Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

IV.

A pesar de los malos vaticinios, el viaje de David a América fructificó. Su marido había logrado parar en Costa Rica, donde llegó por pura casualidad, ya que lo habían embaucado con la idea de que el pequeño y lejano país colindaba con Estados Unidos. Sin decirlo a nadie, Anita guardaba desde hacía tres semanas una carta de su emigrado esposo.

Mi apreciada esposa:

Como te escribí hace unos meses, la situación de mi salud se ha deteriorado y me han confirmado que tengo tuberculosis. Esto me obliga a reposar y a tener que estar aislado por unos meses. Aunque como le había indicado antes, la situación económica es muy difícil y no tengo aún ahorrado el dinero suficiente para poder ir a los Estados Unidos, lo que era nuestro plan original. Sin embargo, en vista de que la situación es tan difícil he pedido dinero prestado para enviar por usted y mis hijos, con tal de que me puedan cuidar y ayudar con las ventas y los cobros que me podrán comprar el tratamiento que necesito. Por esta razón, deseo que se vengan inmediatamente. He mandado los tiquetes del barco a la agencia de la compañía Hamburb-Amerika-Linie que tiene representación en Varsovia. El viaje lo tienen que hacer desde Hamburgo. Espero que la situación de los impuestos no esté peor de lo que me contó usted la vez pasada. Saludos a Elena, Samuel y la nueva niña, Sarita.

Su esposo, que la recuerda en todo instante

David

"Tu padre manda por nosotros. Si no fuera por mí, estaría todavía discutiendo si el rabino Aquiba o el rabino Potz tenía razón sobre la circuncisión de los ratones”- le dijo finalmente Anita a su hija. "Tendremos que pasar por Alemania para luego tomar el barco. Aunque Hitler está en el poder, debemos correr el riesgo". Elena no sabía quién era ese señor y por qué su madre le temía. Lo único que le dijo era que el político germano quería eliminar a los judíos. Había llegado al poder y prometido que lucharía en contra del "dominio" israelita. "Pero madre, ¿de cuál poder habla ese hombre si no tenemos ni para comer?”- preguntó la hija. "Usted debe saber que el único "poder" que tenemos es el de hacer que cada lunático nos culpe de sus problemas. Los nazis ahora nos endilgan la recesión económica mundial y que perdieran la guerra anterior. Mi prima Fanny me escribe que las cosas se están poniendo feas para nuestro pueblo y que los nazis hacen manifestaciones violentas contra ellos. Debemos quedarnos lo menos posible".

De conocerse su intención de emigrar, las autoridades impedirían su salida hasta que pagaran los impuestos atrasados. Para evitarlo, Anita fue vendiendo toda su mercancía a su madre, dueña de una de las tiendas y le había pedido que no dijera ni una palabra. Los arreglos para obtener el pasaporte los había hecho años antes y nadie sospecharía que esta vez los pensaba utilizar.

"Madre, ¿por qué no quiere pagar los impuestos?”- preguntaba Elena. "En primer lugar porque nos hemos arruinado”- contestaba. Anita, como la mayoría de los judíos, se había dedicado al pequeño comercio precapitalista en los pueblos rurales. Cuando Polonia empezó a industrializarse, sería el sector que primero se arruinaría. Sin embargo, los impuestos no habían bajado y Anita los había dejado de pagar desde hace meses. "¿Para qué tributar, decía ella, si los polacos todo se lo dejaban y no les devolvían un zloti a los judíos?"

Las imputaciones de la mujer tenían validez. La cuñada Fruncha les había hecho un análisis de la situación. Según ella, en la época entre guerras, Polonia había optado por un proceso de industrialización estatal. El Estado invertía y era dueño de gran parte de las industrias metalúrgicas, dominios forestales, industria química, producción de maquinaria agrícola, exportación de granos, “las que estaban vedadas a los judíos”. Lo mismo sucedía con la banca. Siete de cada diez créditos en 1933 provinieron de los bancos estatales, los que daban total prioridad a los polacos "cristianos". El estado era dueño de casi el 20% de los bienes tangibles de la nación y el 40% de los sueldos y salarios pagados se destinaba al personal de las empresas públicas. Todos estos puestos eran inaccesibles a judíos, ucranianos, bielorrusos y alemanes”.

“Cuando una industria hebrea como la del tabaco resultaba próspera–se quejaba la pariente socialista- se nacionalizaba”. Sin embargo, al comercio, actividad mayoritariamente israelita, le exigía el 35% de todos los impuestos aunque solo representara el 16% o 18% de la renta nacional. Todas esas medidas en conjunto habían causado un descenso considerable en la vida de los judíos quienes a la vez, tenían que pagar por sus propias escuelas, cementerios, instituciones y asociaciones culturales. “Se están industrializando con nuestra propia sangre”- concluía Fruncha.

La jovencita compartía el recelo de su pariente. Cada calzón o shmate o camisa que vendía debía ser cambiado en moneda alemana para llevar algo para el camino. Estaba avisada que si ingresaban los fiscales de impuestos, retirara todo el dinero de la caja. No debían darse cuenta de que habían hecho alguna venta. Cuando entraban, la zozobra cundía en la tienda. Anita se ponía nerviosa, sin saber qué esperar. Y no lo sabía porque cada petición al Estado polaco era una caja de Pandora. "Señor, ¿podría usted ser tan amable de decirme qué debo hacer para obtener un pasaporte de salida?”- preguntó una vez Anita con mendicidad. "Prometerme que nunca volverá, judía de mierda”- respondía el oficial con una amplia sonrisa. En otra ocasión, la mujer fue al correo a mandar una carta para América.

-¿Puede decirme cuánto cuesta el sello para América Central?-indagó.
-Dos veces más que lo que le cuesta a un polaco-le respondió la encargada.
-¿Pero por qué tengo que pagar el doble?
-Porque su carta tiene el doble de basura -concluyó.

Cierto día Elena experimentó su peor miedo. Con caras largas y expresiones odiosas, dos funcionarios del gobierno "cayeron" de repente "como las pestes en Egipto". "Hemos venido a cobrar los impuestos atrasados”- dijo uno de los oficiales con mal modo. "Señor, las ventas han estado muy malas, deme un mes más para pagarlas”- imploró la madre con una cara de los que van al paredón. Los oficiales se reían: "¡Partida de rateros que son los judíos! Si no tiene plata, me llevaré entonces esta blusa de lana”- le decía uno mientras cogía la prenda que la mujer había mostrado unos minutos antes. Anita pensaba, temblando: "Esos borrachos polacos vienen a robarnos para tomárselo en vodka. Por suerte se llevaron ese trapo que tenía desde la Primera Guerra Mundial".

Elena no entendía su temor ya que ni siquiera tenía deseos de partir. Le daba lo mismo quedarse en Polonia que irse a un país desconocido. Su padre no las había impresionado con su nueva vida en América. Hacía siete años que había partido, ella misma ni siquiera se acordaba de él, y hasta ahora mandaba por ellos. Su madre se lamentaba: "¿Para qué se fue ese desgraciado, bueno para nada, si aún no puede ahorrar para comprar unos pinches boletos de barco?" El hombre clamaba lo difícil que era la vida en Costa Rica. "Ese infeliz seguro se juntó con alguna curve y nos tiene a todos cuenteados”- decía su madre.

La familia había recibido, en 1934, un boleto desde Costa Rica para realizar el viaje en la compañía alemana Hamburb-Amerika-Linie. Sin embargo, las cosas no eran tan simples como tomar un tren, pasar a otro país y embarcarse hacia el Nuevo Mundo. Salir de Dlugosiodlo no fue fácil. Las dos pequeñas tiendas de ropa que tenían en el mero centro estaban completamente quebradas. La gente tenía cada vez menos zlotis para comer y mucho menos para ropa y artículos del hogar. "Señora, esta blusa es de pura lana y recién traída para usted de Inglaterra”- oía Elena a su madre tratando de vender algo a una campesina.

"¿Pero cómo me va a decir que es nueva si la he visto desde hace diez años en esa gaveta?”- le respondió la mujer en polaco. "¡Oy vay! -me dice usted algo injusto señora, contestaba la madre con un gesto de indignación. Esta blusa podrá parecerse a otra que usted vio pero jamás será la misma". La lugareña tampoco dejaba convencerse fácilmente: "Lo único que ha llegado a este pueblo de Inglaterra es la noticia de que pronto quebrarán todos los bancos".

A pesar de los intentos de Anita de vender shmates y salvar su negocio, no tuvo otra opción que emigrar. Tuvo que empacar un día sus chécheres y anunciar, en un susurro a sus hijos, que partirían para el Nuevo Mundo. El trayecto sería toda una experiencia para ellos, nada acostumbrados a los trenes. El periplo tomaba dieciocho horas, en promedio, deteniéndose en Varsovia, Francfort, Oder, Berlín Ost Bahnhof, Berlín Zoo y Hamburgo Altona. La única diferencia es que, con el ascenso de los nazis, se reforzaron los controles en las fronteras y el viaje duraba aún más. Esta vez, veinte horas.

El viaje hacia Alemania, en abril de 1934, era largo y peligroso. Después de pasar el susto en la frontera polaco-germana, no sabiendo si los dejarían o no salir, había sentido un alivio al dejar a su país. "A broch tsu dir", dijo Anita cuando dejó atrás al oficial polaco, nos dicen todo el tiempo que nos vayamos y cuando lo hacemos, no nos quieren dejar salir. ¿Quién los entiende?"

Quedaba atrás un montón de pueblos que su madre le contaba eran casi todos judíos. Anita mencionaba a un pariente y otro en cada uno de ellos como si toda la familia se hubiese regado en un juego de pólvora. "Mi hermana Rebeca vive en Sieldce desde hace diez años. Se casó con un hombre muy religioso que resultó bueno para nada y que como tu padre, nunca sirvió para los negocios. La pobre vive ahora de lo que cose". "En Cracovia tengo una tía que trabaja en una joyería. La mujer se cree una Madame Fiddlefortz por vivir en una ciudad tan sofisticada. Se olvidó de nosotros desde entonces". Mientras su madre le recetaba quejas de todos sus allegados, a Elena no le pasó por la mente que pronto se esfumarían en el aire. Cuando, años después preguntó qué había sido de su tía Bruma, la que vivía en Cracovia, la respuesta la impactó: "Solo quedó el humo".

La familia había sido alertada por los primos de Varsovia, que el puesto fronterizo estaba diseñado para molestar a los viajeros de las empresas rivales de los alemanes, como la British Cunard Line. También para extorsionar, a última hora, a los pasajeros con todo tipo de demandas. Una mínima diferencia en una letra en el boleto era suficiente motivo para hacer regresar a la persona hasta Varsovia o, incluso, a Moscú, o exigirle sumas mayores de dinero. "Aquí dice en el boleto que su nombre es Stein y no Stern; no podemos dejarlo pasar”- oyó Elena cuando un oficial alemán rechazaba el ingreso de toda una familia de judíos rusos. "Deben volver a Moscú y arreglarlo".

Otro serio impedimento –de acuerdo con lo que sus familiares les aconsejaron tener cuidado- era la revisión sanitaria. Los alemanes, según ellos, habían construido barracas especiales para la fumigación de los pasajeros y su uso se permitía solo para los viajeros con boletos en compañías alemanas. Sin embargo, los puestos fronterizos tenían la autoridad de dejar en cuarentena a los sospechosos de enfermedades contagiosas. De ahí que, si alguien era detenido, solamente podía utilizar las barracas de las compañías alemanas, lo que significaba la pérdida del boleto de otras compañías. Esto se prestaba para que los alemanes desplumaran a muchos pasajeros vendiéndoles nuevos boletos a precios inflados. También les sacaban el último céntimo al cobrarles por los desinfectantes y el jabón. Además, el tipo de cambio del zloti polaco con el marco alemán se establecía más alto que el precio en el mercado. En los baños de desinfección, en que la ropa también debía ser sometida al procedimiento, un sencillo método de despojo consistía en ordenar a las gentes, mientras pasaban sus prendas a la cámara de fumigación, que guardasen su dinero en sus manos. La excusa era que el calor quemaría los billetes. Sin embargo, era una forma de observar las cantidades que llevaban para sacárselos después con todo tipo de embelecos.

Anita y su familia fueron llevados a un cuarto oscuro para que se cambiaran y entregaran la ropa que debía ser desinfectada. La agente alemana les habló con severidad: “Deben quitarse absolutamente toda la ropa y entregármela para llevarla al cuarto de fumigación. No pueden salir hasta que se las devuelva”. Quizás no fue tanto lo que dijo como la manera en que entonó el verbo “quitar” y “fumigar” lo que hizo que Sarita sintiera que se desmayaba. “Hija, ¿qué te pasa?”- preguntó inquieta Anita que estaba acostumbrada a que se descompusiera o paralizara en los peores momentos. “¿No ves que es solo la ropa que van a fumigar?”- agregó la madre.

Anita no pudo evitar la catástrofe: Sarita se desmayaba y echaba hasta la última torta de carne en el regazo de la oficial de migración. “¡Maldita niña cochina!”- gritó la alemana con todo el desprecio del mundo. “¡Judíos sucios, llenos de piojos, me las van a pagar por haberme ensuciado el delantal!”- amenazó antes de salir corriendo con la ropa de los Sikora y los regalos de la menor. “Hija, ¿te has vuelto loca?”- gritó Anita que no cabía de la vergüenza por haber dejado tan mala impresión. “No sé mamá, cuando vi a esa vieja agarrar la ropa como si fuera mierda, se me dieron los jaloshes y no pude evitarlo”- contestó.

Entre las agencias que en los puertos de embarque se acercaban a los emigrantes con interesados ofrecimientos de ayuda, estaban las misiones evangélicas que prometían pagar el boleto a cambio del bautismo. Anita lo recordaría siempre y también la insistencia de estos judenmissionen, como se les conocía en el puerto de Hamburgo, en "salvar" sus almas. Elena le aconsejó a su madre que aceptara el ofrecimiento y que se convirtieran con tal de tener más dinero para el viaje. "De todas formas, ¿quién va a saber que lo hicimos?" Aunque el sistema alemán estaba establecido para lucrar y aprovecharse de la migración judía, la que ellos mismos promovían y estimulaban, Anita contó con la ayuda de una organización de asistencia para los pasajeros llamada Hilfsverein. La compañía tenía representación en el puesto fronterizo y ésta vez evitaría que Anita fuera objeto de atropello por las autoridades. "No haga caso de que existe un error en sus boletos o que tiene que quedarse en cuarentena”- le informaron. "Si le vienen con ese embuste, acuda inmediatamente a nuestro representante para que le ayuden".

Llegar a Alemania había sido como ingresar en un cuento de hadas. Los pueblos, las ciudades y principalmente las casas eran mucho más agraciados. Tenían jardines bien cuidados y las flores primaverales alegraban el paisaje. A Elena le llamó la atención que no se veían retretes en las casas. "La mayoría los tiene adentro”- le señalaba su madre, "una suntuosidad que solo se ve en Varsovia". La gente andaba mucho mejor vestida y parecía más contenta y amable. Su madre le contaba que durante la Primera Guerra Mundial, los alemanes habían sido buenos con los judíos ya que se entendían; "ya sabes, el ídish y el alemán son muy parecidos".

La pariente Rona Sikora que vivía cerca de la frontera había hecho negocios con ellos y nunca tuvo un problema para que le pagaran, cosa que no era común en los polacos. Ahora Hitler había cambiado las cosas. Sin embargo, la mujer reconocía que aún con él en el poder, los alemanes los trataban mejor. "Es una nación civilizada”- le dijo a Elena cuando miraba con asombro los pueblos por los que pasaban. "Los alemanes se han desarrollado mucho, no como Polonia que es más pobre que una cucaracha". Anita no sabía que unos años más tarde se tragaría todas las palabras. Menos gracia le haría darse cuenta de las posibilidades de comunicación entre el alemán y el ídish.

A orillas del río Elba, Hamburgo era el puerto más importante de Alemania y la mejor ruta para viajar a Costa Rica. En 1926 –le explicó su madre- había unos 20 mil judíos en una población de más de un millón de personas. Unos 4 mil eran extranjeros, como la prima Fanny, quien trabajaba de shikse en una casa de acaudalados banqueros judíos alemanes.

Anita y sus hijos fueron bien asistidos. Apenas era 1934 y aún los alemanes consideraban como seres humanos a los judíos. Los policías de frontera y los oficiales de migración le habían piropeado a su hija: "¡Qué linda!”- le dijo un funcionario alemán que revisó sus pasaportes. La madre se sintió halagada aunque no quedó muy feliz con el resto de la lisonja: "Esta muchacha”- refiriéndose a Elena, "no se parece en nada a usted ¡Es tan hermosa!". La mujer que tanto respetaba a los alemanes no sabía si decir las gracias o ponerse a llorar.

Samuel y Sarita, de nueve y siete años (o seis y medio ya que los judíos llevaban el calendario hebreo y nunca sabían con exactitud cuando nacía o moría la gente), eran distintos. El varoncito tenía los ojos negros de Elena, pero se parecía más a su madre. La niña, por su parte, era rubia y blanca como la leche. "Ella nació antes del año nuevo judío”- afirmaba su madre. "¿Pero en qué año fue exactamente?”- preguntaba el oficial. "De eso no me acuerdo, pero sé que fue cuando llegó el nuevo rabino al pueblo".

Una vez en la ciudad, se dirigieron al barrio judío y alquilaron una habitación para la noche. El cuarto oscuro del hotel, cercano al mar, permitía fijar la mirada en el agua, fría e indiferente, que los transportaría a un nuevo mundo. Sin embargo, el reflejo de la otra Elena no se veía. La joven, de 14 años, no sabía si estar alegre, ni qué esperar de tan larga travesía. Anita y los dos hermanos pequeños se preparaban para comer en el pequeño y lúgubre hotel para emigrantes judíos, cerca del gueto y a dos cuadras de la calle en donde estaba la famosa sinagoga de la Born Platz.

Envueltos en papel periódico, escrito en polaco y adquirido en el pueblo antes de partir, la madre había traído unas tortas de carne y pan dulce. "Elena, ¿quieres comer?”- le dijo en ídish. La hija no tenía hambre ya que solo esas tortas había comido y estaba harta de ellas. Esa noche irían a visitar y a despedirse de Fanny. Antes de hacerlo, pasarían por la famosa sinagoga para rezar y pedir suerte en la odisea. "Que no nos coman los mosquitos, que Sarita no se ponga peor del asma, que no perdamos nuestra fe”- pidió la madre.

Fanny era una mujer de unos treinta años; alta, blanca y de facciones ashkenazis, que en la comunidad judía de Hamburgo, dividida entre éstos y los sefarditas (judíos orientales), la ubicaba algo más alto que éstos pero mucho más bajo que sus patrones, los Stern, quienes pertenecían a la crema y nata de la judería alemana. Estos últimos, dueños de grandes empresas mientras que los otros eran buhoneros y pequeños comerciantes, como el mismo David Sikora en América. Los Stern habían recurrido a ella ante la creciente oposición nazi de que los alemanes hicieran oficios domésticos para los judíos. Aunque esto no lo convertirían en ley hasta unos años después, la familia era previsora.

La prima estaba feliz de volver a encontrarse con Anita, su amiga de infancia, pues creía que nunca se verían más. Ella tenía que limpiar, cocinar y cuidar a los tres hijos pequeños de la familia Stern, los que la trataban bien, pero nada distinto de cualquier empleada doméstica. "Los judíos alemanes”- decía ella, "se creen superiores a nosotros, los polacos. Nos consideran incultos y salvajes. Se la pasan oyendo a Wagner y consultando sus problemas con los psiquiatras". Y muchas visitas debían hacer últimamente porque, con los nazis en el poder, los derechos y las libertades se les escapaban como agua entre los dedos.

Fanny logró que dejaran a las visitas entrar en su pequeña recámara, que miraba hacia uno de los canales. "Generalmente no me dejan invitar a paisanos polacos a su casa para no molestar a los vecinos alemanes". Estaba convencida de que las cosas se deteriorarían en Alemania y que Anita tenía una gran suerte al irse. "La patrona me dice que los alemanes están "proyectando" sus miedos a los judíos y culpándolos de todos sus males" y así le había explicado su psiquiatra. "Dice que es debido a una fallida resolución de un complejo que no sé cómo lo llaman”- continuó ella. Sin embargo, no estaba convencida: "Esas explicaciones de los psiquiatras son para sacarles plata". "Mis patrones creen que a ellos no les pasará nada porque el hombre peleó en la Primera Guerra Mundial y tiene todo tipo de medallas por su valentía”- aseguraba la prima. Anita no lo creía: "Presiento un mal que se avecina".

Ambas sabían que los ricos se salvarían primero, por lo menos los que no se atontarían con consuelos. "Lo cierto es que tienen dinero y podrán zafarse de este embrollo en cualquier momento”- aseguró Fanny. "Sin embargo, los pobres, ¿dónde vamos a poder ir?"

"Pero mujer, si nosotros no tenemos dónde caernos muertos y nos vamos”- dijo la viajera. "Pero tú tienes un marido. ¿A quién le importa una empleada pobre?" "¡A mí! Te prometo que apenas pueda, te mando los tiquetes para que salgas de aquí. No volverás a ver a un alemán a cuatro leguas a la redonda". Fanny no quedó convencida. "Esta gente lleva en los genes la destrucción, mujer, no te porfíes de que no conquistarán el mundo y que los tendrás hasta en el más lejano rincón de la tierra". Elena no pudo dejar de preguntar: "Fanny, ¿nunca ha tenido un amigo alemán?".

La prima pensaría un momento antes de responder: "Hasta novios, pero no existe forma de reconciliar nuestras diferencias". Anita le contestó: "Una cosa es que los admire por trabajadores y prósperos y otra que los mire como amigos". La madre tocó tres veces madera e invocó al cielo: "Que Fanny se equivoque y que Dios los mantenga alejados".

La despedida fue muy emotiva. "¡Cuídate mucho, Anita! Que Dios te dé toda la felicidad del mundo”- le dijo llorando y sintiendo un gran pesar. "Que la vida te trate mejor y que encuentres un buen marido”- le contestó su prima.

Al día siguiente, la madre y sus tres hijos abordarían el barco que los llevaría a América. "Los que van en tercera clase aborden por la otra puerta”- gritó un oficial alemán con todo el desdén que puede caber en una pequeña alma.