Efecto Invernadero y Otros Cuentos by Guillermo Fernández - HTML preview

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Lobo Urbano

¿A quién se le ocurriría llamarle Lobo Urbano? ¿Tendría algo que ver con el Lobo estepario? Tal vez no habría conexión. ¿O sí? Un lobo de la estepa está hecho de nieve y filosofía vitalista. Él era un lobo de ciudad. Amaba las flores, la buena comida, la conversación trascendente, y si había trago de por medio, gustaba de improvisar poesía callejera, versos lunares que se explayaban de la boca como insectos luminiscentes, y después, ah, después, si había ocasión, podría bailar tango, o una mezcla de tango-salsa-bolero, una invención suya que agradaba a muchos, porque si hay algo que se ama en la tierra es la diversión, y la diversión era lo único digno de vivirse.

Quizá por eso el Lobo Urbano era proclive a los estados depresivos. Su fisonomía, sus ojos pequeños imbuidos de electricidad, y sus manos grandes, como de trapecista, podrían volverse perversos.

No era tampoco que se la pasaba en un jolgorio. El lobo sibarita de ciudad es una criatura que muere de angustia porque los placeres no existen. Su vida se quema en la búsqueda insaciable. Y esto es lo que el Lobo Urbano llegó a saber con el tiempo. Sí. Con el tiempo que perdió en francachelas, amores y un viaje a Nueva York donde vio mundo y aprendió swing y charlestón.

–Los placeres no existen –me dijo una vez que nos emborrachábamos en una taberna de mala muerte–. Pero si se acaba el gusto por vivir nos queda el suicidio y nada más contrario a mi formación cristiana ( risas). En serio, amigo, dan ganas de amanecer el otro día y de morir también. De allí que debamos cantar como Frank Sinatra. Sí. Con voz almibarada y triste.

Y entonces cantaba.

Tomar en serio al Lobo Urbano era peligroso. Bien te podría contagiar de entusiasmo con su voz atronadora, o abismarte en la feroz angustia de uno de sus malos días.

–¿Cómo, si somos tan sensibles y maravillosos andamos sin plata? ¿Eh? ¡Bendito karma!

Y era cierto que los lobos urbanos no se la podían pasar sin plata demasiado tiempo. Para la mayoría de la gente el dinero es como una llave para abrir la puerta donde está la carne roja, los granos, el viaje en autobús, el derecho a mirar con aspaviento y a parecer un tipo normal. Para el Lobo Urbano, detractor infalible de la sociedad, el dinero solo tenía importancia para ser desparramado con la potencia de un huno.

¿Cómo explicarse el inmenso deseo por el placer del Lobo Urbano? Algo tan enorme debía venirse arrastrando de vidas anteriores. ¿O se puede nacer con lo que a otros hombres se les quitó? Solo así se 34

explica un Einstein o un Picasso. Para lograr el cerebro de Einstein, Dios robó un poco de la mente tuya y mía. Para ensamblar la mano de Picasso, rasgó muñecas de negros escultores de máscaras –tan buenos como el malagueño, pero desconocidos–. Con la meta de darnos un buen Lobo Urbano, Dios tuvo que restarle potencia sexual a miles de hombres, porque el Lobo vino al mundo sobre todo a portarse como un seductor. Un cachondo a secas nunca llegaría a ser un lobo urbano. Se puede ser un lúbrico sin modales, algo así como un borracho perdido tratando de lucirse en artes amatorias. Pero el que planea con delicia y sin colapsarse en la maraña de su enardecimiento, confirmando si el tiempo es propicio y si l a presa ya no sentirá como una acción vandálica un primer contacto por aquí, y un apretoncito por allá, es verdaderamente un lobezno, o un aprendiz de lobo.

–El ritual, al fin y al cabo, es lo importante –me decía el Lobo–. Yo no seduzco por el éxtasis carnal. No te niego que no disfruto de las aproximaciones. Pero la promesa del placer me dirige, me arma de valor, y soy realmente el que caza con sigilo, como se debe hacer en la ciudad donde nadie es inocente. Sí. Donde nadie es un ciervo, y donde hasta las ovejas son generalmente leones, arañas, escorpiones. Un lobo como yo rescata la poesía y la música que todos arrojan con risas estridentes y premuras desnaturalizadas. Y para que veás que te conozco lo suficiente, y no te me hacés el invisible en las calles: hace poco te vi detrás de una mozuela, demasiado convulso, a punto de desencajarte, hombre,

¡enyugado de lascivia! No me digás qué lograste. Reserváte ese triunfo efímero. Como no sos feo se prodiga por ahora la mesa. Pero cuando te hagás viejo y sospechoso al gusto de las mozuelas, no irás por ahí jadeando, sin saber qué decir, hecho realmente un elefante en lugar de un amigo del cariño. Te prevengo. No jadees. Miráte para adentro y sazona el impulso. Aguardáte. Caminá con señorío. Toda la ciudad es tuya. Todas las mujeres andan deprisa porque no saben a dónde ir ni a quién entregarse. Una vez que aparezca realmente el seductor, y estamos hablando de un caballero en medio de una selva de reptiles, entonces se tranquilizan. Gradúan su paso. Ya no miran como enojadas sino agradecidas por toparse con el espécimen ideal.

El ritual era lo importante para el Lobo Urbano. Todos los que habían caído en sus zarpas de sátiro novelado y de periodista arbitrario de la vida, habían recibido el trato superior de su retórica socrática.

–Al fin y al cabo te gusta vivir y lo de negar el placer lo hacés por amargura transitoria –le reproché un día.

–El placer se me esconde y se me da. Ahora mismo siento placer con vos en este parque: el placer de inútiles conversadores. Mañana, sin embargo, todo el tiempo gastado en mis andanzas en busca de festividad, holganza, camaradería, me será cobrado por mis intestinos y la dueña de la pensión donde vivo. Mañana se cumplirán tres días de atraso en el alquiler, y hoy en la noche deberé moverme como un gato al entrar, sin que la vieja me escuche. Subiré un poco borracho. Y saldré menos borracho por la mañana. Si no busco trabajo me moriré de hambre y la vieja me encontrará completamente comido por los gusanos sobre mi cama. Será la impresión más grande de su vida y llorará como una loca, no por mí, sino por el apuro.

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Es una desgracia que en este país los hombres como yo padezcan estas cosas. Un día voy a entrar con una ametralladora, oíme bien, con una ametralladora cargada hasta el hocico, y les haré llover plomo a los ladrones que gobiernan este país. Me reiré como un loco disparando al estilo de Mason... ¡ah, no!, él nunca disparó un tiro... ¿Por qué nadie toma un arma y los hace mierda como yo lo querría?

Más tarde, resuelto el problema, el Lobo Urbano volvía a serenarse. Tal vez cruzaba una avenida y se hacía el indiferente. “Allá va de caza”, pensaba uno. Quizás ansiaba un poco de conversación, porque la ciudad de San José, con todos sus antros, no tiene respeto por las aficiones de los lobos. Hay demasiado idiota hablando de futbol en las barras de los bares. Las puticas salen de las tabernas en un desfile que no termina nunca. Un loco blasfema. (Es un jinete apocalíptico que todos confunden con un negro loco).

Pero la ciudad carece de la altura de grandes confidentes. Nadie parece haber leído un libro en toda su vida. Las siluetas gibosas de los bebedores son devoradas por sombras con dientes de vidrio, cigarros y pestañas de exhaustas camareras.

En este contexto el Lobo Urbano no tenía asidero.

Pero estaba en San José y caminaba hacia un bar que visita gente demasiado joven. Se sentaba en la barra y pedía un guarito. “Sí, con limón”. Miraba con aristocracia hacia donde los chicos bebían y se levantaban para poner música en la rocola. “Ah, son jóvenes y todavía gustan de los Beatles”. Había un hermoso muchacho que le recordaba a un amigo muerto. Pero no. Por cada uno de sus tatuajes no habría de ser capaz de una frase inteligente. Las mujercitas bebían como hombres y fumaban con la mano erguida. “Sí. Claro. ¿Dónde vieron la película? Porque todo lo hacen después de haber visto una película de moda. Son tan jóvenes. Pueden ser tontos si quieren. Hasta los que juegan pool no lo hacen por diversión sino porque son malos actores”. El Lobo se bebía un trago más. Quería divertirse esa noche.

Pero cuando se busca el placer, hay algo en la mecánica de esa búsqueda por lo que termina siendo bufo.

Y bufo sería el Lobo Urbano si hubiera salido en ese momento a bailar con los jóvenes. El Lobo pansexualista: “Pero no es el sexo genital, sino la comunidad de amigos socráticos y el banquete de interminables charlas”.

Un día el Lobo Urbano cayó en una celada policial. Mientras se realizaba el juicio el Lobo andaba sin trabajo, vendía libros, prefería un almuerzo a una invitación de alcohol. Lo oímos clamar venganza por quienes confabularon su caída. Luego, tres años en la cárcel lo apartaron del mundo y se convirtió en un lobo carcelario.

Pocos le hicieron visitas en honor a su orgullo lobuno.

Cuando salió de la prisión, vagaba por las calles con sus libros, vendiéndolos para comer:

–Hoy estuve viendo la fotografía de cuando tenía doce años. Y creéme: lloré como un niño.

Entonces tuve ganas de matarme en ese momento. Puse la vida entre mis manos y l a apreté con todas mis 36

fuerzas. Sentía odio por no ser feliz, acaudalado, benefactor. Y más sentía rabia porque de nuevo había amanecido con hambre. Y esto no le puede pasar a un hombre como yo. Un hombre como yo está hecho para las cosas exquisitas. ¿Dónde he fallado? Mientras apretaba mi vida entre las manos, con deseo de asfixiarla, experimenté un horrible apego por ella. Aún así, mi amor por este calorcillo del cuerpo, por este latido del corazón, rebasaba el hambre, el odio y la agonía.

La recuperación del Lobo no se hizo esperar. Los legados de la cárcel fueron aceptados dignamente por él. Al fin, el Lobo volvió a trabajar y su mirada eléctrica se hizo más leve. Sus movimientos se afinaron mucho más que en el pasado. Y cuando iba de caza no lo hacía con temor, perro blandengue, sino como un animal viejo que había encontrado la forma de ser sabio en el vicio.

Algo que me agradeció el Lobo fue la confidencia que le hice durante su proceso judicial:

–Te condena tu amor por la belleza –le dije poniéndome a la altura de mis santos tutelares de entonces, como Sade, Oscar Wilde, Lautréamont–. No sos más culpable que la mayoría que no vive por miedo o los pervertidos con estatus.

Haberlo dicho me granjeó la amistad del Lobo para esta vida y las próximas. En uno de sus ojos vi moverse una lágrima que venía de un océano agitado, bajo convulsas nubes.

No me gustó juzgar nunca su afición. Eso quedaba para los jueces y los religiosos con ceños implacables. Para mí el gran brillo del Lobo era eso: un estilo de dueño de la vitalidad.

–Yo no tengo la culpa –me ratificó a los años el Lobo–. Un día voy a la piscina de Plaza Víquez, sereno como me ves hoy. Juego con el agua, me divierto conmigo mismo, pues ya no estoy a la expectativa. De pronto, te juro que no he planeado nada, los jovencitos se me acercan. Lindas mujercitas que no podrían ver algo interesante en un cuerpo seco como el mío, ¡ni en esta cara de sátiro!, vienen como sí, sí, como no, no. Al cabo de unos minutos ya me tienen cercado. El magnetismo que siempre me ha arruinado, ¡esta gratuita seducción que me sale por los poros como un néctar!, me delata en cualquier sitio. Entonces unas viejas se me quedan viendo, recelosas, sí, rencorosas por mi gran atracción natural, quizás necesitadas de amor ellas mismas, y debo salir huyendo, arrastrándome como un delincuente.

En la ciudad hay celestinos, chulos, ladrones, fiestas privadas en grandes clubes. Hay condominios donde no se oye ni el sonido de un insecto. Calles trazadas con grafito fosforescente. Restaurantes decorados como el limbo, donde si duras mucho con un café te conviertes en un montón de polvo y sos arrojado a la acera desde una palita.

Pero, ¿quién encuentra a un verdadero Lobo Urbano capaz de serlo por un tiempo suficiente?

Para que ocurra algo así el verano tiene que haber llegado a la ciudad. Debe haber un bar de amigos poetas, escritores más bien escapistas y borrachos. Debe haber pintores y mujerucas que nadie invitó sentadas a la mesa del fondo, solas. Puede haber un viento pausado en la calle i nfluido por la escarcha de la luna.

Dentro del bar ya sabemos que el Lobo Urbano representará su número de viejas canciones neoyorquinas, de retazos de poesía beat, y peroratas de locutor alucinado.

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Se encienden las velas. Una graciosa música anuncia el baile del Lobo Urbano. Su cuerpo de saltimbanqui con chaleco de satín se contonea como si no contara con medio siglo. ¿Quién dijo que se cuidara el señor? Estamos ante un Lobo.

Las risas se suceden. Y los aplausos. El Lobo se sube a las mesas y exige que le pongan La vie en rose, de Edith Piaf. Quienes nunca han visto a un lobo urbano creen que miran a un actor de comedia.

Otros, cansados de San José, confiesan que a veces se dan milagros en sitios pequeños.

El barcito hierve de risas. Guardas, agentes secretos, hombres rudos que pasaban con su camión, mujeres que no tienen prisa, indocumentados, poetas precoces de quince años, intelectuales con carencias anecdóticas, peligrosa canalla. Todos se reúnen en torno al Lobo y cuidan la llama de las velas, pidiendo más cerveza y tragos, mientras patean el suelo con gran excitación.

Entonces, como si el cuerpo del Lobo se hubiera llenado de estrellas, su voz ronca y terrible socava la taberna desde el pavimento. Ésta, finalmente, se eleva como una isla, sí, como una isla en los océanos fosfóricos de las galaxias.

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Como ladrón en la noche

Me bajé del taxi a doscientos metros de la residencia y caminé con cautela. Miré la ostentosa puerta de madera fina que sobresalía de un muro blanco encalado. Mi corazón me llegó a la boca. Consciente de que durante la última fiesta había trabajado, furtivo, en la elaboración de un boquete en uno de los muros y que ahora era solo cuestión de quitar el relleno, me dirigí a completar mi labor. Fue asunto fácil. Casi como impulsado por el viento de esa noche de verano, fría y brillante por la luna llena, me introduje en los jardines de la mansión, mientras sentía el miedo más primitivo morderme la espina dorsal. En pocos segundos ya estaba adentro. Y ya no había manera de retroceder... “Por fin lo hiciste, me felicité, ahora sí te has metido en una bronca”.

Observé la caseta iluminada del guardia y me aparté de su luz delatora. Me alivió guarecerme en medio de las plantas exóticas que los González tienen como preámbulo a su enorme casa, mientras pisaba el sendero de piedras. Los ricos perfumes de muchas de ellas tendieron a relajarme cuando me sacudían muy fuertemente mis aprensiones morales o, más bien, el insobornable sentido común. Una vez sobre el puentecito de madera, desde el cual había admirado algunas veces la extensión del jardín, jactancioso de frutales y esbeltos cipreses, pensé en los perros. Por la naturaleza de mis intenciones, no había considerado todos los detalles, y quise en ese momento convertirme en una invisible hormiga. Aun así, si un hecho lamentable habría de suceder estaba dispuesto a cargar con ello.

Algo particular entonces me sucedió sobre el puentecito. Fue cuando me detuve a mirar el reflejo de mi rostro sobre el laguito artificial y me vi extraño, adulterado, como si la noche me retratara en un lienzo donde aparecía tal y como soy en la realidad, y no como me recordaba la gente o mi propia memoria falsa. Fue esa imagen primitiva pero también lúcida lo que me estimuló a esa hora. Sin embargo, cuando los dos pitbull, agitados y torpes, me enfrentaron al bajar del puentecito, creí por un momento que todo había terminado.

Las fauces de las dos fieras, expresión implacable de nuestra mezquindad y egoísmo, parecieron turbadas ellas mismas al enterarse de mi presencia. Fue como si en el fondo de su corazón salvaje hubiese algo de fría razón por la cual sentían extraño mi atrevimiento. “¿Qué clase de idiota es este?”, parecieron decirse en un rápido intercambio de jadeos y miradas relampagueantes. Entonces sucedió algo milagroso: puedo asegurar que lo visto en mí por los animales en un segundo momento refrenó su instinto.

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Olfateando con una temeridad que se extinguía, los dos pitbull se dieron la vuelta, apremiando el paso, incluso temerosos de mis propias pasiones de ese momento. La rapidez con la cual se perdieron al fondo del jardín me envalentonó, sin dejar de impresionarme. Me fui directo hacia un costado de la residencia donde había una terraza en la cual había departido no hacía mucho con los González, durante algunas de sus reuniones sociales con artistas, embajadores y amigos de la cultura. Allí, ante un simple empujón de mi mano, una hoja de vidrio que hacía la función de puerta hacia el brillante salón de los invitados, se abrió como si nunca fuera atrancada. Me escabullí en la sombra de la habitación. Aspiré emocionado el aroma resguardado por aquellas paredes. Es un hecho que de noche la riqueza se robustece. Los muebles caros y las platerías se cubren de un silencio similar al que abunda en los magníficos sepulcros.

Reconocí de inmediato el sillón donde se sentaba el hosco y engreído González a consumir sus hediondos habanos. Hasta me pareció oír sus palabras cuando trataba de ser elocuente. ¡Ah, ningún elocuente! Debo mencionar que González era un advenedizo que había hecho su fortuna a fuerza de engaños y negocios oscuros. Después de haberse granjeado la amistad de políticos y millonarios ostentosos, últimamente le había dado la locura por ¡el arte! El final tramo al que ascienden los nuevos ricos. Sin embargo, ya viejo y podrido por el dinero, solo podía comprar lo que otros creaban, burlándose en cierta forma de los verdaderos artistas, haciéndolos sentir inútiles decoradores.

En el tiempo que fui invitado a sus fiestas, había sido testigo de la necedad de este hombre y de su gran arrogancia ante los artistas que desfilaban por su casa con sus esculturas y cuadros. A pesar de que tendía a asesorarlo en muchas cosas (y no digamos asesoría porque solo me había empezado a utilizar al darse cuenta de mis perennes aprietos económicos, de mi gusto por el alcohol, de mi reducido triunfo en la esfera del oficialismo cultural del país, por no decir nulo), con un movimiento despectivo de su mano podía descartar estilos literarios, expresiones plásticas, pensamientos filosóficos profundos. Tal era su gravosa estupidez. Tuve que servirle de felpudillo, guía cultural y redactor de cartas excelentes y solo para recibir algunas remuneraciones vergonzosas que acepté por mi condición de artista urgido. “Vos me ayudarás a conectarme con el mundo de la cultura, Silvio, te compensaré”, me decía golpeando mi espalda con esa generosidad complaciente del amo por su perro.

Siempre consideré no obstante que tenía el ricacho una ambigua admiración hacia mi conocimiento.

Era la admiración enfermiza y peligrosa del ignorante por el sabio. Me apena reconocer por él mismo, por su miserable banalidad, que por momentos deseó con odio y desesperación estar en mis propios zapatos, solo con el fin de experimentar en carne propia las ricas bondades de toda cultura, un estado inaccesible al más descarado poder del dinero. Incluso sentía plagiarme a ratos los recursos de mi propia sensibilidad para convertirse de pronto en antena de excelsitudes. “Dale con el Poema 20 de Neruda, me ordenaba ya ebrio. Recitate aquel poema de Bécquer, ¿cómo decía...?” Sin embargo, como el buen gusto no se adquiere por transfusión, era costumbre que las borracheras terminaran siempre con invasiones de mariachis a los que González hacía desfilar por toda su residencia. En su opinión, un verso de Dante 40

Aligheri era una frase de poca monta comparado con un sonsonete de la cumbia más marrullera. ¡Como si no existiese una jerarquía en el universo! ¡Como si ángeles y demonios no tuvieran sus niveles y vivieran en promiscuidad!

Viendo entonces el sillón donde se emborrachaba González, supe que aún no había sido claro conmigo mismo. Aunque había entrado a robar lo más preciado del desgraciado, tal vez alguna de sus pinturas más valiosas o una estatuilla por la que había pagado millones (solo por hacerlo sentir vulnerable, ¡oh ingenuidad mía!), fui observando, con una mezcla de fascinación y miedo, que en ese momento poseía algo más valioso aun: la paz del millonario, la posibilidad de hacerme con su vida y de quitarle al mundo el ceño arrogante de un cretino que aplastaba a los demás sin ningún miramiento. En ese instante todo cambió: Me llevaría algo valioso, pero también la vida del miserable.

Tomé una falsa Venus de Milo –apostada sobre un zócalo de mármol y suficientemente dura para hundirle el cráneo a cualquiera– y decidí ascender por las gradas hasta el dormitorio de mi enemigo. Sí, porque ya tenía claro que era mi enemigo. Las luces de los reflectores en los amplios patios se zambullían por las ventanas en forma de arco y me tatuaron a trechos. Un temor obvio me embargó: la idea de que algo tan sencillo podía ser una trampa. No obstante, seguí mi arrebato, muy consciente tal vez de que Dios o los demonios permiten a veces licencias que ofenden la misma lógica del mundo, licencias que tienen como fin resquebrajar la monotonía para que entre la pureza de lo salvaje.

Mis pies me llevaron hasta el rellano del segundo piso. Abajo, los haces de luz recortaban las decenas de adornos caros, relojes de péndulo, cuadros, lámparas, como una lucha inmóvil entre espadas de luz y oscuridad. Traté de abreviar cuanto antes mi cometido y busqué muy lúcidamente la habitación de los González, la última del corredor a la izquierda –según le había oído decir una vez al millonario en un acceso de liberación de intimidades a sus invitados–. Como si todo prosiguiera dentro de un plan que crecía en sorpresas favorables, el pomo de la puerta respondió a un giro brusco de mi mano. Aunque había temido el rechinar de la puerta, pensé colérico y alegre que nada iba a rechinar en la casa del arrogante. ¡Menos una puerta!

La habitación se abrió ante mis ojos. Una habitación que no era tan enorme como pensé. Sobre una cama con toldo reposaban los cuerpos de los González apenas iluminados por la mórbida luz de una lámpara de tacto. Todo lo demás servía de decoración al sueño de la pareja: armarios, pinturas y más estatuas, estúpidas reproducciones griegas como sátiros y amorcillos en poses más o menos descaradas.

Entré a la recámara con decisión. No iba a pensarlo mucho. Estreché la Venus en mi mano, que me empezaba a doler, sudorosa, y conté cinco largos pasos hasta el lecho. Cuando me detuve, vi que la mujer dormía a pierna suelta emitiendo un ronquido doloroso. Su expresión era una horrible mueca nocturna desleída por un rastro de luz. No hubiera imaginado jamás esa actitud de momia petrificada en la mujer que se había afanado en seducirme y contarme su odio hacia su propio marido. Verla allí, reducida a un cuerpo sin apetencias, me suscitó angustia. Recordé por un momento sus llamadas neuróticas para que nos encontráramos en cierto hotel. Antes de buscar en mí una fogosidad que pudo haber hallado en cualquier 41

hombre (el maestro de aeróbicos o alguno de sus propios guardas), me ansiaba para oírse hablar dura nte horas y considerarse afortunada de tener una aventura con un artista culto. “Hoy no hagamos el amor, solo quiero oírte”, me decía en ocasiones, refugiados a la sombra de una infidelidad que me disgustaba, no por escrúpulos, sino porque me sentía obviamente explotado.

De inmediato pensé que tampoco a ella la iba a dejar con vida. Sin embargo, debía empezar con González, ¡no antes que a González!

Me acerqué con lentitud hasta el otro borde del lecho para observarlo allí tendido. No le iba a aplastar el cráneo sin antes mirarlo. ¡Pero la oscuridad era casi total! La luz de la lámpara producía un extraño oasis de crema azulosa sobre el rostro de la mujer y era tan escasa como para iluminar el cuerpo envuelto en brazadas de su esposo. Entonces me di el tiempo suficiente para llevar luz sobre el cuerpo de González: tomé la lámpara y la dispuse sobre la repisa de noche del otro extremo. Fueron rápidos la búsqueda y el hallazgo de un tomador de corriente. Enseguida la lámpara arrojó luz sobre la zona requerida, pero lo que vi me produjo espasmo: González no estaba allí, solo una ridícula frazada con dibujos del Pato Donald.

Salí de la habitación, temiendo que el hombre hubiera bajado en algún momento. Apreté con más fuerza la estatua de Venus. Ya no estaba claro para medir ninguna consecuencia. “¿Cuál consecuencia?”, me dije bajando las gradas, “el mundo me agradecerá este acto”. Volví a hundirme en los haces de luz de la sala. Partes de mi cuerpo quedaron expuestas para cualquier guardia que hubiera caminado sobre los jardines en ese instante. Me emocionó morbosamente que así hubiera pasado. Pero me reprimí. No había que tentar al demonio. Afuera los árboles enormes y llenos de parásitas rumoreaban al paso del viento.

Tal vez oí el ruido de una puerta al cerrarse y esperé detrás de una columna. Supuse que el viento, personaje de algunas malas películas, jugaba con mis emociones.

Sabía que González estaba en la casa. Cuando me determiné a robarle algo de su patrimonio en sus propias narices, me aseguré que no pasaría la noche con alguna de sus queridas. Si el hombre estaba allí, tal vez había ido al baño mientras yo lo había intentado matar. Esta idea remota pasó por mi cabeza y me produjo escalofrío: ¡González estaría en el baño de arriba y cuando terminara se dirigiría a su habitación!

Era obvio que iba a reparar en las manipulaciones que yo había hecho con la lámpara.

Convulso por mi sospecha, volví a subir las gradas con velocidad. En un punto de mi subida, creí ver a un guardia apostado detrás de las ventanas mientras analizaba mis movimientos. Resignado por lo que pudiera suceder me detuve. “Sí, vamos, dispare”, le dijo mi mirada atónita. Contrario a lo esperado el hombre enfocó su linterna hasta el fondo de la sala como si hubiera tenido la idea de haber visto moverse la sombra de una mariposa nocturna. Hasta creí ver que me saludaba, con la timidez del empleado casero, moviendo con signo de indignación su cabeza.

La suerte continuaba a mi favor. Subí el resto de las gradas y me enrumbé al baño. Una pintura cursilona de un angelillo meando sobre una fuente me advirtió que había llegado al sitio. Hice girar el pomo de la puerta con furia ¡y tampoco lo encontré allí! Me sentí burlado. Incluso percibí de pronto el 42

olor particular de González disipándose por el corredor. ¡Su agua de colonia! Imaginé entonces que el hombre ya había llegado a su habitación y que yo debía adelantarme a los hechos. Volví a correr sin freno hasta la recámara y entré sin pensarlo mucho. Sentí nuevamente el poder físico de la estatua en mi ma no.

Ya no tenía tiempo. Quizás yo iba a ser arrestado, pero no importaba. Un poco menos de cizaña en el mundo lo valía todo. Hasta mis días de hombre libre.

Di varios saltos desde el umbral de la puerta hasta el lecho. Y allí estaba el hombre acurrucado mientras emitía un pitido de satisfacción a través de su ancha nariz, esa ancha nariz roja de sibarita y bebedor.

Lo sacudí con brutalidad y despertó en el acto.

–¡Don González! –dijo el hombre al verme. A su lado la mujer se fue desperezando, debajo de una capa de cosméticos casi derretidos.

–¿Don González? –exclamé recobrando de un sueño mortecino mi propia conciencia...