El Señorito Octavio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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corzos

(cuandocontemplé el dolor de aquellos inocentes animalitos, por nada en elmundo hubiera querido ser su matador), subimos aún más para ver el lago Ausente, que es un capricho grandioso de la Naturaleza. Está rodeadode altas y descarnadas montañas que forman un anfiteatro en el cual lasuperficie tranquila del agua forma el redondel.

Nos asomamos por uno delos peñascos que lo circundan. La soledad de aquel sitio es aterradora yoprimió mi corazón. Parece el lugar donde los genios de la montañavienen á llorar sus tristezas, y aquellas aguas opacas y pesadas como elplomo, las lágrimas que derraman. El conde, apenas hubo arrojado sobreél una mirada, se volvió con Pedro. Quedamos ella y yo en pie sobre elabismo. ¡Qué hermosa estaba sobre su pedestal granítico! Después deDios, jamás contempló aquellas aguas un ser tan bello.

Sentí que elcorazón me latía fuertemente; me pasó como un carbón encendido por lagarganta; turbóseme la vista, y sin saber cómo, me encontré á sus pies,diciendo:

—Más vale morir una vez que morir mil veces cada día. Hace un mes quetengo un infierno en el corazón... Una palabra, una mirada, un gesto deusted puede elevarme repentinamente al cielo... Porque quiero que ustedsepa que la amo... sí... la amo como un insensato que soy. Soy uninsensato... pero ya no tiene remedio... Si esa palabra ó esa mirada noviene, tendrá usted la triste satisfacción de verme rodar ahora hastaesas negras aguas que me taparán para siempre.

Quedó un momento suspensa, mostrando gran sorpresa. Me dirigió unamirada altiva y prolongada; y sin proferir palabra volvió la espalda yechó á andar lentamente.

No sé lo que pasó por mí. Cuanto tenía delante, el lago, la tierra, elcielo, quedaron confundidos y se oscurecieron. Sentí que era necesariomorir, y vi la muerte delante de los ojos. Pero un pensamiento malditode temor se alzó en mi corazón con poder invencible. Vi de improviso yen un solo instante todo mi pasado: los sitios donde corrieron lasdulces horas de mi infancia, el pequeño lecho donde me dormía oyendo loscuentos de la criada; sentí sobre la frente los tiernos besos de mimadre y en las mejillas la áspera caricia de la mano de mi padre, mássuave para mí que el ala de un ángel... ¡El lago estaba tan negro!...¡Qué rumor lúgubre levantaría mi cuerpo ensangrentado al penetrar enél!... ¡Ay! Faltóme el valor... ¡Qué vergüenza!... Metí el rostro entrelas manos y rompí á llorar como un niño.

Noté que ya no andaba, y sin verla sentí que su mirada se posaba sobremí más dulce y compasiva.

Durante el camino no me atreví á despegar los labios. Ella también ibasilenciosa. El conde y Pedro charlaban de las ocurrencias de la caza.Cuando llegamos á casa era ya noche. Lo primero que vimos en el portalfué á la monísima Emilia que extendió los bracitos hacia su madregritando de alegría. Ésta se apresuró á levantarla y le dió un sonorobeso en la frente. Después, señalándomela con ademán imperioso, me dijo:«¡Ahí!»

Obedecí sumiso y besé también la frente de la niña.

Agosto 16.

Salgo de la cama en este instante. No he soñado monstruosidades comootras veces, pero ha sido tan triste mi sueño, que aún estoy conmovido.Siento dentro del alma una melancolía honda y desgarradora como si meencontrase solo en el mundo.

Soñé que me hallaba en medio de un salón de baile espléndido y hermoso yprofusamente iluminado. Pero lo raro es que en aquel salón no habíanadie más que yo, que me paseaba en traje de etiqueta, viendo repetirsemi imagen en todos los espejos. El silencio era casi absoluto. Mis piesse hundían en la mullida alfombra sin producir ruido. Al cabo de algúntiempo observé que se abría una puerta y aparecía en ella la torneadafigura de la condesa, rica y elegantemente vestida. Dirigióse á mísonriendo y me dijo: «¿Quiere usted que bailemos un poco?» Al mismotiempo escuché los acordes de un vals de Strauss, tocado admirablementepor una orquesta invisible. Nos pusimos á bailar. Ella se abandonó enmis brazos como una niña y corrimos el salón de un cabo á otro sin tocarapenas en el suelo. Yo, sin gastar preámbulos, le declaré mi amor conpalabras fogosas y apasionadas. Me respondió que su amor era tan grandecomo el mío y empezó á estrecharse más contra mi pecho.

Turbado y ebriode voluptuosidad, quise acercar mis labios á los suyos; pero en aquelmomento me sentí cogido por unas manos de hierro. Volví la cabeza y seme figuró ver el rostro pálido del conde. Todo desapareció y mi sueñoquedó disipado, como las imágenes de un cuadro disolvente.

Desperté muy agitado. Aunque estoy mejor, aún me dura la alteraciónnerviosa. No sé si llegaré á presentarme otra vez en la Segada. Quisieratener fuerzas para huir de estos sitios.

X

Síntomas graves.

EL calor había alcanzado su grado máximo. Los árboles y las plantas,poco acostumbrados á él, empezaban á sentirse sofocados y demandaban álas nubes, que pasaban volando sobre ellos, algunas gotas de agua; perolas nubes se hacían las sordas y seguían inflexibles su camino por elespacio. Los frutos comenzaban á amarillear; los riachuelos se secabandejando al descubierto su lecho de guijarros que los rayos del soltornaba blancos. Si se aplicaba un fósforo encendido á la hierba, ardíacomo estopa.

La gente de la Segada tenía que andar un kilómetro para irá la fuente, porque la del pueblo se había agotado.

La vida en el palacio era monótona, pero dulce y amable. Laura teníaperfectamente distribuído el tiempo, y lejos de aburrirse se encontrabacomo el pez en el agua. La idea de su vuelta á Madrid la estremecía. Selevantaba muy temprano y salía á la huerta, donde hizo por su manoalgunas notables mejoras, como fué la de trasplantar algunos clavelesque estaban demasiado prietos y se molestaban, y limpiar el polvo condelicado esmero á las hojas de una enredadera: también colocó unaesterita de quitaipón sobre los alelíes para que el sol no los quemase áciertas horas del día.

Tornaba al palacio siempre fatigada y seapresuraba á lavarse las manos manchadas de tierra. Después sedesayunaba en compañía de sus hijos, con los cuales permanecía encerradaen sus habitaciones toda la mañana, alternando los juegos con eltrabajo.

Eran las horas más deliciosas de su existencia. Pero venían áavisarla que el almuerzo estaba servido y era fuerza resignarse otra vezá ver sonrisas ambiguas, miradas crueles, semblantes odiados.

Por la tarde, cuando no tomaba el álbum y los lápices para ir á dibujaral campo, salía á dar una vuelta por el pueblo. Entraba en las casas delos vecinos y se pasaba á veces dos ó tres horas en alguna de aquellasmiserables viviendas sentada sobre un cofre sucio, escuchando sinpestañear las relaciones de las mujeres gárrulas que no acababan jamás óayudándolas en sus fatigosas tareas. Al principio la trataban con muchorespeto. Á medida que la conocían, iban tomando confianza, que hubo detocar no pocas veces en familiaridad. Pedro solía acompañarla en estasexcursiones, lo mismo que en los trabajos matinales de jardinería. Elpobre debía de aburrirse de un modo lastimoso en aquellas sesiones enque la condesa servía de paño de lágrimas, pero no lo demostraba. Antesparecía estar como en la gloria sentado frente á su señora, callando,sonriendo y sin quitarla ojo. Á las cinco, poco más ó menos, la condesavolvía á casa para recibir las visitas de los amigos de Vegalora. Aloscurecer comían y después de rezar el rosario y acostar á los niños seencerraba en su cuarto y pasaba gran rato leyendo antes de irse á lacama. Así era la vida que la opulenta condesa de Trevia, gloria yadmiración de los salones de la corte, verdadera estrella Sirio de lasociedad madrileña, encontraba dulce y amable. Algunos días salía decaza, con no poca pesadumbre, pues aunque amaba el ejercicio y loscampos, aborrecía la muerte de los animales inocentes. Además, se veíaprecisada á estar con él algunas horas.

En cuanto á la manera que el conde tenía de pasar el tiempo en supalacio, sólo la blonda institutriz pudiera dar cuenta perfecta de ella.

La del mayordomo había cambiado notablemente desde la llegada de susamos.

Pedro era un buen muchacho, un poco brusco, un poco altivo, unmucho cándido y noble. Las vicisitudes de su carrera militar, aunquebreve, gloriosa y variada, no le habían enseñado más de lo que ya teníaaprendido de la naturaleza: á callar pocas veces sus sentimientos y áser intrépido y firme en todas ocasiones. Su figura anunciaba claramenteestas cosas. Aquellos ojos negros velados por largas pestañas, aquelcabello encrespado, los rasgos pronunciados de su rostro trigueño, laanchura de su cuello y lo fornido de sus hombros acusaban sin ningunaduda el temperamento sanguíneo puro. En toda la comarca era temido porsus ímpetus y amado por su franqueza y generosidad. La vida de Pedroantes era la de un labrador bien acomodado. Odiaba las cifras y lascuentas y procuraba despachar las que le estaban encomendadas en elmenor tiempo posible y por el procedimiento más breve. En cambio eraapasionadísimo de los trabajos del campo, de la caza, de los caballos yde los toros. Le costaba mucho trabajo estarse quieto, sobre todo encasa. Parecía que sus pulmones de gigante no encontraban aire ni aun enlos espaciosos salones del palacio.

Pero desde que los señores habitabanen la Segada, ó mucho habían cambiado sus aficiones, ó muy contrariadodebía estar, pues sus costumbres no eran las mismas. Ya no salía de cazasino con los condes. Dejó en manos de los criados los trabajos de lalabranza. Apenas visitaba las cuadras y pasaba mucho más tiempo en casa.La condesa le tenía secuestrado para todas sus excursiones y arreglos dejardín. Los niños también le retenían como un compañero que les servíaen sus juegos.

Las relaciones entre Pedro y la condesa habían experimentado asimismoalgunos altibajos dignos de atención. Durante los primeros días, elrespeto y la veneración tenían cohibido al mayordomo en presencia de suseñora y le obligaban, contra su natural, á mostrarse tímido yreservado. Vino después un período de confianza del cual hemos visto yauna muestra en la excursión á la romería. Su carácter franco y enérgicoconcluyó por sobreponerse al espíritu infantil de la condesa. En susconversaciones casi llegó á borrarse la línea infranqueable que losseparaba. Mas de repente, y sin que Laura diera motivo para ello, Pedrocayó de nuevo en una timidez y una reserva inexplicables. No sóloprescindió de las frases familiares y de los modales descuidados en supresencia, sino que hasta evitaba el mirarla frente á frente. Á pesar deesto no se notó que huyera las ocasiones de acompañarla; antes alcontrario, parecía que las solicitaba. Mas, una vez á su lado, dejabapasar las horas sin despegar los labios, apresurándose á cumplir susórdenes más insignificantes. La timidez del mayordomo no era en verdadde la misma índole que antes. Había en ella más idolatría á la mujer querespeto á la señora. La condesa, ó no observaba tal cambio de modales, ósi lo observaba no quería fijar la atención en ello.

La actividad de Pedro había decrecido notablemente. Aquel Hércules seenervaba á ojos vistas en los cuidados del jardín. El perfume que lacondesa despedía de su persona había mermado sus fuerzas y el rocefugaz de su vestido turbado mucho sus costumbres. Cuando quedaba sólo nobuscaba al momento, como antes, una ocupación manual en queentretenerse. Permanecía grandes ratos contemplando sin pestañearcualquier objeto que tuviera delante de los ojos y (cosa que hastaentonces nunca le había sucedido) le llamaban poderosamente la atenciónlas cimas lejanas y vacilantes de las montañas que cortaban la niebladel horizonte. Quiso atribuir al calor esta singular postración queexperimentaba, y cuando algún vecino después de sorprenderle con losbrazos cruzados le dirigía alguna pulla, echaba pestes contra el verano,que le quitaba las ganas de emprender ningún trabajo. Y en realidad, nomentía.

Nunca había sufrido tanto calor. La sangre hervía dentro de susvenas produciéndole gran desasosiego. Pasaba las noches en claro dandovueltas en la cama sin lograr prender los ojos. Y de vez en cuando solíalevantarse en lo más hondo de sus entrañas un rumor extraño, doloroso,que le desazonaba sin acertar á comprender de dónde venía ni quéexpresaba. Parecía el ruido de la sangre al invadir con ímpetu lugaresdonde nunca hubiese entrado.

Cierta noche en que se revolvía en el lecho medio sofocado por el calory la desesperación de no dormirse, después de haber aligerado la ropa envano y abierto de par en par la ventana, concibió el proyecto de salir ádarse un baño en el río. Y como para nuestro mayordomo los proyectoseran resoluciones, y más tratándose de algo peligroso, dicho y hecho:levantóse velozmente, abrió una de las puertas traseras del palacio y seencaminó sin vacilar á las orillas del Lora. Despojóse inmediatamentedel vestido y se zambulló en los cristales opacos del río con estrépito.La noche era despejada, pero sin luna. El remanso donde se bañaba estabaenvuelto en sombras espesas que los árboles arrojaban. Permaneció más demedia hora tendido de cara al cielo contemplando las estrellas queflotaban en el éter como él en el agua. Pensaba, ó por mejor decir,soñaba cosas disparatadas, pero suaves y hermosas. El calor, sinembargo, no huía de su cuerpo. Dejó pasar más tiempo, y viendo que noconseguía refrescarse enteramente, salió del baño. Cuando se puso laropa sintió un fuerte temblor de frío, que desapareció al instante. Enel camino sintió otros dos ó tres cada vez más prolongados. Al entrar enla cama tiritaba atrozmente y no consiguió producir la reacción por másque se echó gran cantidad de ropa encima. Al amanecer se le fijó unagudo dolor en el costado izquierdo que le obligó á llamar al médico. Álas diez de la mañana estaba declarada la pulmonía, y el médico de lavilla le daba un fuerte lancetazo y le extraía buena porción de sangre.

La condesa, á las doce del mismo día, asomó su carita graciosa ysonrosada por la puerta del cuarto y preguntó con interés:

—¿Qué es eso, Pedro, qué te pasa?

—Me he puesto malo, señorita, pero ya estoy bien.

—¡Qué has de estar bien, hombre, si me han dicho que te acaban desangrar! ¿Cómo has hecho la atrocidad de bañarte por la noche? Te estábien empleado por majadero.

¿Crees que se puede jugar con la salud? Loque no sucede en un año sucede en un día.

Los que estáis robustos osfiguráis que no podéis enfermar jamás, pero cuando menos lo pensáis osviene el latigazo encima. Voy á preparar el calmante que el médico harecetado. Ten cuidado de no sacar los brazos fuera. Gracias á Dios, esono será nada.

No tengas aprensión.

Desapareció después de pronunciar este sermoncito, que el mayordomoencontró delicioso.

Al día siguiente á la misma hora volvió á asomar la cabeza.

—¿Cómo va?

—Mejor; ya me ha desaparecido el dolor.

—¿Has dormido?

—Regularmente.

—Ya sé que te probó bien el calmante. Hay que repetir la dosis. Lo queimporta es que sudes mucho. He mandado calentar unas botellas de aguapara los pies, y que te las renueven cada hora. ¡Pero qué majadería hashecho, Pedro! ¿Cómo se te ha ocurrido la idea de bañarte por lanoche?...

La condesa pronunció un nuevo sermón contra los hombres que juegan consu salud.

Al otro día, después de preguntarle cómo seguía, Laura observó que laropa de la cama se había caído un poco, y sin poder contenerse se acercóal enfermo.

—¡Ave María Purísima, cómo has puesto la ropa!—exclamó mientras laarreglaba con solicitud maternal.—Si no te movieses tanto, criatura, note sucedería esto. No tienes tú toda la culpa, sino esas torpes decriadas que no saben hacer una cama.

Al tirar por la ropa hacia arriba, los dedos de la condesa rozaron laboca del mayordomo, el cual dejó escapar un beso tímido sobre ellos.Laura quitó rápidamente la mano, se puso colorada y continuó, sin decirpalabra, arreglando la cama.

Al día siguiente sólo asomó la nariz por la puerta para preguntarle cómoseguía, y se fué sin entrar en conversación. Pero al otro volvió á notarcon disgusto que las almohadas se hallaban completamente fuera de susitio.

—Debes de estar muy incómodo, Pedro. Espera... alza un poco lacabeza.... Así....

¿No estás mejor ahora?

Arregló después un poquito el lecho, y allá, para concluir, tiró otravez por la ropa hacía arriba. La casualidad hizo que otra vez rozasensus dedos con la boca del joven.

La casualidad también que Pedroapretase sus labios contra ellos. La condesa no pareció notarlo.

El mayordomo era muy inquieto en la cama. La enfermedad le hacía serloaún más, por lo que con mucha frecuencia se le revolvía y marchaba laropa. Al menos, la condesa la encontraba siempre muy descompuesta. Lascasualidades de que hablábamos repitiéronse varias veces, sin que Laurase diese por enterada ni acusase recibo del beso. ¡Era tan leve y tantímido! Si hubiese mostrado enojo, el pobre Pedro hubiera empeorado yacaso sucumbido. Pero con aquella dulce medicina nuestro mancebo se fuémejorando de un modo rápido, hasta levantarse á los doce días del lecho.Nunca enfermedad se le hizo más corta á nadie.

Estuvo tres ó cuatro sin salir de la habitación. Durante ellos pudoobservarse una cosa singular, y es que estaba menos contento en laconvalecencia que lo había estado en la enfermedad. La gente del palaciolo atribuía al abatimiento que le dejara la extracción de sangre.

La condesa venía á verle todos los días, conversaba con él, le traíagolosinas, le mimaba... pero ya no arreglaba la ropa. Su tristeza eravisible para todos, que procuraban animarle, menos para ella.

Una tarde, sin embargo, cuando estaba ya casi sano, la condesa asomó,como de costumbre, la cabeza y le preguntó si no se decidía á dar unavuelta por la huerta. El día estaba muy hermoso y el ambiente seco;alguna vez era preciso salir del cuarto.

Pedro contestó, sonriendo, queno se hallaba con ánimo todavía para pasear. Mas en la sonrisa quecontrajo sus labios reflejábase una tristeza tan profunda y tan grandeabatimiento, que la condesa se le quedó mirando un buen espacio tratandode sondarle el alma. Al fin, acercóse á él lentamente y le dijo en vozbaja:

—Estás muy triste, Pedro. ¿Te encuentras peor?

—No, señorita, no; me encuentro bien.

—Vamos, no lo ocultes. ¿Te sientes mal?

—No; ya estoy completamente bueno.

—Entonces, ¿te hace falta algo?

Vaciló un instante y, apoderándose rápidamente de una mano de su señora,empezó á cubrirla de besos apasionados.

—Sí, me hace falta esto.

Á la pobre Laura se le encendió el rostro. Quedó confusa y temblorosa, yno supo más que decir mientras trataba de sustraer su mano á lasapasionadas caricias del mayordomo:

—¡No, eso no... eso no!

XI

Lo que cuesta un perro de caza.

EL Canelo no era uno de esos perros frívolos que se ponen en dos patasasí que se lo ordenan con imperio, ni se entretenía en buscar un pañuelocuando se lo ocultaban adrede, ni nunca se oyó que hubiese saltado porFrancia, por Inglaterra ó por cualquier otro país extranjero. Tampocoera un perro cominero que llevase la cesta al mercado y la bolsa de loscuartos y viniese muy tranquilo para casa con la carne y el pan sintocar de ellos. Había formado opinión muy severa sobre todas estasniñerías que no tienen inconveniente en ejecutar los perrossietemesinos. Si alguien le hubiera propuesto una cosa parecida, esseguro que lo hubiera rechazado enérgicamente. Mas en lo que toca alcumplimiento de las tareas que estaban encomendadas á su cuidado, bienpuede decirse que ningún perro le ponía el pie delante. Era esclavo desus deberes. Así que sentía en el cuello el cascabel de caza y veía á suamo tomar la escopeta, se le hinchaban las narices de contento yempezaba á ladrar como un energúmeno (como un perro energúmeno),manifestando por todos los medios posibles que el deber no era para éluna carga, antes por el contrario estaba deseando ser útil en todo loque pudiera.

Por esta cualidad tan sobresaliente, y por su maravillosaaptitud y habilidad para quedar hecho una estatua delante de lasperdices y para cobrarlas, aunque se ocultasen en el centro de latierra, se había captado la estima y admiración de todos los cazadoresdel contorno. Alguno de ellos llegó á ofrecer por él dos onzas de oro;pero estaba tan lejos Pedro de enajenarlo á ningún precio, como detirarse á la mar. Porque aunque no le escaseaba los puntapiés, talcariño le profesaba, que primero le faltara el pan á él que á su perro.Razón poderosa tenía, pues, el Canelo para adorar á su amo y nosepararse de su lado ni de día ni de noche.

Las costumbres del Canelo no podían ser más sencillas y metódicas. En elinvierno se tumbaba al sol, y en el verano á la sombra. La únicavariante que á veces introducía en este régimen saludable, era eltumbarse también al sol por el verano exponiéndose á tomar un tabardilloó unas calenturas gástricas. Adoptaba siempre para acostarse posturasdiversas y tan fantásticas en ocasiones, que excitaba la admiración delos que le miraban. Si no fuese por las pulgas y las moscas, el Canelose hubiera juzgado con razón el perro más dichoso de la tierra. Peroestos inicuos animalejos le habían declarado una guerra cruel; noperdonaban medio de molestarle y exasperarle, consiguiendo á vecesponerle en un estado de irritación vecino de la locura.

Los rasgos sobresalientes de su carácter eran la honradez y laindependencia. Mas no dejaba de ser afable con todo el mundo y se dejabaacariciar de cualquiera, aunque sin hacer aspavientos. Era pacífico pornaturaleza y de un temperamento tan conciliador, que nadie podía venir álas manos con otro en su presencia: en seguida saltaba hecho una furiasobre los contendientes, y los obligaba á separarse con grave detrimentode sus pantalones, cuando no de las pantorrillas. Gozaba de muchapopularidad en la comarca, siendo conocido por su nombre lo mismo en lavilla que en los caseríos del concejo. Entre los perros también era bienquisto. Todos confesaban que tenía una razón muy clara y le juzgabanincapaz de jugar una perrada á nadie. Si la raza canina convocase unparlamento, el Canelo sería indudablemente el candidato indicado paraaquel distrito.

Mas como al fin no hay mortal que esté libre de defectos, nuestro Canelotenía algunos, aunque de poca monta, que la imparcialidad obliga áconfesar. Decíase, con razón, que era un tanto caprichoso y no bastantejustificado en sus antipatías. Todo el mundo, por ejemplo, censuraba laconducta inconveniente y grosera que seguía con el licenciado Velasco dela Cueva, al cual sin motivo alguno ladraba, gruñía y hasta pretendíamorder. El pobre D. Juan Crisóstomo no acertaba á explicarse el por quéde esta aversión, y se le erizaba el cabello cada vez que necesitaba irá la Segada. Apeló al recurso de los mendrugos, llevando siempre buenaprovisión de ellos en los bolsillos, que se apresuraba á donarliberalmente al inhumano perro, así que le tenía cerca; mas éste, quemientras duraba la pitanza movía la cola en señal de amistad y gratitud,lo mismo era concluir, que tornaba á gruñir de un modo más cruel, sinconsentir por ningún concepto que el licenciado le pasase la mano por lacabeza. Peor resultado dió todavía el bastón de estoque que D. JuanCrisóstomo tuvo á bien comprar. El furor del Canelo, cuando se hizocargo de que el licenciado había adquirido un nuevo bastón, no tuvolímites. Era una ofensa que sólo podía lavarse con sangre. Fué menesterque Pedro le machacase á golpes y después le atase para conseguirapaciguarlo.

Además de esta desigualdad de carácter, que por fortuna sólo se mostrabade raro en raro, es necesario manifestar que era uno de los perros menosreligiosos que se hubiesen visto nunca. No sabemos si por estarinficionado de los últimos errores de la filosofía alemana, ó por sumismo natural refractario á toda idea teológica, es lo cierto que eramuy poco respetuoso con los misterios de nuestra religión. No se dió vezque hallándose en misa no se hubiera levantado en el instante máscrítico y solemne para desperezarse groseramente abriendo una bocahorrorosa y echando un palmo de lengua fuera. Hecho lo cual con muchasangre fría y la cola tiesa, se salía pian pianito del templo. Todo elmundo censuraba fuertemente estos alardes de impiedad.

Mas á pesar de tales y otros defectos, no es posible negar que era unperro simpático y de excelente fondo. Desde la llegada de los condes ála Segada, había experimentado su vida algunas modificaciones que noeran de su gusto. Confesaba, como no podía menos, que la comida era másabundante y escogida, pero en cambio se veía obligado á sufrir la sobacontinua de los niños que no le dejaban á sol ni á sombra. En todo eldía no cesaban: Canelo para aquí, Canelo para allí; unas vecesmontándosele sobre el espinazo, otras tirándole de las orejas y otrasdel rabo. Era cosa para desesperarse. Mas todo lo sufría con pacienciapor ser los verdugos hijos de tal madre. Porque es de saber que elCanelo había tomado grandísimo amor á la condesa desde el punto en quela vió, sin que para ello hubiese ningún motivo de interés, pues yaconocemos la generosidad y limpieza de su corazón. Lo mismo era verlaque ya perdía su continente grave y reposado: saltaba y brincaba ymovía la cola haciendo mil suertes de carocas lo mismo que un ruincachorro. Algunas veces, sin decir oste ni moste, le ponía las patassobre el pecho, y en poco estaba que no la hiciese caer; otras, cuandola veía sentada en el campo, se acercaba sigilosamente por detrás y lepasaba la lengua por la cara. La condesa daba un grito y después seechaba á reír mientras él la contemplaba de hito en hito á distanciarespetable, un poco asustado de lo que había hecho. Verdad que lacondesa le pagaba su afición prodigándole grandes cuidados culinarios ylibrándole en no pocas ocasiones de la justa cólera de su dueño. Y bastade noticia biográfica.

Acaeció que una mañana de los últimos días del mes de Agosto salió lacondesa con sus hijos á solazarse á la pomarada, donde las espesas copasde los árboles brindaban sombra fresca y deleitable. Reclinada debajo deuno, sobre un almohadón que le trajo Pedro, miraba con semblante risueñocorretear á los niños y divertirse con el Canelo.

Éste, contra lo quepudiera presumirse, se hallaba de humor excelente: se prestaba de buenavoluntad á que le tirasen por el rabo, sin dejar por eso de hacerse elenfadado y correr detrás de los muchachos como una fiera que los fuese ádevorar. Pero los niños, que sabían á qué atenerse sobre esta fiereza,se paraban de repente y le metían sus manos pequeñísimas en la boca conla mayor tranquilidad del mundo. Miss Florencia paseaba sola en uno delos parajes más apartados de la finca con un libro abierto en la mano.

La condesa había cambiado bastante desde su llegada á la aldea. Había ensu persona modificaciones sensibles que todo el mundo notaba, y otrasque sólo un ojo perspicaz y avezado á sondar las profundidades delcorazón pudiera distinguir. El cambio de color en las mejillas era loque primero saltaba á la vista. Los aires del campo y el ejercicio lashabían tornado más frescas y rosadas: las ojeras madrileñas habíandesaparecido

totalmente.

Pero

la

mirada

de

las

gentes

que

ordinariamentefrecuentaban

el

palacio

deteníase

aquí,

sin

observar

los

maticesdelicados, los detalles casi imperceptibles de esta trasformación.

Noobservaban, por ejemplo, que sus ojos estaban velados á la continua poruna humedad cristalina que los hacía más brillantes y tiernos y que suslabios, en cambio, se hallaban casi siempre secos. No observaban que sumarcha era más lenta y sus ademanes más tímidos; que le gustaba muchoestar sola y