En Viaje (1881-1882) by Miguel Cané - HTML preview

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constante.

Entretanto

el

Perú,

cuya

jurisdicciónalcanzaba hasta las provincias septentrionales de la Argentina, Quito,el virreinato de Santa Fe, la capitanía general de Venezuela, eranteatro de las horribles escenas suscitadas por la codicia gigante de losreyes de España, tan ferozmente secundada por sus agentes.

La suerte de Venezuela fue más triste aun que la del Perú; vendida esaregión por Carlos V, en un apuro de dinero, a una compañía alemana,viéronse aparecer sobre el suelo americano aquellos bárbaros germanosque se llamaron Alfinger, Seyler, Spira, Federmann, Urre; y que noencontrando oro a montones, según soñaban, vendían a los indios comoesclavos para Cuba y Costa Rica, llegando Alfinger hasta alimentar a sussoldados con la carne del infeliz indígena. En aquellas bárbarascorrerías que duraban cuatro y cinco años, desde las orillas del marCaribe a las más altas mesetas andinas, la marcha de los conquistadoresquedaba grabada por huellas de incendio y de sangre. Fue en una de esasexcursiones gigantescas que el viajero moderno, recorriendo las mismasregiones con todos los elementos necesarios, apenas alcanza acomprender, dónde Federmann, partiendo de Maracaibo y recorriendo lasllanuras de Cúcuta y Casanare, mortales aun en el día, apareció en loalto de la sabana de Bogotá, a 2.700 metros sobre el nivel del mar, altiempo que Benalcázar, salido de Quito, plantaba sus reales en la parteopuesta de la planicie, formando simultáneamente el triángulo Quesadaque, después de remontar el Magdalena, había trepado, con un puñado dehombres, las tres gradas gigantes que se levantan entre el río y laaltiplanicie. ¡Cómo tenderían ávidos los ojos los tres conquistadoressobre la sabana maravillosa donde pululan millares de chipchas,entregados a la agricultura, tan desarrollada como en el Perú!...

Fue en Venezuela, en aquella costa de Cumaná, de horrible memoria, dondese levantó la voz de Las Casas, llena de sentimiento de humanidad másprofundo. El que haya leído el libro del sublime fraile, que es elcomentario más noble del Evangelio que se haya hecho sobre la tierra,sabe que ningún pueblo de la América ha sufrido como aquél.

Más tarde, la independencia, pero la independencia a la manera del AltoPerú, con sus desolaciones intermitentes, con sus Goyeneche, con suCochabamba, con los cadalsos de Padilla, de Warnes, etc.

Es aquí donde la lucha tomó sus caracteres más sombríos y salvajes; esaquí donde Monteverde, Boves, el asombroso Boves, aquella mezcla devalor indomable, de tenacidad de hierro y de inaudita crueldad, Morales,y al fin Murillo, el émulo de Bolívar, arrasaban, como en las escenasbíblicas, los pueblos y los campos y pasaban al filo de la espadahombres, mujeres, niños y ancianos. Es aquí donde el Libertador lanzó eldecreto de Trujillo, la guerra a muerte, sin piedad, sin cuartel, sinley. Leer esa historia es un vértigo; cada batalla, en que brilla lalanza de Páez, de Piar, Cedeño y mil otros, es un canto de Homero; cadaentrada de ciudad es una página de Moisés. Caracas es saqueada variasveces, y en medio de la lucha se derrumba sobre sí misma, al golpe delterremoto de 1812. Sus hijos más selectos están en los ejércitos o en latumba; pocos de los que se inmortalizaron en la cumbre de San Mateo,alcanzaron a ver el día glorioso de Carabobo.

Si alguna vez ha podido decirse con razón que la lucha de laindependencia fue una guerra civil, es refiriéndose a Venezuela yColombia. De llaneros se componían las hordas de Boves y Morales, asícomo las de Péez y Saraza. El empuje es igual, idéntica la resistencia.La disciplina, los elementos bélicos, están del lado de España; pero losamericanos tienen, además de su entusiasmo, además de los hábitos devida dura, jefes como Bolívar, Piar, Urdaneta, Páez y más tarde Sucre,Santander, etc.

¿Crueldad? Idéntica también, pese a nosotros. Aldegüello respondía el degüello, a la piedad, rara, rara vez la piedad.El batallar continuo, la vista de la sangre, la irritación por elhermano muerto, inerme, exaltaban esos organismos morales hasta lalocura. Bolívar hace sus tres campañas fabulosas y a lomo de mularecorre Venezuela en todas direcciones, hace varias veces el viaje deCaracas a Bogotá, de Bogotá a Quito, al Perú, ¡a los confines deBolivia! Veinte veces ha visto la muerte ya en la batalla, ya en elbrazo de un asesino. Páez combate como combatía Páez, en primera fila,enrojecida la lanza hasta la cuja, en ¡ciento trece batallas! ¿Quésoldado de César o de Napoleón podría decir otro tanto?...

Como resultado de una guerra semejante, la destrucción de todas lasinstituciones coloniales, más o menos completas, pero instituciones alfin, el abandono absoluto de la industria agrícola y ganadera, elenrarecimiento de la población, la ruina de los archivos públicos, ladesaparición de las fortunas particulares, la debilitación profunda detodas las fuerzas sociales. Recuérdese nuestra lucha de laindependencia; jamás un ejército español pasó al sur de Tucumán; jamásen nuestros campos reclutaron hombres los realistas. Más aún: en mediode la lucha se observaban las leyes de la guerra, y después de nuestrosdesastres, como después de nuestros triunfos, el respeto por la vida delvencido era una ley sagrada. Ni las matanzas de Monteverde y Boves sehan visto en tierra argentina, ni sobre ella ha lanzado sus fúnebresresplandores el decreto de Trujillo.

Después... la triste noche de la anarquía cayó sobre nosotros.

La guerracivil con todos sus horrores, Artigas, Carreras, Ramírez, López; mástarde, Quiroga, Rosas, Oribe, acabaron de postrarnos. Pero Venezuelatomó también su parte en ese amargo lote de los pueblos que seemancipan. Nuestros dolores terminaron en 1852 y pudimos aprovechar lamitad de este siglo de movimiento y de vida para ingresar con energía enla línea de marcha de las naciones civilizadas. Hasta 1870 Venezuela hasido presa de las discordias intestinas. ¡Y qué guerras! La lucha de laindependencia hizo escuela; en las contiendas fratricidas, el partidariovivió sobre el bien del enemigo, y al fin, la riqueza pública enteradesapareció en la vorágine de sangre y fuego. Llegad a una habitación delas campañas venezolanas y llamad: en la voz que os responde, notáis aúnel ligero temblor de la inquietud vaga y secreta, y sólo gira la puertapara daros entrada, cuando habéis contestado con tranquilo acento:«¡Gente de paz! »[6].

¡Gente de paz! He ahí la necesidad suprema de Venezuela. El sueño estávirgen aún: sus montañas repletas de oro, sus valles húmedos de saviavigorosa, las faldas de sus cerros ostentan al pie el plátano y elcocotero, el rubio maíz en sus declives y el robusto café en lascumbres.

¡Gente de paz! El pueblo es laborioso, manso, dócil, honradoproverbialmente. ¡Dejadle trabajar, no lo cercenéis con el cañón o conla espada, hacedlo simpático a la Europa, para que la emigración vengaespontáneamente a mezclarse con él, a enseñarle la industria y vigorizarsu sangre!

¡Gente de paz para los pueblos de América! Aquellos tiempos pasaron:pasó la conquista, pasó la independencia, y la América y la España setienden hoy los brazos a través de los mares, porque ambas marchan porla misma senda, en pos de la libertad y del progreso. Tomo dos frases enlos Opúsculos, de Bello, la primera sobre la conquista, la segundasobre la independencia, que, en mi opinión, concretan y formulan eljuicio definitivo de los americanos que piensan y meditan sobre esos dosgraves acontecimientos:

«No tenemos la menor inclinación a vituperar la conquista.

Atroz o noatroz, a ella debemos el origen de nuestros derechos y de nuestraexistencia, y mediante ella vino a nuestro suelo Aquella parte de lacivilización europea que pudo pasar por el tamiz de las preocupaciones yde la tiranía de España»[7].

«Jamás un pueblo profundamente envilecido ha sido capaz de ejecutar losgrandes hechos que ilustraron las campañas de los patriotas. El queobserve con ojos filosóficos la historia de nuestra lucha con lametrópoli, reconocerá sin dificultad que lo que nos ha hecho prevaleceren ella, es cabalmente el elemento ibérico. Los capitanes y las legionesveteranas de la Iberia transatlántica fueron vencidos por los caudillosy los ejércitos improvisados de otra Iberia joven que, abjurando elnombre, conserva

el

aliento

indomable

de

la

antigua.

La

constanciaespañola se ha estrellado contra sí misma»[8].

He ahí cómo debemos pensar respecto a la España, abandonando los temasretóricos, las declamaciones ampulosas sobre la tiranía de la metrópoli,sobre su absurdo sistema comercial, que le fue más perjudicial que anosotros mismos, y recordando sólo que la historia humana gravita sobrela solidaridad humana. El pasado es una lección y no una fuente deeterno encono.

La ciudad de Caracas está situada en el valle que lleva su nombre y quees uno de los más bellos que se encuentran en aquellas regiones. Bajo unclima templado y suave, la naturaleza toma un aire tal de lozanía, queel viajero que despunta por la cumbre de Avila, cree siempre hallarse enel seno de una eterna primavera. El verde ondulante de los vastosplantíos de caña, claro y luminoso, contrasta con los reflejos intensosde los cafetales que crecen en la altura. Dos o tres imperceptibleshilos de agua cruzan la estrecha llanura, y aunque el corte de loscerros sobre el horizonte es algo monótono, hay tal profusión de árbolesen sus declives, la baja vegetación es tan espesa y compacta, que lamirada encuentra siempre nuevas y agradables sensaciones ante el cuadro.

La ciudad, como todas las americanas fundadas por los españoles, es decalles estrechas y rectangulares. Sería en vano buscar en ellas lossuntuosos edificios de Buenos Aires o Santiago de Chile; al mismo tiempoque las conmociones humanas han impedido el desarrollo material, lossacudimientos intermitentes de la tierra, temblando a cada borrasca queagita las venas de la montaña, hacen imposibles las construccionesvastas y sólidas. Todo es allí ligero, como en Lima, y el aspectointerior de las casas, sus paredes delgadas, sus tabiques tenues,revelan constantemente la temida expectativa de un terremoto. Durante mipermanencia en Caracas tuve ocasión de observar uno de esos fenómenos alos que el hombre no puede nunca habituarse y que hacen temblar loscorazones mejor puestos. Leía, tendido en un sofá de mi escritorio y enel momento en que García Mérou se inclinaba a mostrarme un pasaje dellibro que recorría; se lo vi vacilar entre las manos, mientras sentíaen todo mi cuerpo un estremecimiento curioso. Nos miramos un momento,sin comprender, el tiempo suficiente para que los techos, cayendo sobrenosotros, nos hubieran reducido a una forma meramente superficial.Cuando notamos que la tierra temblaba, corrimos, primero al jardín; perovenciendo la curiosidad, salimos a la calle y observamos a todo el mundoen las puertas de sus casas; caras llenas de espanto, gente que corría,mujeres arrodilladas, un pavor desatentado vibrando en la atmósfera. Unao dos paredes de nuestra casa se rajaron, y aunque sin peligro paranosotros, no así para aquellos que la habiten en el momento de larepetición del fenómeno.

La ciudad, en sí misma, tiene un aspecto sumamente triste, sobre todopara aquellos que hemos nacido en las llanuras y que no podemoshabituarnos a vivir rodeados de montañas que limitan el horizonte entodos sentidos y parecen enrarecer el aire.

Hay, sin embargo, dos puntosque podrían figurar con honor en cualquier ciudad europea: la plazaBolívar, perfectamente enlosada, con la estatua del Libertador en elcentro, llena de árboles corpulentos, limpia, bien tenida, deliciosositio de recreo para pasar un par de horas oyendo la música de laretreta, y el Calvario.

El Calvario es un cerro pintoresco y poco elevado, a cuyo pie seextiende Caracas. En todas las guerras civiles pasadas, la fracción queha conseguido hacerse dueña del Calvario, lo ha sido inmediatamente dela ciudad. De allí se domina Caracas por completo, y ni un pájaro podríajactarse de contemplarla más cómodamente que el que se encuentra en ellindo cerro.

Se sube en carruaje o a pie, por numerosos caminos en zigzags, muy bientenidos, rodeados de árboles y plantas tropicales, hasta llegar a lameseta de la altura, donde, en el centro de un jardín frondoso, selevanta la estatua del general Guzmán Blanco, actual presidente de losEstados Unidos de Venezuela. Se nota en todos los trabajos del Calvariola ausencia completa de un plan preconcebido; parece que se han idotrazando caminos a medida que las desigualdades del terreno lopermitían. Aquí una fuente, más adelante un banco cubierto de bambúsrumorosos, allí una gruta, y por todas partes flores, agua corriendo conruido apagado, silencio delicioso, vistas admirables y un ambientefresco y perfumado. A pesar del cansancio de la subida, pocos han sidolos días que he dejado de hacer mi paseo al pintoresco cerro. Siempresolo, como el Santa Lucía en Santiago de Chile, como la Exposición enLima, como el Botánico en Río, como el Prado en Montevideo, como Palermoen Buenos Aires. Sólo los domingos, los atroces y antipáticos domingos,se llenaba aquello de gente, paqueta, prendida con cuatro alfileres,oliendo a pomada y suspirando por la hora de volver a casa y sacarse elbotín ajustado. Nunca fui un domingo; pero las tardes serenas de entresemana, la quieta y callada soledad, el sol tras el Avila, sonriente enla promesa del retorno, las mujeres del pueblo trepando lentamente abuscar el agua pura de la fuente, para bajar más tarde con el cántaro enla cabeza como las hijas del país de Canaán, los pájaros armoniosos,buscando a prisa sus nidos al caer la noche, el camino de la Guayra,esto es, la senda por donde se va a la luz y al amor, a Europa y a lapatria, perdiéndose en la montaña, cruzada por la silenciosa y pacienterecua cuya marcha glacial, indiferente, parece ser un reproche contralas vagas agitaciones del alma humana; todo ese cuadro delicado persisteen mi memoria en el marco cariñoso de los recuerdos simpáticos.

La ciudad tiene algunos edificios notables, como el teatro, el palaciofederal del Capitolio, etc.

Me llamó mucho la atención la limpieza de la gente del pueblo bajo, cuyaelegancia dominguera consiste en vestirse de blanco irreprochable. Eshumilde, respetuoso y honesto. En Venezuela es proverbial la seguridadde las campiñas, por las que transitan frecuentemente arrias conductorasde fuertes sumas de dinero, sin que haya noticia de haber sido jamásasaltadas.

La diversión característica del pueblo de Caracas es la plaza de toros,que funciona todos los domingos. El pobre caraqueño (me refiero al lowpeople), que no tiene los reales suficientes para pagar la función,se considera más desgraciado que si le faltara que comer. Missirvientes, haraganes y perezosos, adquirían cierta actividad a contardel viernes—y cuando quería hacerles andar listos en un mandado, mebastaba anunciarles que a la primera tardanza no habría toros, paraverlos volar.

En la plaza, que no es mala, se aglomeran, gritan, patean, juegan losgolpes, hacen espíritu, gozan como los españoles en idéntico caso,atestiguando su filiación más con su algarabía que con su idioma. Perolas corridas de toros en Venezuela se diferencia en dos puntosesenciales de las de España. En el primer punto, el toro, de mala raza,medio atontado por los golpes con que lo martirizan una hora en eltoril, antes de entrar a la plaza, trae los dos cuernos despuntados.Toda la lucha consiste en capearlo y ponerle banderillas, de fuego paralos poltrones, sencillas para los bravos. Una vez que el bicho hacumplido más o menos bien su deber, sea pegando serios sustos a lostoreadores, sea huyendo sin cesar con el aire imbécil, se abre un portóny es arrojado a un potrero contiguo. En cuanto a los «artistas» que tuveocasión de ver, todos ellos criollos, eran, aunque de valorextraordinario, deplorablemente chambones.

Cada vez que el toro sefastidiaba y arremetía a uno de ellos, era seguro ver al pobre capeadorpor los aires o hecho tortilla contra las barandas, lo que no causamucho placer que digamos.

Cuando el toro es bravo y el hombre hábil yvaleroso, las simpatías se inclinan siempre al hombre; a mí me sucedíalo contrario.

La verdadera diversión consiste, pues, en la observación del públicoingenuo, alegre, bullicioso como los niños de un colegio en la hora derecreo. Venía de Londres, donde, aun en las más grandes aglomeracionesde pueblo, se nota ese aire acompasado, frío, metódico, del carácteringlés; la tumultuosa espontaneidad de los caraqueños contrastabancuriosamente con ese recuerdo, pintando la raza de una manera enérgica,así como la varonil arrogancia de los muchachos corriendo con susdiminutas ruanas el novillo de postre.

Fuera de los toros, no hay otra diversión pública en Caracas, salvo losmeses de ópera, al alcance sólo de las altas clases. Pero el pueblo nopide más, y si no escaseara tanto el panem, sería completamente felizcon el circenses.

Desde la época colonial Caracas fue renombrada por su culturaintelectual y citada como uno de los centros sociales más brillantes dela América Española. Su universidad famosa ha producido más de unilustre ingenio cuya acción ha salvado los límites de Venezuela. Aún enel día posee distinguidos hombres de letras, historiadores, poetas yjurisconsultos, algunos de los cuales, arrastrados desgraciadamente porla vorágine política, han vivido alejados de su país, privándolo así dela gloria que sus trabajos le hubieran reportado.

El tono general de la cultura venezolana es de una delicadeza exquisita.Nunca olvidaré la generosa hospitalidad recibida en el seno de algunasfamilias que conservan la vieja y honrosa tradición de la sociedadcaraqueña. Pago aquí mi deuda de agradecimiento, no sólo personal, sinotambién como argentino.

El nombre de mi patria, querido y respetado, fueel origen de la viva simpatía con que se me recibió. Nada impone más lagratitud que el afecto y consideración manifestados por la patrialejana.

CAPITULO VI

En el mar Caribe.

Mal presagio.—El Avila.—De nuevo en la Guayra.—El hotelNeptuno.—Cómo se come y cómo se duerme.—

Cinco días mortales.—Larada de la Guayra.—El embarco.—Macuto.—Una

compañía

deópera.—El

"Saint-Simon".—Puerto

Cabello.—La

fortaleza.—

Lasbóvedas.—El general Miranda.—Una sombra sobre Bolívar.—Las

bocasdel

Magdalena.—Salgar.—La

hospitalidad colombiana.

Salí de Caracas el martes, 13 de diciembre; el día y la fecha no podíanser más lúgubres. Pero, como en cada día de la semana y en cada uno delos del mes he tenido momentos amargos, he perdido por completo lapreocupación que aconseja no ponerse en viaje el martes, ni iniciar nadaen 13. En esta ocasión, sin embargo, he estado a punto de volver a creeren brujas, tantas y tan repetidas fueron las contrariedades que encontréen el camino.

Una vez más volví a cruzar el Avila, buscando el mar por las laderas delas montañas, desiguales, abruptas, caprichosas en sus direcciones, consus valles estrechos y profundos. Los trabajos del ferrocarril seproseguían, pero sin actividad; es una obra gigante que me trajo a lamemoria los esfuerzos de Weelright para unir a Santiago de Chile conValparaíso, los de Meiggs para trepar hasta la Oroya, y los que esperanen un futuro próximo a los ingenieros que se encarguen de cruzar losAndes con el riel y unir Mendoza con Santa Rosa. El ferrocarril de laGuayra a Caracas, es, a mi juicio, obra de trascendencia vital para elporvenir de Venezuela, así como el de la magnífica bahía de PuertoCabello a Valencia. La nación entera debía endeudarse para dar fin aesas dos vías que se pagarían por si mismas en poco tiempo.

Al fin llegamos a la Guayra, después de seis horas de coche realmenteagobiadoras, por las continuas ascensiones y descensos, como por eldeplorable estado del camino. Apenas divisamos la rada, tendimos,ávidos, la mirada, buscando en ella el vapor francés que debíaconducirnos a Sabanilla y que era esperado el referido día 13. Me entrófrío mortal, porque, al notar la ausencia del ansiado Saint-Simon, penséen el Hotel Neptuno, en el que tenía forzosamente que descender, por lasencilla razón de que no hay otro en la Guayra. Allí nos empujó nuestronegro destino y allí quedamos varados durante cinco días, cuyo recuerdoopera aún sobre mi diafragma como en el momento en que respiraba suatmósfera.

Los venezolanos dicen, y con razón, que Venezuela tiene la cara muy fea,refiriéndose a la impresión que recibe el extranjero al desembarcar enla Guayra. En efecto, la pobreza, la suciedad de aquel pequeño pueblo,su insoportable calor, pues el sol, reflejándose sobre la montaña,reverberando en las aguas y cayendo a plomo, eleva la temperatura hasta36 y 38 grados, y el abandono completo en que se encuentra, hacen de lapermanencia en él un martirio verdadero. Pero todo, todo lo perdono a laGuayra, menos el Hotel Neptuno.

Creo tener una vigorosa experiencia de hoteles y posadas; conozco en lamateria desde los palacios que bajo ese nombre se encuentran en NuevaYork, hasta las chozas miserables que en los desiertos argentinos sedisfrazan con esa denominación. Me he alojado en los hoteles de nuestracampaña, en cuyos cuartos los himnos de la noche son entonados poranimales microscópicos y carnívoros; he llegado, en medio de laCordillera, camino de Chile, a posadas en cuya puerta el dueño,compadecido sin duda de mi juventud, me ha dado el consejo de dormir acielo abierto, en vez de ocupar una pieza en su morada; he dormidoalgunas noches en las postas esparcidas en la larga travesía entre VillaMercedes y Mendoza; he pernoctado en Consuelo, comido en Villeta yalmorzado en Chimbe, camino de Bogotá... pero nada, nada puedecompararse con aquel Hotel Neptuno que, como una venganza, enclavaronlas potencias infernales en la tétrica Guayra.

¿Describirlo? Imposible;necesitaría, más que la pluma, el estómago de Zola, y al lado de minarración, la última página de Nana tendría perfumes de azahar. Bastedecir que el mueblaje de cada cuarto consiste en un aparato sobre el quejinetea una palangana (que en Venezuela se llama ponchera) con una medianaranja de mugre invertida en el fondo. Luego, una silla, y por fin, uncatre. Pero un catre pelado, sin colchón, sin sábanas, sin cobertores ycon una almohada que, en un apuro, podría servir para cerrar una cartaen vez de oblea. El piso está alfombrado...¡de arena! No penséis enaquella arenilla blanca y dulce a la mirada, que tapiza los cuartos enlas aldeas alemanas y flamencas, perfectamente cuidada, el piso en quese marcaba el paso furtivo de Fausto al penetrar en la habitación deMargarita; el piso hollado por los pies de Hermann y Dorotea. No; unaarena negra, impalpable y abundante, que se anida presurosa en lospliegues de nuestras ropas, en el cabello y que espía el instante en queel párpado se levanta para entrar en son de guerra a irritar la pupila.Allí se duerme. El comedor es un largo salón, inmenso, con una solamesa, cubierta con un mantel indescriptible. Si el perdón penetrara enmi alma, compararía eso mantel con un mapa mal pintado, en el que loscolores se hubieran confundido en tintas opacas y confusas; pero, comono puedo, no quiero perdonar, diré la verdad: las manchas de vino, de unrojo pálido, alternan con los rastros de las salsas; las placas deaceite suceden a los vestigios grasosos... Basta. Sobre esa mesa secoloca un gran número de platos: carne salada en diversas formas, carnea la llanera, cocido y plátanos, plátanos fritos, plátanos asados,cocidos, en rebanadas, rellenos, en sopa, en guiso y en dulce. Luego quetodos esos elementos están sobre la mesa, se espera religiosamente a quese enfríen, y cuando todo se ha puesto al diapasón termométrico de laatmósfera, se toca una campana y todo el mundo toma asiento. Así secome.

Así pasamos cinco días, fijos los ojos en el vigía que desde la alturaanuncia por medio de señales la aproximación de los vapores. De pronto,al tercer día, suena la campana de alarma.

¡Un vapor a la vista! ¡Vienede Oriente!...¡Francés! ¡Qué sonrisas! ¡Qué apretones de mano! ¡Quémeter aprisa y con forceps todos los efectos en la valija repleta, quese resiste bajo pretexto de que no caben! Un paredón maldito frente alhotel quita la vista del mar; esperamos pacientemente y sólo vemos elbuque cuando está a punto de fondear... ¡No es el nuestro!

Pasábamos el día entero en el muelle, presenciando un espectáculo que nocansa, produciendo la punzante impresión de los combates de toros. Elpuerto de la Guayra no es un puerto, ni cosa que se le parezca; es unarada abierta, batida furiosamente por las olas, que al llegar a losbajos fondos de la costa, adquieren una impetuosidad y violenciaincreíbles. Hay días, muy frecuentes, en que todo el tráfico marítimo seinterrumpe, porque no es materialmente posible embarcarse. Por loregular, el embarco no se hace nunca sin peligro. En vano se hanconstruido extensos tajamares: la ola toma la dirección que se le dejalibre y avanza irresistible. ¡Ay de aquel bote o canoa que al entrar osalir al espacio comprendido entre el muelle y la muralla de piedra, esalcanzado por una ola que revienta bajo él!

Nunca me ha sido dadoobservar mejor esos curiosos movimientos del agua, que parecen dirigidospor un espíritu consciente y libre. Qué fuerzas forman, impulsan, guíanla onda, es aún cuestión ardua; pero aquel avance mecánico de esa fajalíquida que viene rodando en la llanura y que, al sentir la proximidadde la arena, gira sobre sí misma como un cilindro alrededor de un eje,es un fenómeno admirable. Al reventar, un mar de espuma se desprende desu cúspide y cae bullicioso y revuelto como el caudal de una catarata.Si en ese momento una embarcación flota sobre la ola, esirremisiblemente sumergida.

Así, durante días enteros, hemos presenciadoel cuadro conmovedor de aquellos robustos pescadores, volviendo de sutarea ennoblecida por el peligro y zozobrando al tocar la orilla. Saltanal mar así que comprenden la inmensidad de la catástrofe y nadan convigor a pisar tierra, huyendo de los tiburones y tintoreras que abundanen esas costas. El embarco de pasajeros es más terrible aún; hay queesperar el momento preciso, cuando, después de una serie de olasformidables, aquellos que desde la altura del muelle dominan el mar,anuncian el instante de reposo y con gritos de aliento impulsan al quetrata de zarpar. ¡Qué emoción cuando los vigorosos marineros, tendidoscomo un arco sobre el remo, huyen delante de la ola que los persiguebramando! ¡Es inútil; llega, los envuelve, levanta el bote en alto, losacude frenética, lo tumba y pasa rugiente a estrellarse impotentecontra las peñas!

Consigno un recuerdo al lindo pueblo de Macuto, situado a un cuarto dehora de la Guayra, perdido entre árboles colosales, adormecido al rumorde un arroyo cristalino que baja de la montaña inmediata. Es un sitio derecreo, donde las familias de Caracas van a tomar baños, pero no tienemás atractivo que su belleza natural. El lujo de las moradas de campaña,tan común en Buenos Aires, Lima y Santiago, no ha entrado aún enVenezuela ni en Colombia. Siempre que nos encontramos con estasdeficiencias del progreso material, es un deber traer a la memoria, nosólo las dificultades que ofrece la naturaleza, sino también la terriblehistoria de esos pueblos desgraciados, presa hasta hace poco desangrientas e interminables guerras civiles.

Al fin del quinto día el vigía anunció nuevamente un vapor que asomabaen el horizonte oriental; esta vez no fuimos chasqueados. Pero, como elSaint-Simon no debía partir hasta el día siguiente, empleamos la tarde,en unión con la casi totalidad de la población de la Guayra, enpresenciar el desembarco de la compañía lírica de debía funcionar en ellindo teatro de Caracas.

El mar estaba agitado, «venía mucha agua»,según la expresi?