... Feliciana!

—Hombre, ¡déjala en paz! Ya te he dicho que no soy Feliciana. ¿A quérepetir su nombre? ¡Para lo que te fijas en ella cuando la ves! Nunca lahas mirado los ojos; nunca has visto en ella nada de extraordinario. Túte crías para cosas mejores. Tu madre quería verte casado con unaseñora; tu abuela asegura que el mejor día vendrás a verla en carruajede dos caballos, con una señorita de gorro alto... Deja a Feliciana;deja a la pobre que llore y se pudra de pena. Pero sábelo, bandido,canallita, golfo presumido, sosaina: Feliciana tiene la desgracia dehaberse chalao por ti; Feliciana