Don Quijote by Miguel de Cervantes Saavedra - HTML preview

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»Todas estas demandas y respuestas revolví yo en un instante en laimaginación; y, sobre todo, me comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme alo que fue, sin yo pensarlo, mi perdición: los juramentos de don Fernando,los testigos que ponía, las lágrimas que derramaba, y, finalmente, sudispusición y gentileza, que, acompañada con tantas muestras de verdaderoamor, pudieran rendir a otro tan libre y recatado corazón como el mío.Llamé a mi criada, para que en la tierra acompañase a los testigos delcielo; tornó don Fernando a reiterar y confirmar sus juramentos; añadió alos primeros nuevos santos por testigos; echóse mil futuras maldiciones, sino cumpliese lo que me prometía; volvió a humedecer sus ojos y a acrecentarsus suspiros; apretóme más entre sus brazos, de los cuales jamás me habíadejado; y con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yodejé de serlo y él acabó de ser traidor y fementido.

»El día que sucedió a la noche de mi desgracia se venía aun no tan apriesacomo yo pienso que don Fernando deseaba, porque, después de cumplidoaquello que el apetito pide, el mayor gusto que puede venir es apartarse dedonde le alcanzaron. Digo esto porque don Fernando dio priesa por partirsede mí, y, por industria de mi doncella, que era la misma que allí le habíatraído, antes que amaneciese se vio en la calle. Y, al despedirse de mí,aunque no con tanto ahínco y vehemencia como cuando vino, me dijo queestuviese segura de su fe y de ser firmes y verdaderos sus juramentos; y,para más confirmación de su palabra, sacó un rico anillo del dedo y lo pusoen el mío. En efecto, él se fue y yo quedé ni sé si triste o alegre; estosé bien decir: que quedé confusa y pensativa, y casi fuera de mí con elnuevo acaecimiento, y no tuve ánimo, o no se me acordó, de reñir a midoncella por la traición cometida de encerrar a don Fernando en mi mismoaposento, porque aún no me determinaba si era bien o mal el que me habíasucedido.

Díjele, al partir, a don Fernando que por el mesmo camino deaquélla podía verme otras noches, pues ya era suya, hasta que, cuando élquisiese, aquel hecho se publicase. Pero no vino otra alguna, si no fue lasiguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia en más de un mes;que en vano me cansé en solicitallo, puesto que supe que estaba en la villay que los más días iba a caza, ejercicio de que él era muy aficionado.»Estos días y estas horas bien sé yo que para mí fueron aciagos ymenguadas, y bien sé que comencé a dudar en ellos, y aun a descreer de lafe de don Fernando; y sé también que mi doncella oyó entonces las palabrasque en reprehensión de su atrevimiento antes no había oído; y sé que me fueforzoso tener cuenta con mis lágrimas y con la compostura de mi rostro, porno dar ocasión a que mis padres me preguntasen que de qué andabadescontenta y me obligasen a buscar mentiras que decilles. Pero todo estose acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron respectos y seacabaron los honrados discursos, y adonde se perdió la paciencia y salierona plaza mis secretos pensamientos. Y esto fue porque, de allí a pocos días,se dijo en el lugar como en una ciudad allí cerca se había casado donFernando con una doncella hermosísima en todo estremo, y de muy principalespadres, aunque no tan rica que, por la dote, pudiera aspirar a tan noblecasamiento. Díjose que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en susdesposorios sucedieron dignas de admiración.»

Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger loshombros, morderse los labios, enarcar las cejas y dejar de allí a poco caerpor sus ojos dos fuentes de lágrimas. Mas no por esto dejó Dorotea deseguir su cuento, diciendo:

— «Llegó esta triste nueva a mis oídos, y, en lugar de helárseme el corazónen oílla, fue tanta la cólera y rabia que se encendió en él, que faltó pocopara no salirme por las calles dando voces, publicando la alevosía ytraición que se me había hecho. Mas templóse esta furia por entonces conpensar de poner aquella mesma noche por obra lo que puse: que fue ponermeen este hábito, que me dio uno de los que llaman zagales en casa de loslabradores, que era criado de mi padre, al cual descubrí toda midesventura, y le rogué me acompañase hasta la ciudad donde entendí que mienemigo estaba. Él, después que hubo reprehendido mi atrevimiento y afeadomi determinación, viéndome resuelta en mi parecer, se ofreció a tenermecompañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo. Luego, al momento, encerréen una almohada de lienzo un vestido de mujer, y algunas joyas y dineros,por lo que podía suceder. Y en el silencio de aquella noche, sin dar cuentaa mi traidora doncella, salí de mi casa, acompañada de mi criado y demuchas imaginaciones, y me puse en camino de la ciudad a pie, llevada envuelo del deseo de llegar, ya que no a estorbar lo que tenía por hecho, alo menos a decir a don Fernando me dijese con qué alma lo había hecho.»Llegué en dos días y medio donde quería, y, en entrando por la ciudad,pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y al primero a quien hicela pregunta me respondió más de lo que yo quisiera oír. Díjome la casa ytodo lo que había sucedido en el desposorio de su hija, cosa tan pública enla ciudad, que se hace en corrillos para contarla por toda ella. Díjome quela noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de haber elladado el sí de ser su esposa, le había tomado un recio desmayo, y que,llegando su esposo a desabrocharle el pecho para que le diese el aire, lehalló un papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decía ydeclaraba que ella no podía ser esposa de don Fernando, porque lo era deCardenio, que, a lo que el hombre me dijo, era un caballero muy principalde la mesma ciudad; y que si había dado el sí a don Fernando, fue por nosalir de la obediencia de sus padres. En resolución, tales razones dijo quecontenía el papel, que daba a entender que ella había tenido intención dematarse en acabándose de desposar, y daba allí las razones por que se habíaquitado la vida. Todo lo cual dicen que confirmó una daga que le hallaronno sé en qué parte de sus vestidos. Todo lo cual visto por don Fernando,pareciéndole que Luscinda le había burlado y escarnecido y tenido en poco,arremetió a ella, antes que de su desmayo volviese, y con la misma daga quele hallaron la quiso dar de puñaladas; y lo hiciera si sus padres y los quese hallaron presentes no se lo estorbaran. Dijeron más: que luego seausentó don Fernando, y que Luscinda no había vuelto de su parasismo hastaotro día, que contó a sus padres cómo ella era verdadera esposa de aquelCardenio que he dicho. Supe más: que el Cardenio, según decían, se hallópresente en los desposorios, y que, en viéndola desposada, lo cual él jamáspensó, se salió de la ciudad desesperado, dejándole primero escrita unacarta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y decómo él se iba adonde gentes no le viesen.

»Esto todo era público y notorio en toda la ciudad, y todos hablaban dello;y más hablaron cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de suspadres y de la ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de que perdían eljuicio sus padres y no sabían qué medio se tomar para hallarla. Esto quesupe puso en bando mis esperanzas, y tuve por mejor no haber hallado a donFernando, que no hallarle casado, pareciéndome que aún no estaba del todocerrada la puerta a mi remedio, dándome yo a entender que podría ser que elcielo hubiese puesto aquel impedimento en el segundo matrimonio, poratraerle a conocer lo que al primero debía, y a caer en la cuenta de queera cristiano y que estaba más obligado a su alma que a los respetoshumanos.

Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me consolaba sintener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas, paraentretener la vida, que ya aborrezco.

»Estando, pues, en la ciudad, sin saber qué hacerme, pues a don Fernando nohallaba, llegó a mis oídos un público pregón, donde se prometía grandehallazgo a quien me hallase, dando las señas de la edad y del mesmo trajeque traía; y oí decir que se decía que me había sacado de casa de mispadres el mozo que conmigo vino, cosa que me llegó al alma, por ver cuán decaída andaba mi crédito, pues no bastaba perderle con mi venida, sinoañadir el con quién, siendo subjeto tan bajo y tan indigno de mis buenospensamientos. Al punto que oí el pregón, me salí de la ciudad con micriado, que ya comenzaba a dar muestras de titubear en la fe que defidelidad me tenía prometida, y aquella noche nos entramos por lo espesodesta montaña, con el miedo de no ser hallados. Pero, como suele decirseque un mal llama a otro, y que el fin de una desgracia suele ser principiode otra mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen criado, hasta entoncesfiel y seguro, así como me vio en esta soledad, incitado de su mesmabellaquería antes que de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasiónque, a su parecer, estos yermos le ofrecían; y, con poca vergüenza y menostemor de Dios ni respeto mío, me requirió de amores; y, viendo que yo confeas y justas palabras respondía a las desvergüenzas de sus propósitos,dejó aparte los ruegos, de quien primero pensó aprovecharse, y comenzó ausar de la fuerza. Pero el justo cielo, que pocas o ningunas veces deja demirar y favorecer a las justas intenciones, favoreció las mías, de maneraque con mis pocas fuerzas, y con poco trabajo, di con él por underrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto o si vivo; y luego, con másligereza que mi sobresalto y cansancio pedían, me entré por estas montañas,sin llevar otro pensamiento ni otro disignio que esconderme en ellas y huirde mi padre y de aquellos que de su parte me andaban buscando.

»Con este deseo, ha no sé cuántos meses que entré en ellas, donde hallé unganadero que me llevó por su criado a un lugar que está en las entrañasdesta sierra, al cual he servido de zagal todo este tiempo, procurandoestar siempre en el campo por encubrir estos cabellos que ahora, tan sipensarlo, me han descubierto. Pero toda mi industria y toda mi solicitudfue y ha sido de ningún provecho, pues mi amo vino en conocimiento de queyo no era varón, y nació en él el mesmo mal pensamiento que en mi criado;y, como no siempre la fortuna con los trabajos da los remedios, no halléderrumbadero ni barranco de donde despeñar y despenar al amo, como le hallépara el criado; y así, tuve por menor inconveniente dejalle y asconderme denuevo entre estas asperezas que probar con él mis fuerzas o mis disculpas.Digo, pues, que me torné a emboscar, y a buscar donde sin impedimentoalguno pudiese con suspiros y lágrimas rogar al cielo se duela de midesventura y me dé industria y favor para salir della, o para dejar la vidaentre estas soledades, sin que quede memoria desta triste, que tan sinculpa suya habrá dado materia para que de ella se hable y murmure en lasuya y en las ajenas tierras.»

Capítulo XXIX. Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otrascosas de mucho gusto y pasatiempo

— Esta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y juzgadahora si los suspiros que escuchastes, las palabras que oístes y laslágrimas que de mis ojos salían, tenían ocasión bastante para mostrarse enmayor abundancia; y, considerada la calidad de mi desgracia, veréis queserá en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Sólo os ruego(lo que con facilidad podréis y debéis hacer) que me aconsejéis dónde podrépasar la vida sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo de serhallada de los que me buscan; que, aunque sé que el mucho amor que mispadres me tienen me asegura que seré dellos bien recebida, es tanta lavergüenza que me ocupa sólo el pensar que, no como ellos pensaban, tengo deparecer a su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de servista que no verles el rostro, con pensamiento que ellos miran el mío ajenode la honestidad que de mí se debían de tener prometida.

Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostróbien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron losque escuchado la habían tanta lástima como admiración de su desgracia; y,aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero lamano Cardenio, diciendo:

— En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del ricoClenardo.

Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán depoco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera queCardenio estaba vestido; y así, le dijo:

— Y ¿quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre de mi padre? Porqueyo, hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de midesdicha no le he nombrado.

— Soy —respondió Cardenio— aquel sin ventura que, según vos, señora, habéisdicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio, a quienel mal término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis me hatraído a que me veáis cual me veis: roto, desnudo, falto de todo humanoconsuelo y, lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sinocuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Teodora,soy el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando, y el queaguardó oír el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda.

Yo soy el que notuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papelque le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para vertantas desventuras juntas; y así, dejé la casa y la paciencia, y una cartaque dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda lapusiese, y víneme a estas soledades, con intención de acabar en ellas lavida, que desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mía. Mas no haquerido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizápor guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues, siendoverdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado, aún podría ser quea entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestrosdesastres que nosotros pensamos. Porque, presupuesto que Luscinda no puedecasarse con don Fernando, por ser mía, ni don Fernando con ella, por servuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperarque el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser, yno se ha enajenado ni deshecho. Y, pues este consuelo tenemos, nacido no demuy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplícoos,señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, puesyo la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; queyo os juro, por la fe de caballero y de cristiano, de no desampararos hastaveros en poder de don Fernando, y que, cuando con razones no le pudiereatraer a que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que meconcede el ser caballero, y poder con justo título desafialle, en razón dela sinrazón que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganzadejaré al cielo por acudir en la tierra a los vuestros.

Con lo que Cardenio dijo se acabó de admirar Dorotea, y, por no saber quégracias volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies parabesárselos; mas no lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió porentrambos, y aprobó el buen discurso de Cardenio, y, sobre todo, les rogó,aconsejó y persuadió que se fuesen con él a su aldea, donde se podríanreparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daría orden cómobuscar a don Fernando, o cómo llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo quemás les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, yacetaron la merced que se les ofrecía. El barbero, que a todo había estadosuspenso y callado, hizo también su buena plática y se ofreció con no menosvoluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servirles.Contó asimesmo con brevedad la causa que allí los había traído, con laestrañeza de la locura de don Quijote, y cómo aguardaban a su escudero, quehabía ido a buscalle. Vínosele a la memoria a Cardenio, como por sueños, lapendencia que con don Quijote había tenido y contóla a los demás, mas nosupo decir por qué causa fue su quistión.

En esto, oyeron voces, y conocieron que el que las daba era Sancho Panza,que, por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba avoces. Saliéronle al encuentro, y, preguntándole por don Quijote, les dijocómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto dehambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que, puesto que le habíadicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al delToboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinadode no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que leficiesen digno de su gracia. Y que si aquello pasaba adelante, corríapeligro de no venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aunarzobispo, que era lo menos que podía ser.

Por eso, que mirasen lo que sehabía de hacer para sacarle de allí.

El licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarían deallí, mal que le pesase.

Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que teníanpensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. Alo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella menesterosa mejor que elbarbero, y más, que tenía allí vestidos con que hacerlo al natural, y quela dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menesterpara llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos libros decaballerías y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuandopedían sus dones a los andantes caballeros.

— Pues no es menester más —dijo el cura— sino que luego se ponga por obra;que, sin duda, la buena suerte se muestra en favor nuestro, pues, tan sinpensarlo, a vosotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta paravuestro remedio y a nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menester.Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica yuna mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar yotras joyas, con que en un instante se adornó de manera que una rica y granseñora parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado de su casa paralo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le había ofrecido ocasiónde habello menester. A todos contentó en estremo su mucha gracia, donaire yhermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco conocimiento, puestanta belleza desechaba.

Pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle —como era asíverdad— que en todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura;y así, preguntó al cura con grande ahínco le dijese quién era aquella tanfermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.—

Esta hermosa señora —respondió el cura—, Sancho hermano, es, como quien nodice nada, es la heredera por línea recta de varón del gran reino deMicomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cuales que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho; y,a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto,de Guinea ha venido a buscarle esta princesa.

— Dichosa buscada y dichoso hallazgo —dijo a esta sazón Sancho Panza—, y mássi mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto,matando a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice; que sí matarási él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra las fantasmas notiene mi señor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestramerced, entre otras, señor licenciado, y es que, porque a mi amo no le tomegana de ser arzobispo, que es lo que yo temo, que vuestra merced leaconseje que se case luego con esta princesa, y así quedará imposibilitadode recebir órdenes arzobispales y vendrá con facilidad a su imperio y yo alfin de mis deseos; que yo he mirado bien en ello y hallo por mi cuenta queno me está bien que mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para laIglesia, pues soy casado, y andarme ahora a traer dispensaciones para podertener renta por la Iglesia, teniendo, como tengo, mujer y hijos, seríanunca acabar. Así que, señor, todo el toque está en que mi amo se caseluego con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, y así, no la llamopor su nombre.

— Llámase —respondió el cura— la princesa Micomicona, porque, llamándose sureino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así.

— No hay duda en eso —respondió Sancho—, que yo he visto a muchos tomar elapellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá,Juan de Úbeda y Diego de Valladolid; y esto mesmo se debe de usar allá enGuinea: tomar las reinas los nombres de sus reinos.

— Así debe de ser —dijo el cura—; y en lo del casarse vuestro amo, yo haréen ello todos mis poderíos.

Con lo que quedó tan contento Sancho cuanto el cura admirado de susimplicidad, y de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mesmosdisparates que su amo, pues sin alguna duda se daba a entender que había devenir a ser emperador.

Ya, en esto, se había puesto Dorotea sobre la mula del cura y el barbero sehabía acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sanchoque los guiase adonde don Quijote estaba; al cual advirtieron que no dijeseque conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistíatodo el toque de venir a ser emperador su amo; puesto que ni el cura niCardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a don Quijote lapendencia que con Cardenio había tenido, y el cura porque no era menesterpor entonces su presencia. Y así, los dejaron ir delante, y ellos losfueron siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de avisar el cura lo que habíade hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría,sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballerías.Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijoteentre unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado; y, así comoDorotea le vio y fue informada de Sancho que aquél era don Quijote, dio delazote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero. Y, en llegandojunto a él, el escudero se arrojó de la mula y fue a tomar en los brazos aDorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura, se fue a hincar derodillas ante las de don Quijote; y, aunque él pugnaba por levantarla,ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:

— De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que lavuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra yprez de vuestra persona, y en pro de la más desconsolada y agraviadadoncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazocorresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecera la sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al olor de vuestro famosonombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.

— No os responderé palabra, fermosa señora —respondió don Quijote—, ni oirémás cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.

— No me levantaré, señor —respondió la afligida doncella—, si primero, porla vuestra cortesía, no me es otorgado el don que pido.

— Yo vos le otorgo y concedo —respondió don Quijote—, como no se haya decumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de micorazón y libertad tiene la llave.

— No será en daño ni en mengua de los que decís, mi buen señor —replicó ladolorosa doncella.

Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor y muy pasitole dijo:

— Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no escosa de nada: sólo es matar a un gigantazo, y esta que lo pide es la altaprincesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía.

— Sea quien fuere —respondió don Quijote—, que yo haré lo que soy obligado ylo que me dicta mi conciencia, conforme a lo que profesado tengo.

Y, volviéndose a la doncella, dijo:

— La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirmequisiere.

— Pues el que pido es —dijo la doncella— que la vuestra magnánima persona sevenga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha deentremeter en otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de untraidor que, contra todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mireino.

— Digo que así lo otorgo —respondió don Quijote—, y así podéis, señora,desde hoy más, desechar la malenconía que os fatiga y hacer que cobrenuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada esperanza; que, con el ayuda deDios y la de mi brazo, vos os veréis presto restituida en vuestro reino ysentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, a pesar y adespecho de los follones que contradecirlo quisieren. Y manos a labor, queen la tardanza dicen que suele estar el peligro.

La menesterosa doncella pugnó, con mucha porfía, por besarle las manos, masdon Quijote, que en todo era comedido y cortés caballero, jamás loconsintió; antes, la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía ycomedimiento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante y learmase luego al punto. Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de unárbol estaban pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armó a suseñor; el cual, viéndose armado, dijo:

— Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran señora.Estábase el barbero aún de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular larisa y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran todossin conseguir su buena intención; y, viendo que ya el don estaba concedidoy con la diligencia que don Quijote se alistaba para ir a cumplirle, selevantó y tomó de la otra mano a su señora, y entre los dos la subieron enla mula. Luego subió don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodóen su cabalgadura, quedándose Sancho a pie, donde de nuevo se le renovó lapérdida del rucio, con la falta que entonces le hacía; mas todo lo llevabacon gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino, y muy apique, de ser emperador; porque sin duda alguna pensaba que se había decasar con aquella princesa, y ser, por lo menos, rey de Micomicón. Sólo ledaba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que lagente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a lo cualhizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo:— ¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar conellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagaránde contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio conque vivir descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y notengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vendertreinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que los he devolar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los hede volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que me mamo el dedo!

Con esto, andaba tan solícito y tan contento que se le olvidaba lapesadumbre de caminar a pie.

Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio y el cura, y no sabían quéhacerse para juntarse con ellos; pero el cura, que era gran tracista,imaginó luego lo que harían para conseguir lo que deseaban; y fue que conunas tijeras que traía en un estuche quitó con mucha presteza la barba aCardenio, y vistióle un capotillo pardo que él traía y diole un herreruelonegro, y él se quedó en calzas y en jubón; y quedó tan otro de lo que antesparecía Cardenio, que él mesmo no se conociera, aunque a un espejo semirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado adelante en tantoque ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes queellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedíanque anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie. En efeto, ellos sepusieron en el llano, a la salida de la sierra, y, así como salió della donQuijote y sus camaradas, el cura se le puso a mirar muy de espacio, dandoseñales de que le iba reconociendo; y, al cabo de haberle una buena piezaestado mirando, se fue a él abiertos los brazos y diciendo a voces:— Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compatriotedon Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo yremedio de los menesterosos, la quintaesencia de los caballeros andantes.Y, diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la pierna izquierda adon Quijote; el cual, espantado de lo que veía y oía decir y hacer aquelhombre, se le puso a mirar con atención, y, al fin, le conoció y quedó comoespantado de verle, y hizo grande fuerza por apearse; mas el cura no loconsintió, por lo cual don Quijote decía:

— Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es razón que yo esté acaballo, y una tan reverenda persona como vuestra merced esté a pie.— Eso no consentiré yo en ningún modo —

dijo el cura—: estése la vuestragrandeza a caballo, pues estando a caballo acaba las mayores fazañas yaventuras que en nuestra edad se han visto; que a mí, aunque indignosacerdote, bastaráme subir en las ancas de una destas mulas destos señoresque con vuestra merced caminan, si no lo han por enojo. Y aun haré cuentaque voy caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en quecabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aún has