El Enemigo by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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Tal fue la vida de Tirso durante los primeros años de su estancia enaquellos campos, donde seguramente no era fácil que se realizasen todaslas promesas de dignidades y grandezas que le hicieron su propiaimaginación y los que le consagraron al sacerdocio. Luego, de pronto, yen muy pocas semanas, su vida mudó por completo de rumbo.

En pueblos y aldeas comenzó a notarse extraña inquietud y desusadomovimiento, sustituyendo, a las conversaciones sobre el estado del campoo el cuidado de las haciendas, diálogos que expresaban, no temor, sinoesperanza de próximos trastornos.

Se sabían con indignación cosas irritantes, y se comentaban con ira. LaRevolución, que había hecho jurar a los sacerdotes una Constituciónsacrílega, y que ciñó la corona de San Fernando a un hijo del carcelerodel Papa, parecía lanzada a nuevos y execrables excesos; los gobiernosque se sucedían en Madrid estaban compuestos de enemigos de la Iglesia;de algunos de los ministros se dijo que eran protestantes, y se añadíaque en la corte se fraguaba una conspiración para suprimir el sueldo alos párrocos y arrojar de sus conventos a las pobres monjitas queescaparon a la persecución del año 68. A estas noticias, esparcidasprimero cautelosamente, y luego en violentos impresos, respondió lacomarca con intenso desasosiego. Las gentes se hablaban ávidas derecibir y comunicarse nuevas que justificaran la exaltación de losánimos; los que no sabían leer, es decir, el mayor número, se reunían encorros a oír las relaciones que en cartas o periódicos se hacían delestado de España, que semejaba haber caído en poder de moros;comenzaron a pronunciarse con respeto nombres de cabecillas olvidados; ypersonas que jamás hicieron alarde de su opinión, manifestaron sinrebozo que, si en aquellos valles volvía a resonar el grito de Dios,Patria y Rey, contestarían a él con entusiasmo. En los pueblos, cadapúlpito era una tribuna; cada sacerdote, un orador que, poseído de santaindignación, se olvidaba de alabar a Dios por señalar a sus enemigos conel dedo; recordábanse en las tertulias hazañas de la otra guerra,narradas con carácter de leyenda, y de continuo atravesaban el paísviajeros que, deteniéndose a guisa de emisarios en los caseríos,repetían palabras que eran consignas, o frases de esperanza en elalzamiento, ya cercano. Hasta las mujeres atizaban el fuego, como sianhelasen la lucha, teniendo en poco la vida de sus hijos.

Una tarde, ya puesto el sol, llegó a casa de Tirso un hombre, y trasconferenciar con él breve rato, partió en dirección a otro pueblocercano. Al día siguiente, Tirso metió en una balija y un baúl pequeñoparte de sus ropas, y cuando cerró la noche, acompañado de un labriegode su confianza, se encaminó a la ciudad, en cuyas afueras le esperabaun criado, que cargó con el equipaje. Pocas horas más tarde, don Tadeoy dos caballeros amigos suyos celebraron ante él una entrevista, ledieron algún dinero, instrucciones y orden de marchar a Madrid. Elcurato quedó abandonado; mas ¿qué importaba descuidar la salud de unoscuantos por el servicio de todos? Era necesario un agente discreto,seguro, desconocido por ser nuevo, y de quien nadie pudiese sospechar:don Tadeo designó a Tirso, y éste tomó el tren para la corte.

Por eso no escribió ni dijo nunca a sus padres cuál era el objeto de suviaje.

XII

El día anterior a la llegada de Tirso a Madrid, mientras don José, doñaManuela y Leocadia le esperaban con la satisfacción que consentía lalarga separación sufrida, Pepe se entretuvo en arreglar para su hermanosu propio cuarto, trasladando de la habitación que él ocupaba a otra máschica y de peores condiciones un armarito, dos perchas, el aguamanil ydos sillas, todo lo que componía su mobiliario, diciendo que él parabapoco en casa y, además, en cualquier parte estaría bien.

Salióperdiendo en el cambio, pero sabía que aquello agradaría al padre.Leocadia barrió el suelo y fregó los cristales del cuarto cedido, y lamadre preparó ropa para el lecho. Con destino a Tirso se compró uncatre; pero Pepe lo tomó para sí y cedió también para su hermano lacama, que era de hierro. La víspera de que el viajero llegase, cuandotodo estaba dispuesto para recibirle, don José, mientras le acostaban,decía a Pepe:

—Hijo mío, por más que discurro, no puedo adivinar cuál sea el motivode su venida.

—Ya nos lo dirá él.

—¿Y por qué no explicarlo antes? Te confieso que me preocupa estomucho. ¿De donde habrá sacado el dinero del viaje? Lo que yo pienso notiene vuelta de hoja. Si antes ha tenido cuartos, ¿cómo no se le haocurrido nunca enviar un céntimo ni venir a vernos? y si los tieneahora, de repente, ¿cómo se los ha procurado?

—Lo mismo he pensado yo; pero no te devanes los sesos, que mañanasabremos a qué atenernos. Lo principal es que viene y que estáscontento. Yo también me alegro más de lo que parece, y eso que lasituación es rara ¿verdad? Porque lo cierto es que ni ésta ( porLeocadia) ni yo le hemos visto desde que éramos chicos.

—No hablemos, no hablemos de eso, que se me amarga la alegría. Túbajarás a la estación, ¿eh?

—Sí, pero... no sé como me las arreglaré... A quien se le contara elcaso, se echaría a reír. ¿Cómo diablos le conoceré?

—Hombre, él vendrá con hábitos. Le llamas, y con darle una voz...

—El tren llega a las siete y veinticinco; de modo que, si no traeretraso, a las ocho y cuarto u ocho y media podemos estar aquí.

Nadie en la casa concilió el sueño aquella noche. Pepe se levantó a lasseis, y poco después bajó a la estación del Norte.

Hacía fresco, y para entrar en calor comenzó a pasear por el andén,presa de una impaciencia en que acaso era curiosidad la mayor parte:cada dos minutos miraba al reloj, y constantemente tenía el oído atento,esperando escuchar un timbre eléctrico, una campanada, un silbido,cualquier señal que anunciase la llegada del tren.

La falta de movimiento hacía que los ruidos fueran escasos: sólo se oíanel penetrante sonido de una banda de cornetas que aprendía a tocarllamada por bajo del cuartel de la Montaña y el cansado grito con quese animaban varios mozos que, arrimando el hombro a un furgón, ibanempujándolo hacia el muelle de descarga. En el andén no había casinadie. Veíanse a lo lejos los cobertizos que resguardan las mercancías,las largas filas de vagones polvorientos, la arena de las víasennegrecida por las escorias del carbón, las líneas paralelas de losrailes abrillantados por el roze, y el arbolado de la cuesta deAreneros, cuyo ramaje comenzaba a ponerse amarillo con los ardores delverano. Poco a poco fue llegando gente; empleados que veníandesperezándose, mozos que sacaban de junto a las básculas los carretonesde los equipajes, otros ocupados en recoger lamparillas de los coches, yalgunos que traían grandes atados de cántaras vacías, devueltas por loslecheros a su punto le origen. Después aparecieron las autoridades demenor cuantía, dos parejas y un inspector que hacía molinetes con elbastón para que se viesen las borlas mugrientas. De pronto sonó untimbre, y luego una campana: el tren había salido de la estacióninmediata. Trascurrieron veinte minutos, y de repente, en la curva de laMoncloa, asomó la locomotora arrastrando con sus últimos esfuerzos eltren, que produjo al pasar sobre las placas giratorias un ruidoestrepitoso de hierro golpeado contra hierro. Cuando se detuvo la largafila de vagones y comenzaron los viajeros a bajarse, Pepe fueregistrando con la vista los departamentos uno por uno, mas no vio salirde ellos ningún cura. Miró a las gentes que ya se habían apeado, ytampoco. Entre los recién llegados que se agolpaban a la puerta desalida, no había clérigo alguno. Pasaron unos instantes y, disminuida yala confusión, se fijó en un hombre que quedó en medio del andén, solo,mirando desorientado a todas partes, sin soltar una cesta y un saco dealfombra que llevaba en las manos, dudosamente limpias.

Vestía traje oscuro, cuyo chaquetón, muy abrochado, sólo dejaba ver elcuello de la camisa: la pechera desaparecía tras una corbata negra yancha hecha dos nudos; toda su ropa era ordinaria, pero nueva; llevabalas botas blancuzcas por el poco betún o el mucho roze, y de uno de losbolsillos del chaquetón pendía la borlita de un gorrito de pana. Pepeclavó los ojos en aquél hombre, y luego, poniéndose a pocos pasos y a suespalda, le llamó en voz baja, casi con timidez:

—¡Tirso!

Volviose de pronto el recién llegado, y entonces el muchacho le abriólos brazos, diciendo:

—Soy Pepe.

El abrazo que se dieron fue largo y apretado, sincero tal vez, pero defijo nadie lo sabrá nunca.

De tan extraño modo se conocieron dos hombres a quienes la Naturalezahabía hecho hermanos.

—¿Y los padres?—preguntó Tirso con más interés en la entonación quecalor en la mirada.

—Buenos... esperándote.

Parecía que ambos empleaban el tú con trabajo.

—Vamos allá.

Reclamaron juntos el equipaje, confiáronselo a un mozo, a quien dieronlas señas de la casa donde lo había de llevar, y salieron de laestación.

—Vamos a tomar un coche: ¡hoy es día de gastar dinero!—

dijo Pepe.

—¿Para qué? ¿Está lejos la casa?

—Lejos, no; pero tienen mucha gana de verte. Todo está preparado... tucuarto dispuesto... ¡Verás qué guapa es Leo y como te reciben todos!

—No, no: vamos a pie.

—Anda, no seas niño; un pesetero nos lleva en seguida.

—¡No!: quiero ir a pie.

Y pronunció el no firme, rotundo, seco, como quien suele dar a lapalabra la energía de una voluntad terca.

—Entonces, vamos deprisa, que estarán impacientes.

Echaron a andar. La mañana era fresca y agradable. Madrid recibía a suhuésped con un cielo azul, limpio y hermoso.

Subieron por la Cuesta deSan Vicente, y poco antes de llegar a la puerta, Tirso, mirando frente aella un edificio pequeño en cuyos muros exteriores había escritos dosversículos de la Biblia, preguntó, torciendo el gesto:

—¿Es una capilla protestante?

—No: es un asilo que ha hecho la Reina María Victoria, la mujer deAmadeo, para que estén recogidos los hijos de las lavanderas mientrasellas trabajan.

Tirso desvió la vista sin contestar.

Siguiendo a buen paso su camino, continuaron por la calle de Bailéncambiando frases indiferentes, sin atinar con lo que mutuamente debíandecirse, ambos cohibidos, como extraños a quienes la casualidad hapuesto en contacto. Lo familiar se les antojaba osado, y cada cual temíaque el interés pareciese curiosidad. Querían dar a las palabrasentonación cariñosa, y no acertaban a decirse sino cosas que les eranajenas.

Desembocaron en la plaza de Oriente.

—Mira, Tirso, estamos en Palacio.

El forastero contempló un instante el soberbio edificio sin podercontener una expresión de disgusto, cual si allí viviera alguien a quienpersonalmente aborreciese. En esto Pepe se arriesgó, por fin, apreguntar algo que satisficiera la espectativa que en sus padres y en élmismo había despertado el viaje.

—Vamos, hombre, ¿y cómo ha sido esto? ¿Qué te trae a Madrid?

—Ya te contaré, ya te contaré: ahora no... ¡Qué lástima que viva ahídentro un extranjero!—añadió, mirando con saña hacia Palacio.

Más adelante, en la entrada de la calle Mayor, se detuvo para ver lafachada del convento del Sacramento.

—¿Qué iglesia es esa? ¿Es parroquia?

—Hombre, la verdad... con certeza no te lo puedo decir; pero creo queahora está ahí la parroquia de Santa María.

—Poco enterado estás. Anda, vamos a entrar un momento.

—Hombre, ¡si nos están aguardando!

—No importa, dos minutos.

Pepe no comprendía que su hermano dilatara ni tan corto espacio detiempo el abrazar a sus padres. Por disculparle instintivamente, sedijo, sin embargo, que aquella era la primera iglesia de Madrid queTirso había encontrado al paso y que, siendo cura, el hecho no teníanada de sorprendente. Bajaron la escalinata que conduce a la fuente, yen la puerta del templo, Pepe, que iba fumando, dijo:

—Aquí te espero, no tardes; déjame los sacos.

—¡Ah! ¿no entras?

Tirso penetró solo en la iglesia y Pepe se quedó mirando cómo losaguadores llenaban las cubas en la fuente. Pasó entretenido unos cuantosminutos, luego volvió los ojos hacia la portada, pareciéndoleinexplicable que su hermano no saliera en seguida; pero trascurrió unbuen rato, y nada, Tirso no volvía. Miró el reloj, dio dos o tres paseospor delante de la fachada, sin soltar los sacos, y volviendo a subir lasescaleras, dirigió otra vez la vista hacia la iglesia. Salieron dosviejas y un señor muy gordo, encasquetándose un gorro negro antes deponerse el sombrero; mas Tirso dentro permanecía.—«¡Qué calma!—pensabaPepe—

¡Sabiendo cómo estarán en casa!»—De pronto sacó otra vez elreloj y, notando que había pasado casi un cuarto de hora, se le acabó lapaciencia y bajó la escalerilla: aún se detuvo unos instantes en lapuerta, mas en balde. Al fin entró por su hermano.

La nave del templo era toda sombras, en cuyo fondo ardían unas cuantasvelas, sin que las llamas lograran disipar la oscuridad. A la izquierda,al pie de un altar, estaba Tirso hincado de rodillas, juntas las manossobre el pecho y muy humillada la cabeza. Como Pepe no tenía costumbrede verle, le fue preciso adelantar bastante para cerciorarse de que eraél. Cuando iba ya a tocarle en un hombro, Tirso se puso en pie, hizoante el altar una lenta genuflexión, se persignó y salió despacito. Alverle llegar a la puerta, Pepe, que había vuelto a salir, le dijo,procurando no dar acritud a sus palabras:

—Pero, ¿tú sabes la impaciencia con que estarán en casa?

Tirso, imperturbable, se detuvo un momento a leer un cartel de fiestasreligiosas, y luego contestó con severa y pausada entonación:

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