Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Esto le pareció a la Delfina tan discreto, que creyó tener delante alprimer filósofo del mundo; y le dio más limosna.

«Yo no tengo niños —repitió—, pero ahora me acuerdo. Mis hermanas lostienen...».

—Mil y mil cuatrillones de gracias, señora. Algunas prendas de abrigo,como las que repartió el otro día doña Guillermina a los chicos de misvecinos, no nos vendrían mal.

—¿Doña Guillermina repartió a los vecinos y a usted no?... ¡Ah!,descuide usted; ya le echaré yo un buen réspice.

Alentado por esta prueba de benevolencia, Ido empezó a tomar confianza.Avanzó algunos pasos dentro del recibimiento, y bajando la voz dijo a laseñorita:

«Repartió doña Guillermina unos capuchoncitos de lana, medias y otrascosas; pero no nos tocó nada. Lo mejor fue para los hijos de la señáJoaquina y para el Pitusín, el niño ese... ¿no sabe la señora?, esechiquillín que tiene consigo mi vecino Pepe Izquierdo... un hombre debien, tan desgraciado como yo... No le quiero quitar al Pitusín lapreferencia. Comprendo que lo mejor debe caerle a él por ser de lafamilia.

—¿Qué dice usted, hombre? ¿De quién habla usted?—indicó Jacintasospechando que Ido se electrizaba. Y en efecto, creyó notar síntomas detemblor en el párpado.

«El Pitusín—prosiguió Ido tomándose más confianza y bajando más lavoz—, es un nene de tres años, muy mono por cierto, hijo de una talFortunata, mala mujer, señora, muy mala... Yo la vi una vez, una vezsola. Guapetona; pero muy loca. Mi vecino me ha enterado de todo...

Pues como decía, el pobre Pitusín es muy salado... ¡más listo queCachucha y más malo...!

Trae al retortero a toda la vecindad. Yo lequiero como a mis hijos. El señor Pepe le recogió no sé dónde, porque sumadre le quería tirar...».

Jacinta estaba aturdidísima, como si hubiera recibido un fuerte golpe enla cabeza. Oía las palabras de Ido sin acertar a hacerle preguntasterminantes. ¡Fortunata, el Pitusín!... ¿No sería esto una nuevaextravagancia de aquel cerebro novelador?

«Pero, vamos a ver...—dijo la señorita al fin, comenzando aserenarse—. Todo eso que usted me cuenta, ¿es verdad o es locura deusted?... Porque a mí me han dicho que usted ha escrito novelas, y quepor escribirlas comiendo mal, ha perdido la chaveta».

—Yo le juro a la señora que lo que le he dicho es el SantísimoEvangelio—replicó Ido poniéndose la mano sobre el pecho—. JoséIzquierdo es persona formal. No sé si la señora lo conocerá. Tuvoplatería en la Concepción Jerónima, un gran establecimiento...especialidad en regalos para amas... No sé si fue allí donde nació el Pitusín; lo que sí sé es que, naturalmente, es hijo de su esposo deusted, el señor D. Juanito de Santa Cruz.

—Usted está loco —exclamó la dama con arranque de enojo y despecho—.Usted es un embustero... Márchese usted.

Empujole hacia la puerta mirando a todos lados por si había en elrecibimiento o en los pasillos alguien que tales despropósitos oyera. Nohabía nadie. D. José se deshizo en reverencias; pero no se turbó porquele llamaran loco.

«Si la señora no me cree —se limitó a decir—, puede enterarse en lavecindad...».

Jacinta le retuvo entonces. Quería que hablase más.

«Dice usted que ese José Izquierdo... Pero no quiero saber nada. Váyaseusted».

Ido había traspasado el hueco de la puerta, y Jacinta cerró de golpe, apunto que él abría la boca para añadir quizás algún pormenor interesantea sus revelaciones. Tuvo la dama intenciones de llamarle. Figurábase queal través de la madera, cual si esta fuera un cristal, veía el párpadotembloroso de Ido y su cara de pavo, que ya le era odiosa como la de unanimal dañino.

«No, no abro... —pensó—. Es una serpiente... ¡Quéhombre! Se finge el loco para que le tengan lástima y le den dinero».Cuando le oyó bajar las escaleras volvió a sentir deseos de másexplicaciones. En aquel mismo instante subían Barbarita y Estupiñácargados de paquetes de compras. Jacinta les vio por el ventanillo yhuyó despavorida hacia el interior de la casa, temerosa de que leconocieran en la cara el desquiciamiento que aquel condenado hombrehabía producido en su alma.

-V-

¡Cómo estuvo aquel día la pobrecita! No se enteraba de lo que le decían,no veía ni oía nada.

Era como una ceguera y sordera moral, casi física.La culebra que se le había enroscado dentro, desde el pecho al cerebro,le comía todos los pensamientos y las sensaciones todas, y casi leestorbaba la vida exterior. Quería llorar; ¿pero qué diría la familia alverla hecha un mar de lágrimas? Habría que decir el motivo... Lasreacciones fuertes y pasajeras de toda pena no le faltaban, y cuandoaquella marca de consuelo venía, sentía breve alivio. ¡Si todo era unembuste, si aquel hombre estaba loco...! Era autor de novelas de brochagorda y no pudiendo ya escribirlas para el público, intentaba llevar ala vida real los productos de su imaginación llena de tuberculosis. Sí,sí, sí: no podía ser otra cosa: tisis de la fantasía. Sólo en lasnovelas malas se ven esos hijos de sorpresa que salen cuando hace faltapara complicar el argumento. Pero si lo revelado podía ser una papa,también podía no serlo, y he aquí concluida la reacción de alivio.

Laculebra entonces, en vez de desenroscarse, apretaba más sus durosanillos.

Aquel día, el demonio lo hizo, estaba Juan mucho peor de su catarro. Erael enfermo más impertinente y dengoso que se pudiera imaginar. Pretendíaque su mujer no se apartara de él, y notando en ella una tristeza que nole era habitual, decíale con enojo: «¿Pero qué tienes, qué te pasa,hija? Vaya, pues me gusta... Estoy yo aquí hecho una plasta, aburrido ypasando las de Caín, y te me vienes tú ahora con esa cara de juez.Ríete, por amor de Dios». Y Jacinta era tan buena, que al fin hacía unesfuerzo para aparecer contenta. El Delfín no tenía paciencia parasoportar las molestias de un simple catarro, y se desesperaba cuando levenía uno de esos rosarios de estornudos que no se acaban nunca.Empeñábase en despejar su cabeza de la pesada fluxión sonándose conestrépito y cólera.

«Ten paciencia, hijo—le decía su madre—. Si fuera una enfermedadgrave, ¿qué harías?».

—Pues pegarme un tiro, mamá. Yo no puedo aguantar esto. Mientras más mesueno, más abrumada tengo la cabeza. Estoy harto de beber aguas.¡Demonio con las aguas! No quiero más brebajes. Tengo el estómago comouna charca. ¡Y me dicen que tenga paciencia! Cualquier día tengo yopaciencia. Mañana me echo a la calle.

—Falta que te dejemos. —Al menos ríanse, cuéntenme algo,distráiganme. Jacinta, siéntate a mi lado. Mírame.

—Si ya te estoy mirando. Estás muy guapito con tu pañuelo liado en lacabeza, la nariz colorada, los ojos como tomates...

—Búrlate; mejor. Eso me gusta... Ya te daría yo mi constipado. No, sino quiero más caramelos. Con tus caramelos me has puesto el cuerpo comouna confitería. Mamá...

—¿Qué? —¿Estaré bueno mañana? Por Dios, tengan compasión de mí,háganme llevadera esta vida. Estoy en un potro. Me carga el sudar. Si medesabrigo, toso; si me abrigo, echo el quilo...

Mamá, Jacinta,distraedme; tráiganme a Estupiñá para reírme un rato con él.

Jacinta, al quedarse otra vez sola con su marido, volvió a suspensamientos. Le miró por detrás de la butaca en que sentado estaba.«¡Ah, cómo me has engañado!...». Porque empezaba a creer que el loco,con serlo tan rematado, había dicho verdades. Las inequívocasadivinaciones del corazón humano decíanle que la desagradable historiadel Pitusín era cierta. Hay cosas que forzosamente son ciertas, sobretodo siendo cosas malas. ¡Entrole de improviso a la pobrecita esposa unarabia...! Era como la cólera de las palomas cuando se ponen a pelear.Viendo muy cerca de sí la cabeza de su marido, sintió deseos de tirarledel cabello que por entre las vueltas del pañuelo de seda salía. «¡Quérabia tengo! —pensó Jacinta apretando sus bonitísimos dientes—, porhaberme ocultado una cosa tan grave... ¡Tener un hijo y abandonarloasí!»... Se cegó; vio todo negro. Parecía que le entraban convulsiones.Aquel Pitusín desconocido y misterioso, aquella hechura de su marido,sin que fuese, como debía, hechura suya también, era la verdaderaculebra que se enroscaba en su interior... «¿Pero qué culpa tiene elpobre niño...? —pensó después transformándose por la piedad—. ¡Este,este tunante...!». Miraba la cabeza, ¡y qué ganas tenía de arrancarleuna mecha de pelo, de pegarle un coscorrón!... ¿Quién dice uno?... dos,tres, cuatro coscorrones muy fuertes para que aprendiera a no engañar alas personas.

«Pero mujer, ¿qué haces ahí detrás de mí?—murmuró él sin volver lacabeza—. Lo que digo, hoy parece que estás lela. Ven acá, hija».

—¿Qué quieres? —Niña de mi vida, hazme un favorcito.

Con aquellas ternuras se le pasó a la Delfina todo su furor decoscorrones. Aflojó los dientes y dio la vuelta hasta ponérsele delante.

«Hazme el favorcito de ponerme otra manta. Creo que me he enfriadoalgo».

Jacinta fue a buscar la manta. Por el camino decía: «En Sevilla me contóque había hecho diligencias por socorrerla. Quiso verla y no pudo. Muriómamá, pasó tiempo; no supo más de ella... Como Dios es mi padre, yo hede saber lo que hay de verdad en esto, y si... (se ahogaba al llegar aesta parte de su pensamiento) si es verdad que los hijos que no le nacenen mí le nacen en otra...».

Al ponerle la manta le dijo: «Abrígate bien, infame»; y a Juanito no sele ocultó la seriedad con que lo decía. Al poco rato volvió a tomar elacento mimoso:

«Jacintilla, niña de mi corazón, ángel de mi vida, llégate acá. Ya nohaces caso del sinvergüenza de tu maridillo».

—Celebro que te conozcas. ¿Qué quieres?

—Que me quieras y me hagas muchos mimos. Yo soy así. Reconozco que nose me puede aguantar. Mira, tráeme agua azucarada... templadita, ¿sabes?Tengo sed.

Al darle el agua, Jacinta le tocó la frente y las manos.

«¿Crees que tengo calentura?».

—De pollo asado. No tienes más que impertinencias. Eres peor que loschiquillos.

—Mira, hijita, cordera; cuando venga La Correspondencia, me laleerás. Tengo ganas de saber cómo se desenvuelve Salmerón. Luego meleerás La Época. ¡Qué buena eres! Te estoy mirando y me parece mentiraque tenga yo por mujer a un serafín como tú. Y que no hay quien me quiteesta ganga... ¡Qué sería de mí sin ti... enfermo, postrado...!

—¡Vaya una enfermedad! Sí; lo que es por quejarte no quedará...

Doña Bárbara entró diciendo con autoridad: «A la cama, niño, a la cama.Ya es de noche y te enfriarás en ese sillón».

—Bueno, mamá; a la cama me voy. Si yo no chisto, si no hago más queobedecer a mis tiranas... Si soy una malva. Blas, Blas..., ¿pero dóndese mete este condenado hombre?

María Santísima, lo que bregaron para acostarle. La suerte de ellas eraque lo tomaban a broma. «Jacinta, ponme un pañuelo de seda en lagarganta... Chica, no aprietes tanto que me ahogas... Quita, quita, túno sabes. Mamá, ponme tú el pañuelo... No, quitádmelo; ninguna de lasdos sabe liar un pañuelo. ¡Pero qué gente más inútil!».

Pasa un ratito. «Mamá, ¿ha venido La Correspondencia?».

—No, hijo. No te desabrigues. Mete estos brazos. Jacinta, cúbrele losbrazos.

—Bueno, bueno, ya están metidos los brazos. ¿Los meto más? Eso es, seempeñan en que me ahogue. Me han puesto un baúl mundo encima. Jacinta,quita jierro, que el peso me agobia...

Pero, chica, no tanto; sube másarribita el edredón... tengo el pescuezo helado. Mamá... lo que digo,hacen las cosas de mala gana. Así no me pongo nunca bueno. Y ahora sevan a comer. ¿Y

me voy a quedar solo con Blas?

—No, tonto, Jacinta comerá aquí contigo.

Mientras su mujer comía, ni un momento dejó de importunarla: «Tú nocomes, tú estás desganada; a ti te pasa algo; tú disimulas algo... A míno me la das tú. Francamente, nunca está uno tranquilo... pensandosiempre si te nos pondrás mala. Pues es preciso comer; haz unesfuerzo... ¿Es que no comes para hacerme rabiar?... Ven acá, tontuela,echa la cabecita aquí.

Si no me enfado, si te quiero más que a mi vida,si por verte contenta, firmaba yo ahora un contrato de catarrovitalicio... Dame un poquito de esa camuesa... ¡Qué buena está! Déjameque te chupe el dedo...».

Iban llegando los amigos de la casa que solían ir algunas noches.

«Mamá, por las llagas y por todos los clavos de Cristo, no me traigasacá a Aparisi... Ahora le da porque todo ha de ser obvio... obvio porarriba, obvio por abajo. Si me le traes le echo a cajas destempladas».

—Vaya, no digas tonterías. Puede que entre a saludarte; pero saldrá enseguida. ¿Quién ha entrado ahora?... ¡Ah!, me parece que es Guillermina.

—Tampoco la quiero ver. Me va a aburrir con su edificio. ¡Valientechifladura! Esa mujer está loca. Anoche me dio la gran jaqueca, con quesi sacó las maderas de seis a treinta y ocho reales, y las carrerasde pie y cuarto a diez y seis reales pie. Me armó un triquitraque depies que me dejó la cabeza pateada. No me la entren aquí. No me importasaber a cómo valen el ladrillo pintón y las alfargías... Mamá, ponte decentinela y aquí no me entra más que Estupiñá. Que venga Placidito, paraque me cuente sus glorias, cuando iba al portillo de Gilimón a metercontrabando, y a la bóveda de San Ginés a abrirse las carnes con elzurriago... Que venga para decirle: «lorito, daca la pata».

—¡Pero, qué impertinente! Ya sabes que el pobre Plácido se acuestaentre nueve y diez. Tiene que estar en planta a las cinco de la mañana.Como que va a despertar al sacristán de San Ginés, que tiene un sueñomuy pesado.

—Y porque el sacristán de San Ginés sea un dormilón, ¿me he defastidiar yo? Que entre Estupiñá y me dé tertulia. Es la única personaque me divierte.

—Hijo, por amor de Dios, mete esos brazos.

—Ea, pues si no viene Rossini, no los meto y saco todo el cuerpo fuera.

Y entraba Plácido y le contaba mil cosas divertidas, que siento nopoder reproducir aquí. No contento con esto, quería divertirse a costade él, y recordando un pasaje de la vida de Estupiñá que le habíancontado, decíale:

«A ver, Plácido, cuéntanos aquel lance tuyo cuando te arrodillastedelante del sereno, creyendo que era el Viático...».

Al oír esto, el bondadoso y parlanchín anciano se desconcertaba.Respondía torpemente, balbuciendo negativas y «¿quién te ha contado esapaparrucha?». A lo mejor, saltaba Juan con esto: «¿Pero di, Plácido, túno has tenido nunca novia?».

—Vaya, vaya, este Juanito —decía Estupiñá levantándose paramarcharse—, tiene hoy ganas de comedia.

Barbarita, que tanto apreciaba a su buen amigo, estaba, como sueledecirse, al quite de estas bromas que tanto le molestaban. «Hijo, no tepongas tan pesado... deja marchar a Plácido. Tú, como te estás durmiendohasta las once de la mañana, no te acuerdas del que madruga».

Jacinta, entre tanto, había salido un rato de la alcoba. En el salón vioa varias personas, Casa-Muñoz, Ramón Villuendas, D. ValerianoRuiz-Ochoa y alguien más, hablando de política con tal expresión deterror, que más bien parecían conspiradores. En el gabinete de Barbaritay en el rincón de costumbre halló a Guillermina haciendo obra de mediacon hilo crudo. En el ratito que estuvo sola con ella, la enteró delplan que tenía para la mañana siguiente. Irían juntas a la calle de Mirael Río, porque Jacinta tenía un interés particular en socorrer a lafamilia de aquel pasmarote que hace las suscriciones. «Ya le contaré austed; tenemos que hablar largo». Ambas estuvieron de cuchicheo un buencuarto de hora, hasta que vieron aparecer a Barbarita.

«Hija, por Dios, ve allá. Hace un rato que te está llamando. No tesepares de él. Hay que tratarle como a los chiquillos».

«Pero mujer, te marchas y me dejas así... ¡qué alma tienes!—gritó elDelfín cuando vio entrar a su esposa—. Vaya una manera de cuidarle auno. Nada... Lo mismo que a un perro».

—Hijo de mi alma, si te dejé con Plácido y tu mamá... Perdóname, yaestoy aquí.

Jacinta parecía alegre, Dios sabría por qué... Inclinose sobre el lechoy empezó a hacerle mimos a su marido, como podría hacérselos a un niñode tres años.

—¡Ay, qué mañosito se me ha vuelto este nene!... Le voy a dar azotes...Toma, este por tu mamá, este por tu papá y este grande... por tuparienta...

—¡Rica! —Si no me quieres nada. —Anda, zalamera... quien no mequiere nada eres tú.

—Nada en gracia de Dios. —¿Cuánto me quieres?

—Tanto así. —Es poco. —Pues como de aquí a la Cibeles... no alCielo... ¿Estás satisfecho?

Chí.

Jacinta se puso seria. «Arréglame esta almohada».

—¿Así? —No, más alta. —¿Estás bien? —No, más bajita... Magnífico.Ahora, ráscame aquí, en la paletilla.

—¿Aquí? —Más abajito... más arribita... ahí... fuerte... ¡Ay, niña demi vida, eres la gloria eterna!... ¡Qué dicha la mía en poseerte!...

«Cuando estás malo es cuando me dices esas cosas... Ya me las pagarástodas juntas».

—Sí, soy un pillo... Pégame.

—Toma, toma. —Cómeme... —Sí, que te como, y te arranco un bocado...

—¡Ay! ¡ay!, no tanto, caramba. ¡Si alguien nos viera!...

—Creería que nos habíamos vuelto tontos rematados—observó Jacintariéndose con cierta melancolía.

—Estas simplezas no son para que las vea nadie...

—¿Cierras los ojos? Duérmete, a... rorró...

—Eso es, quieres que me duerma para echar a correr a darle cuerda a esamaniática de Guillermina. Tú eres responsable de que se chifle porcompleto, porque le fomentas el tema del edificio... Ya estás deseandoque cierre yo los ojos para irte. Más que estar conmigo te gusta elpalique. ¿Sabes lo que te digo? Que si me duermo, te tienes que estaraquí, de centinela, para cuidar de que no me destape.

—Bueno, hombre, bueno; me estaré.

Quedose aletargado; pero en seguida abrió los ojos, y lo primero quevieron fue los de Jacinta, fijos en él con atención amante. Cuando sedurmió de veras, la centinela abandonó su puesto para correr al lado deGuillermina con quien tenía pendiente una interesantísima conferencia.

-IX-

Una visita al Cuarto Estado

-I-

Al día siguiente, el Delfín estaba poco más o menos lo mismo. Por lamañana, mientras Barbarita y Plácido andaban por esas calles de tiendaen tienda, entregados al deleite de las compras precursoras de Navidad,Jacinta salió acompañada de Guillermina. Había dejado a su esposo conVillalonga, después de enjaretarle la mentirilla de que iba a la Virgende la Paloma a oír una misa que había prometido. El atavío de las dosdamas era tan distinto, que parecían ama y criada. Jacinta se puso suabrigo, sayo o pardessus color de pasa, y Guillermina llevaba el trajemodestísimo de costumbre.

Iba Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no ladistrajo de la atención que a su propio interior prestaba. Los puestos amedio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, lasbaratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre deAlcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellosnichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban antesu vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibíatan sólo la imagen borrosa de los objetivos diversos que iban pasando, ylo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintorescavía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón habíaracimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caíande un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazosde higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares queparecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barrilesrezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula,mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjasen seretas o hacinadas en el arroyo. El suelo intransitable poníaobstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies delgentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carrosparecía hacer bailar a personas y cacharros. Hombres con sartas depañuelos de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como sifueran a capearlo. Mujeres chillonas taladraban el oído con pregonesenfáticos, acosando al público y poniéndole en la alternativa de compraro morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lolargo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos depuerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellasrúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillasde los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. Enalgunos huecos brillaba el naranjado que chilla como los ejes sin grasa;el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín, que tienela acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento;el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto airede poesía mezclado con la tisis, como en la Traviatta. Las bocas delas tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior deellas tan abigarrado como la parte externa, los horteras de bruces en elmostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como sinadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellostenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revistende corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacengraciosas combinaciones decorativas.

Dio Jacinta de cara a diferentes personas muy ceremoniosas. Eranmaniquís vestidos de señora con tremendos polisones, o de caballerocon terno completo de lanilla. Después gorras muchas gorras, posadas yalineadas en percheros del largo de toda una casa; chaquetas ahuecadascon un palo, zamarras y otras prendas que algo, sí, algo tenían de sereshumanos sin piernas ni cabeza.

Jacinta, al fin, no miraba nada;únicamente se fijó en unos hombres amarillos, completamente amarillos,que colgados de unas horcas se balanceaban a impulsos del aire. Eranjuegos de calzón y camisa de bayeta, cosidas una pieza a otra, y queasí, al pronto, parecían personajes de azufre.

Los había tambiénencarnados. ¡Oh!, el rojo abundaba tanto, que aquello parecía un puebloque tiene la religión de la sangre. Telas rojas, arneses rojos,collarines y frontiles rojos con madroñaje arabesco. Las puertas de lastabernas también de color de sangre. Y que no son ni tina ni dos.Jacinta se asustaba de ver tantas, y Guillermina no pudo menos deexclamar: «¡Cuánta perdición!, una puerta sí y otra no, taberna. De aquísalen todos los crímenes».

Cuando se halló cerca del fin de su viaje, la Delfina fijabaexclusivamente su atención en los chicos que iba encontrando. Pasmábasela señora de Santa Cruz de que hubiera tantísima madre por aquellosbarrios, pues a cada paso tropezaba con una, con su crío en brazos, muybien agasajado bajo el ala del mantón. A todos estos ciudadanos delporvenir no se les veía más que la cabeza por encima del hombro de sumadre. Algunos iban vueltos hacia atrás, mostrando la carita redondadentro del círculo del gorro y los ojuelos vivos, y se reían con lostranseúntes. Otros tenían el semblante mal humorado, como personas quese llaman a engaño en los comienzos de la vida humana. También vioJacinta no uno, sino dos y hasta tres, camino del cementerio.

Suponíalesmuy tranquilos y de color de cera dentro de aquella caja que llevaba untío cualquiera al hombro, como se lleva una escopeta.

«Aquí es» dijo Guillermina, después de andar un trecho por la calle delBastero y de doblar una esquina. No tardaron en encontrarse dentro de unpatio cuadrilongo. Jacinta miró hacia arriba y vio dos filas decorredores con antepechos de fábrica y pilastrones de madera pintada deocre, mucha ropa tendida, mucho refajo amarillo, mucha zalea puesta asecar, y oyó un zumbido como de enjambre. En el patio, que era casi todode tierra, empedrado sólo a trechos, había chiquillos de ambos sexos yde diferentes edades. Una zagalona tenía en la cabeza toquilla roja conagujeros, o con orificios, como diría Aparisi; otra, toquilla blanca,y otra estaba con las greñas al aire. Esta llevaba zapatillas de orillo,y aquella botitas finas de caña blanca, pero ajadas ya y con el tacóntorcido. Los chicos eran de diversos tipos. Estaba el que va para laescuela con su cartera de estudio, y el pillete descalzo que no hace másque vagar. Por el vestido se diferenciaban poco, y menos aún por ellenguaje, que era duro y con inflexiones dejosas.

«Chicooo... mia éste... Que te rompo la cara... ¿sabeees...?».

—¿Ves esa farolona?—dijo Guillermina a su amiga—, es una de las hijasde Ido... Esa, esa que está dando brincos como un saltamontes... ¡Eh!,chiquilla... No oyen... venid acá.

Todos los chicos, varones y hembras, se pusieron a mirar a las dosseñoras, y callaban entre burlones y respetuosos, sin atreverse aacercarse. Las que se acercaban paso a paso eran seis u ocho palomaspardas, con reflejos irisados en el cuello; lindísimas, gordas. Veníanmuy confiadas meneando el cuerpo como las chulas, picoteando en el suelolo que encontraban, y eran tan mansas, que llegaron sin asustarse hastamuy cerca de las señoras. De pronto levantaron el vuelo y se plantaronen el tejado. En algunas puertas había mujeres que sacaban esteras a quese orearan, y sillas y mesas. Por otras salía como una humareda: era elpolvo del barrido. Había vecinas que se estaban peinando las trenzasnegras y aceitosas, o las guedejas rubias, y tenían todo aquel matorralechado sobre la cara como un velo. Otras salían arrastrando zapatos enchancleta por aquellos empedrados de Dios, y al ver a las forasterascorrían a sus guaridas a llamar a otras vecinas, y la noticia cundía, yaparecían por las enrejadas ventanas cabezas peinadas o a medio peinar.

«¡Eh!, chiquillos, venid acá» repitió Guillermina; y se fueronacercando escalonados por secciones, como cuando se va a dar un ataque.Algunos, más resueltos, las manos a la espalda, miraron a las dos damasdel modo más insolente. Pero uno de ellos, que sin duda tenía instintosde caballero, se quitó de la cabeza un andrajo que hacía el papel degorra y les preguntó que a quién buscaban. «¿Eres tú del señor de Ido?».El rapaz respondió que no, y al punto destacose del grupo la niña de laszancas largas, de las greñas sueltas y de los zapatos de orillo,apartando a manotadas a todos los demás muchachos que se enracimaban yaen derredor de las señoras.

«¿Está tu padre arriba?». La chica respondió que sí, y desde entoncesconvirtiose en individuo de Orden Público. No dejaba acercar a nadie;quería que todos los granujas se retiraran y ser ella sola la que guiasea las dos damas hasta arriba. «¡Qué pesados, qué sobones!... En todoquieren meter las narices... Atrás, gateras, atrás... Quitarvos de enmedio; dejar paso».

Su anhelo era marchar delante. Habría deseado tener una campanilla parair tocando por aquellos corredores a fin de que supieran todos qué granvisita venía a la casa.

«Niña, no es preciso que nos acompañes—dijo Guillermina que no gustabade que nadie se sofocase tanto por ella—. Nos basta con saber que estánen casa».

Pero la zancuda no hacía caso. En el primer peldaño de la escaleraestaba sentada una mujer que vendía higos pasados en una sereta, y porpoco no la planta el zapato de orillo en mitad de la cara. Y todo porqueno se apartaba de un salto para dejar el paso libre... «¡Vaya d?