El Paraiso de las Mujeres (Novela) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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IV

Las riquezas del Hombre-Montaña

El antiguo palacio imperial, construído por los soberanos de lapenúltima dinastía, ocupaba el centro de la ciudad y era la residenciade los altos señores del Consejo Ejecutivo.

Incendiado repetidas veces en el curso de los siglos y bombardeadodurante las guerras, había sufrido numerosas reconstrucciones; pero lamás grande y vistosa databa de pocos años después de la VerdaderaRevolución, suceso que había iniciado un nuevo período histórico. Loscinco señores del Consejo Ejecutivo vivían en el centro del palacio; enuna ala estaba la Cámara de diputados, y en la opuesta, el Senado.

A la mañana siguiente de la entrada de Edwin en la capital, estepalacio, que era como el corazón de la República, reanudó su vida mástemprano que en los días anteriores. Fueron llegando los altos empleadosdel gobierno y casi todos los diputados y senadores, á pesar de que lassesiones parlamentarias sólo empezaban á celebrarse después de mediodía.

En sus inmediaciones se aglomeró una muchedumbre de curiosos para vercómo centenares de siervos, con la ayuda de varias grúas, ibandescargando de una fila de camiones-automóviles enormes y misteriososobjetos, cuya aparición era saludada con largos murmullos de asombro.Todo el pueblo recordaba el espectáculo extraordinario de la tardeanterior, cuando llegó el Hombre-Montaña á los alrededores de la ciudad.El Consejo Ejecutivo había determinado darle alojamiento en la antiguaGalería de la Industria, recuerdo de una Exposición universal celebradadiez años antes.

Esta Galería era la obra más audaz y sólida que habían realizado losingenieros del país. El Hombre-Montaña iba á pasearse por dentro de ellasin que su cabeza tocase el techo. Diez gigantes de su misma estaturapodían acostarse en hilera de un extremo á otro de la grandiosaconstrucción. Su ancho equivalía á cuatro veces la longitud del coloso.

Situada sobre una altura vecina á la ciudad, el prisionero podíacontemplar, sin moverse de su alojamiento, toda la grandiosa metrópoliextendida á su pies, así como el puerto con sus numerosos navíos alancla y los campos y pueblecillos cercanos, llegando con su vista hastala cordillera que cerraba el horizonte, en la que había cumbres deciento ochenta metros, solamente exploradas por algunos sabios capacesde morir como héroes al servicio de la ciencia.

Una fuerte guardia impedía que los curiosos subiesen hasta la viviendadel gigante, donde se estaban realizando grandes trabajos para su cómodainstalación. El público, ya que no podía verle, concentraba sucuriosidad en todo lo que era de su pertenencia, y por esto desde elamanecer se aglomeró en torno del palacio del gobierno para contemplarla llegada de los objetos extraídos del navío del Hombre-Montaña, quelos buques de la escuadra del Sol Naciente habían remolcado el díaanterior.

Sólo los amigos del gobierno y los personajes oficiales tenían permisopara entrar en el palacio y ver de cerca tales maravillas. El enormepatio central, donde podían formarse á la vez varios regimientos y en elque se desarrollaban las más solemnes ceremonias patrióticas, fué ellugar destinado para tal exhibición.

Mientras llegaba el momento, losinvitados entraban á saludar á los altos y poderosos señores del ConsejoEjecutivo y á los dos presidentes de la Cámara de diputados y delSenado, que vivían igualmente en el inmenso edificio.

Los guerreros de la Guardia gubernamental, hermosas amazonas de airedesenvuelto y gallardo, defendían el acceso á las habitacionesreservadas ó se paseaban en grupos por el patio al quedar libres deservicio.

Estos militares privilegiados, que gozaban la categoría deoficiales, pertenecían á las primeras familias de la capital. Ibanvestidos de la garganta á los pies con un traje muy ceñido y cubierto deescamas de plata. Su casquete, del mismo metal, estaba rematado por unave quimérica. Apoyaban la mano izquierda en la empuñadura de su espada,mirando á todas partes con una insolencia de vencedores, ó se inclinabangalantemente ante las familias de los altos personajes que iban llegandopara la ceremonia.

Algunas mamás, severas y malhumoradas, encontrabanatrevida la expresión de sus ojos. Otras matronas, cuya barba empezaba ápoblarse de canas, quedaban pensativas y melancólicas á la vista deestos hermosos guerreros, que parecían despertar sus recuerdos. Lasseñoritas que ya estaban en edad de afeitarse fingían rubor ante susmiradas audaces; pero las que no se veían objeto de la belicosaadmiración se mostraban nerviosas, envidiando á sus compañeras.

Pasó por entre estos guerreros, con toda la austeridad de su carácteruniversitario y sus opiniones antimilitaristas, el profesor Flimnap. Lainesperada aparición del Gentleman-Montaña había dado una importanciaextraordinaria á la traductora de inglés. En unas cuantas horas se habíaconvertido en el personaje más interesante de la República. El gobiernole llamaba para conocer sus opiniones; el rector de la primera de lasuniversidades, que hasta entonces le había considerado como un tristecatedrático de una lengua muerta y de problemática utilidad, se dignabasonreirle, y hasta en la noche anterior, después del recibimiento delHombre-Montaña, lo había invitado á cenar para que en presencia de sufamilia contase todo lo ocurrido.

Los periodistas de la capital iban detrás de él pidiéndole interviús, yhasta lo adulaban, hablando con entusiasmo de varios librosprofesionales que llevaba publicados y nadie había leído. Personas quele miraban siempre con menosprecio hacían detener en la calle suautomóvil universitario en figura de lechuza.

—Mi querido profesor Flimnap—gritaban—, siempre he sentido una granadmiración por su sabiduría y soy de los que creen que la patria no leha dado hasta ahora todo lo que merece por su gran talento.

Cuéntemealgo del Hombre-Montaña. ¿Es cierto que se alimenta con carne humana,como van diciendo por ahí los hombres en sus charlas y chismorreos?…

Pero el profesor Flimnap tenía demasiado que hacer para detenerse ácontestar las preguntas de las ciudadanas curiosas. Apenas había dormidoen la noche anterior. Después de su cena con el jefe supremo de laUniversidad se trasladó á la Galería de la Industria para convencerse deque el Gentleman-Montaña podía dormir provisionalmente sobre trescientascuarenta y dos carretadas de paja que la Administración del ejércitohabía facilitado á última hora. Poco después de amanecer ya estaba enpie el buen profesor, conferenciando con todos sus compañeros del Comité de recibimiento del Hombre-Montaña.

Estos, divididos en variassubcomisiones, iban á dirigir á quinientos carpinteros encargados defabricar, antes de que llegase la noche, una mesa y una silla apropiadasá las dimensiones del gigante, y á una tropa igualmente numerosa decolchoneros, que en el mismo espacio de tiempo fabricarían una camadigna del recién llegado.

El profesor Flimnap se proponía entrar ahora en las habitacionesparticulares de uno de los altos señores del Consejo Ejecutivo, quemomentáneamente era el presidente del supremo organismo. Cada uno de loscinco individuos del Consejo lo presidía durante un mes, cediendo susillón al compañero á quien tocaba el turno.

Estos cinco gobernantes eran mujeres, así como todos los quedesempeñaban un cargo en la Administración pública, en la Universidad,en la industria ó en los cuerpos armados. Pero como durante los luengossiglos de tiranía varonil todos los cargos y todas las funciones dignasde respeto habían sido designadas masculinamente, la VerdaderaRevolución creyó necesario después de su victoria conservar las antiguasdenominaciones gramaticales, cambiando únicamente el sexo á que seaplicaban. Así, las cinco damas encargadas del gobierno eran denominadas«los altos y poderosos señores del Consejo Ejecutivo», y las otrasmujeres directoras de la Administración pública se titulaban«ministros», «senadores», «diputados», etc. Por eso Flimnap habíaprotestado al oir que el gigante le llamaba profesora en vez deprofesor. En cambio, los hombres, derribados de su antiguo despotismo ysometidos á la esclavitud dulce y cariñosa que merece el sexo débil,eran dentro de su casa la «esposa» ó la «hija», y en la vida exterior,la «señora» ó la

«señorita».

Flimnap había creído necesario, teniendo en cuenta su nueva importanciaoficial, llevar bajo el brazo una gran cartera de cuero, semejante á laque ostentaban los altos funcionarios del Estado cuando iban á despacharcon los señores del Consejo Ejecutivo. En esta cartera guardaba lasactas de las tres sesiones que había celebrado el

Comité derecibimiento del Hombre-Montaña,

así como los presupuestos de gastos,presentes y futuros, para la manutención de tan costoso huésped.

Ademásllevaba una traducción, en idioma del país, que había hecho de losversos escritos por el Gentleman-Montaña en su cuaderno de notas.

El buen profesor Flimnap estaba inquieto por la suerte de su protegido.Gillespie le inspiraba un interés que jamás había experimentado porningún hombre de su propia tierra. Dedicado por completo á los trabajoslingüísticos é históricos, solamente había tratado con mujeres, y éstaseran todas profesores malhumorados y de austeras costumbres. Sentía unatemblorosa timidez siempre que el rector le invitaba á alguna de sustertulias, donde había hombres jóvenes en edad de casamiento, ansiososde que alguien los sacase á bailar ó que entonaban romanzassentimentales acompañándose con el arpa.

Además, en su afecto sincero por el recién llegado había algo deegoísmo. Gracias al Gentleman-Montaña, acababa de conocerinstantáneamente todas las dulzuras de la celebridad, siendo elpersonaje más popular de la República en los presentes momentos. Despuésde la fama de Gillespie venía la suya. ¡Qué derrumbamiento tan dolorosoen la sombra si el gobierno acordaba la muerte de su gigante!…

La tarde anterior había corrido hacia la capital á toda velocidad delautomóvil-lechuza, prestado por su jefe el rector. Los altos señores delgobierno estaban sobre un estrado junto al camino para ver llegar alprisionero, teniendo á sus espaldas todo el vecindario de la capital, ungentío tan enorme que se perdía de vista. Estos poderosos personajes lorecibieron con grandes muestras de consideración que no correspondían ásu humilde rango de profesor. El les hizo los mayores elogios de laintelectualidad del gentleman gigantesco, declarándole distinto á todoslos colosos llegados antes al país. Insinuó la conveniencia de guardarlopor mucho tiempo, hasta saber, gracias á su cultura, los adelantosrealizados en el mundo de los hombres monstruosos, y copiar lo queresultase aprovechable, si es que realmente había algo digno deimitación, lo que le parecía algo problemático.

—Es lástima que este Hombre-Montaña no sea una mujer….

Los señores del Consejo miraron con interés á Flimnap después de susúltimas palabras, apreciándolo como un profesor de mérito que habíavegetado injustamente en el olvido, y merecería en adelante su altaprotección. También halagó los gustos del rector, poderoso personajecuyos consejos eran siempre escuchados por los señores del organismoejecutivo.

El Padre de los Maestros—pues tal era su título honorífico—gustabamucho de los poetas, y hasta hacía versos cuando no estaba preocupadopor sus averiguaciones históricas. Todos los escritores de la Repúblicaalababan sus poesías como obras inimitables, siendo tales elogios elmedio más seguro de alcanzar un buen empleo en la Enseñanza pública.

Al verlo Flimnap en el estrado de los señores del gobierno, se apresuróá darle la noticia de que el gigante era también poeta, aunque «á sumodo», con toda la grosería y la torpeza propias de su sexo, peroañadiendo que, á pesar de tales defectos, propios de su origen, parecíaposeer cierto talento.

—¡Oh Padre de los Maestros!—dijo—. Mañana tendré el honor deentregarle una traducción hecha en nuestro idioma de los versos que heencontrado en el cuaderno de bolsillo del Gentleman-Montaña.

Seríadeplorable que los altos señores del Consejo decidiesen su muerte. Migusto sería traducir al inglés algunas de las inmortales obras denuestro admirable Padre de los Maestros, para que ese pobre gigante seentere de que nuestra poesía ha llegado á una altura que jamás conoceráél, no obstante la grandeza material de su organismo.

Sonrió el Padre de los Maestros con modestia; pero esta sonrisa dió laseguridad al profesor de que la vida del gigante estaba asegurada y queéste tendría ocasión de leer los versos del rector traducidos al inglés.

Luego, Flimnap recomendó á todos los ocupantes del estrado gubernamentalque mirasen al monstruo con los lentes de disminución que había traídoun compañero suyo de la Universidad, profesor de Física, pues asípodrían apreciarle tal como era.

Al entrar al día siguiente en el despacho del jefe mensual del gobierno,vió con alegría que el doctor Momaren, el Padre de los Maestros, estabahablando con el supremo magistrado. Flimnap, antes de dar cuenta alpresidente de todos sus trabajos, ofreció á Momaren varias hojas depapel con la traducción de los versos de Gillespie. El Padre de losMaestros, colocándose ante los ojos unas gafas redondas, empezó sulectura junto á una ventana. Cuando Flimnap acabó su informe sobre lostrabajos para la instalación del gigante, el personaje universitario seaproximó conservando los papeles en su diestra.

—Algo flojitos—dijo con una severidad desdeñosa—. Sonindiscutiblemente versos de hombre, y de hombre enorme. Pero seríainjusto negarle cierta inspiración, y hasta me atrevo á decir que aquíentre nosotros aprenderá mucho, si es que llega á ejercitarse en elidioma nacional.

—Para eso, ¡oh Padre de los Maestros!—dijo Flimnap—, será preciso queel pobre gigante viva.

—Mi opinión es que debe vivir—interrumpió el presidente—. Mi esposa ymis niñas lo encontraron ayer muy simpático al verle entrar en laciudad. Un hijo mío, que es del ejército del aire y montaba una de lasmáquinas que lo condujeron, me ha contado cosas muy graciosas de él.Todos los muchachos de la Guardia gubernamental lo encuentran igualmentemuy agradable, y hasta algunos afirman que es hermoso…. Tuvo usted unabuena idea, profesor Flimnap, al aconsejar que lo mirásemos con lentesde disminución…. Yo opino que debemos dejarle vivir, aunque seaúnicamente por una temporada corta.

Resultará carísimo, pero laRepública puede permitirse este lujo, lo mismo que mantiene á losanimales raros de su Jardín Zoológico. Y usted ¿qué opina de esto,ilustre amigo Momaren?

El Padre de los Maestros, convencido de que para el jefe del gobiernoresultaba infalible la menor de sus palabras, se limitó á decir conlentitud:

—Opino lo mismo.

—Entonces—continuó el presidente—, si usted manifiesta esa opinión ámis compañeros de Consejo, como todos ellos respetan mucho su altasabiduría, la vida del gigante queda segura.

El profesor Flimnap, deseoso de ocultar la satisfacción que le producíanestas palabras, se apresuró á pedir la venía de los dos altos personajespara abandonar el salón. Llegaba hasta él un rumor creciente demuchedumbre. El gran patio del palacio debía estar ya repleto deinvitados. Una música militar sonaba incesantemente.

Escapó Flimnap por unos pasillos poco frecuentados, temiendo tropezarsecon los periodistas, que iban á la zaga de él desde el día anteriorpidiéndole noticias frescas. Dos diarios de la capital, siempre enescándalos á rivalidad, publicaban cada tres horas una edición condetalles nuevos sobre el Hombre-Montaña y sus costumbres, poniendo enboca del pobre sabio mentiras y disparates que le hacían rugir deindignación. Uno de los diarios defendía la conveniencia de respetar lavida del gigante, y esto había bastado para que la publicación contrariaexigiese su muerte inmediata, por creer que la voracidad tremenda de talhuésped acabaría por sumir al país en la escasez, siendo causa de quemiles y miles de compatriotas pereciesen de hambre.

El profesor odiaba por igual á los dos periódicos y á las demáspublicaciones, que enviaban sus redactores detrás de él como si fuesenperros perseguidores de un ciervo asustado.

Deseoso de pasar inadvertido, subió á los pisos superiores con laesperanza de encontrar un asiento en las galerías que daban al patio, yestaban ocupadas esta mañana por las esposas y las hijas de todos lospersonajes de la República.

Su galantería de mujer bien educada le obligó á permanecer de pie, parano privar de asiento á los seres débiles y masculinos de larga túnica yamplio manto que habían venido á presenciar la fiesta. La gloria delprofesor iba acompañada de una nueva visión de la existencia. Nunca lehabía parecido la vida tan hermosa y atrayente. Todas aquellas matronasde barba canosa y brazos algo velludos, graves y señoriles, con lamajestad de la madre de familia, no podían conocerle por la razón de queél había rehuido hasta entonces las dulzuras y placeres de la vidasocial. Nadie podía adivinar en su persona al célebre profesor Flimnap,tan alabado por todos los periódicos. Después hizo memoria de que en lamisma mañana los diarios más importantes habían publicado su retrato, yprocuró ocultar el rostro cada vez que un hombre se echaba atrás el velopara mirarle con vaga curiosidad.

Se fué tranquilizando al notar que las damas sólo se fijaban en el fondodel patio, ocupado únicamente por las mujeres. Los guerreros de laGuardia, siempre con una mano en la empuñadura de la espada yacariciándose con la otra sus rizosas melenas, miraban á lo alto,sonriendo á las señoritas, emocionadas bajo sus guirnaldas de flores ysus velos. Algunas de ellas, que ya se consideraban en edad dematrimonio por haberles apuntado la barba, contestaban á estas miradascon guiños, que equivalían á frases amorosas, evitando el ser vistas porlas ceñudas matronas sentadas á su lado. Este espectáculo frívolo, queun día antes habría sido despreciado por Flimnap, le emocionaba ahoracon honda sensación de ternura.

—¡Oh, amor!… ¡amor!—murmuró el sabio.

La vida es hermosa, y él reconocía que guarda dulzuras y misterios nosospechados por la Universidad. Para vencer esta emoción inoportuna, se fué fijando en los personajesque llenaban el patio. Un estrado, todavía desierto, era para el ConsejoEjecutivo, los ministros y demás dignatarios. En otros estrados, ya casillenos, estaban los padres y los esposos de todas las damas que ocupabanlas galerías. Flimnap conocía á muchos por los retratos aparecidos enlos periódicos. Eran personajes parlamentarios, famosos á causa de susdiscursos. Algunos habían pertenecido al Consejo Ejecutivo y deseabanvolver á él, apelando á toda clase de intrigas para conseguirlo.

Guiado por la curiosidad y los comentarios de varias damas barbudas,acabó por fijarse el profesor en una de las mujeres que ocupaban elestrado de los senadores. Era Gurdilo, el célebre jefe de la oposiciónal actual gobierno: una hembra alta, desprovista de carnes, con el cutisavellanado como si fuese de correa, y unos tendones gruesos y tirantesque se marcaban en el cuello, en los brazos y en las demás partesvisibles de su cuerpo. Los ojos tenían una agudeza fija é imperiosa, ysu gesto era avinagrado, co mo de persona eternamente indignada contratodo lo que no es obra suya.

El profesor, que por vivir dedicado á sus raros y profundos estudiosconcedía escasa atención á las cuestiones de actualidad, no se habíafijado nunca en este personaje; pero ahora le miró con gran interés.Adivinaba en él á un enemigo del Gentleman-Montaña. Bastaría que elgobierno decidiese el indulto de Edwin para que Gurdilo aconsejase sumuerte, como si de esto dependiese la felicidad nacional. Además, eldiario que pedía la supresión del Hombre-Montaña había ya reproducido enuna de sus ediciones ciertas palabras inquietantes del temible jefe dela oposición.

Vió el profesor cómo agitaba los brazos con violencia al hablar á suscompañeros del Senado, al mismo tiempo que fruncía el entrecejo y torcíala boca con un gesto de escandalizada severidad. Esto le hizo creer queestaba protestando de la ceremonia presente, de que el pobre gigantehubiese sido conducido á la capital; en una palabra, de todo lo hechopor el Consejo Ejecutivo y de cuanto pensase hacer.

Pero las observaciones del profesor fueron interrumpidas repentinamentepor el principio de la ceremonia.

La música militar, que seguía tocandoen el patio, quedó ensordecida por el redoble de una gran banda detambores que se aproximaba viniendo del interior del palacio.

Los altos y poderosos señores del Consejo Ejecutivo sólo podíanpresentarse en las ceremonias oficiales rodeados de gran pompa.

Entraron en el patio los tambores, que eran unos treinta, y detrás deellos igual número de trompeteros. A continuación desfiló una tropa delejército de línea, ó sea de aquellas muchachas con casco de aletas queGillespie había visto al despertar. Los soldados iban armados, unos conarcos y otros con alabardas.

Después pasaron los guardias porta-espada,llevando con la punta en alto y sostenidos por sus dos manos cerradassobre el pecho unos mandobles enormes que brillaban lo mismo que sifuesen de plata.

De los tiempos del Imperio quedaba aún el ceremonial absurdamenteostentoso de que se rodean los déspotas. Varios pajecillos pasaronmoviendo altos abanicos de plumas blancas para que ningún insectoviniese á molestar á los cinco magistrados supremos de la República.Después fueron desfilando éstos uno por uno, pero no á pie, sino encinco literas llevadas á hombros por hijos de personajes influyentes,pues tal honor representaba el principio de una gran carreraadministrativa. Las muchachas portadoras de las literas del Consejo eranenviadas después á gobernar alguna provincia lejana.

Pasaron igualmente las literas de los presidentes del Senado y de laCámara de diputados, y á continuación la del rector de la Universidad,que tenía la forma de una lechuza y era llevada á brazos por cuatroprofesores auxiliares. Finalmente, cerraban la marcha, pero á pie, losministros, los altos funcionarios y un destacamento de la Guardiagubernamental con largas lanzas.

Cuando los cinco del Consejo Ejecutivo y el Padre de los Maestros consus respectivos séquitos se instalaron en el estrado de honor, cesaronde sonar las trompetas, los tambores y la música, haciéndose un largosilencio. Iba á empezar el desfile de las cosas maravillosas queformaban el equipaje del Hombre-Montaña.

Un alto funcionario del Ministerio de Justicia, del cual dependían todoslos notarios de la nación, avanzó con un portavoz en una mano yostentando en la otra un papel que contenía las explicacionesfacilitadas por el doctor Flimnap, después de haber traducido losrótulos de numerosos objetos pertenecientes al gigante.

Estasexplicaciones arrancaron muchas veces largas carcajadas á la muchedumbrepigmea, que sentía compasión por la ignorancia y la grosería del coloso.En otros momentos, el enorme concurso quedaba en profundo silencio, comosi cada cual, ante las vacilaciones del inventario, buscase una soluciónpara explicar la utilidad del objeto misterioso.

Lo que todos comprendieron, gracias á las explicaciones del profesor deinglés, fué el contenido y el uso de unas torres brillantes como laplata, que fueron pasando por el patio colocada cada una de ellas sobreun vehículo automóvil. Estos torreones tenían cubierto todo un lado desus redondos flancos con un cartelón de papel, en el que había trazadossignos misteriosos, casi del tamaño de una persona.

La ciencia de Flimnap había podido desentrañar este misterio gracias ála interpretación de los rótulos. Eran latas de conservas. Pero aunqueel traductor no hubiese prestado sus servicios científicos, el olfatosutil de aquellos pigmeos habría descubierto el contenido de los enormescilindros, á pesar de que estaban herméticamente cerrados. Para suagudeza olfativa, el metal dejaba pasar olores casi irresistibles por lointensos. Todos aspiraban con fuerza el ambiente, desde los cinco jefesdel gobierno hasta los pajecillos porta-abanicos.

El paso de cada torreón deslumbrante era acogido con un grito general:«¡Esto es carne!…» Poco después decían á coro: «¡Esto es tomate!…»Transcurridos unos minutos, afirmaban á gritos: «¡Ahora son guisantes!»y todos se asombraban de que un ser en figura de persona, aunque fueseun coloso, pudiera alimentarse con tales materias que esparcían un hedorinsufrible para ellos, casi igual al que denuncia la putrefacción.

Deseosos de suprimir cuanto antes esta molestia general, losorganizadores del desfile hicieron aparecer en el patio á una veintenade siervos desnudos, llevando entre ellos, muy tirante y rígida, unaespecie de alfombra cuadrada, de color blanco, con un ribete suavementeazul, y que ostentaba en uno de sus ángulos un jeroglífico bordado, que,según la declaración del profesor Flimnap, se componía de letrasentrelazadas.

Aquí la ciencia del universitario se extendía en luminosa digresión paraexplicar á sus compatriotas la existencia del pañuelo entre losHombres-Montañas, el uso incoherente que le dan y las cosas pocoagradables que depositan en él. Pero, como ocurre siempre en las grandessolemnidades, el público no prestó atención á las explicaciones delhombre de ciencia, prefiriendo examinar directamente lo que tenía antesus ojos.

Un perfume de jardín que parecía venir de muy lejos empezó á esparcirsepor el patio, haciendo olvidar los densos hedores exhalados por lastorres plateadas. Las señoras y señoritas de las galerías se agitaronaspirando con deleite esta esencia desconocida. Las mamás hablaban entreellas, buscando semejanzas y similitudes con los perfumes de moda entreel sexo masculino. Algunas concentraban su atención para poder explicaren el mismo día á los perfumistas de la capital la rara esencia delHombre -

Montaña, y que la fabricasen, costase lo que costase.

Luego entraron más siervos desnudos llevando á brazo nuevos objetos.Seis de ellos sostenían como un peso abrumador el libro de notas cuyashojas había traducido Flimnap. Después otros atletas pasaron, rodandosobre el suelo, lo mismo que si fuesen toneles, varios discos de metal,grandes, chatos y exactamente redondos, encontrados en los bolsillos delgigante.

Estos discos eran de diversos tamaños y metales, llevando todos ellos derelieve en sus dos caras un busto de mujer gigantesco y un ave de rapiñacon las alas abiertas. Según la explicación del sabio Flimnap, servíanen el país de los Hombres-Montañas como signos de cambio, y estabantodos ellos comprendidos bajo el título general de «moneda».

Algunos eran de plata, y sólo llegaban á las rodillas del siervoatlético que se inclinaba sobre ellos para hacerlos rodar. Otros eran decobre, y poco más ó menos del mismo tamaño. El público, algo aburridopor estos objetos sin interés, sólo mostró cierta curiosidad al vercuatro discos movidos cada uno por dos hombres. Los tales discosllegaban casi á la cintura de sus guías, y eran de oro macizo, teniendopor adorno el relieve de una gran águila con las alas desplegadas y unaespecie de escudo con rayas y con estrellas.

Volvió á decaer el interés mientras iban desfilando otros esclavos porparejas. Cada dos hombres llevaban entre ellos, lo mismo que si fuese uncartelón anunciador, una faja de papel impreso mucho más larga que alta.Todos estos carteles tenían una capa de grasa y de suciedad, en la quela vista microscópica de los pigmeos veía rebullir pequeñísimosmonstruos del mundo microbiano. Los papeles estaban ornados de retratosde Hombres-Montañas completamente desconocidos por el profesor Flimnap.Todos ellos ostentaban la palabra «Banco» y una cifra seguida de lapalabra dollar

.

El sabio profesor osaba emitir en su informe la teoría de que los talespapeles tal vez representasen algo semejante á la moneda, pero sin podercomprender su funcionamiento y su utilidad, y extrañándose además de quehubiese gentes que los aceptasen en lugar de los discos metálicos.

Tampoco el público se fijó mucho en tales explicaciones. Deseaban todosque terminase cuanto antes el desfile de los cartelones grasientos.Entre las delicadas criaturas que ocupaban las galerías altas hubociertos conatos de desmayo. Las matronas sacaban sus frasquitos de salespara reanimar el dolorido olfato. En el estrado de los senadores se oyóla voz del terrible Gurdilo.

—Sólo una humanidad inferior—gritó—puede llevar en sus bolsillossemejantes porquerías. No creo que tengan empeño los Hombres-Montañas,si gozan de sentido común, en adquirir tales suciedades. Esto debe sersimplemente un vicio, una mala costumbre del gigante que ha venido áperturbarnos con su presencia.

Pero una nueva aparición borró el malestar del público, imponiendosilencio al tribuno.

Varios hombres de fuerza avanzaron llevando sobre sus hombros unaespecie de cofre cuadrado y muy plano. Parecía de plata, y sobre su carasuperior había grabado un jeroglífico igual al que adornaba una puntadel pañuelo.

El profesor Flimnap ignoraba lo que existía dentro de esta caja enorme.No se había creído autorizado para violar su secreto. El jefe de losmecánicos de la flota aérea estaba allí con varios de sus ayudantes paraabrir el cofre, cuyo cierre había estudiado durante toda la mañana.

Colocaron los esclavos esta caja en el suelo verticalmente, mientras elingeniero y sus acólitos empezaban á forcejear en la cerradura, sinresultado. Un martillazo dado por inadvertencia en una arista salientehizo que las dos enormes valvas de plata se abriesen de pronto, lo mismoque una concha gigantesca, lanzando un crujido metálico. Los hombres defuerza se apresuraron á tirar de ellas, temiendo que se cerrasen, yquedó visible su interior.

A ambos lados, sostenidos por una faja elástica, había en línea como unadocena de cilindros de papel blanco, estrechos y prolongados, cuyointerior estaba lleno de una hierba obscura. Estos cilindros teníanrec