El Origen del Pensamiento by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¡Ah! ¿Chillas todavía, pendón?—gritó entonces el presbítero gordo,espíritu impetuoso como ya sabemos. Y alzando la mano, le sacudió unterrible bofetón.

Fue la señal. Más de veinte manos se posaron alternativa osimultáneamente sobre las mejillas del joven naturalista. D. Pantaleónacudió a socorrer a su amigo y también le tocaron algunos porrazos. Elfuror se enseñoreó de todas las cabezas clericales.

Ruedan las sillas,quiébranse platos y botellas; la pequeña sala resuena con los gritos delos enfurecidos presbíteros. Godofredo, llorando a lágrima viva, tratade contenerlos, implorando, persuadiéndoles con palabras fervorosas. Elpadre Laguardia le ayuda en esta tarea, haciendo lo posible por sujetaral presbítero gordo, el más sanguinario de todos.

—¡Dejadme, dejadme!—gritaba con voz estentórea.—Quiero arrancar todaslas muelas a ese esprit fort.

Y este deseo extravagante, más propio de un dentista que de unlicenciado en sagrada teología, llenaba de terror el alma de Moreno.Cada vez que llegaba a sus oídos se le doblaban las piernas. Porquenunca había imaginado necesitar, tan joven, dentadura postiza.

Acudieron al estrépito el ama del cura y las mozas que le ayudaban en lacocina; pero en vez de echar aceite a las olas irritadas, soplaron sobreellas el viento de la cólera. El ama imaginó en seguida que su señorestaba en peligro de muerte por las asechanzas del cura de F..., conquien mantenía rivalidad desde la compra de cierta mula que ambosapetecían, y sin más reparar, con la paleta del fogón le dio un golpe enla cabeza. Similia similibus curantur. Gracias a este revulsivopoderoso apaciguose la cólera de los clérigos. Todos acudieron al pobrecura de F..., que yacía herido en el suelo. La lluvia de bofetadas quecaía sobre las mejillas de Moreno cesó como por ensalmo. Hízose elsilencio y vino el arrepentimiento. El ama lloraba y pedía perdón.

Elpresbítero gordo también se recriminaba duramente como causanteindirecto de aquella desgracia. El párroco dictaba disposiciones paracurar la herida de su colega.

Entre ellas, la primera fue enviar enbusca del médico. Y mientras llegaba se le pusieron compresas de aguafría y se le trasladó a la cama. La desolación reinaba en aquel recintodonde pocos momentos antes todo era júbilo. Y en resumen, ¿por qué?

Porsi Moisés había echado mal o bien la cuenta de los días de la creación.¡Una cosa tan lejana!

Los clérigos debieron de entender que se habían excedido un poco en ladefensa de aquel patriarca, porque dirigían la palabra con semblantehumilde tanto a D. Pantaleón como a Moreno. El mismo presbítero gordovino a decirles que retiraba todas las bofetadas que había dado. Conesto D. Pantaleón se dio enteramente por satisfecho, y no comprendíacómo Moreno se mostraba aún torvo y enojado.

El médico no estaba en el pueblo. En su lugar vino el albéitar. Lossabios antropólogos dieron un paso atrás, abriendo los ojosdesmesuradamente al ver entrar al Pollo.

—¿Quién es ese hombre?—preguntó D. Pantaleón a un clérigo.

—¿Quién ha de ser? El albéitar.

Los dos sabios se miraron uno a otro largamente, con sorpresa por partede Sánchez, con sorpresa y reconvención por la de Moreno.

—¿Ha tomado usted con exactitud las medidas?—dijo éste, al fin, en vozbaja.

—Perfectamente—repuso D. Pantaleón muy quedo también.

—¿No se habrá corrido el compás?

—Ni un milímetro; estoy seguro.

Moreno sacudió la cabeza con gesto dubitativo, mientras su amigocontinuaba asegurando por medio de expresivos ademanes la exactitud delos datos antropométricos que había tomado.

El albéitar reconoció al herido y recetó un bálsamo. Al levantar una delas veces la cabeza y reconocer a sus compañeros de viaje preguntó consemblante risueño:

—¡Hola, camarás! ¿están ustedes por aquí? ¿Quieren explicarme por quéhan escapado de mí hace poco, como si fuese del diablo?

Los fisiólogos se pusieron colorados.

—No escapamos—balbuceó Sánchez,—es que teníamos prisa de llegar alpueblo.

El albéitar les miró un instante con sorpresa y bajó de nuevo la cabezapara atender a la del herido.

Moreno y Sánchez se hicieron una seña, y aprovechándose de ladistracción general, se escabulleron bonitamente, bajaron la escalera yse plantaron en la calle. Desde allí dirigiéronse a la estación deltranvía, y metiéndose en el primero que salió, regresaron en pocosminutos a Madrid, no muy contentos del resultado de aquella famosasalida antropológica.

XIII

Durante año y medio Mario desempeñó atentamente cuantos trabajos leencomendaba su amigo y protector Rivera. Mas no se despidió por eso desu antigua afición a la escultura. En su gabinete, a las horas que teníalibres, seguía rindiéndole el mismo culto fervoroso y humilde. Miguelhabía hecho poco caso hasta entonces de aquellas aficiones. Mas un día,al pasar por delante del cuarto de su amigo, viendo por la puerta, quese hallaba entreabierta, una figura tapada con un lienzo, se decidió aentrar. Levantó la tela y quedó gratamente sorprendido. Era una pequeñafigura de cuatro pies de alto que representaba a Ofelia coronada deflores. Había tanto desembarazo en la postura, tal delicadeza en lasfacciones, tanta inocencia en la expresión, que jamás había visto unainterpretación más viva de la inmortal heroína de Shakespeare. Quedópensativo y preocupado. Cuando Mario llegó a comer le preguntó afectandoindiferencia:

—¿Cuándo has terminado esa figurita que tienes en el cuarto?

Mario se puso colorado.

—Aún no está terminada; faltan algunos detalles.

—No está mal hecha. Hay verdadero sentimiento en ella; se conoce que elHamlet te ha impresionado hondamente.

Como Miguel era parco en los elogios y su espíritu más propenso a laburla que al entusiasmo, al menos en apariencia, Mario experimentó aloír tales palabras vivo placer.

Trascurridos algunos días, Rivera volvió a sacarle la conversación de laescultura.

Se anunciaba una exposición de bellas artes para la próximaprimavera. Con tal motivo hablaron de los pintores y escultores más enboga, ponderando los méritos de cada uno. Después de larga pausa en queMiguel quedó pensativo, dijo de pronto:

—¿Por qué no haces algo para la exposición?

Mario pareció confuso. Bajó la cabeza balbuceando algunas frases querevelaban su modestia.

—Creo que estás un poco equivocado respecto a tus fuerzas—replicóRivera.—No es malo, porque el artista que se engríe se amanera: precisaestar descontento siempre de lo que se hace para progresar. Pero nobasta que tú te juzgues: es necesario que te juzguen los demás, y nosólo los amigos, sino el público, o por mejor decir, los hombres degusto que hay dentro de él. Cuando conozcas una muchedumbre de juicios,comparándolos después con el tuyo, podrás formar idea aproximada de loque vales. El mío es que tienes aptitud para el arte que cultivas. Sicreyese que no la tenías me guardaría de proponerte que presentases obraalguna en el certamen, porque te quiero demasiado para exponerte ahacer un papel desairado o ridículo. Piénsalo, pues, bien, y si hallasen tu imaginación algún asunto adecuado a tus facultades, dímelo yhablaremos.

Con estas palabras Mario quedó profundamente meditabundo. Anduvo variosdías inquieto, preocupado, silencioso. Al cabo, dirigiéndose a Miguelcon brusco ademán y una particular sonrisa, cuya amargura no se leescapó a aquél, le dijo de pronto:

—He pensado en aquello, D. Miguel. No se me ocurre nada. Más vale queolvidemos eso y sigamos como hasta ahora rindiendo culto al arte deFidias en secreto y en los ratos de ocio.

Miguel le miró en silencio y con atención algunos momentos.

—No es verdad. Me estás engañando y te invito a que no lo hagas. Creotener derecho a que me hables con franqueza.

Se obstinó todavía algún tiempo; pero viendo a su amigo triste ydisgustado, le dijo al fin esforzándose por sonreír:

—Hace ya tiempo que se me ha ocurrido un pensamiento; pero no me creocon fuerzas para llevarlo a cabo... Además, se exigen una porción demedios...

—Explícame el pensamiento.

Se trataba de un grupo representando la profecía del Tajo al rey D.Rodrigo tal como se describe en la famosa poesía del maestro Fray Luisde León. Aparecerían en él tres figuras: la del rey y la Cava en tamañonatural; la del río en colosal. El pedestal iría cubierto de bajosrelieves representando diversos episodios de la invasión árabe y lacaída del imperio gótico.

—Ya usted ve que necesito todo mi tiempo—concluyó diciendo,—si he determinarlo para la época de la exposición, y un local a propósito.

Miguel no respondió. Se apartaron en silencio. Al día siguiente lecondujo de paseo al barrio del Pacífico. Al pasar por delante de unosalmacenes sacó una llave, abrió una puerta y empujándole dijo:

—Ahí tienes taller. El tiempo también es tuyo. ¡A trabajar!

Mario le abrazó con efusión. El recinto era espacioso, de techo elevado,lleno de luz.

Se trasportaron los útiles inmediatamente, se compró loque hacía falta y desde la mañana siguiente bien temprano Mario apenassalió de allí más que para dormir. Por espacio de algunos meses vivió enun estado febril; apenas comía, apenas dormía; tan profundamentedistraído, que se le olvidaban los menesteres más corrientes de la vida.Si Carlota no le vigilase saldría a la calle con las botas rotas o sincorbata.

Hablaba poco y no siempre acorde.

Algunas veces Miguel y Carlota iban a visitarle al taller. Pero, aunqueno lo manifestase, estas visitas le turbaban. Únicamente cuando traían asu hijo olvidábase de la obra que tenía entre las manos, como del restodel mundo; lo estrechaba contra su corazón, lo besaba con frenesí yparecía que de aquel contacto mágico sacaba nuevas fuerzas y nuevainspiración.

Una tarde Rivera y Carlota llegaron al taller. Al empujar la puertavieron al joven revolcándose por el suelo y mesándose los cabellosmientras lanzaba imprecaciones y palabras incoherentes. Carlota quisoprecipitarse a su socorro, pero la retuvo Miguel.

—¡Silencio!—le dijo al oído.—No temas. Tu marido se halla en la horanegra del artista. Las sacras musas duermen o están ocupadas en estemomento y no pueden atenderle. Pero descuida, no tardará en levantarse.

Dieron una vuelta por los alrededores, y en efecto, cuando tornaronMario se hallaba de nuevo trabajando y con tal ardor que no advirtió supresencia hasta que le tocaron en el hombro.

Pero Carlota no concedía la importancia que Miguel a los trabajosartísticos de su esposo. El arte para ella era un recreo, unadistracción: nada tenía que ver con el problema serio de ganar elsustento, que aún no estaba resuelto. Así que no podía menos de mostrarsu indiferencia cuando se trataba de la escultura. En cambio se enterabacon gran interés de cualquier empleo vacante de que le hablasen.

Marionotaba esta indiferencia y no podía menos de sentirse entristecido ydesalentado.

Un día, muy tímidamente, porque adoraba a su mujer, seatrevió a quejarse a Miguel.

Quedó éste pensativo unos momentos y ledijo:

—No te pese de la manera de ser de tu esposa. Carlota es un espíritusensato, lúcido, equilibrado. No tiene la imaginación propensa a lossueños, ni facultades para introducirse en el mundo del arte y lapoesía. ¡Qué importa! La poesía es ella misma.

Basta mirar su bellafigura escultural y contemplar sus grandes ojos suaves, claros,hermosos; basta escuchar sus nobles palabras y ver sus acciones, másnobles aún, para sentirse cerca del origen de toda poesía... Además,nunca he creído que al artista le convenga una esposa de imaginaciónexaltada, de temperamento nervioso, inquieto y refinado como el suyo.Esta paridad de humores produce casi siempre funestos resultados. Túsabes muy bien, y perdona lo indecoroso de la comparación, en gracia desu exactitud, que a un caballo demasiado vivo y fogoso se le pone porcompañero en el tronco otro firme y resistente, aunque de menos sangre,para que contrarreste sus ímpetus. Pues en el matrimonio sucede lomismo. Si el hombre de imaginación tiene una compañera de temperamentofantástico como el suyo, ambos corren peligro de precipitarse en ladesgracia. Duerme, pues, tranquilo sobre el corazón de tu Carlota;acepta su cariño con gratitud y bendice a la Providencia que te haconcedido una mano fiel para atravesar esta existencia tan triste yoscura... ¡Ay! ¡Yo también tuve una mano!... ¡también tuve un corazónsobre el cual mi alma reposaba sin cuidado!...

Los ojos del antiguo periodista se rasaron de lágrimas al pronunciarestas palabras.

Mario le estrechó la mano en silencio.

Llegó por fin el mes de Febrero, época en que debía inaugurarse laexposición de Bellas Artes. Mario hizo un esfuerzo supremo, y el magnogrupo quedó terminado a tiempo y vaciado en yeso. Cuando Rivera, quehabía dejado de ir al estudio en los últimos tiempos adrede, lo vio enesta forma, quedó gratamente sorprendido. La obra superaba a todas lasesperanzas que había concebido. Sin embargo, temiendo que su cariño porel artista le cegase, llevó a algunos amigos suyos entendidos en elarte. Los inteligentes confirmaron su juicio. La obra se apartababastante de las tendencias dominantes en la escultura. Sus figuras eranmenos activas y movidas, pero en cambio brillaban por la gracia y laingenuidad. Se conocía a la legua que su espíritu se hallabaprofundamente impresionado por la estatuaria griega, y que adoraba enella el sentimiento de la medida, la vida en el reposo, la graveserenidad, el desdén de los efectos. Pero este desdén, que se advertíademasiado en el grupo del joven escultor, en concepto de los amigos deRivera le perjudicaría mucho para el éxito en el certamen.

Felizmente no fue así. El público se detuvo con placer delante deaquellas nobles figuras ejecutadas sin esfuerzo. La delicadeza yvalentía con que estaban modelados los bajos relieves llamaron asimismola atención. Aunque hubiese en la sala obras de más apariencia yestuviesen firmadas por escultores reputados, al cabo de algunos díasnadie dudaba que el autor de la Profecía del Tajo era un artistasobresaliente que se revelaba con originalidad a independencia. Unperiódico llegó a decir que parecía un griego resucitado y que sicontinuase con la misma fortuna trabajando llegaría a desempeñar enEspaña el papel que hizo Canova en Italia, esto es, sería un regeneradorde la escultura.

Estos elogios prematuros le perdieron. El artista cuyos límites seperciben pronto encuentra fácil y llano el camino: las puertas se leabren, las bocas le sonríen. Mas ¡ay!

aquel cuyo alcance no se mide degolpe eternamente tropezará con la desconfianza y la aversión de susémulos. Éstos ocultaban artificiosamente el favor que el públicotributaba a la obra del joven escultor. Cuando un maestro se veíaobligado a emitir su opinión acerca de ella, lo hacía con esa habilidadque todos conocen.

—¡Oh! ¡Costa!... ¡Buen muchacho!...No cabe duda que tiene felicesdisposiciones.

Cuando se le quite ese encogimiento natural del queprincipia será un verdadero artista. Hay algunos pormenores en su grupodignos de llamar la atención... ¿Pero ha visto usted el Titiritero deSuárez? ¡Qué admirable! ¿verdad? ¡Qué expresión! Es la obra de unmaestro.

A los oídos de Mario no llegaban estos juicios de sus compañeros. Sóloel rumor del público y de sus amigos le traían elogios y plácemes. Losmiembros del jurado se mostraban con él deferentes y afectuosos, leponían la mano sobre el hombro, le decían palabritas lisonjeras. Uno deellos, viejo escultor cargado de laureles, le dijo un día contemplándolecon admiración:

—¡Qué joven ha subido usted al pináculo de la gloria! Yo no he ganadoprimera medalla hasta los treinta y seis años de edad y usted laconsigue a los veinticinco.

—Aún no la he ganado, señor—se apresuró a decir el joven, avergonzado.

—¡Bah, bah!—exclamó el gran escultor haciendo un gesto deindiferencia.—

Demasiado sabe usted que la tiene ganada.

Carlota gozaba tranquilamente del triunfo de su marido, aunque sincomprender bien por qué la gente daba tal importancia a aquellos muñecosde yeso. D.ª Carolina estaba igualmente asombrada de que se hablase dedinero tratándose de estatuas. El día que supo que una de aquellas quehabía en la exposición estaba vendida en tres mil duros no pudo menos deabrazar y besar a su yerno. El mismo D. Pantaleón, aunque refractario aestas frivolidades, pasó por la exposición para ver la obra de su hijopolítico. El sabio fisiólogo, en presencia de varios amigos y del mismoMario, expresó sus opiniones acerca de las bellas artes, basadas todas,como es lógico, sobre los últimos adelantos de las ciencias naturales.No admitía más arte que el fundado en la experimentación. Todo lo que sehabía hecho hasta entonces le parecía enteramente pueril. El método dela experimentación debía de extenderse a la literatura también; lospoemas y novelas debían ser estudios de casos patológicos; la poesía unaclínica social del animal humano. Sin dos cursos de anatomía, uno depatología quirúrgica y algunas nociones de química orgánica, D.Pantaleón sostenía que era ridículo pensar en hacer versos.

Llegó por fin el día de la adjudicación de los premios. Mario supo elfallo del jurado con una sorpresa que le dejó clavado al suelo. Noestaba comprendido entre los premiados con primera medalla, ni entre losde segunda, ni entre los de tercera. Nada: su nombre no se veíaestampado en ninguna parte. Apenas podía creerlo. Leía y releía el papelpensando que estaba ofuscado. Pero la compasión de varios colegas que sele acercaron le hizo muy pronto cerciorarse. ¡Dios mío, cuánta compasiónle prodigaron en pocos minutos! ¡Qué lamentos! ¡Cuántas invectivascontra el jurado! ¡Oh! ¡No hay nada más grandioso que la compasión de uncompañero de oficio!

Mario se mostró sereno. Les dio las gracias con sonrisa dulce y seretiró. Marchó automáticamente al través de las calles, embargado poruna honda tristeza que le apretaba el corazón. No era vanidoso ni habíacifrado quiméricas esperanzas sobre su obra. Pero había sentido ya elaroma de la gloria; el favor del público le había hecho soñar conadquirir por medio de su arte una posición con que pudiera vivirtranquilamente con su esposa y su hijo. Todo se derrumbaba de golpe.Otra vez se sentía solo, pobre y desvalido; tornaba a ser un míseroescribiente, el mismo ser vulgar en quien nadie fijaba la mirada. Peromás cruelmente aún que este dolor le mordía el alma otro que pocosconocen; el del artista que duda de sí mismo. Mientras trabajó en laoscuridad tenía la vaga conciencia de su genio: una voz interior ledecía que las obras que salían de sus manos valían más que otras loadaspor la crítica. Sentíase con fuerzas para llevar a cabo algo grande ybello. Cuando escuchó los elogios que se tributaban a su grupo no quedósorprendido: era la misma dulce canción con que su corazón le arrullabasiempre. De repente un tribunal de hombres competentes le cierra laspuertas del templo de la gloria. Podría equivocarse el tribunal o estarapasionado.

Pero ¿no era más fácil que él y sus amigos se hubiesenengañado? ¿No sería él uno de tantos aficionados que confunden elentusiasmo por el arte con la inspiración, la voluntad con el ingenio?

Había llegado hasta el Retiro, y por sus caminos arenosos iba a laventura sin darse apenas cuenta de dónde se hallaba. Al fin, rendidos elcerebro y las piernas, dejose caer sobre un banco y metió la cabezaentre las manos. Acordose de Carlota. ¡Qué triste desengaño para la fielesposa! Ya no vivirían juntos como pensaban; otra vez volvería a lucharpor una miserable plaza en cualquier ministerio, sin saber cuándo lalograría. Las lágrimas se agolparon a sus ojos y sollozó amargamente unbuen rato.

El ruido de unos pasos precipitados le obligó a levantar la cabeza. Nomuy lejos vio a un viejo trabajador con blusa azul, boina raída yalpargatas, que venía corriendo, perseguido de un joven que, a juzgarpor las mangas postizas de tartán sujetas al codo y su cabeza peinada yrelamida, que llevaba descubierta, debía de ser dependiente de algunatienda de comestibles. El viejo pasó por delante de Mario sin verlo, yal llegar a la orilla del Estanque grande se precipitó en él. Eldependiente sé paró. Mario corrió instantáneamente al sitio, y viendo alviejo luchar con la muerte, sé despojó súbito de la levita y se arrojó asalvarlo.

Aunque sabía sostenerse en el agua no era gran nadador: por otra parte,los pantalones y las botas le embarazaban extremadamente. Frío, aunquecorría el mes de Marzo, no lo sintió, sin duda por la emoción de que ibaposeído. Acercose como pudo al viejo y trató de cogerlo; pero éste, alsentir su mano, dio una vuelta rápida, y con las ansias de la agonía leagarró por un brazo. Mario se sintió perdido y luchó en vano pordesasirse: con el brazo libre trató de ganar la orilla que estabapróxima; pero el suicida le sujetaba férreamente; no era posible nadar.Sumergiose por dos veces. Al salir la segunda gritó con fuerza:

—¡Socorro!

Estaba a punto de perder el conocimiento y dejarse ir al fondo.

Felizmente, dos dependientes del embarcadero que vieron al viejo tirarseal agua, habían saltado en un esquife y bogaban con toda fuerza haciaaquel sitio. Pocos segundos más, y hubiera perecido.

Izáronles a los dos. El viejo en mal estado, con mucha agua dentro delcuerpo. Le pusieron cabeza abajo y se la sacaron como pudieron. Despuésque recobró el conocimiento dijo los motivos que había tenido paraarrojarse al estanque. Debía tres duros al joven que le perseguía; nopodía pagárselos, y aquél, enfurecido, salió de la tienda para pegarle.En parte por miedo y en parte por desesperación había querido matarse.El hortera, a quien los guardas del Retiro habían detenido, no negó loque su deudor decía. Estaba perfectamente sereno y hasta parecíaencontrar justo que un hombre que no podía pagar tres duros sesuicidase. Mario, indignado, sacó del bolsillo esta cantidad y se laentregó diciéndole al mismo tiempo algunas frases duras. Los guardas yla gente que había acudido le hicieron coro.

Pero en estas contestaciones se pasó bastante tiempo. El joven sintió depronto un frío intenso. Se apresuró a salir del Retiro y tomó un cochepara dirigirse a su casa.

Durante el camino fueron en aumento losescalofríos; la vista se le turbaba; creyó no poder llegar sindesmayarse. Al fin pudo subir la escalera y meterse en la cama.

Pocodespués se le declaró una fuerte calentura.

XIV

Pues yo sostengo que lo que ha hecho mi yerno esta mañana es un actoinmoral.

Los tertulios del café del Siglo quedaron estupefactos al escuchar tansingular afirmación. Todos protestaron más o menos suavemente contraella. El arrojo de Mario había despertado admiración en la tertulia delcafé. Se hacían elogios calurosos de su noble corazón y valentía.

El ingenioso Sánchez paseó tranquilamente sobre ellos sus ojos opacos,reflexivos, donde se leía constantemente la concentración profunda de uncerebro positivo, y dijo sin advertir siquiera la indignación deaquellos hombres-niños:

—¿Y por qué es un acto inmoral? Porque ataca los fundamentos mismos dela moralidad. ¿Y cuáles son los fundamentos positivos de la moral? Secreía hasta hace poco tiempo que era algo extraño a las fuerzas queobran dentro de nuestra naturaleza física. ¡Error profundo! Uno detantos sueños como han turbado la mente infantil de nuestrosantepasados. La moral es el resultado de una de tantas combinaciones enque descansa el desarrollo orgánico del animal humano. La moral no esmás que el instinto social arraigándose cada vez más de generación engeneración. Pero este instinto puramente animal que el hombre compartehonrosamente con los demás seres vivientes, en particular con las focasy los bisontes machos, cuyo sentido moral es admirable, no tiene másrazón de ser que el bien general. La moral está fundada, pues, en elbien general. ¿Qué era lo que exigía el bien general cuando esedesgraciado viejo se arrojó al agua? ¿Exigía que mi yerno expusiese suvida por salvarle? No, ciertamente, porque la vida de ese infeliz, sinfuerzas para el trabajo y sin ninguna cualidad sobresaliente, era inútilpara la humanidad, mientras que la de mi yerno, joven, inteligente yactivo, tiene importancia. Luego Mario, al arriesgar una existenciavaliosa por otra que no tiene valor, ha atentado contra el bien general.Luego ha cometido un acto inmoral.

Nadie pudo contrarrestar el empuje de aquella lógica inflexible. Rivera,que era quien solía comentar las proposiciones de Sánchez (siempre conel espíritu frívolo que le caracterizaba), no se hallaba en el café.Asistía en aquel momento a Mario, presa de una pulmonía. El único que seatrevió a protestar, «aunque sólo desde el punto de vista de laestética,» fue D. Dionisio Oliveros, el bardo del ministerio deUltramar. Oliveros confesaba con su voz de bajo profundo que él no erafilósofo, odiaba el análisis.

—Usted, amigo Sánchez, al observar cualquier suceso tratará deinvestigar su razón de ser. Consiste en que usted es filósofo. Yo no veomás que la situación, porque soy poeta, poeta dramático principalmente.Así que no diré que el acto de su hijo político sea bueno o malo. Loúnico que afirmo es que es un acto bello. Para mí basta. Puede usteddecirle de mi parte que en cuanto termine el segundo acto de la comediaque ya conoce (que será en la semana próxima, Dios mediante), piensoescribir sobre su acción heroica unos tercetos que mandaré a LaIlustración Española. Quizá esto le sirva de consuelo en su enfermedad,porque Mario es, como yo, artista ante todo.

Al pronunciar estas consoladoras palabras la voz del poeta burocráticoresonaba lúgubre, profunda, como si en vez de ofrecer a la imaginaciónimágenes brillantes de dicha y alegría se hallase invocando a losespíritus infernales en algún cementerio a las doce de la noche.

Los tertulios, bajo la influencia de esta voz sepulcral, quedaronsombríos y mudos.

El mismo D. Pantaleón, con ser un espíritu tananalítico, no pudo menos de experimentar el sentimiento de desolaciónque la voz de D. Dionisio producía. Atusose el desmayado bigote coninconcebible gravedad, tosió ligeramente y manifestó por lo bajo a suamigo Moreno que la poesía no era más que un estado congestivo y muchasveces morboso del cerebro. Moreno hacía ya tiempo que había adquiridoesta preciosa certidumbre; pero acogió la observación con el respetodebido a las grandes verdades del orden físico.

Guardó silencio unos momentos, y al cabo respondió que en su conceptolos poetas no eran otra cosa que alienados. También D. Pantaleón sabíaesto hacía tiempo, mas no por eso dejó de mostrarse satisfecho porescucharlo una vez más. Moreno prosiguió sus observaciones en voz baja,afirmando que donde se conocía perfectamente la identidad del poeta ydel loco era en la orina. En uno y en otro aumenta considerablemente laurea en ciertos períodos.

—Verá usted—añadió tocando en el muslo a Sánchez—cómo comprobamos enseguida este dato.—Oiga usted, D. Dionisio—siguió, dirigiéndose albardo,—

después que usted termina de escribir una composición poética¿no siente usted cierto prurito en la vejiga?

—Sí, señor; suelo tener deseos de orinar, sobre todo cuando estoydemasiado tiempo sentado a la mesa—respondió con extremada amabilidadOliveros.

—¿Y no ha observado usted si en la orina suelen quedar algunossedimentos?

—Muchos sedimentos. Yo orino casi siempre barroso.

Moreno dirigió a su amigo una sonrisa triunfal, hizo algunos guiñosexpresivos y por último le dijo al oído:

—Fosfato úrico. La orina de los dementes se caracteriza por elpredominio de la urea.

—Y diga usted—prosiguió en voz alta,—¿no suele usted tener los piesfríos?

—Hel