El Maestrante by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¡Quisiera yo ver ¡porra! ¡reporra! ¡cien vecesporra! quién se la ponía estando cerca Fray Diegode Areces!—gritó el clérigo alzándose convulsoy echando fuego por los ojos.

—Siéntese, pater, y cálmese y escancie otracopita, que Fray Diego de Areces no es más queun cazuela.

El capellán se serenó repentinamente, vertiódelicadamente el licor en las dos copas y apuróla suya con deleite, después de lo cual dejó caerla cabeza sobre el pecho, los párpados se le bajarony se puso a dormitar. El barón, radiante dealegría, le contemplaba fijamente con ojos socarrones,aprovechándose de su ausencia temporalpara escanciarse otra copita, «de nones,» comoél decía.

Era constante particularidad de aquellas dulcessesiones el que la ginebra trocase el carácterde ambos. El genio irascible, impetuoso delbarón se dulcificaba de modo inverosímil. Hacíase,mientras duraba la benéfica influencia delalcohol, alegre, comunicativo, conciliador; ningunapalabra le molestaba, nada le parecía suficientemotivo para encolerizarse. En cambio,Fray Diego, que en estado normal era un bendito,siempre jovial y chancero, tornábase undiablo disputador y quisquilloso, adquiría depronto humor guerrero que nadie sospecharíabajo su rostro redondo y plácido de beata ajamonada.

Despabilose al cabo de pocos minutos, miróal barón algunos momentos fijamente con extrañaferocidad y profirió estropajosamente:

—Quisiera, señor barón, que me explicase ustedqué entiende por cazuela.

—¡Anda, salero! ¿Ahora salimos con eso? ¿Austed qué le importa que signifique uno u otro?

—Es que yo quisiera... ¡entendámonos!

—Ya nos hemos entendido. Usted tiene doscuartillos de ginebra entre pecho y espalda y yootros dos... o algo más—añadió haciendo un númeroprodigioso de guiños.

—¡No es eso, señor barón, no es eso! ¡Entendámonosde una vez, porra!

—Aquí ya no hay barones ni frailes—exclamóel noble en un arrebato de buen humor alzándosede la silla.—Aquí sólo quedan el tío Francisco,que soy yo, y el tío Diego; que eres tú, ¿estamos?...Vengan esos cinco...

Al avanzar con la mano extendida dio algunostraspiés, pero se mantuvo firme.

—¡Vengan esos cinco, valiente!

El cura se dulcificó. Se estrecharon las manos.

—Ahora un abrazo por el rey legítimo de lasEspañas.

—¡No me hable usted de abrazos!...—gritó elclérigo enfoscándose de nuevo.—Me acuerdo delabrazo de Vergara, y ¡porra!...

—No te apures, compadre, que ya nos la pagarán.

¡Ay, ay, ay! mutilá

Chapelen gorriá.

Y se puso a cantar roncamente el himno carlista;pero interrumpiéndose de pronto:

—¡Eh, tío Diego, a cantar! Dejémonos ahorade lágrimas...

En efecto, su amigo lloraba en aquel momentolágrimas como avellanas, recordando la traiciónde Vergara.

—¡Arriba, coracero! ¿A que no te pesaría deque bebiésemos una copita por el exterminio detodos los negros?

Fray Diego se declaró, con un movimiento decabeza, partidario en principio de este brindisconsolador, pero no se movió de la silla.

Bebieron otra copa, y su efecto fue tan prodigiosoen el alma tradicional del barón, que sepuso inmediatamente a bailar el zapateado ingléssobre la mesa, sin que Fray Diego dejase porello de verter abundantes lágrimas.

—¡Hum! No me gusta este baile de extranjis—manifestóal fin bajándose de un salto;—prefierola danza prima. Ven acá, tío Diego...

Y a la fuerza, cogiéndole por las manos, loalzó de la silla y se puso a dar vueltas con él,entonando uno de los cantos largos y monótonosdel país. Fray Diego se sintió rejuvenecido. Recordabasus tiempos de mastuerzo allá en la aldea,cuando su tío el cura de Areces le molía apalos porque saltaba de noche por la ventanapara ir a cortejar las mozas de los pueblos vecinos.

—Oye, Diego—dijo el barón parándose repentinamente.—¿Note parece que antes de seguirbebamos una copita por el alma de nuestros mayores?

Asintió el fraile de buen grado; pero las copasyacían rotas por el suelo y los tarros vacíos. Elbarón abrió un armario y sacó de él nuevos elementosde vida espiritual.

Esta copa funeraria leinspiró una idea felicísima; la de cubrir la cabezadel capellán con su boina y adornarse élcon el canalón de éste, que descansaba sobre unasilla. Así vestidos volvieron a la danza, haciendodos figuras realmente interesantes.

El barón dio un traspié y cayó.

—Alza, tío Diego.

El fraile le cogió de nuevo las manos que habíasoltado y tiró con fuerza hacia arriba. Peroel peso del noble le doblegó y rodaron los dospor el suelo.

—¡Alza, tío Diego!

—¡Alza, tío Francisco!

Ambos se revolcaban soltando bárbaras carcajadas.El barón logró al fin ponerse en pie. Elcapellán le imitó al cabo de un rato. Pero sualma, iluminada un momento por los recuerdosde la juventud, cayó otra vez repentinamente enla sangre y el exterminio.

Se dirigió ferozmentea su amigo.

—Sepámoslo de una vez, ¡porra! ¿Por qué meha llamado usted cazuela hace poco?

¿eh? ¿eh?¿por qué?

—Te lo explicaré enseguida, hombre—repusoel barón con calma;—pero antes beberemos unacopa por la congregación de todos los fieles cristianos,cuya cabeza visible es el papa... digo, site parece.

El capellán no puso obstáculo.

—Pues te he llamado cazuela—prosiguióchasqueando la lengua—porque una cazuela,¿sabes tú? una cazuela sirve para que la llenende patatas guisadas.

Dicho esto, el barón cayó en un espasmo dealegría tan violento que por poco se ahoga.Mientras tanto, los ojos saltones de su camaradale miraban con tal expresión amenazadoraque parecía que iban a brincar de las órbitas ylanzarse sobre él; crecían por momentos comolos de una langosta.

—¿Y por qué de patatas guisadas? Yo tengotantos hígados como usted, ¡porra! y lo he probadoen la acción de Orduña y en la de Unzá, ypor algo tengo en mi casa seis cruces.

—¿Tú? ¿tú?—dijo el caballero sin poder sosegarla risa.—Tú nunca has servido más quepara hacer el rancho al escuadrón.

El furor del fraile no tuvo límites al escucharesto. Gritó, pateó, dio espantosos puñetazos sobrela mesa. Por último, lanzose hacia la puertay desde su marco comenzó con descompuestosademanes a apostrofarle.

—¡Eso lo dice usted porque está usted en sucasa! ¡Salga usted fuera a decirlo!

¡Salga ustedconmigo!

El barón le miraba con risueña curiosidad.

—Calma, calma, tío Diego.

—¡Salga usted a matarse conmigo!... Con sable,con pistola, con lo que usted quiera...

—Bien, hombre, bien; saldremos a matarnos...pero sólo por darle a usted gusto...

Fue con paso vacilante hacia la alcoba y atientas, porque ya la oscuridad era completa,metió las manos en el armero y sacó dos grandessables de caballería.

—Toma—dijo alargando uno al capellán.

Éste lo sacó de la vaina y se puso a esgrimirlo.Mientras llevaba a cabo la prueba, D.

Franciscole contemplaba rebosando de satisfacción.

—Bueno, vamos ya—dijo el fraile envainando.—Enmarcha.

Y tomando el canalón, que andaba por el suelo,y ocultando el sable debajo de los manteos,salió por la puerta. El barón cogió la boina, sepuso un grueso montecristo de abrigo y le siguió.

—¡Alto!—exclamó antes de que hubiera dadocuatro pasos.—¿No te parece que echemos laespuela?

Fray Diego dejó escapar un gruñido afirmativo.

Entraron otra vez en la sala y, tentando elsuelo, tropezaron con el tarro de la ginebra, queno estaba agotado por completo. Dieron con lascopas y se escanciaron todo lo que había. Actocontinuo salieron a la calle.

El pavimento de gruesos guijarros estaba mojado.Caía una lluvia menudísima, tan espesaque en poco tiempo calaba la ropa como el másfuerte aguacero. La noche había cerrado casi porcompleto. Y como, según las prácticas municipales,faltaba todavía un buen cuarto de horapara encender los famosos reverberos de aceite,las tinieblas envolvían a la empapada ciudad.

Los dos héroes, animados por el espíritu de laguerra, caminaron con decisión por la calle delPozo, el clérigo delante, el noble detrás, ambosembozados hasta los ojos y apretando bajo elbrazo el instrumento de muerte que cada cualllevaba. Entraron en la calle de las Hogueras,pasaron por bajo los muros de la Fortaleza y salierona la vía que ciñe la antigua muralla dela población. A medida que el agua, filtrándoseal través de los abrigos, refrescaba sus carnes,se iban paulatinamente equilibrando sus humores.El de Fray Diego tendía visiblementea serenarse, arrojaba uno a uno los negros velosque le oprimían. Pero estos velos los recogíatodos el barón y envolvía con ellos su espíritualtivo y cruel. Ambos avanzaban impávidos altravés de la noche y la lluvia, presagiando lamuerte.

Siguieron un buen trecho a lo largo de la murallay al llegar a la carretera de Sarrió tomaronpor ella. No habían andado cinco minutoscuando oyeron cerca un gemido.

Pararon en firme,y acercándose al pretil distinguieron un bulto;se aproximaron un poco más y vieron sentadauna niña.

—¿Qué haces ahí?—dijo el barón, agarrándolapor un brazo.

—¡Perdón!—exclamó Josefina en el colmo delterror.—¡Por Dios, no me pegue usted, señor!Ya me pegaron mucho.

La mano del caballero se aflojó repentinamentey, cambiando de voz y de tono, dijo:

—No, hija mía, no; nadie te pegará. ¿Cómoestás aquí a estas horas?

—Me ha pegado mucho mi madrina y me escapéde casa.

—¿No tienes padres?

—No, señor.

—¿Vives en Lancia?

—Sí, señor.

—¿Quién es tu madrina?

—Una señora.

—¿Cómo se llama?

—Amalia.

—¡Porra!—exclamó Fray Diego, dándose unapalmada en la frente.—Es la niña recogida porD. Pedro Quiñones.

—¿Es verdad que se llama D. Pedro el maridode tu madrina?

—Sí, señor.

—Vamos, levántate, hija mía. Ahí no estásbien. Vente con nosotros.

—¡Oh, no, por Dios! ¡No me lleven a mi madrina!

—No, no iremos allí. ¡Estás mojada, criatura!—añadiópalpando su ropa.—Anda, anda.

Los dos héroes habían depositado los sablessobre el pretil. Cuando echaron a andar haciaLancia, llevando a la niña en el medio, allí losdejaron olvidados sin reparar en que la humedaddesluce y enmohece el acero.

—¿Y por qué te ha pegado tu madrina?—preguntabaFray Diego mientras caminaban despacitopara acomodarse al paso de la niña.

—Porque estaba jugando con los pastores.

—¡Los pastores!... ¿Pero los pastores de donPedro vienen a dormir a casa?

—Sí, señor; duermen en la caja de cartón.

—A ver, a ver, chica, ¿qué estas diciendo ahí?—profirióel capellán deteniéndose.

De la investigación entablada inmediatamenteresultó que los pastores eran de barro.

FrayDiego emprendió nuevamente la marcha, resguardandocon sus manteos el frágil cuerpo dela criatura.

Pero al ponerle una de las veces la mano en lacara observó, con sorpresa, que la humedad quele mojó los dedos era caliente. Comunicada estaobservación con su antagonista, y como quieraque ya habían llegado a las primeras casas de laciudad, metieron a la niña en un portal, encendióel barón un fósforo y la reconocieron.

Teníatodo el rostro bañado de sangre, que manaba dealgunos profundos arañazos, las manos cubiertasde cardenales. Los dos héroes se miraronaterrados, y la misma ola de indignación encendiósus mejillas. El barón dejó escapar una seriede imprecaciones fulminantes. Éstas y sufeo rostro espantable hicieron tal impresión enJosefina, que huyó gritando a un rincón. Consiguieron,no sin trabajo, tranquilizarla, y despuésde secarle el rostro con un pañuelo, FrayDiego la cogió en brazos (el barón lo había intentadoen vano), tapola bien con sus manteos yemprendieron la marcha hacia la casa solariegade los Oscos.

Allí le hicieron la primera cura. El barón,que en la campaña había adquirido algunos conocimientosde cirugía, le lavó cuidadosamentelas heridas, las cerró con aglutinante y curó lascontusiones con cierto ungüento eficaz que poseía.Las manos rudas de aquellos veteranosparecían de seda al tocar la piel de la niña. Unamujer no la hubiera curado con más delicadeza,con tal atención y esmero.

Josefina iba perdiendo el miedo. Aquel señortan feo no era malo. Se atrevió a pedir agua. Elbarón respondió que no se estilaba en aquellacasa, y que lo mejor que le vendría ahora paraquitar el susto era una copita de Jerez. Hízolatraer, y luego que la niña la hubo bebido, losdos campeones del rey legítimo se retiraron aun rincón de la sala a deliberar.

Resolvieron que lo práctico en aquel momentoera llevar la niña a casa de Quiñones.

El barónse encargaba de entregarla. Antes calentaríamuy bien las orejas a su madrina; le diría queera una indigna mujerzuela, una criatura vil yperversa, y que si otra vez osaba maltratar aaquella pobre niña desvalida, iría a su casa acortarle las orejas y atarla después por el moñoa la cola de su caballo y arrastrarla así por todala ciudad.

Fray Diego no estaba conforme contanta crueldad, pero el barón ni por Dios vivoquiso alterar poco ni mucho aquel plan siniestrode terrible ejemplaridad.

Costó trabajo persuadir a Josefina a que viniesecon ellos. Consiguiéronlo después de prometerleque su madrina no volvería a pegarla y quesería para ella muy buena de allí en adelante. ¡Nofaltaba más! Como se atreviera a tocarla siquieraen un pelo, ¡rayo de Dios! le retorcía el pescuezocomo a una gallina, la desollaba viva a correazoscon el freno de su caballo. El rostro deaquel señor era tan espantoso al proferir talesamenazas, que la niña no dudó un instante desu cumplimiento.

Mientras caminaban hacia la mansión de losQuiñones, el barón no cesó de vomitar injurias yamenazas de muerte contra la esposa del maestrante.Fray Diego procuraba inútilmente calmarle.Sus instintos sanguinarios se iban exacerbandode tal modo, que el ex-fraile, temiendo unacatástrofe, se despidió al llegar a la puerta delpalacio.

El barón tiró de la campana. Como no sabíala costumbre feudal de la casa, no tiró más queuna vez. Tardaron en abrirle juzgándole plebeyo.La sorpresa del criado fue grande al ver aaquel terrible señor, que tanto respeto infundíaen la ciudad, y se apresuró a pedir perdón de nohaber acudido más a tiempo a abrirle. El barónpreguntó por don Pedro Quiñones. Le hicieronpasar y el criado subió delante por la gran escalerade piedra. Al llegar al piso principal lerogó que aguardase mientras le anunciaba.

Pocos momentos después se presentó Amalia.Dirigió una penetrante mirada de rencor a laniña, que el barón tenía de la mano, y dijo dirigiéndosea éste con frialdad y altivez:

—¿Qué deseaba usted?

—Venía a entregar esta niña que he recogidoen la calle... y al mismo tiempo a hablar condon Pedro o con usted cuatro palabras.

Al proferir esta última, la voz del barón se alteróde un modo perceptible.

—¿No me conoce usted?—añadió, viendo quela dama le miraba fijamente sin contestar.

En los pueblos casi todos se conocen, sobretodo las personas de viso, aunque no se traten.Sin embargo, Amalia replicó descaradamente:

—No tengo ese honor.

—Soy el barón de los Oscos.

La dama hizo una inclinación de cabeza.

—Paula—dijo dirigiéndose a una criada quehabía acudido,—llévate esa chica. Tú, Pepe, enciendelas lámparas del gabinete azul.

Cuando estuvieron solos, la señora se sentó,invitó con majestuoso ademán al barón para quehiciese lo mismo, y esperó mirándole con extremadacuriosidad, pero sin asomo de temor.

—Señora—comenzó el barón,—he hallado aesa niña en la carretera de Sarrió cubierta desangre y llena de cardenales. Le he preguntadoquién la había puesto así, y me respondió quesu madrina. Yo no puedo creer...

—Puede usted creerlo, porque es exacto—dijoAmalia interrumpiéndole.

El barón quedó parado y confuso. Al caboprosiguió:

—Es posible que usted tuviera razón paracastigarla, pero me duele en el alma...

Amalia volvió a interrumpirle:

—Y a mí me duele mucho ese dolor que ustedsiente.

—Mi objeto al venir aquí—manifestó el barón,que por momentos iba perdiendo su aplomo,—eraprevenir a usted...

—¿Cómo?

—Era rogarle que, ya que ha tenido la caridad,según me han manifestado, de recoger esadesgraciada criatura expósita, continuase subuena obra protegiéndola, amparándola, educándola...y cuando tuviese necesidad de castigarlalo hiciese con clemencia, pues la pobre esuna criaturita tierna y débil, y los golpes pudieranconcluir con su vida...

—¿Es eso todo lo que usted tenía que decirme?—preguntófríamente la dama.

La faz temerosa del barón se congestionó súbitoal escuchar esta pregunta, inyectáronse susojos, la sinuosa cicatriz se alzó con gran relievesobre la superficie del rostro en virtud sinduda de algunos movimientos volcánicos de lointerior.

Escucháronse allá en la garganta ruidosformidables, sordos estampidos, presagiode violenta erupción. Pero al cabo aquellosruidos se apagaron, cesaron los movimientos detrepidación, y el cráter, en vez de despedir unacorriente de lava fundida, como era de temer,rocas, cenizas y otras materias volcánicas enebullición, dejó escapar débilmente estas dospalabras:

—Sí, señora.

—Bien, pues agradezco a usted mucho el interésque se toma en este asunto, y aprovecho laocasión para decirle en nombre de Quiñones yen el mío que tiene usted aquí su casa.

Al mismo tiempo tiró del cordón de la campanillay se levantó. Alzose también el barón mascullandolas gracias y ofreciéndose.

—Pepe, acompañe usted al señor barón.

Hizo éste una profunda reverencia. ContestóAmalia con otra más leve. El caballero giró sobrelos talones y salió.

Al bajar por la escalera con las orejas gachas,el semblante encendido y los ojos extraviados,otra vez se presentaron ante su imaginación convigoroso relieve el descuartizamiento, la pérdidade los ojos, la cola del caballo y otros fierossuplicios de la época visigótica, a la cual pertenecíapor su bárbara traza y corazón indomabley crudelísimo.

XIII

El martirio.

Apenas se había cerrado la puerta trasel barón, Amalia hizo traer la niña asu presencia.

—¡Venga usted acá, señorita, venga ustedacá! ¡Cuánto tiempo ya que no nos hemos visto!¿Cómo lo ha pasado usted? ¿Le ha ido a ustedbien? El barón es muy galante con las damas,¿verdad?

La niña lanzó un grito penetrante.

—¡Ay mi oreja!

—¡De rodillas, sabandija! ¡Ah! ¿Conque novale nada lo que he hecho por ti! ¿Ya me enseñaslos dientes antes de concluir de mamar? Derodillas, picaruela, ¡malvada!

Josefina fue a caer acurrucada en un rincóndel gabinete. Amalia mantuvo sobre ella largorato su mirada fulgurante. Separándola al fin,preguntó a Concha y a Paula, que habían traídoa la delincuente, en qué forma se había escapado.La culpa era del cochero. Improperios contrael cochero, que era un borracho, y amenazasde despedirle si volvía a caer en descuido semejante.Luego comentarios infinitos sobre elencuentro del barón. ¿Qué hacía aquel bruto atales horas por la carretera de Sarrió? ¿Quiénera el cura que le acompañaba? Después consideracionestristísimas sobre la ingratitud y maldadde aquella niña que huía de la casa dondese la había dado albergue y ponía en ridículo asu protectora. Las domésticas convinieron enque merecía un castigo ejemplar.

Despidiolas al cabo la dama, deteniéndolascon ademán imperioso cuando trataban de llevarsea la expósita. Una vez solas, Amalia tomóun libro y se puso a leer tranquilamente a la luzde un quinqué, mientras su hija, de rodillas enel ángulo más oscuro, sollozaba apagadamente.Tres o cuatro veces levantó aquélla la cabeza,dirigiendo su mirada colérica a las tinieblas delrincón, esperando que la chica gimiese más fuertepara lanzarse sobre ella. Trascurrió una hora,hora y media. Cerró al fin el libro: salió y volvióa los pocos momentos. Comenzó a desnudarselentamente: cuando estaba medio desnuda tomóel quinqué, y acercándolo a la niña la obligó alevantarse, la llevó hasta la alcoba y le dijo mostrándoleel suelo:

—Esta es tu cama. Ahí dormirás vestida.

Cuando terminó de desnudarse, la niña le dijocon voz débil:

—Perdóname, madrina; no volveré a hacerlo.

Pero ella no quiso oír estas palabras. Se metióen la cama y apagó la luz. Sus ojos quedaronabiertos en la oscuridad. Las horas, sonando consus cuartos y medias melancólicamente en el relojde la catedral vecina, no consiguieron cerrarlos.Eran dos lámparas misteriosas que sólo dabanluz hacia dentro, alumbrando mil cosas siniestrasy punzantes. Bajo aquella pequeña frente seatropellaban, se estrujaban las ideas sombrías,los deseos feroces. El matrimonio de Luis erauna abominable traición.

Sin recordar la suyahacia el pobre viejo paralítico que Dios le habíadado por esposo, ni pensar en que su falta habíatruncado la vida del conde, amenazado de moriren la soledad, sin familia que endulzara sus últimosdías, hacía pesar sobre él toda la responsabilidaddel delito y toda la amargura que ahorasentía al desprenderse del único placer que laacariciaba en aquella lúgubre y monótona existencia.¡El único placer! No merecía otro nombresu amor. En aquel espíritu ardiente, despótico,atormentado, no había entrado jamás laternura; ignoraba por completo las cosas deliciosasy poéticas que ennoblecen la pasión y lahacen perdonable. Su vida se había deslizado enuna agitación insana, atormentada por el deseode ser feliz a toda costa. En los últimos sieteaños vivió bajo el imperio de su torpe apetitoinsaciable.

Jamás un pensamiento melancólicode remordimiento vino a acusar en aquella ruinnaturaleza la presencia del sentido moral. Cadavez más exacerbada su ansia de goces la arrastrabaúltimamente a mil pasos extravagantes ypeligrosos. Ya no se contentaba con reunir ensu casa a la juventud laciense y bailar de vez encuando por condescendencia. Era menester, paraalegrarla, que todos los días hubiese jarana, girasde campo, mascaradas, etc., y que ella bailasesin cesar hasta caer rendida como una zagalade quince años: necesitaba menudear las entrevistassecretas con su amante a las horas másextraordinarias y en las ocasiones más impensadas.Sus anhelos enfermizos la impulsaban a desafiarla opinión pública, despreciando por gustotoda precaución. Si el conde le hacía alguna advertenciairritábase, se revolvía como una fiera.Más perdía ella que él; las murmuraciones no secebarían en el hombre seguramente, sino en lamujer. La deshonra era para ésta. Pero ella sereía a más no poder de estas murmuraciones yde la deshonra. Si la apuraban un poco era capazde pregonar su falta en Altavilla cuando hubiesemás gente. El conde se sentía cada vez más desligadode esta mujer, que turbaba todas sus ideasmorales, teológicas y sociales.

Llegaba a inspirarlemiedo.

Éste se convirtió en terror, en malestar insufrible,que le hizo apetecer con ansia la libertad,desde cierta revelación que, sonriendo, lehizo Amalia.

—¿No sabes, querido? Esta mañana estuve apunto de hacer una locura, una locura muy grande.Quiñones me mandó ponerle las gotas de arsénicoque toma hace tiempo.

Cogí el frasco yde repente, como si una mano invisible me levantaseel codo, vertí en el vaso la mitad delcontenido... ¡No tiembles, cobarde, que no haymotivo!... Jamás me había pasado nada semejante.Te juro que mi voluntad no tenía arte niparte en ello.

Obraba por una fuerza superiorque me arrastraba a pesar mío. Dejé el vaso sobrela mesa, lo contemplé un instante con sorpresa,lo levanté para mirarlo al trasluz...

Nada,ni el más mínimo signo que denotase que allíestaba la muerte. Lo puse sobre la bandeja yme encaminé con él hacia el gabinete sin darmecuenta de lo que hacía. Pero enmedio delpasillo me estremecí como si saliese de unapesadilla, vi repentinamente el disparate queiba a hacer, y dejé caer el vaso al suelo.

—No era un disparate, era un crimen horribleel que ibas a cometer—dijo sordamente el conde,que sudaba de congoja.

—Bueno, crimen o disparate... o lo que sea,era una estupidez de todos modos,

¿sabes? porqueenseguida se comprendería, por los síntomas,que se trataba de un envenenamiento.

Aquellas palabras, pronunciadas con afectadaligereza, impresionaron aún más al conde quelas anteriores. Desde entonces no podía acercarsea ella sin experimentar una extraña sensaciónde repugnancia.

Su juventud pasó. Hasta la llegada de Fernanda,Amalia no había pensado en ello.

No teniendorivales en Lancia, había puesto menos diligenciacada día en el cuidado de su persona,dejó del todo aquella plausible coquetería quesirve a la mujer para perpetuar el encanto de supersona. Sólo al ver la espléndida hermosura dela hija de Estrada-Rosa se dignó echar una miradaa sí misma. Comenzó a preocuparse del aliñode su cuerpo, se procuró toda clase de afeites,envió por vestidos a Madrid, aprovechó todos losrecursos de la elegancia. Era tarde. Aquel míserocuerpo abandonado, marchito por los años yla anemia, no recobró frescura ni gracia.

Esta idea fija le roía el cerebro en su larga ydolorosa vigilia. ¡No volver a inspirar amor, servieja, causar repugnancia! Mil garfios le arrancabanlas entrañas. Luis se casaba. ¿Por qué? ¿No lehabía sacrificado su juventud, su honor, su salvación,si después de esta vida había más que tinieblas?¡Qué valía esto! La primera señal de ruinaque había aparecido en su rostro desvaneció comoun sueño todos los juramentos; los siete años deamor se habían hundido en el abismo del tiemposin dejar la más insignificante huella... Pero ellano tenía arrugas todavía; no era tan vieja; treintay cinco años nada más. Bruscamente llevó lamano a la mesa de noche, encendió la bujía ysaltó de la cama: acercose al espejo y se contemplólargamente, repasando con el dedo todos losrincones del rostro para cerciorarse de que noexistían las temidas arrugas.

Un gemido que sonó detrás le hizo volver lacabeza. Levantó la bujía y clavó una mirada recelosaen su hija, tendida en el suelo y tiritando.La niña no dormía. Sus ojos febriles se posaroncon angustia en ella, sus labios murmuraron otravez «¡Perdón!»

Sin hacer caso alguno, la esposade D. Pedro se metió de nuevo en la cama y apagóla luz.

Los rayos del sol matinal, penetrando por lasrendijas del balcón, alumbraron aquellos dos insomnios.Con la luz de Dios comenzó el bárbarosuplicio de una criatura inocente. La fecunda,diabólica fantasía de Amalia se puso a inventartormentos con que saciar el odio que la devoraba.Necesitaba ver sufrir. Josefina fue enviadadescalza abajo con una misiva escrita en lápizpara Concha. El papel decía: «Concha, ahí teenvío a esa picaruela. Castígala como mejor teparezca.»

Amalia había adivinado, en su doncella, al verdugo