Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Cuando te dormiste, me eché dela cama y lo cogí. Era un botón de mujer, de los que se usan ahora enlas chaquetillas. Lo tengo guardado. Estas ignominias se guardan para ensu día sacarlas y decir: ¿me negarás esto?... ¡Y tú siempre tancomediante! ¡Yo pasaba unas fatigas...!, pero nunca quise rebajarme alespionaje. Se me ocurrió preguntar al cochero. Con una buena propinilla,Manuel no me habría ocultado lo que supiera. Pero por respeto a ti y amí misma y a la familia, no hice nada. ¡Contarle a tu mamá missospechas!... ¿Para qué?, ¿para disgustarla sin ventaja ninguna?...Guillermina, con quien únicamente me clareaba, decíame siempre:«paciencia, hija, paciencia». Y por fin llegaba yo a tenerla, y elmolinillo que me daba vueltas en el corazón, molía, haciéndomelo polvo,y yo aguanta que aguanta, siempre callada, poniendo cara de Pascua ytragando hiel, tragando hiel. Esta mañana, cuando Amalia me dijo lo queme dijo, toda la sangre se me hizo como un veneno, y me propuseaborrecerte, pero aborrecerte en toda regla, no creas...

y no perdonarteaunque te me pusieras delante de rodillas. ¡Pero es una tan débil...!¡Si merecemos todo lo que nos pasa...! Es la mayor desgracia ser así,tan simplona... Como que estamos a merced de esas... secuestradoras, quede tiempo en tiempo nos prestan a nuestros propios maridos para que noalborotemos...

-III-

Esta última queja puso al señorito de Santa Cruz un tantopensativo y desconcertado. No desconocía él la situación poco airosa enque estaba ante Jacinta, cuya grandeza moral se elevaba ante sus ojospara darle la medida de su pequeñez. Era muy soberbio, y el amor propiodescollaba en él sobre la conciencia y sobre los sentimientos todos; demanera que nada le molestaba tanto como verse y reconocerse inferior asu mujer. Cuando, media hora antes, prometió confesar sus faltas, hízolomovido de orgullo, para engalanarse con la sinceridad, a la manera delfatuo que se da tono con una cruz. La confesión de la culpa ennoblecesiempre, y como demasiado sabía él que todo lo noble hallaba eco en elgran corazón de Jacinta, se dijo: «aquí me viene bien un rasgo». Peroel momento de la confesión se acercaba, y el pecador estaba algoconfuso, sin saber cómo iba a salir de ella. Lo que él quería era quedarbien, remontarse hasta su mujer, y superarla si era posible, presentandosus faltas como méritos, y retocando toda la historia de modo quepareciese blanco y hasta noble lo que con los datos sueltos del botón yel cabello era negro y deshonroso. No tenía que calentarse mucho lossesos para salir del paso, porque para tales escamoteos tenía suentendimiento una aptitud particular. Su imaginación despiertísima sepintaba sola para hacer pasar de un cubilete a otro las ideas. Lo que élno podía sufrir era que se le tuviese por hombre vulgar, por uno detantos. Hasta las acciones más triviales y comunes, si eran suyas,quería que pasasen por actos deliberadamente admirables y que en nada separecían a lo que hace todo el mundo. Rápidamente, con aquella prestezade juicio del artista improvisador, hizo su composición, y allá te vanlas confidencias... Jacinta se había de quedar tamañita. Ya vería ellaqué marido tenía, qué ser superior, qué persona tan extraordinaria. Hayuna moral gruesa, la que comprende todo el mundo, incluso los niños ylas mujeres. Hay otra moral fina, exquisita, inapreciable para el vulgo:es la que sólo pueden gustar los paladares muy sensibles...

Vamos allá.

«Preparémonos a oír tus papas» dijo ella.

—De todo lo que has dicho, parece deducirse que yo soy un miserable,un cualquiera, uno de tantos. Pues ahora lo veremos. He guardado reservacontigo, porque creí que no me comprenderías. Veremos si me comprendesahora. Es cierto que hace dos meses, me encontré otra vez a...

—Haz el favor de no nombrarla—suplicó Jacinta con viveza—. Ese nombreme hace el efecto de la picadura de una víbora.

—Bueno, pues voy al grano... Encontrémela casada.

—¡Casada!—Sí, con un simple. La metieron en un convento, la casarondespués como por sorpresa... Chica, una historia de intrigas, violenciasy atrocidades que horroriza.

—¡Pobre mujer!—exclamó ella, respondiendo al intento de Juan, queempezaba por hacer a la otra digna de lástima—. Pero bien merecido leestá por su mala conducta.

—Espérate un poco, hija. Mujer tan desgraciada no creo que haya nacido.

—Ni más mala tampoco.—Sobre eso hay mucho que decir. No es maldad loque hay en ella, es falta de ideas morales. Si no ha visto nunca más quemalos ejemplos; ¡si ha vivido siempre con tunantes...! Yo pongo en sulugar a la mujer más perfecta, a ver lo que hacía. No, no es lo quecrees. Digo más, sería muy buena, si la dirigieran al bien. Pero haztecargo: después de andar de mano en mano, este la coge, este la suelta,la casan con un hombre que no es hombre, con un hombre que no puede sermarido de nadie...

Jacinta abrió la boca; tan grande era su pasmo.

«Y ese majadero la martirizaba de tal modo desde el primer día dematrimonio, que la infeliz, prefiriendo la libertad en la ignominia auna esclavitud insoportable, se escapa de la casa, y se echa otra vez ala calle, como en sus peores tiempos. En esto me encuentra y me pideamparo».

Jacinta no había cerrado todavía la boca.

«En tal situación—prosiguió Juan, hallándose ya en plena posesión de sutesis y con los cubiletes en la mano—, yo te planteo el problema ati... vamos a ver... Figúrate que eres hombre; figúrate que teencuentras delante de aquella infeliz mujer, que te pide socorro, unadefensa contra la miseria y la deshonra, y al verla delante, tú tereconoces autor de todas sus desdichas, porque tú la perdiste, porque deti le vienen todos sus males. Yo quiero que me digas con lealtad quéharías, qué harías tú en este trance. Pero cierra ya esa boca; basta yade asombro y contéstame».

—Pues yo... ¿qué haría? Echar mano al bolsillo, darle cuatro o cincoduros, y marcharme a mi casa.

—Esa fue mi primera idea. Pero ciertas deudas, señora mía—dijo SantaCruz triunfante—, no se saldan con cuatro ni con cinco duros.

—Pues mil, dos mil, cien mil reales, vamos.

—Tampoco. Yo pensé que debía poner a aquella infeliz en camino deadquirir una posición decente y estable. Buscarle un marido, no podíaser; estaba casada. Procurarle una manera de vivir con independencia yhonradez... ¡ah!, esto es muy difícil. No tiene educación; no sabetrabajar en nada que produzca dinero. No hay para ella más recurso quecomer de su belleza.

Pero en esto mismo hay distintos grados deignominia. No empieces a hacerte cruces, hija. Las cosas hay quetomarlas como son; otra cosa es empeñarse en sostener una filosofíacursi. Yo le dije: «bueno, pues te pongo una casa, y arréglatelas comopuedas...». No, si no es para que hagas tantas cruces, lo repito. Hayque ponerse en la realidad, niñita. No mires esto con ojos de mujer;ponte en mi caso; figúrate que eres hombre...

—Estoy asombrada de la vuelta que le das a tus caprichos, y de lo bienque te las compones para hacer pasar por protección desinteresada lo queen realidad es amor que tenías o tienes a esa maldita.

—Pues a eso voy ahora. Aquí te quiero ver... Atención. Yo te juro queno despertaba en mí ni el amor más insignificante, ni tan siquiera uncapricho de momento. No hay ejemplo de una frialdad como la que yosentía ante ella. Bien me lo puedes creer. No sólo no me inspirabapasión, sino que hasta me repugnaba.

—Eso—dijo la esposa—, que te lo crea otro, que lo que es yo...

—¡Qué tonta eres! Tu incredulidad nace de la idea equivocada que tienesde esa mujer. Te la has figurado como un monstruo de seducciones, comouna de esas que, sin tener pizca de educación ni ningún atractivo moral,poseen un sin fin de artimañas para enloquecer a los hombres yesclavizarles volviéndoles estúpidos. Esta casta de perdidas que enFrancia tanto abunda, como si hubiera allí escuela para formarlas,apenas existe en España, donde son contadas... todavía, se entiende,porque ello al fin tiene que venir, como han venido los ferrocarriles...Pues digo que Fortunata no es de esas, no posee más educación que lacara bonita; por lo demás, es sosa, vulgar, no se le ocurre ningunapicardía de las que trastornan a los hombres; y en cuanto a formas... nohablo del cuerpo y talle... sigue tan tosca como cuando la conocí. Noaprende; no se le pega nada. Y como para todo se necesita talento, unaespecialidad de talento, resulta que esa infeliz que tanto te da quepensar, no sirve absolutamente para diablo,

¿me entiendes? Si todasfueran como ella, apenas habría escándalos en el mundo, y losmatrimonios vivirían en paz, y tendríamos muchísima moralidad. En unapalabra, chiquilla, no hay en ella complexión viciosa; tiene todo elcorte de mujer honrada; nació para la vida oscura, para hacer calceta ycuidar muchachos.

Al llegar aquí Juan se asustó, creyendo que se le había ido un poco lalengua, y cayó en la cuenta de que si Fortunata era como él decía, si notenía complexión viciosa, mayor, mucho mayor era la responsabilidad deél por haberla perdido. Jacinta hubo de pensar esto mismo, y no tardó enmanifestárselo. Pero el prestidigitador acudió a defender la suerte conla presteza de su flexible ingenio.

«Es verdad—le dijo—, y esto aumentaba mis remordimientos. No tenía másremedio que hacer en obsequio suyo lo que no habría hecho por otra.Ponte tú en mi caso, figúrate que eres yo, y que te ha pasado todo loque me ha pasado a mí. Puedes hacerte cargo de mi tormento, y de lo queyo sufriría teniendo que considerar y proteger, por escrúpulo deconciencia, a una mujer que no me inspira ningún afecto, ninguno, y queúltimamente me inspiraba antipatía, porque Fortunata, créelo como elEvangelio, es de tal condición, que el hombre más enamorado no laresiste un mes.

Al mes, todos se rinden, es decir, echan a correr...».

Jacinta había empezado a dar pataditas, haciendo saltar el edredón quea los pies tenía. Era su manera de expresar la alegría bulliciosa cuandoestaba acostada. Porque siendo verdad lo que Juan decía, la temida rivalera como los espantajos puestos en el campo, de los cuales se ríen hastalos pájaros cuando los examinan de cerca. Pero aún le quedaba una duda,¿Era aquello verdad o no? Para mentira estaba demasiado bien hiladito.

—¿Y ella te quiere todavía?—preguntó con la picardía de un juez deinstrucción.

El esposo se hizo repetir la pregunta, sin otro objeto que retrasar larespuesta, que debía ser muy pensada.

—Pues te diré... que sí. Tiene esa debilidad. Otras mujeres, las decomplexión viciosa, son en sus pasiones tan vehementes comoinconstantes. Pronto olvidan al que adoraron y cambian de ilusión comode moda. Esta no.

—Esta no—repitió Jacinta, asustada de ver a su enemiga tan distinta decomo ella se la figuraba.

—No. Ha dado en la tontería de quererme siempre lo mismo, como antes,como la primera vez. Aquí tienes otra cosa que me anonada, que me obligaa ser indulgente. Ponte en mi lugar, hija. Porque si yo viera quecoqueteaba con otros hombres, anda con Dios. Pero si no hay quien laapee de una fidelidad que no viene al caso. ¡Fiel a mí! ¿a santo de qué?¡Te aseguro que me ha hecho cavilar más esa sosona! Ha pasado portantas manos, y siempre fiel, consecuente como un clavo, que se estádonde le clavan. Ni el deshonor, ni el matrimonio la han curado de estamanía.

¿No te parece a ti que es manía?

A Jacinta le acudieron tantas ideas a la mente, que no sabía con cuálquedarse, y estaba perpleja y muda.

«¡Hay tantos—exclamó Santa Cruz en el tono que se da a las cosas muyfilosóficas—, hay tantos a quienes hace infelices la inconstancia delas mujeres, y a mí me hace padecer una fidelidad que no solicito, queno me hace falta, que no me importa para nada!».

Jacinta dio un gran suspiro.—Pero al tener conciencia, el tener unsentido moral muy elevado—añadió el Delfín dominando la suerte—, comolo tengo yo, me ha puesto en una situación equívoca frente a ti. Yonecesitaba darte explicaciones. Ya te las he dado, y por ellas habrásvisto que no se debe juzgar los actos de los hombres por lo que parece,sino que es preciso ir al fondo, hija, al fondo de las cosas. ¿Con quete vas enterando? A lo mejor se lleva uno cada chasco... ¡Cuántas vecespensamos mal de un sujeto, fundándonos en hablillas del vulgo o encualquier dato inseguro, como por ejemplo, un pelo, un botón!... ydespués de mirar bien el hecho, ¿qué resulta?, que no basta paramuestra un botón, que el que se cuelga de un cabello se cae; en unapalabra, niña mía, que lo aparentemente deshonroso puede no serlo, y quela realidad, en vez de arrojar vergüenza sobre el sujeto, lo que hace esenaltecerlo y quizás honrarle.

—Poco a poco—dijo la esposa prontamente—, que para mí sigue siendoturbio. Me parece que en todo lo que has dicho hay demasiadacomposición. No me fío yo, no me fío, porque para fabricar estos arcostriunfales de frases y entrar por ellos dándote mucho tono, te pintas túsolo. Lo cierto es que le has puesto la casa, la has visitado y te hasdivertido en grande con ella. ¡Vaya una conciencia la tuya, vaya unamanera de pagarle su fidelidad, tirando por el suelo la que me debes amí!... ¿Qué moral es esta? No escamotees la verdad. Esa mujer es unabribona, y tú serías un simple si no fueras también un solemnísimopillo.

—Párese usted un poco, camaraíta—replicó Santa Cruz algodesconcertado—. ¿Qué palabras usaré yo para pintarte la situación enque me encontraba? Es que el caso es de los más raros que se puedenofrecer... Para que veas que soy sincero y leal, te diré que hubo en míalgo de flaqueza, sí, flaqueza que nacía de la compasión. No tuve valorpara resistir a las... ¿cómo diré?... a las sugestiones apasionadas dequien tiene por mí una idolatría que yo no merezco.

Pero te juro que lo hice sin ilusión, con fastidio, como el que cumpleun deber, pensando en mi mujer, viéndote a ti más que a la que tan cercatenía, y deseando que aquella comedia concluyera.

Ambos estuvieron callados un mediano rato. ¿Creía Jacinta aquellascosas, o aparentaba creerlas como Sancho las bolas que D. Quijote lecontó de la cueva de Montesinos? Lo último que Juan dijo fue esto:«Ahora juzga tú como te parezca bien lo que acabo de confesarte, ycompara lo bueno que hay en ello con lo malo que habrá también. Yo meentrego a ti».

—Romper, romper para siempre toda clase de relaciones con esa calamidades lo que importa—manifestó la Delfina inquietísima, dando vueltas enel lecho—. Que no la veas más, que ni siquiera la saludes si te laencuentras por la calle... ¡Oh, qué mujer!, es mi pesadilla.

—Da por hecho el rompimiento, pero definitivo, absoluto. Lo deseo tantocomo tú; me lo puedes creer.

Lo decía con tal expresión de ingenuidad, que Jacinta sintió grandealegría.

«Sí, hija, no aguanto más. Que se vaya con su constancia a los quintosinfiernos».

—¿Y si da en perseguirte?—Seré capaz hasta de recurrir a la policía.

—¿De modo que no vuelves más a esa casa?... Di que no vuelves, dime queno la quieres.

—¡Bah! Demasiado lo sabes. No volveré más que a despedirme.

—No; escríbele una carta. Las despedidas cara a cara no son buenas pararomper.

—Haré lo que tú quieras, lo que tú me mandes, niñita de mi alma,monísima... más salada que el terrón de los mares.

-IV-

A la siguiente mañana, Jacinta se levantó muy gozosa, con losespíritus avispados, y muchas ganitas de hablar y de reír sin motivoaparente. Barbarita, que entró de la calle a las diez, le dijo:

«¡Quéretozona estás hoy!... Oye. Al volver de San Ginés, me encontré conManolo Moreno, que llegó ayer de Londres. Le he convidado a almorzar».

Jacinta fue a su tocador. Aún dormía su marido, y ella se empezó aarreglar. A poco entró una visita, que Jacinta recibió en su gabinete.Era Severiana, que dos veces por semana llevaba a Adoración a que laviese su protectora. Ya se sabe que la Delfina, no pudiendo adoptar al Pituso y tomarlo por hijo, y sintiendo más fuerte e imperioso en sualma el anhelo de la maternidad, dio en proteger a la preciosísima ycariñosa hija de Mauricia la Dura. Para Jacinta no había goce más grandey puro que acariciar un pequeñuelo, darle calor y comunicarle aquelsentimiento de bondad que se desbordaba de su alma. Agradábale tanto laniña aquella, que se la habría llevado consigo si sus suegros y sumarido lo permitieran; pero no siendo posible esto, se consolabavistiéndola como una señorita, pagándole el colegio y pasando un ratitocon ella.

Gozaba en ver su belleza, en aspirar la fragancia de suinocencia y en examinarla para cerciorarse de sus adelantos.

«Hola, ven acá, mujer, dame un beso y un abrazo» le dijo la señorita,atrayéndola a sí con maternal cariño.

Adoración se frotó bien la cara y el cuerpo contra la cintura y falda desu protectora.

«Dice que lo que le pide a la Virgen—declaró Severiana con esaadulación de los humildes muy favorecidos y que aún quieren serlo más—,es no separarse nunca, nunca de la señorita...

para estarla mirandosiempre».

—Ya sé que me quiere mucho, y yo la quiero a ella, si es buena yestudia. ¡Qué elegante estás!... No te había visto el vestido nuevo.

—Anoche soñaba con la ropa nueva—dijo Severiana—, y ayer, cuando sela puso, no hacía más que mirarse al espejo. Si la tocábamos ¡ay!, nosquería pegar... Lo que ella deseaba era que la señorita la viera tanmaja, ¿verdad, rica?

—No me gusta tanto afán por las composturas. Ahora lo que yo quiero esver qué tal andan esas lecciones... Hoy no tengo tiempo de hacerpreguntas; pero otro día, el jueves, veremos cómo está ese catecismo.

—¡Ah!, señorita, se lo sabe de corrido. Nos tiene mareados con lo quehicieron aquellos que se comían el maná y lo de Noé en el arca, contantos animales como metió en ella. ¿Pues y leer? Lee mejor que mimarido.

—Eso me gusta... El mes que entra la pondremos en un colegio, interna.Ya es grandecita... es preciso que vaya aprendiendo los buenosmodales... su poquito de francés, su poquito de piano...

Quiero educarlapara maestrita o institutriz, ¿verdad?

Adoración la miraba como en éxtasis.

«¿Y esa mujer?» preguntó luego Jacinta a Severiana, refiriéndose a lamadre de Adoración.

«Señora, no me la nombre. A poco de salir de las Micaelas, parecía algoenmendada. Volvió a correr pañuelos de Manila y algunas prendas; estabaen buena conformidad; pero ya la tenemos otra vez en danza con elmaldito vicio. Anteanoche la recogieron tiesa en la calle de laComadre...

¡Qué vergüenza...!».

Jacinta hizo un gesto de pena. «¡Pobrecita mía!» exclamó abrazando másestrechamente a su protegida.

—Por esto—añadió la otra—, yo quería hablar a la señorita para ver sidoña Guillermina tenía proporción de meterla en cualquier parte donde lasujetaran. En las Micaelas no puede ser, a cuento de que allí latuvieron que echar por escandalosa... Pero bien la podrían poner, si amano viene, en un hospicio, o casa de orates, al menos para que no dieramalos ejemplos.

—Veremos...—dijo distraída Jacinta levantándose, porque había oído elrepique del timbre con que su marido llamaba.

Faltaba algo antes de que Adoración se despidiera. Su protectora le dabasiempre una golosina, y aquel día hubo de olvidarse. Quedose parada laniña en medio del gabinete aun después de los últimos besos de ladespedida. Jacinta cayó en la cuenta de su distracción. «Espérate unmomento». A poco volvió con lo que la chiquilla deseaba, y repetida larecomendación de portarse bien y estudiar mucho, acompañolas hasta lapuerta. Cuando Severiana y su sobrinita salían, entraba Moreno-Isla, yJacinta que le vio subir, se detuvo en el recibimiento. Subía despacio yjadeante, a causa de la afección al corazón que padecía. Estaba muyenvejecido, de mal color, y con más aire extranjero que antes.

«¡Oh, puerta del paraíso!, ¡qué manos te abren...! Dispense usted... Mecanso horriblemente»

dijo Moreno, saludándola con tanta urbanidad comoafecto.

Estupiñá, que entraba detrás, le echó también un gran saludo a D.Manuel, permitiéndose abrazarle, porque eran antiguos amigos.

«Estás hecho un pollo» le dijo Moreno, palmoteándole en los hombros.

—Vamos tirando... ¿Y usted...?

—Así, así.—¡Siempre por esas tierras de extranjis!... Caramba, tambiénes gusto, teniendo aquí tantos que le quieren bien...

El forastero le contestó con la benevolencia un tanto fría que sabenemplear los superiores bien educados. Separáronse en el pasillo, porqueEstupiñá tenía que ir hacia el comedor. Moreno siguió a Jacinta hasta elsalón y de allí al gabinete.

«No me había dicho Guillermina que estaba usted en Madrid. Lo supe hoypor mamá» dijo ella por decir algo.

—¿Guillermina? ¡Buena tiene ella la cabeza para acordarse deanunciarme! ¿Sabe usted que cada vez que vengo a España me la encuentromás tocada? Ayer, cuando entré en casa, lo primero que hizo, mientras mesaludaba, fue un registro de todos los bolsillos de mi ropa.

Medesplumó. Lo que yo decía: «apenas se pone el pie en España, no se da unpaso sin tropezar con bandoleros». Ahora pretende que entre todos losparientes le hagamos un piso... friolera.

—¡Pobrecilla! Es una santa. Llegó entonces D. Baldomero, anunciándoseantes de entrar con estas alegres voces: «¿En dónde está eseanti-patriota?». Cuando apareció en la puerta, con los brazos abiertos,fue Moreno a dejarse estrechar en ellos.

«Bien, padrino; está usted hecho un muchacho».

—¿Y tú, perdido? Me dijeron que estabas algo delicado.

—Me canso horriblemente—replicó el forastero, tocándose el corazón—.Algo aquí... Pero dicen que es nervioso.

—Sí, sí, nervioso—afirmó Santa Cruz como si tuviera en el dedillo todala medicina.

—Nervioso, claro—repitió Jacinta; y Barbarita, que a la sazón entraba,también dijo: «¿Qué ha de ser sino nervioso...?».

—Vaya, vaya con este perdis—decía D. Baldomero mirando mucho a suamigo y pariente y no atreviéndose a decir que le encontraba muydesmejorado—. Siempre tan extranjerote.

—No quiere nada con nosotros—dijo Barbarita, examinándole la ropa—.Mira, mira que levita gris cerrada... y botines blancos... Pero, Manolo,¡qué zapatones usan por allá! Esos guantes pasarían aquí por guantes decochero.

Moreno se echó a reír. Su persona tenía tal aire inglés, que quien leviera, tomaríale por uno de esos lores aburridos y millonarios que andanpor el mundo sacudiéndose la morriña que les consume. Hasta cuandohablaba desmentía, no por afectación, sino por hábito, su progenieespañola, porque arrastraba un poco las erres y olvidaba algunosvocablos de los menos usuales. Se había educado en el célebre colegio deEton; a los treinta años volvió a Inglaterra y allí vivía de continuo,salvo las cortas temporadas que pasaba en Madrid. Poseía el arte de labuena educación en su forma más exquisita, y una soltura de modales quecautivaba. Era ahijado de D. Baldomero I, y por esto seguía llamando padrino a D. Baldomero II.

—Ya saben ustedes que no transijo con la patria—dijo sonriendo—.Mientras más la visito, menos me gusta. Por respeto a mi padrino, no meatrevo a decir más.

Los gustos extranjeros de aquel hombre y el desamor que a su patriamostraba, eran ocasión de empeñadas reyertas entre él y D. Baldomero,que defendía todo lo del Reino con sincero entusiasmo. A veces perdíalos estribos el buen español, sosteniendo que en todo lo de fuera haymucho de farsa, y Moreno, extremando sus antipatías, sostenía que enEspaña no hay más que tres cosas buenas: la Guardia Civil, las uvas dealbillo y el Museo del Prado.

«Vamos a ver—dijo D. Baldomero con alegría, que le retozaba en lacara—. ¿Qué me dices del Rey que hemos traído? Ahora sí que vamos aestar en grande. Verás cómo prospera el país y se acaban las guerras».

—Es guapo chico. Varios españoles residentes en Londres le acompañamosen el tren hasta Dover. Yo le regalé un magnífico reloj... Es muydespejado chico, pero muy despejado. ¡Lástima de Rey! Yo le dije:«Vuestra Majestad va a gobernar el país de la ingratitud; pero VuestraMajestad vencerá a la hidra». Esto lo dije por cortesía; pero yo no creoque pueda barajar a esta gente. Él querrá hacerlo bien; pero falta quele dejen.

En esto entró Juan, y él y su pariente se dieron los abrazos deordenanza. Para ponerse a almorzar no faltaba más que Villalonga.

«¿Pero qué?—dijo el Delfín—, ¿le esperamos? Sabe Dios a qué horavendrá. Anoche se retiraría a las tres de la tertulia del Ministro de laGobernación, y estará todavía en la cama».

Acordaron, pues, no aguardar más, y durante el cordial almuerzo, quequieras que no, la conversación versó sobre si en España es todo malo, osi en Francia e Inglaterra es de buena ley todo lo que admiramos.Moreno-Isla no cedía una pulgada de terreno antipatriótico en que suterquedad se encerraba.

«Miren ustedes... hablando ahora con toda seriedad—dijo, después deapurar bien el tema de las comidas, y pasando a ciertas ideas de culturageneral—. Yo he hecho una observación que nadie me desmentirá. Desdeque se pasa la frontera para allá y se entra en Francia, no le pica austed una pulga». (Risas).

«¡Pero qué tendrán que ver las pulgas...!».

—¿Y sostienes tú que en Francia no hay pulgas?

—No las hay, créame usted, padrino, no las hay. Es un resultado delaseo general, de la limpieza de las casas y de las personas. Vaya usteda San Sebastián. Se lo comen vivo...

—Hombre, por Dios, ¡qué argumentos!...

Sonó la campanilla. «¡Ahí está!» dijeron todos, y Barbarita miró allugar vacío que estaba destinado a Villalonga en la mesa. Este entró muyalegre, saludando a la familia, y dando un apretón de manos a Moreno.

«Indulgencia, señora. He venido volando por no hacerme esperar».

—Amigo, desde que está usted en candelero, no hay quien le vea. ¡Quécaro se cotiza!

—Es que no me dejan vivir. Anoche duró el jubileo hasta las tres.Doscientas personas entrando y saliendo. Y que no pretenden nada...

—Preparando las elecciones, ¿eh?

—¡Oh!, pues si pasamos al terreno político...—indicó Moreno.

—No, no pases—replicó Santa Cruz—. En ese terreno concedo, concedo...

Después hubo debate sobre quesos, diciendo D. Baldomero que los delReino son también muy buenos. Luego tratose de las casas, que Morenocalificó de inhabitables. «Por eso todo el mundo vive en la calle».

«Pues mire usted—dijo Villalonga—: las casas serán todo lo malas queusted quiera; pero hay en las del extranjero una costumbre que malditala gracia que tiene. Me refiero a la falta de maderas en los balcones yventanas, por lo cual entra la luz desde que Dios amanece, y no puedeusted pegar los ojos».

—¿Pero usted cree que por allá hay alguien que se esté durmiendo hastael medio día?

Sobre esto se habló mucho, y el forastero sacó a relucir otras cosas.«Yo de mí sé decir que cuando paso la frontera para acá recibo las mástristes impresiones. Habrá algo que admirar; a mí se me esconde, y noveo más que la grosería, los malos modos, la pobreza, hombres queparecen salvajes, liados en mantas; mujeres flacas... Lo que más mechoca es lo desmedrado de la casta.

Rara vez ve usted un hombrachónrobusto y una mujer fresca. No lo duden ustedes, nuestra raza está malalimentada, y no es de ahora; viene pasando hambres desde hace siglos...Mi país me es bastante antipático, y desde que me meto en el