Confieso by Ramon Cerda - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

-Perfecto, pero te advierto que quizás paralice la edición hasta tener entre mis manos a “confieso”, tal vez no sea conveniente solapar ambas ediciones.

-Como quieras, pero los derechos me los liquidas aunque no la publiques enseguida, y quiero un anticipo sobre los primeros cinco mil ejemplares.

-No te preocupes, sabes que nunca hemos discutido por el dinero. ¿Por dónde andas?

-Por ahí, estoy en la última fase de la novela y sabes que busco siempre unos días de tranquilidad. No esperaba tu l amada.

-No, sabes que no suelo hacerlo porque a ti no hace falta achucharte para que traigas nuevos libros, pero con este nuevo proyecto, la verdad es que estoy algo nervioso. Creo que puede ser un bombazo.

-Si no te importa voy a colgar, necesito tranquilidad, ni siquiera mi mujer me l ama en estos días. Debes de respetar mi forma de trabajar.

-Entendido. No volveré a l amarte. Cuídate.

-Lo mismo digo –cerró el Motorola-.

Adolfo en su despacho puso ambos pies encima de la mesa de roble que fue de su padre, también editor. Si su padre lo viera seguro que le daba un guantazo. Estaba satisfecho, sonreía pensando en el lanzamiento de “confieso”. Ya tenía diseñadas las portadas, el marketing del lanzamiento, e incluso cómo sería la presentación del libro en prensa. Iban a arrasar. Estaba seguro.

Estaba en su habitación del Parador, tenía el Toshiba enchufado y estaba acabando la novela. Ya se había desbloqueado y tenía el final claro en su cabeza. Muy claro. Había pasado unos días dudando entre varias posibilidades, pero sin duda aquel a era la mejor de todas. Lo terminaría esa misma noche y le enviaría el desenlace a Eloísa.

Mañana mismo volvería a Valencia. Normalmente se quedaba un par de días en el hotel después de terminar cada novela, para celebrarlo y para releerla. Siempre era posible que hubiera que modificar algo a última hora antes de enviársela a Adolfo.

Pero tenía un presentimiento. Después de tantos años conviviendo con Eloísa, estaba convencido de que se le había pegado algo de ese magnetismo del que tanto hablaba el a. Estaba como intranquilo. Tasio no lo había l amado, pero aún así, creía que algo iba a ocurrir. Por la mañana desayunaría en el propio Parador, pediría la cuenta y por el mediodía podría estar perfectamente en Valencia. Se asomó a la ventana. La vista de la ciudad a esas horas, con su iluminación, era majestuosa, perfecta. Sentía tener que irse ya. En ningún sitio estaba tan a gusto como en Segovia. Cuando publicara

“confieso”, le propondría a Eloísa que compraran una casa por el centro de Segovia y se vinieran a vivir. El problema es que Segovia es bastante más fría que Valencia, y Eloísa siempre ha sido muy friolera. Pero lo intentaría. Estaba dispuesto a proponérselo.

La ventaja de su trabajo es que podía vivir en cualquier parte que se le antojase. Ni siquiera tenía por qué visitar a su editor. Le podía enviar los originales por mensajero, o incluso vía e-mail. De vez en cuando tendría que acudir a alguna de esas malditas presentaciones que tanto le gustaba montar a Adolfo, o a la Feria del libro a firmar ejemplares, pero nada más, tenía una de las profesiones más libres del mundo, y a su mujer no la ataba ningún lazo laboral en ninguna parte. Era genial, no como cuando era abogado. Eso sí que era una mierda, siempre agobiado, siempre cargado por los problemas de los demás, atado de horarios en todo momento, que si el Juzgado, que si la cita con el cliente, el caso importante que tenía que empezar. Cuánto se alegraba de haber cambiado de vida. Ni por todo el oro del mundo volvía a ponerse una toga.

Abrió el mueble bar y se hizo un gin tónic de Gordons con hielo, no había Larios. Era imperdonable que precisamente en Segovia no hubiera Larios.

CAPÍTULO XI

Era domingo por la mañana, se acercó hasta el Mestal a, sin intención de sacar ninguna entrada. Odiaba el fútbol, siempre lo había odiado y le parecía una insensatez todo lo que se relacionaba con el mismo. Era un deporte que movía bil ones de pesetas y que arrastraba literalmente a las masas, pero él nunca lo había entendido.

El resto de deportes tampoco le interesaban, pero no le ocurría lo mismo que con el fútbol. Suponía que su animadversión por el fútbol era debida precisamente al fanatismo que acarreaba. Nunca había soportado a los fanáticos de ningún tipo. El viernes mismo dejó a sus amigos en casa de Mario porque se habían empeñado en ver el partido. Se habían preparado un montón de latas de cerveza en la nevera y habían pedido una pizza para los cuatro. Todo el o sin contar con él. Sabían que odiaba el fútbol y en cambio no habían dudado que se quedaría con el os a berrear frente al televisor y a agitar las bufandas blancas del Valencia como si en realidad los de la tele pudieran verlos. Se comportaban como necios y energúmenos. El fútbol era como el becerro de oro que adoraban los paganos en tiempo de Jesús. Al momento de entrar él en casa de Mario, l egó el repartidor de Telepizza. Llevaba una pizza jalisco enorme y un montón de helados pequeños de fresa.

-¿Pensáis quedaros aquí toda la noche?

-Hemos de ver el partido tío –era el Migue el que hablaba, ya se le enredaba la lengua porque sin duda iba ya por la tercera o cuarta cerveza-

-Esto es deprimente tíos, yo me largo.

Nadie pareció hacerle caso, de manera que salió de al í y se fue a casa a leer un rato.

Odiaba el fútbol.

Aparcó justo enfrente del estadio. Llevaba un pequeño Ford Fiesta XR2 del modelo antiguo, rojo Italia. Se tomó un café en el bar que había al í enfrente y luego se puso a pasear por el mercadil o. Le gustaba mucho ir los domingos al mercadil o y dar una vuelta para curiosear. Muchas veces no compraba nada, pero otras, en cambio, por unas pocas pesetas conseguía algún libro interesante, o cualquier otra cosa.

Estuvo un par de horas paseando y curioseando. Estaba preocupado por sus padres, algo estaba pasando y él no se había enterado. Cuando volviese su padre de viaje lo hablaría con él. Le preguntaría si estaban pensando en separarse, o cualquier otra cosa. El ambiente estaba extraño, cargado. Después de tantos años juntos, no le gustaría que sus padres se separasen. Está claro que para él tampoco sería un gran trauma porque ya había pasado su niñez, una niñez feliz por cierto, pero así y todo, no sería agradable y le preocupaba.

Llegó a uno de los extremos del mercadil o, donde un grupo de hombres intentaban vender unos relojes, sin duda robados. Cada vez que la policía se acercaba por al í se dispersaban y escondían la mercancía.

En uno de los puestos, curioseando con los libros, encontró una vieja edición de una de las novelas de su padre. Estaba hecha polvo. Le dio veinte duros a la gitana que estaba al í y se la l evó.

Acabó de dar la vuelta y volvió a su Ford Fiesta.

También había estado pensando en comentarlo con su madre, pero su confianza con el a no era la misma que con su padre, de manera que después de sopesarlo decidió esperar unos días y verlo con su padre. Lógicamente no le diría nada de sus sospechas por lo del hombre que el otro día le pareció que salía de casa, tampoco quería echar más leña al fuego, pero sí que le hablaría de sus temores y sentimientos.

Estaba convencido de que algo estaba ocurriendo.

Tasio iba vestido ya en plan sport, aunque con ropa cara, de calidad. Ya había cambiado su bigote discreto por el mostacho tipo Iñigo, aunque todavía conducía el Corsa. Anoche, las dos cervezas que tenía previstas y el platito de quisquil a, se convirtieron finalmente en una botel a entera de Monopole frío, seis gambas a la plancha deliciosas, insuperables, un plato de All i Pebre, dos tostadas, un plato de percebes y otro de chanquetes. Cenó como un Rey, y durmió de un tirón.

Esta mañana se encontraba feliz y relajado, pero no olvidó lo que tenía previsto hacer.

Primero iría a casa de Inés, esperaría a que saliese de casa, y cuando no hubieran demasiados vecinos a la vista, se metería en su casa y echaría un vistazo. Estaba convencido de que encontraría algo interesante que le ayudaría en su investigación.

Aparcó cerca del portal de Inés y esperó tranquilamente. Durante el tiempo que estuvo al í salió mucha gente, además e entrar y salir el butanero, el cartero y un repartidor de publicidad al que le l egaba el pelo hasta el nacimiento del culo. Un impresentable –

pensó-.

Se hicieron las diez de la mañana. Pensó que quizás estaba enferma y no pensaba ir a trabajar, o que por el contrario había salido más temprano de lo que él había previsto. Como no sabía si tenía coche, tampoco pudo controlar si estaba aparcado por los alrededores.

Bajó del coche y se acercó a los timbres. En uno de el os leyó: “INÉS”. Decidió l amar.

Si contestaba diría que era un repartidor de publicidad y que solo quería que le abriese el portón.

Llamó un par de veces pero no contestó nadie. Miró en derredor y subió por las escaleras hasta el cuarto piso, siguiendo su costumbre de no coger nunca el ascensor.

Siguió sin atreverse a entrar así, sin más, y l amó de nuevo a la puerta. Nadie contestó. Intentó abrir con la tarjeta de crédito que usaba a tal fin, pero aunque no parecía que hubiesen dado la vuelta a la cerradura, no pudo abrir. Sacó las ganzúas de su bolsil o del pantalón, y no sin cierto esfuerzo, al final pudo abrir la puerta.

Después de abrirla entró con cuidado y cerró tras de sí. Las cortinas estaban cerradas y el interior aparecía bastante oscuro hasta que sus ojos se acostumbraron al nivel de penumbra reinante. Al fondo vio un pequeño sofá marrón, bastante feo, y una pequeña mesa redonda, de las de tipo mesa-camil a.

Llevaba los guantes puestos, no quería dejar ningún tipo de huel a que después le pudiera incriminar, al fin y al cabo sabía que aquel o era al anamiento de morada en toda regla y era constitutivo de delito. En realidad no le importaba gran cosa saltarse la Ley a la torera, pero quería mantener su integridad.

Detrás de la mesa camil a había unos zapatos de tacón. Sus pupilas se acabaron de acostumbrar a la poca luz del interior y pudo darse cuenta de que los zapatos estaban l enos.

Su corazón empezó a palpitar con fuerza. Tenía la sensación de que se le iba a salir por la boca. Se acercó rápidamente y lo que se había temido se convirtió en la más cruel de las realidades.

Allí estaba Inés, boca arriba, con la cara pálida y un enorme charco de sangre sobre la alfombra de mala calidad que había en el suelo. Tenía en la mano un pequeño cuchil o, su bolso estaba abierto cerca de el a, en el suelo. Un enorme tajo había abierto su garganta y se adivinaba que durante un buen rato había estado saliendo sangre a borbotones. Sangre que en parte había absorbido la alfombra y en parte se había convertido en un espeso cuajo rojo negruzco.

La tocó. Estaba muy fría. Evidentemente hacía muchas horas que había muerto.

Pensó rápidamente en el día anterior, cuando Eloísa salió de casa de Inés. Él no era forense, pero por el aspecto de la sangre y el cuerpo frío, muy bien podría haber muerto más o menos a aquel a hora. Eloísa tardó un rato en bajar, por lo que necesariamente tuvo que entrar en el piso.

Miró a la puerta, la l ave estaba en la cerradura, y no le habían dado la vuelta al cerrojo. Era fácil deducir que Eloísa había venido a hablar con Inés y que la conversación se tornó en discusión y acabó fatídicamente. Eloísa salió rápidamente de la casa y cerró de un golpe la puerta, lógicamente sin darle la vuelta a la cerradura.

No había otra explicación. Incluso es posible que Eloísa no se diera cuenta ayer de que él la seguía. Simplemente miró con más detenimiento del normal al salir para asegurarse de que nadie la veía. El cuchil o estaba en la mano de Inés. No podía asegurar a primera vista si el enorme boquete de la garganta lo había ocasionado ese cuchil o o no, aunque parecía evidente por la mancha de sangre que l enaba toda la hoja. Posiblemente Eloísa la mató y luego le puso el cuchil o en la mano para que pareciera un suicidio. Pero aquel o no podía ser un suicidio. ¿Quién iba a matarse así?

Le vino a la cabeza un caso en el que un hombre había matado a su mujer y luego se había cortado el cuel o, pero aquel o era diferente. Inés no podía haberse hecho ese corte tan brutal.

De todos modos, si su teoría era buena, posiblemente aquel cuchil o, además de las huel as de Inés, tuviera las de Eloísa. Si lo dejaba al í, la policía lo podría averiguar, pero si se lo l evaba, estaría ocultando pistas, y además cargaría con una prueba que en caso de que alguien la encontrara en su poder, le iba a acarrear más de un problema. No podía l evarse el cuchil o.

Dudó por un momento más, y finalmente cogió el cuchil o de entre los dedos del cadáver frío de Inés y le borró las huel as con un pañuelo. Luego lo dejó en el suelo, cerca del cuerpo.

No podía estar al í por más tiempo, era muy arriesgado. Tenía que l amar a Héctor y decirle lo que pensaba, lo que había ocurrido. No podía acudir a la policía, entre otras cosas porque se convertiría en el principal sospechoso de aquel a muerte. Si la chica había muerto cuando él creía, ni siquiera le valdría la coartada de la cena, porque se suponía que había muerto cuando él estaba todavía bajo en la cal e, en el coche.

El corazón todavía lo amenazaba con abandonar el cuerpo a saltos. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no dejaba nada que lo incriminase. Comprobó que el cuchil o estuviera en su sitio y salió con cuidado al rel ano. Bajó la escalera a pie mientras el ascensor subía.

-¡N o es posible! –estaba circulando a gran velocidad por la autovía en dirección a Valencia cuando su amigo Tasio lo había l amado para informarle de lo que había descubierto.-

-¡Dios...!. No habrás l amado a la policía. ¿Verdad?

-Por supuesto que no. Oye, yo en realidad no he estado al í ni he visto nada, de manera que no puedo presentar ninguna denuncia. Pero tu y yo hemos de hablar urgentemente de lo de Eloísa. ¿Por dónde andas?

-Estoy ya de vuelta, calculo que tardaré como hora y media. ¿Dónde nos vemos?

-En esta ocasión creo que será conveniente que nos veamos en mi casa. No acostumbro a recibir visitas, pero haré una excepción. ¿A qué hora entonces?

Héctor miró el reloj.

-A las doce y media.

-Hecho, te espero.

Héctor cerró el Motorola. Los ojos los tenía acuosos, y el corazón le latía algo más aprisa. La imagen de Inés le vino de inmediato a la cabeza. No la imaginaba tirada en el suelo con el cuel o abierto como se la había descrito Tasio. La imaginaba lozana y con ganas de vivir. Incluso con unos años menos, la recordaba todavía con la piel tersa y suave, y aquel os grandes pechos firmes rozándole su cuerpo. Habían pasado tantas horas juntos y hecho el amor tantísimas veces que no podía creer que todo hubiese terminado de ese modo. Ya nada parecía tener sentido. La policía acabaría encontrando alguna huel a de Eloísa en casa de Inés y pronto atarían cabos. De un plumazo Héctor se quedaría sin Eloísa y sin Inés, y todo por los celos, los malditos celos de ambas.

Inés la había estado l amando al móvil insistentemente esos días y él no había contestado. ¿Qué querría decirle? ¿Acaso que Eloísa la estaba amenazando?

¿Por qué había ido Eloísa a casa de Inés? Porque eso estaba claro, Tasio la había seguido y no había lugar a dudas. Era Eloísa la que había entrado al í, saliendo una media hora después.

Inés había muerto y ya nada se podía hacer por el a. Posiblemente la policía no encontrase las huel as, o si las encontrase no pudiese atar cabos. Al fin y al cabo Eloísa no estaba fichada, sus huel as no figurarían en el ordenador, con un poco de suerte no la relacionarían. Hacía tiempo que Héctor e Inés no se veían, por lo que quien conocía su relación, no tendría por qué pensar que Eloísa pudiese estar relacionada con el crimen. Posiblemente creyeran que se trataba de un robo. Tasio le había hablado de un bolso abierto tirado en el suelo y le había asegurado que no era el de Eloísa porque el a l evaba el suyo al salir de la casa. Eso haría más creíble la versión del robo. Con Tasio no habría problema. Tasio era su amigo y nunca lo traicionaría. Nunca diría que Eloísa estuvo en la escena del crimen, y Tasio era cuidadoso, no habría dejado ninguna huel a que lo incriminase directamente, y estaba seguro de que no lo habían visto. Además, siempre solía ir algo disfrazado.

Conforme se iba acercando a Valencia, estaba más nervioso. ¿Y si no tenía tiempo para preparar nada con Tasio? Pensó en el tiempo que tardarían en descubrir el cadáver de Inés. Hoy no habría ido a trabajar, claro está. Del trabajo la habrán l amado a casa y nadie habrá contestado. Con un poco de suerte estaría trabajando en algún caso importante y en el bufete pensarían que estaba investigando algo, aunque lo normal es que hubiese avisado. Hoy no saltará la voz de alarma, pero mañana, a las nueve, cuando vuelva a no acudir al trabajo, en el bufete se pondrán nerviosos, volverán a l amar a su casa, y al no contestar, posiblemente decidan acudir a la policía. Aunque creía recordar que para dar por desaparecida a una persona tenían que pasar tres días. No estaba seguro. Posiblemente los del bufete intentaran contactar con sus familiares, sus padres todavía vivían. Ellos irían a casa y descubrirían el cadáver. Pero no, en el bufete solían respetar mucho la intimidad de las personas, y l amar a casa de sus padres, así, a bote pronto, no parecía la solución más apropiada. Héctor se inclinaba más por la posibilidad de que l amasen a la policía, y que estos no hicieran caso de inmediato, o quizás sí. De un modo u otro, lo normal es que descubriesen el cadáver mañana mismo o a lo sumo en un par de días.

Deshacerse del cadáver en aquel as circunstancias era impensable. Les quedaba muy poco tiempo para pensar. Muy poco.

Tasio había intentado poner un poco de orden en aquel caos que era su vivienda. El hecho de no recibir nunca a nadie al í, hacía que aquel o pareciera un gal inero. Tiró un poco de ambientador, y abrió algo las ventanas para que se renovase el cargado ambiente interior. Héctor l egó a las doce y cuarto, tenía los ojos rojos y el rostro desencajado. La chaqueta ligeramente mojada. Había empezado a l over minutos antes.

-¿Qué podemos hacer? –fue el saludo de Héctor-

-Ante todo tranquilízate, te cuento unos detal es y luego hablamos. ¿Vale?

-Empieza ya.

-He estado vigilando a Eloísa estos días, tal y como me dijiste. No ha hecho nada excesivamente extraño. No ha vuelto a visitar aquel tipo del supermercado. He de decirte que hace unos días estuve en tu casa. Era de madrugada y utilicé el l avín.

Héctor mostraba sorpresa.

-Sí –añadió Tasio-, sé que te dije que lo utilizaría sólo en caso de necesidad, pero te juro que me pareció necesario. Quizás debiera de habértelo dicho, pero no estaba seguro de tu reacción. Fui a tu casa para ver los viejos archivos de “confieso”.

Como te decía, era de madrugada, serían las tres aproximadamente. Eloísa dormía y yo entré sin dificultad. Entré y copié los archivos. Fue cosa de pocos minutos, pero cuando me dispuse a salir de la casa ocurrieron varias cosas. Primero se encendió la luz del descansil o, por lo que no me atreví a salir y me volví hacia tu despacho de nuevo. En ese momento Eloísa se puso a gritar. Yo temí que la estuviesen atacando, pero en realidad lo que pareció ocurrir es que había tenido una pesadil a. Ella se levantó de la cama y entonces sonó el teléfono.

-¿A las tres de la mañana?

-Sí, las tres y media serían ya, más o menos.

-¿Quién l amó?

-Eso no lo he averiguado. Nadie pareció contestar al teléfono. Eloísa después se fue al baño y yo aproveché para salir de casa. Cuando estaba en la cal e, ya cerca de donde había dejado el coche, me crucé con una mujer muy bel a a quien no reconocí en esos momentos, pero que sí que me sonaba un montón. Luego estuve pensando y l egué a la conclusión de que era Inés.

-¿Estás seguro?

-Completamente, incluso l egué a pensar más tarde que era el a la que había l amado desde alguna cabina cercana, o desde un móvil.

-Ella no usaba móvil. Pero, ¿Para qué iba a l amar por teléfono y no decir nada?

-Y yo que sé. Posiblemente quisiera asegurarse de que Eloísa estaba en casa.

-¿Y para eso l ama desde la cal e?

-Bueno, en realidad bien podría haber l amado desde su casa, no vive tan lejos, y desde que yo oí la l amada hasta que la vi bajo en la cal e, pasó el tiempo suficiente como para que el a l egase. Al fin y al cabo a esas horas no hay tráfico apenas. No lo sé, tampoco creo que podamos averiguarlo, pero por lo que he podido deducir, Eloísa sí que parece ser que pensó que se trataba de Inés. Por eso fue posteriormente a su casa. Incluso es posible que se l egara a identificar y Eloísa no contestase, ten en cuenta que yo no podía oír a quien estaba al otro lado del hilo.

-No tiene demasiada consistencia.

-Lo sé, pero en definitiva, tampoco creo que importe demasiado. El caso es que Eloísa fue a casa de Inés, y esta ha aparecido con el cuel o abierto.

Le contó a su amigo lo del cuchil o, lo de las huel as, y algunos detal es más. Héctor estaba cada vez más abatido.

-Parece ser que no hay duda de que fue el a.

-Dudas siempre las hay, pero todo parece coincidir. No sé qué podría salir ante una investigación policial. Imagino que Eloísa habrá dejado algunas huel as, y de un modo u otro acabarán relacionándoos y os visitarán. Yo había pensado en hablar con Eloísa, tratar el tema e intentar buscar una solución entre todos, pero primero quería hablar contigo.

-Te lo agradezco. No, a Eloísa no hay que decirle nada. Imagino que iría a hablar con Inés porque se sentía amenazada, discutieron, y en un arrebato le cortó el cuel o. Hemos de proteger a Eloísa. Ella ni siquiera ha de saber que yo he vuelto, ni que sé nada. Me volveré a marchar y haré lo que tengo que hacer.

Tasio se sintió intranquilo por el tono de voz de Héctor.

-¿Qué se supone que “debes” hacer?

-Te enterarás en su momento. No te preocupes por mí. Sólo te pido una cosa.

Durante mi ausencia, no pierdas de vista a Eloísa. Protégela.

-Ah, otra cosa –añadió Héctor- ¿Qué sabes de Pablo.

-De Pablo no tienes por qué preocuparte, aunque esas amistades con las que se junta, ya sabes que no son de mi agrado. Sigue teniendo un desorden horario bastante grande, pero por lo demás es un buen chico.

-¿Lo has seguido estos días?

-No, por supuesto, solo me he dedicado a las andanzas de Eloísa, y en los últimos momentos a Inés. ¿Por qué lo dices? No pensarás que tiene algo que ver con todo esto.

-No importa. Sólo quería saber si había algo que destacar de sus últimos movimientos. Claro, sé que es un buen chico. Por supuesto.

Héctor se disponía a salir del piso de Tasio.

-Otra cosa más.

-¿Sí? –Tasio estaba intranquilo.

-Contrata a una asistenta.

Tal como Héctor había supuesto, el cadáver lo encontraron al día siguiente.

Finalmente parece ser que sí que l amaron a sus padres, y estos, intranquilos acudieron al piso de su hija que vivía sola. A su madre la tuvieron que ingresar en urgencias por la impresión, y su padre, abatido, fue quien l amó a la policía.

Se procedió al levantamiento del cadáver siguiendo el procedimiento habitual, y se tomaron huel as de toda la casa para su investigación posterior. Prestaron especial atención al cuchil o y al bolso de la difunta.

Pronto vieron que el cuchil o formaba parte de su vajil a porque los que había en la cocina eran iguales. La única diferencia es que este era más pequeño y más afilado, pero parecía evidente que formaba parte de la vajil a.

Las primeras conclusiones a las que l egó la policía fue la de un posible intento de robo o violación. La chica intentaría defenderse cogiendo un cuchil o de la cocina, y el agresor, más fuerte que el a, le arrebató el cuchil o y la mató. Parecía creíble, pero había que seguir investigando. Primero comprobarían todas las huel as recopiladas con sus archivos. Visitarían también a todas las personas que figuraban en el listín telefónico que l evaba Inés en el bolso.

Luego ya verían.

Héctor había vuelto a Segovia y se instaló nuevamente en el Parador. Dejó su equipaje en la habitación, preparó su Toshiba y l amó a recepción para que le prepararan un masaje. Necesitaba distender los músculos porque le esperaba una larga tarea. Marcó también línea exterior y l amó a un amigo suyo de Ávila que había conocido mientras escribía una novela unos años antes en el Palacio de Valderrábanos. Ávila y Segovia estaban a pocos kilómetros entre sí, por lo que su amigo no le puso excesivas pegas en l evarle personalmente lo que le había pedido.

El masaje fue relajante y tranquilizador. Mientras cada uno de sus músculos volvía a su sitio, seguía pensando en la que sería su última novela: “Confieso”.

Esa noche cenó bien, muy bien. Pidió un Marqués de Cáceres para acompañar la copiosa cena y luego subió a la cafetería donde había quedado con su amigo Elías que le había traído su encargo. Le pagó al í mismo y tras invitarlo a un café, se despidió de él para subir a la habitación.

Salió al pequeño balcón para ver una vez más el tantas veces visto espectáculo de la ciudad, incluyendo el acueducto iluminado. Cuán bel a era aquel a ciudad y cuántos buenos recuerdos le venían a la mente.

Se preparó un gin tónic del mueble bar. Con Larios, vaya, esta vez era Larios. Se lo preparó con mucho hielo, como a él le gustaba y se lo terminó en la terraza. El cielo estaba abierto, aunque se distinguían algunas pequeñas y rasgadas nubes, plateadas por la iluminación de la luna. No era luna l ena, pero la iluminación era bastante intensa. Allí no había l ovido.

Pensó en todo lo que había sido su vida, lo que fueron sus estudios, su licenciatura en Valencia, su inicio de la carrera como abogado, Eloísa, Inés, Tasio, Pablo, sus amigos de la universidad, sus compañeros de bufete, su nueva profesión como escritor, Adolfo, sus viajes para terminar sus novelas. Había vivido intensamente. No podía quejarse. Su mayor error quizás fue iniciar