La Cuerda del Ahorcado-Últimas Aventuras de Rocambole: El Loco de Bedlam by Pierre Alexis Vizconde de Ponson du Terrail - HTML preview

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Las ventanas de la Sala de los Antepasados están todos abiertas; laluna inunda de su dulce claridad la campiña, y podemos descubrir allábajo, en la llanura, los blancos muros de New-Pembleton y las frondosasarboledas de su parque.

En la argentada zona que ilumina allí la luz de la luna, vemos a unhombre que se pasea, dando el brazo a una mujer que nos esdesconocida..... Muchos gentlemen los acompañan.

Y oímos distintamente que todos ellos llaman al hombre milord y milady ala mujer.

—¡Ah! aquel hombre es lord William sin duda! dije.

—No, repuso lady Evelina, es Evandale.

—¿Sir Evandale..... lord?

—Sí.

—Pero, entonces.....

—Entonces, prosiguió milady, mi difunto esposo y yo, que no somos yamás que retratos de familia, nos miramos el uno al otro tristemente, ylágrimas verdaderas brotan de nuestros pintados ojos.

—Pero, para que sir Evandale sea lord, es preciso.....

Aquí me detuve, no osando completar mi pensamiento.

—Es preciso que William haya muerto, ¿no es verdad? me dijo milady.

—Sí, Lina, le contesté.

—En eso te engañas, Tom.

—¿Es posible?

—William está vivo.

—¡Oh! es singular!

Milady enjugó sus lágrimas, y continuó su relato.

—De repente, la luna desaparece, y las tinieblas invaden la galería deretratos.

En medio de la oscuridad oigo sollozos ahogados, que vienen del retratode lord Evandale.

Después estalla un ruido violento como el del trueno, y una luzvivísima e instantánea inunda la galería.......

Aquí empieza la tercera parte de mi horrible ensueño.

Y hablando así, milady, no pudo contener sus lágrimas.

—Escucha, Tom, escucha lo que resta, me dijo.

Yo la contemplaba, mudo de sorpresa y de dolor.

XXI

DIARIO DE UN LOCO DE BEDLAM.

VII

Milady prosiguió:

—Las cimas nevadas de los montes Cheviot, y las verdes llanuras dondese asienta New-Pembleton,—todo eso acaba de desaparecer.

Mi esposo y yo continuamos sin embargo en nuestros cuadros, suspendidosa los muros ahumados de la galería; pero tenemos la facultad de ver lascosas más distantes.

Nos hallamos en medio del día.

El ardiente sol de los trópicos ilumina una sabana árida, un paisajeabrasado y triste.

Una multitud de hombres medio desnudos y cubiertos de sudor, trabajanpenosamente bajo ese cielo de fuego, pidiendo a la tierra ingrata unproducto que se niega las más veces a dar.

Esos hombres son criminales condenados a la deportación colonial, y quela Inglaterra ha enviado a las lejanas tierras de Australia parahacerles expiar sus crímenes.

Y entre ellos, sin embargo, se encuentra un inocente.

Un inocente que eleva a veces sus ojos al cielo, tomándolo por testigode los inmerecidos sufrimientos que padece.

Y aquí milady, enjugando de nuevo sus lágrimas, añadió:

—¿Y sabes, Tom, quién es ese hombre?

—No, milady.

—Es mi hijo.

—¿Lord William?

—Sí.

—¡Oh! Lina, exclamé, vuestra imaginación excitada os extravía.

¿Cómo es posible que pueda suceder cosa semejante?

—No lo sé.

—¿Olvidáis, milady, que solo había un hombre a quien pudiéramos temer,y que ese hombre ha muerto?

—¿Quién sabe?

—¡Oh! bien sabéis que vuestro hermano sir James lo ha matado.

—No, me dijo milady, las cosas no han tenido lugar tal como tú crees.

—¿Qué queréis decir, Lina?

—Que James, mi hermano, y el miserable a quien llamaban sir Jorge, sehan batido en efecto en un bosque, en los alrededores de Calcuta.

—Sí, milady, y allí sir James ha muerto a sir Jorge.

—No precisamente. Sir James, según su relato, le ha roto una pierna deun pistoletazo.

—Es verdad; pero sir Jorge ha caído y no ha podido levantarse.

—¿Qué importa? El hecho evidente es que sir James se ha alejadodejándolo vivo.

—¡Oh milady, la contesté, bien comprendéis que un hombre que cae conuna pierna rota en una selva indiana, no sale ya de ella. Los tigres seencargan de acabar con él.—Por lo demás, ¿no recordáis que todos losperiódicos anunciaron por aquel tiempo que se había encontrado elcuerpo de sir Jorge medio devorado por las fieras?

—Sí, repuso milady, han encontrado un cadáver completamentedesfigurado, cubierto con un jirón de uniforme; pero, ¿era sir Jorge enefecto?

—Vamos, Lina, exclamé, veo que os dejáis llevar de terrores insensatos.Yo os aseguro que sir Jorge ha muerto.

Pero milady, movió tristemente la cabeza y me dijo:

—No importa: sea como quiera, me decido a dejar la residencia deNew-Pembleton.

—¿Y adónde queréis ir?

—Allá arriba.

—¿Al antiguo castillo?

—Sí.

—Como comprendes bien, mi querida Betzy, acabó Tom, yo no he debidodiscutir esa determinación. Yo no puedo querer sino lo que miladyquiere. Y esta es la razón por la que estamos aquí.

Betzy dejó escapar un suspiro.

—Sí, murmuró, estamos aquí, aislados en estas montañas, y la salud demilady se debilita más cada día.

—Eso es verdad.

—Y los médicos dicen que está atacada de una enfermedad mortal.

—¿Quién sabe? los médicos se equivocan muchas veces, dijo Tom.

Betzy movió la cabeza con desaliento.

—Además, yo no te he dicho que he ido ya a ver a John Pembrock, añadióTom.

—¿Y quién es ese hombre?

—John Pembrock es un Escocés que vive en Perth, donde goza de una granreputación como médico.

—¿Y John Pembrock vendrá a visitar a milady?

—Lo espero de un momento a otro.

—¡Ah!

—Ese médico es un hombre muy singular, prosiguió Tom. Es rico, lo quees ya raro en un Escocés, y además nunca visita por dinero.

—¡Es en efecto singular!

—Pero jamás vacila en encargarse de los enfermos desahuciados por suscolegas, y es muy raro que no los cure.

No había acabado Tom de decir estas palabras cuando se oyó un ruido alexterior.

Este ruido era el de la campana que se encontraba fuera del puentelevadizo de Old-Pembleton, y que alguna visita acababa de agitar.

Porque es de advertir, que todas las noches alzaban el puente levadizo,y el viejo solar se convertía de nuevo en fortaleza, como en los buenostiempos feudales.

Tom se levantó precipitadamente y salió de la sala baja.

En el dintel de la puerta encontró a Paddy, un viejo servidor escocésque había visto nacer a miss Evelina Ascott, y no se había separado deella jamás.

—Tom, dijo Paddy al encontrarse con el criado de confianza de ladyPembleton, hay dos hombres a la puerta, uno a pie y otro a caballo.

—¿Qué piden?

—Quieren entrar.

—¿Han dicho sus nombres?

—El jinete dice que viene de Perth.

—¿Y el otro?

—El otro no dice nada.

Tom atravesó la gran sala, el vestíbulo, el patio, y llegó corriendohasta la poterna del puente levadizo.

Hacía un frío bastante vivo y el cielo estaba cubierto y lluvioso.

Antes de poner en movimiento las cadenas del puente levadizo, Tom abrióun postigo y miró hacia fuera.

El jinete esperaba con calma al otro lado del foso.

Tom no tardó en reconocer en él a John Pembrock y sacando entonces lacabeza exclamó:

—¡Ah! ¿sois vos?... Os esperaba.

Y en seguida mirando al hombre que venía a pie:

—¿Y ese hombre, dijo, ¿viene con vos?

—Es un pobre Indio, respondió John Pembrock, que me ha pedido limosnaen el camino, y a quien he prometido hospitalidad por esta noche.

Tom arrugó el entrecejo.

—No hay sin embargo muchos Indios en Inglaterra, dijo, y a fe mía quejamás se ha visto uno en nuestras montañas,—Milady no tiene costumbrede albergar a gentes que no conoce..... de consiguiente voy a darle unacorona, y con eso podrá ir a hospedarse allá abajo, en la aldea.

—Creo que no haréis eso, Tom, dijo John Pembrock.

—¿Y por qué causa, sir John?

—Porque este hombre está tan cansado, que apenas puede tenerse en pie,y porque parece que se muere de inanición.

—La aldea está a un paso y hay en ella una buena posada donde podráconfortarse; y para que lo haga mejor, puesto que os interesáis por él,voy a darle no una corona, sino una guinea.

—Tom, dijo John Pembrock, sed más humano, os lo suplico.

—Perdonad, doctor, yo he hecho un juramento a milady.

—¿Cuál?

—La he jurado no dejar entrar en Old-Pembleton más que a personasconocidas.

—Así, dijo John Pembrock, ¿negáis absolutamente la hospitalidad a estedesgraciado?

—No me es posible obrar de otro modo.

Y diciendo esto, Tom echó mano al bolsillo y arrojó por la rejilla de lapoterna una moneda de oro, que fue a caer a los pies del mendigo.

John Pembrock era una especie de gigante y recordaba por su estatura yformas hercúleas los célebres montañeses escoceses cantados por WalterScott.

No había acabado de hablar Tom, cuando Pembrock se inclinó sobre lasilla, asió al Indio por los brazos, lo colocó delante de sí, y volvióbrida súbitamente diciendo:

—¡Sois un hombre sin corazón!

Y volviendo para atrás, puso su caballo al galope, antes de que Tomestupefacto tuviese el tiempo de responderle.

Inmediatamente bajó este el puente levadizo, se lanzó afuera, y echó acorrer tras John Pembrock gritando:

—¡Deteneos!... ¡deteneos!

Pero el doctor siguió a escape sin responder una palabra.

Solo se oían las herraduras del caballo, resonando sobre las peñas de laescarpada cuesta que conducía a la aldea.

Tom no se desalentó sin embargo.

A todo correr bajó también la empinada pendiente, llegó a la aldea, yentró en su única posada.

Allí se hallaba ya el pobre Indio, instalado en un rincón de lachimenea; pero John Pembrock había desaparecido.

Acababa de partir diciendo al posadero:

—Si Tom, el mayordomo de lady Pembleton, viene luego a buscarme, lediréis que yo no estimo a las personas faltas de humanidad, y que jamásme molesto por ellas.

Y en seguida había tomado el camino de Perth.

Tom se volvió tristemente a Old-Pembleton.

Un triste presentimiento le oprimía el corazón, y apenas entró seapresuró a subir al cuarto de milady.

Lady Evelina estaba echada en su lecho y parecía dormir profundamente.

Tom la llamó, primero en voz baja y luego con más fuerza.

Milady no se despertó.

Entonces se acercó más a ella, la tocó, y..... retrocediendo de repentelanzó un grito de horror.

Lady Evelina no dormía.......

¡Lady Evelina Pembleton estaba muerta!

XXII

DIARIO DE UN LOCO DE BEDLAM.

VIII

Habían trascurrido diez años después de los acontecimientos queacabarnos de narrar.

Diez años hacía que Lady Evelina había ido a reunirse con su esposo,lord Evandale Pembleton, en un mundo mejor.

Dos jóvenes gentlemen a caballo, uno al lado del otro, seguían unamañana la grande avenida de añosos olmos de New-Pembleton, e ibandepartiendo alegremente.

Estos jóvenes eran los dos huérfanos de la noble familia.

Lord William Pembleton, el actual jefe de ella, aquel niño que su madrey el fiel Tom habían guardado con tanta solicitud, era ahora un apuestoy gallardo joven de diez y nueve años, alto, esbelto, y sin embargorobusto.

Su hermano, por el contrario, aunque apenas tenía dos años menos, eradébil, delicado y de pequeña estatura.

Lord William tenía una fisonomía abierta y franca, la mirada noble yleal, y la boca siempre risueña.

Sir Evandale, su hermano, tenía el rostro anguloso, los labios delgadosy descoloridos, la mirada torva y traidora.

El primero era un tipo de nobleza y de lealtad.

El segundo descubría a su pesar algo de bajo, de astuto y de envidioso.

Ambos iban montados en magníficos poneys de Escocia, y llevaban lacasaca escarlata de los cazadores de zorras. De este modo se dirigían albosque vecino, donde los esperaba una alegre cuadrilla de sus compañerosde caza.

Cabalgando así, llegaron al extremo inferior de la avenida, e iban asalir por la verja del parque que daba al camino real, cuando de prontoles cerró el paso un hombre que se hallaba reclinado contra la puerta dela verja.

Aquel hombre era un mendigo, un pobre diablo en harapos, listo yvigoroso, aunque ya de cierta edad, con la tez cobriza de los Indios.

Y era un Indio en efecto, un hijo de la raza cobriza que los Ingleseshan logrado subyugar.

Tal vez aquel hombre había sido rey en su país, y ahora vivía de lacaridad pública entre sus enemigos.

A pesar del vigor que manifestaba, el Indio, como hemos dicho, era unanciano.

Algunos raros cabellos entrecanos se escapaban de su gorro de lana gris;y una larga barba inculta le caía sobre el pecho.

—Mis buenos señores, dijo levantando hacia los dos gentlemen sus manossuplicantes, dignaos socorrer al pobre Indio.

Lord William le arrojó una guinea.

—¡Vete! le dijo.

El Indio recogió lo guinea y desapareció entre la maleza.

—Por cierto, milord, dijo sir Evandale, que practicáis la caridad deuna manera bien brutal.

—¡Ah! ¿os parece así, hermano? repuso el joven lord.

—¿Por qué despedís así a ese mendigo?

—Porque ese hombre ha sido causa de la muerte de nuestra madre,respondió lord William.

—¿Cómo es eso posible, milord?

—¿Tom no os ha contado nunca esa historia?

—Jamás.

Lord William dejó escapar un suspiro.

—Pues bien, añadió, yo voy a contárosla.

Y como en esto habían llegado al camino real, pusieron sus caballosjuntos y tomaron el galope.

—Mi querido Evandale, dijo entonces lord William, nuestra madre estabamuy enferma, y los médicos desesperaban de salvarla. Pero parece sinembargo, que había todavía remedio.

Tom fue a ver a un famoso médicoescocés que vivía en Perth.....

—John Pembrock, ¿no es verdad?

—Justamente.

—Y John Pembrock no fue más afortunado que los otros médicos sin duda.

—John Pembrock se hizo describir por Tom todos los síntomas de laenfermedad.

—¡Ya! y no vino al castillo..... ¿no es eso?

—Al contrario, sin duda vio esperanza de éxito, pues se presentóaquella misma noche en el puente levadizo de Old-Pembleton.—Perodesgraciadamente no venía solo.

—¡Ah!

—Un hombre lo acompañaba, y ese hombre era el mendigo que acabamos dever.

Ahora bien, amigo mío, prosiguió lord William, debo deciros ante todo,que nuestra santa madre, se hallaba perseguida hacía muchos años pormisteriosos e inexplicables terrores.—Tom, que poseía toda suconfianza, no ha querido jamás explicarse francamente conmigo sobreesto.

Nuestra madre se había refugiado pues en Old-Pembleton, y todas lasnoches alzaban el puente levadizo y no dejaban entrar a nadie.

Tom, conformándose con las órdenes recibidas, se negó a abrir almendigo: solo podía franquear la puerta a John Pembrock, el médico quehabía prometido curar a nuestra madre.

Pero John Pembrock era un hombre de singular carácter.

Viendo que Tom no quería dejar entrar al mendigo, volvió la espalda y senegó resueltamente a penetrar en el castillo.

—¿Es posible?

—En aquel mismo instante se volvió a Perth.

—Al día siguiente encontraron muerta a nuestra pobre madre.

—Y bien, dijo sir Evandale, en todo eso veo que John Pembrock era unmiserable; pero, en cuanto al pobre Indio, no ha sido en rigor sino lacausa bien inocente.....

—Sea, repuso lord William, pero su vista me oprime siempre el corazón.

—¿Lo encontráis con frecuencia?

—¡Con demasiada frecuencia! Siempre anda por estos alrededores.

—¿Y cómo se hace que ese hombre, nacido a cuatro mil leguas de aquí,se haya establecido en nuestras montañas?

—Cosa es en efecto bien singular y que no sabré deciros.

—Tom debe de saberlo.

—Lo sabe todavía menos que yo, así como todos los habitantes de lacomarca.

Ese mendigo, a quien llaman Nizam, pasa las noches en los bosques, ysolo se le ve de día a la puerta de las poblaciones o de las casas decampo.

Además no se le conoce oficio alguno.

—¡Oh! respecto a eso no hay que extrañar, observó sir Evandale, elpobre es ya viejo.

—Es viejo, pero bastante ágil y robusto aún para poder ocuparse de untrabajo cualquiera.

—Hace poco he notado una cosa bien singular, milord, dijo sir Evandale.

—¿Cuál?

—Vos le habéis echado una guinea, ¿no es verdad?

—Sí.

—No creo que se halle acostumbrado a semejantes limosnas.

—Ciertamente que no: por lo común no recoge más que medio peniquecuando tiende la mano. Y bien, veamos, ¿qué habéis notado?

—Al irse, os ha lanzado una mirada de odio.

—¡Oh! lo comprendo muy bien. Ese hombre es un malvado.

—Y en cambio, a mí me ha mirado de muy distinto modo, añadió sirEvandale.

—¿De veras?

—Si, me ha mirado afectuosamente.

—¡Bah!

—Y aun con cierta emoción.

—¿Qué queréis? exclamó lord William riéndose, eso no prueba más sinoque tenéis el don de agradarle, mientras que yo le soy antipático.

Sir Evandale se sonrió de una manera equivoca.

—Eso

no

debe

importaros,

milord,

dijo,

hartas

compensaciones tenéis.

—¿Qué queréis decir?

—¡Toma!... si ese pobre Indio manifiesta algún apego hacia mí, vostenéis en cambio otras personas que os adoran y que pasarían su vida avuestros pies, y que, estando a nuestro servicio, ni aun se dan la penade disimular la aversión que me tienen.

Lord William se encogió de hombros.

—Apuesto, dijo, a que aludís a ese pobre Tom.

—¿Por qué negarlo? Hablo de Tom y de su mujer Betzy.

—¿Creéis que no os aman?

—Seguramente.

—¡Qué extraña idea!

—¡Oh! por lo demás, yo les pago en la misma moneda.

—¡Hermano!....

—Estoy en mi derecho, prosiguió con impetuosidad sir Evandale; y si envez de ser un pobre segundón de la familia, fuese yo como vos lordPembleton, señor de este país, dueño del antiguo solar y de la quintamoderna..... si dentro de un año debiera yo formar parte de la Cámaraalta.....

—Y bien, ¿qué haríais? respondió Lord William.

—Empezaría por arrojar de mi presencia a Tom y a su mujer.

—Y haríais muy mal, dijo severamente lord William.

Sir Evandale volvió el rostro a un lado y no respondió.

—Tom es hermano de leche de nuestra madre, añadió lord William. No loolvidéis, Evandale.

Y dicho esto, los dos hermanos apresuraron el paso de sus monturas, y nocambiaron una palabra más.

Bien pronto penetraron en el bosque.

A poco trecho entraron por una de las alamedas que lo atravesaban departe, a parte, y ya allí, descubrieron a unos trescientos pasos dedistancia, una numerosa cabalgada de cazadores igualmente vestidos derojo, y entro ellos el traje blanco de una amazona.

El rostro de lord William reveló a esta vista una vivísima emoción,mientras que en el de su hermano se pintó el despecho, al mismo tiempoque le dirigía a hurtadillas una mirada de odio y de envidia.

—¡Ved a miss Anna! dijo lord William.

Y espoleando a su caballo, volvió a tomar el galope.

XXIII

DIARIO DE UN LOCO DE BEDLAM.

IX

Miss Anna cabalgaba graciosamente en medio de una lucida cuadrilla decaballeros que se agrupaban galantemente a su rededor.

Toda la flor y nata del condado se hallaba allí, y cada uno de aquellosapuestos galanes suspiraba al contemplar a miss Anna.

Es verdad también que miss Anna era en extremo hermosa.

Tenía diez yocho años, y a esto se añadía otra ventaja incontestable; y es que eramuy rica, cosa bastante rara en una inglesa.

El que logrará su mano, alcanzaría no solamente la posesión de unabeldad incomparable, sino también una de las herederas más opulentas delReino Unido.

Esta joven era hija de sir Archibaldo Curton, baronet millonario ymiembro influyente de la Cámara de los Comunes.

Sir Archibaldo, segundón de familia, se había expatriado en su juventud,pasando a las Indias, donde no había desdeñado dedicarse al comercio,aunque pertenecía a la aristocracia.

Había hecho una fortuna colosal, casándose luego con la hija de unnabab, que le había llevado otra fortuna, y de esta unión tuvo una solahija, que era miss Anna.

La magnífica quinta de recreo de sir Archibaldo, que era casi unaresidencia real, se hallaba en el llano, a unas tres millas inglesas dela de lord William Pembleton.

Lord William y sir Archibaldo se vieron como vecinos y se visitaron confrecuencia.

Lord William acabó naturalmente por enamorarse de miss Anna, y esta seruborizaba cada vez que veía al joven lord.

Un día al fin,—habría de esto seis meses,—lord William había hecho unavisita solemne a sir Archibaldo, y le había dicho sin preámbulos:

—Amo a miss Anna, y solicito el honor de unirme a ella en matrimonio.

A lo cual sir Archibaldo había respondido:

—Creo haber notado que mi hija os ama también: y por lo que a mi hace,tengo a mucho honor la demanda que me hacéis.

Lord William dejó escapar una exclamación de alegría.

Pero sir Archibaldo respondiendo a aquel movimiento juvenil con unasonrisa, se había apresurado a añadir:

—No os alegréis tan pronto, milord; nada hay todavía seguro, y lascosas irán más lentamente de lo que suponéis.

Lord William se había quedado mirando a sir Archibaldo con sorpresa.

Este prosiguió:

—Probablemente debéis saber que yo he estado casado con una India. Miesposa, que tuve el dolor de perder hace mucho tiempo, era hija delnabab Moussamy, el más rico de los que habitan el Punjab.

—¿Y bien? exclamó lord William.

—Mi hija es su heredera.

—Bien.

—Y en razón de ese título, yo no puedo casarla sin el consentimientodel nabab.

Lord William frunció el entrecejo.

—Pero tranquilizaos, añadió sir Archibaldo. El viejo nabab adora a sunieta.

—¡Ah!

—Y de consiguiente quiere todo lo que ella quiere. Y si en esta ocasiónmiss Anna.......

Al oír esto, lord William se sonrojó como una doncella.

Lord William sabía que miss Anna le amaba.

Esta conferencia entre el joven lord y el baronet, y la que tuvo lugaren seguida entre el padre y la hija, habían permanecido secretas.

Lo mismo sucedió respecto a la misiva que le enviara al nabab, y quehabían escrito con gran misterio.

Así todos los nobles gentlemen del condado, y aun los que desde Londresperseguían a miss Anna con sus pretensiones, no habían perdido laesperanza, y la hacían una corte asidua mecidos por las más dulcesesperanzas.

Miss Anna no alentaba ni desalentaba a ninguno, y entretanto tomabaparte en todas las diversiones que se improvisaban en su honor y queservían de pretexto para gozar de su compañía.

La caza, por otra parte, era su pasión favorita; e intrépida amazona,seguía a caballo a los más atrevidos cazadores, saltando con ellos losfosos y los vallados.

Además sir Archibaldo tenía también pasión por la caza, y dos veces porsemana, al menos, convidaba a sus vecinos a alguna partida en susmagníficos bosques.

A una de estas reuniones ordinarias, era pues adonde acudían aquellamañana lord William y su hermano sir Evandale.

Ya hemos visto como el primero, al descubrir a miss Anna en medio de subrillante escolta de adoradores, había excitado a su caballo y salido algalope.

Sir Evandale, que se quedó algunos pasos de tras, dirigió a su hermanouna ardiente mirada de odio.

La joven miss parecía más animada que de costumbre y su rostro estabaradiante de hermosura.

Al ver llegar a lord William se ruborizó de una manera bien visible, ytendiéndole la mano le dijo:

—Milord, creo que mi padre tiene que daros una buena noticia.

Lord William se sonrojó a su vez.

Todos se quedaron mirándolo con una curiosidad envidiosa, y al mismotiempo sir Archibaldo se adelantó hacia él.

—Milord, le dijo, la respuesta que esperábamos de la India ha llegado.

Al encendido rubor que coloraba el rostro de lord William, se sucediósúbitamente una palidez mortal.

Sir Archibaldo prosigui