Confieso by Ramon Cerda - HTML preview

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SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO VII

La novela avanzaba más lentamente de lo que tenía previsto, se había quedado como atascado en algunos de los diálogos y había dejado de tener claro el desenlace.

Normalmente escribía en sesiones de unas tres horas, una sesión por la mañana y una sesión por la tarde, y venía a escribir unas siete mil palabras por día, eso sin agobiarse, a su ritmo, pero ya era de noche y apenas l evaba escritas mil quinientas.

No estaba concentrado, el problema no era otro sino su imposibilidad de imbuirse en sus personajes. A cada momento le venía a la cabeza Eloísa, estaba nervioso, aquel a escapada no era como las otras y quizás debiera de haber esperado un tiempo para acabar su novela hasta tener las cosas algo más claras.

Llamó a recepción y pidió un taxi que lo bajó hasta el acueducto. Estuvo paseando durante un par de horas, recorrió toda la base del acueducto y la zona vieja por su interior, de derecha a izquierda hasta l egar a la catedral. Estos paseos le solían servir de inspiración, pero en esta ocasión no podía concentrarse. Pensaba en Eloísa y también pensaba en Inés. La vida es muy complicada, la sociedad está montada de manera que para que sea estable y funcione adecuadamente, cada cual tiene que tener su pareja, su misma pareja durante toda la vida. La inestabilidad cada vez mayor en la que los matrimonios duran solo unos pocos años, provoca problemas terribles, ya no solo en la pareja en sí, sino en los hijos que hayan podido tener. Familias rotas, hijos utilizados en el interés de los cónyuges separados, juicios interminables y problemas económicos de todo tipo. En muchas ocasiones, la mujer sale perjudicada porque no tiene independencia económica, aunque cada vez menos, cada vez las mujeres van teniendo una mayor independencia con la que pueden afrontar mejor estas situaciones, invirtiéndose muchas veces el problema que pasa a ser del hombre que debe de pasar una importante pensión a su exconyuge, lo cual le impide en muchas ocasiones rehacer su vida con otra, precisamente por los problemas económicos, mientras el a sí que puede rehacer su vida con otro hombre, no es justo.

Los hijos suelen ser de todos modos los más perjudicados, tanto en una primera separación, como cuando su padre o su madre con el que conviven, se casa con otra persona en segundas nupcias, también separada que aporta al nuevo matrimonio otros hijos. La convivencia se hace cada vez más difícil para todos.

Lo mejor sería que cada cual encontrase a lo largo de su vida una sola pareja con la que compartir sus días, y que ninguna otra candidata o candidato se cruzase en su camino, pero eso es imposible, de ahí las insatisfacciones, las infidelidades, y las consecuencias de todo el o, celos, matrimonios rotos, familias destrozadas. Podría escribir un libro sobre el tema, sí, posiblemente su próxima novela tratase de el o. No todos los hombres tenían una relación con sus respectivas mujeres tan extraña como la suya, o por lo menos eso creía, porque nunca se sabe, nunca se sabe lo que los demás esconden tras de sí, lo que se cal an, lo que tienen miedo de mostrar al exterior. Él sabía que su mujer tenía aventuras esporádicas con otros hombres, además de las que habían tenido en común en los intercambios de pareja y el ya viejo asunto de Jacob e Inés, pero en cierto modo, eso mantenía vivo el matrimonio.

También sabía que a él no le interesaban otras mujeres. Le interesó muy profundamente Inés en su día, e incluso estuvo a punto de romper con Eloísa para irse con Inés, pero finalmente no ocurrió, finalmente valoró todo lo que le unía con Eloísa, y los años pasados hasta el momento con el a. También valoró el hecho de que a pesar de los años de matrimonio que l evaban hasta entonces, su mujer no había dejado de interesarle en la cama, sino todo lo contrario. De hecho, ahora, veinticinco años después, todavía la deseaba como a ninguna otra. No es que las demás no le gustasen, no es que no se girara para seguir con la mirada a más de una moza, pero la atracción que sentía hacia Eloísa era indescriptible, inigualable a la que ninguna otra le podía ofrecer. Su relación se había reajustado con el tiempo, el hecho de que él no tuviera el papel activo, sino más bien el pasivo en su relación, le permitía evitar frustraciones. De ese modo no estaba pendiente de sus deseos sexuales ni de solicitar relaciones sexuales a Eloísa y que esta se negara porque le doliese la cabeza, porque estuviese con la regla, o por tantas y tantas situaciones parecidas. De ese modo él se encontraba en una situación tranquila y plácida, y se había acostumbrado a pensar poco en el sexo, salvo para plasmar situaciones calientes en sus novelas. Ahí es donde él había conseguido también una forma de sexo, una forma de relación consigo mismo a través de sus personajes, relación que no se limitaba a las escenas de sexo, sino a todo lo demás, acababa siendo cada uno de los personajes, sintiendo lo que cada uno sentía y naciendo, viviendo y muriendo con cada uno de el os.

Cuando Eloísa quería sexo, no lo pedía, simplemente se desnudaba en la cama y él ya sabía lo que tenía que hacer. Sus relaciones eran variadas y casi todas satisfactorias, pero tenían un denominador común, y era el protagonismo de el a, el a era quien dirigía la escena, y la que decidía en todo momento si estaba arriba o estaba debajo, o lo hacían por detrás o simplemente se masturbaban mutuamente o por separado. Ella era el centro de todo durante el acto.

Inés ya no le interesaba como pareja, cierto es que conservaba una gran amistad con el a y se sentía frustrado por haberla tenido que apartar de su vida de una forma tan drástica a causa de las exigencias de su mujer, pero sabía que tenía que hacerlo si quería mantener su matrimonio, y su matrimonio lo era todo. Sabía que sin Eloísa él no sería nadie, ni siquiera podría escribir.

Eloísa, Inés, Eloísa, Inés, ambas daban vueltas alrededor de su cabeza. De vez en cuando aparecía Tasio. Tasio no lo había l amado –pensó- Si no lo había hecho es porque no había sucedido nada digno de mención, tenía su móvil y estaba operativo.

A pesar de todo, estaba intranquilo y no había forma de concentrarse.

No podía dejar de sentirse culpable por Inés, Inés no había tenido ninguna relación estable ni se había casado, después de que él la hubiera dejado, y era una lástima, era una mujer inteligente, guapa y sexi, y ya empezaba a tener una edad en la que le sería difícil encontrar una pareja adecuada. Quizás si su relación con el a no hubiera existido, el a hubiera encontrado alguien que estuviera dispuesto a compartir su vida con el a, sin los problemas de otra pareja preexistente. Esto lo hacía sentirse mal, no lo podía evitar.

El móvil sonó insistentemente en el bolsil o superior de su chaqueta de lana virgen. Lo abrió y leyó el número. Era Inés que l amaba desde el bufete.

¡Eso es! –pensó- ¿Cómo no me había dado cuenta antes? –Tasio estaba releyendo los textos de la biografía de su amigo por si encontraba algo nuevo.

No era nada del contenido en sí lo que le l amó la atención, sino unas pequeñas letras al lado izquierdo superior de la primera página, en ángulo recto al texto:

“confieso7.doc”.

Claro, Héctor guardaba distintas versiones del texto conforme iba avanzando, lo que le permitía recuperar archivos anteriores en el supuesto de tener algún problema con el último. Si la versión que Tasio sostenía en sus manos era la siete como parecía deducirse del nombre del archivo, eso podía significar que en el disco duro de su ordenador todavía estuviesen las seis versiones anteriores del texto, y que algunas de el as fueran anteriores a posibles modificaciones sugeridas por Eloísa, o simplemente por cambios de criterio de Héctor. Quizás, si tuviese acceso a esos archivos, pudiese l egar a leer algunos textos que no figurasen en la última versión. No era seguro, pero posiblemente pudiera tener acceso a las zonas del texto que Eloísa hubiese

“censurado”, a pesar de que Héctor decía que era solo cuestión de algunos pequeños cambios de nombres de personas y lugares.

Se metió la mano en el bolsil o del pantalón y comprobó que el l avín estaba todavía al í. Miró el reloj y observó que ya pasaba de medianoche. Debería de ir a casa de Héctor y acceder a su ordenador. Se l evaría unos discos para grabar los archivos, sería más seguro que ponerse a leerlos al í mismo, teniendo en cuenta que Eloísa estaba en casa. La había estado siguiendo hasta las 10’30 y por lo que parecía, no tenía intención de salir de casa. Nada más l egar se desnudó y se puso un camisón y zapatil as según pudo entrever desde la cal e con sus prismáticos de visión nocturna.

No sabía si se habría acostado ya, o estaría todavía despierta leyendo o viendo la tele.

También sería posible que esperase a alguien, aunque no era probable porque se había desmaquil ado y recogido el pelo. Si esperase tener algún encuentro sexual esa noche, seguro que se hubiese preocupado de tener otro aspecto.

Dejó nerviosamente el texto encima de su cama, volvió a comprobar que el l avín seguía en su sitio, y salió en dirección a casa de Héctor.

Aparcó a un par de cal es de distancia, el aparcamiento a esas horas resultaba muy complicado, y se dirigió a pie hasta el domicilio. Al l egar vio luz en el dormitorio, se resguardó en un portal cercano e intentó ver el interior con los prismáticos. No la podía ver a el a, pero sí que se veían unas sombras en la pared por las que dedujo que estaba leyendo, acostada en su cama. Estaba sola. El resto de las luces de la casa estaban apagadas.

La luz no se apagó hasta pasadas las dos de la madrugada, a Tasio le dolían las piernas, había dado varias vueltas por la manzana y por los alrededores para no l amar la atención estando tanto tiempo parado en un mismo lugar. Se cruzó con un par de borrachos inofensivos y malolientes, uno de el os le pidió un cigarril o con voz gangosa y aliento fétido. Debía de tener piorrea porque nunca había olido algo tan nauseabundo. Tenía casi todos los dientes, pero su aspecto era repugnante, sin duda pronto empezarían a caerle todos. Se limitó a cambiar de acera, sin siquiera contestarle, tampoco quería que se fijasen en él y luego pudieran decir que lo habían visto.

Después de numerosas vueltas por el vecindario, vio también a una pareja haciéndose arrumacos en el interior de un coche. Ella l evaba una falda ligeramente larga pero que tenía remangada hasta casi la cintura. El joven que la acompañaba tenía una de sus manos debajo de las bragas de el a y la manoseaba mientras la besaba. Él no pudo evitar mirar la escena, el a abrió los ojos que tenía cerrados hasta ese momento y se le quedó mirando, pero no cesó de besar a su novio ni intentó taparse. Pareció que aquel o la excitaba. No volvió a cerrar los ojos hasta que él siguió su camino. Un coche patrul a pasó por la cal e vecina.

Finalmente, poco después de las tres de la madrugada, se decidió a subir a casa de Héctor, no utilizó el ascensor, odiaba los ascensores desde que en una ocasión, de chico, se quedó encerrado toda una tarde entre dos pisos. Subió por las escaleras silenciosamente, sin encender la luz, no quería arriesgarse a que algún vecino curioso se percatase de su presencia. Finalmente l egó al tercer piso, sacó el l avín del bolsil o y lo introdujo con mucho cuidado, muy despacio. Una vez en el interior, totalmente introducido el l avín en la cerradura, lo mantuvo así un par de minutos, mientras intentaba oír algún ruido en el interior de la vivienda. Quería asegurarse de que Eloísa no había oído la puerta. Le dio la vuelta a la l ave, también con mucho cuidado, por suerte Eloísa solo le había dado una vuelta a la cerradura, por lo que pudo abrirla en menos tiempo y con menos ruido del previsto. Sacó la l ave con cuidado, con mucho cuidado, y entreabrió la puerta. Estaba oscuro, todo en el interior estaba oscuro. Entró, l evaba zapatil as de deporte con suela de goma muy blanda, no hacía ruido sobre aquel suelo, por un momento tuvo miedo de que estuviera encerado y la goma de sus suelas gimiese con el contacto de la superficie abril antada, no fue así. Se introdujo de nuevo la l ave en el bolsil o y cerró la puerta tras de sí. Se dirigía al despacho de Héctor donde sabía que tenía el ordenador, pero no pudo evitar asomarse a la habitación donde se suponía que estaba Eloísa.

Estaba al í, acostada, dormía tranquilamente, una suave, muy suave luz del exterior, mezcla de luna l ena y de la luz artificial de las farolas y algún reflejo lejano de luces de algún coche noctámbulo, alumbraban su rostro sereno, tranquilo, suave, bel o.

Tenía el pelo recogido y se le veía una de las orejas, pequeña, perfecta, los labios carnosos, limpios de cualquier maquil aje, los tenía entreabiertos.

Después de estar unos minutos mirándola, casi suspirando, se dirigió al despacho.

Cerró la puerta al entrar, quería evitar que se oyeran ruidos desde el exterior. Enchufó el ordenador, el ruido le pareció atronador, era increíble como eran de ruidosos aquel os aparatos cuando todo a su alrededor estaba en silencio. Durante el día y rodeados de movimiento y ruido, no se percibía cuan molestos podían l egar a ser, pero entonces, son un silencio absoluto, de madrugada, el ruido parecía tan fuerte y desagradable como la sirena de una ambulancia que atravesara la ciudad. El sistema operativo era el Windows 98, se cargó rápido porque Héctor no tenía otra cosa en el ordenador mas que el Word y el navegador de Internet, no lo usaba para otra cosa que no fuese escribir sus novelas y consultar datos en la red. Por suerte no tenía ninguna contraseña de acceso, por lo que bastó con pulsar la tecla intro cuando apareció la temida pantal a del password. Pronto localizó los archivos de sus novelas, había infinidad de el os, y pudo observar que todos los títulos se repetían al menos doce o quince veces, seguidos con números correlativos entre sí. Estaban ordenados por orden alfabético, por lo que no le costó encontrar los archivos de CONFIESO, efectivamente, como había supuesto, eran siete. Sacó unos discos del bolsil o de su chaqueta y grabó los siete archivos, en realidad el séptimo no era necesario porque se suponía que era el que él tenía impreso, pero lo copió por si Héctor hubiese añadido algo más. Le bastaron un par de discos para copiar todas las versiones, el formato Word ocupaba poco, los textos no tenían imágenes de ningún tipo.

Apagó el ordenador y la pantal a y se dirigió igual de sigilosamente que había entrado, hacia la salida. Volvió a pasar por la habitación de Eloísa. Seguía dormida, apenas se había movido de su posición anterior, respiraba tranquilamente aunque observó que había entrado en una fase de sueño profundo, se podía ver cómo los ojos se movían debajo de los párpados cerrados. Se acercó a la puerta, la entreabrió, en ese momento la luz de la escalera se encendió, eran las tres y media de la madrugada.

-Mierda –murmuró para sí mientras volvía a cerrar la puerta, quedándose en el interior de la casa-Era de noche, la luna estaba totalmente l ena y su luz plateada alumbraba Valencia dándole un aspecto fantasmal, aunque agradable, como de cuento de hadas. Se echaba en falta una ligera niebla que con su movimiento retozara sobre las fachadas de los edificios, acariciándolos, proporcionándoles bel as sombras en movimiento. En los últimos años se había procedido a la limpieza de muchas fachadas que habían recobrado su antiguo y en muchos casos ya olvidado esplendor. El negro hol ín que después de muchos años habían ido acumulando, desaparecía para dar paso a la blanca piedra. Los edificios eran bel os ya antes de su limpieza, pero pasaban desapercibidos porque estaban como ocultos, como hacía el camaleón entre los árboles o las piedras al cambiar de color y mezclarse con su entorno. Ahora estaban limpios ya algunos de el os, habían perdido su carácter camaleónico que los confundía con el entorno de la ciudad, con el resto de los edificios, tan negros como el os habían estado, para quedar como desnudos pero inmensamente bel os y bien formados, dejando a la vista todos sus atributos, sin vergüenza alguna, sin querer ocultarse de las miradas. Cada cual había recobrado su personalidad, distinta a la de los demás, aquel o que su arquitecto había imaginado y soñado antes de que fueran construidos, cada uno era único, diferente. No se podía pasear por la ciudad ignorándolos una vez más como hasta entonces, la vista del viandante se escapaba hasta las fachadas, parecían haber surgido de la nada, cuando después de meses cubiertos con enormes andamios y telas, quedaban al descubierto. Era como si una mujer fea, insípida, saliera de la consulta de un cirujano que después de muchas horas de trabajo hubiera agraciado los rasgos de su cara, limpiado sus impurezas, eliminado sus arrugas acumuladas por los muchos años de una vida ajetreada, l ena de estrés, de cansancio, de humil aciones, y saliera deslumbrante, moviendo las caderas descaradamente porque quisiera salir del anonimato, del anonimato de ser una más entre miles para pasar a ser de nuevo el a, la más bel a de entre todas.

Caminaba por las cal es sola, se sentía libre, feliz, como si flotara, reía y daba vueltas sobre sí a la vez que seguía caminando. Se quitó los zapatos y siguió andando descalza, los zapatos quedaron abandonados, tristes, en posición obscena sobre la sucia cal e. Ella seguía caminando, seguía riendo, se quitó la blusa que dejó flotar en el ligero viento de la noche, se quitó igualmente el sujetador que atenazada sus pechos, que los oprimía como el comunismo oprimía al pueblo, el sujetador cayó al suelo, sus pechos se vieron libres y se cimbreaban satisfechos mientras el a seguía caminando, parecieron sonreír. Pronto estuvo desnuda, totalmente desnuda, la cal e seguía desierta, el a era libre. En uno de sus giros perdió la sonrisa, a lo lejos vio un hombre que como el a se había desnudado, la seguía, iba a su mismo ritmo, ni más rápido ni más despacio, la seguía, su enorme miembro se movía como el badajo de una enorme campana, derecha, izquierda, derecha, izquierda, golpeando con suavidad ambos muslos mientras caminaban. Su pecho estaba cubierto de grandes cantidades de vel o negro entremezclado con algunas canas, como si de un viejo y gran mono se tratara. En la parte superior de las manos, e incluso entre los dedos, también tenía grandes cantidades de pelo, no así en el resto del cuerpo en el que apenas tenía, incluso en la zona de su pubis tenía un vel o más escaso del normal. Su miembro seguía cimbreante, derecha, izquierda, derecha, izquierda.

Ella empezó a correr, ya no podía recuperar su ropa que había quedado dispersa a lo largo de más de quinientos metros de cal e iluminada por la luna l ena. De un portal surgió un mendigo sucio, borracho, extendió su mano que rozó uno de sus pechos que se agitaban al viento, incitados por la carrera de su dueña. Seguía corriendo, corriendo y mirando hacia atrás, todavía notaba el asqueroso contacto de la sucia mano sobre su pecho. El individuo corría también, el badajo se movía más rápidamente, la distancia entre él y el a se acortaba. Algunos coches empezaron a recorrer las cal es, sus conductores se giraban para verla pasar, uno de el os incluso se detuvo totalmente en medio de la Gran Vía y lanzó un sonoro silbido. Apenas la separaban ya unos diez metros del enorme hombre mono que la perseguía. El pánico se apoderó de el a y se torció un tobil o, su cuerpo desnudo, perfecto, bel o, limpio hasta ese momento, rodó por el suelo y su blanco impoluto se fue transformando en una especie de bronceado artificial irregular. Quedó mirando hacia arriba, indefensa, sucia, con el pelo mojado a causa de un charco cercano. Aquel enorme miembro había dejado de moverse a derecha e izquierda, estaba quieto, sobre el a. Ella gritó, gritó una y otra vez, gritó y su propio grito la despertó. Se incorporó de la cama, entre jadeos, sudada, asustada. No era la primera vez que había tenido esa pesadil a, se repetía cada cierto tiempo, pero cada vez parecía más real, más larga. Siempre acababa igual, con la vista de aquel hombre horrible y sus enormes atributos sobre el a.

Eloísa estaba desnuda, como en el sueño, sudada, como en el sueño, y asustada, como en el sueño. Se levantó de la cama y se dirigió al baño. Necesitaba una ducha, se sentía sucia, como en el sueño.

Estaba en casa, sola, triste, unas pequeñas y saladas lágrimas corrían por ambas mejil as hasta morir juntas en el mentón de su bonita y delicada barbil a. Estaba sentada en la cama de su habitación, una habitación casi infantil, donde todavía se conservaban algunos peluches de su niñez, donde el color de las paredes era todavía de un rosa pálido, donde sobre una mesita había un par de viejas Barbies, a una de las cuales le faltaba un zapato, tan viejas y abandonadas como el a misma se sentía.

La televisión, al pie de la cama estaba enchufada, pero sin voz, las imágenes del telediario estaban l enas de violencia, de guerras, todo el mundo parecía estar loco, todos parecían querer matar, odiar sin fin. La guerra desapareció de repente, un presentador siguió a otro y pronto se dio paso a los chubascos de los próximos días, zonas soleadas se combinaban con l uvias en una mapa, por encima del cual deambulaba graciosamente un globo con el anagrama de Renault, de fondo, la voz del hombre del tiempo, voz que el a imaginaba porque no escuchaba, porque el sonido del televisor seguía desconectado.

Ella sostenía en una mano el teléfono, sonaba y sonaba, hasta que la comunicación se cortaba. Lo volvía a intentar y el teléfono volvía a sonar una y otra vez hasta que se volvía a cortar. Nadie lo cogía al otro extremo.

Después de hablar con su amiga Carmen, siguió un impulso y tomó la decisión de l amar a Héctor, lo quería, y no iba a permitir que su mujer se interpusiera entre el os, no le importaba lo que sucediera con su matrimonio, estaba dispuesta a l evárselo con el a, a que de nuevo compartiera su cama, su vida. Él le había pedido que no la l amara más, pero Carmen tenía razón, el a debía defender su terreno, el a tenía unos derechos, el a había perdido la ocasión de ser feliz por estar con él, y él la rehuyó, pero sabía que la quería, sabía que la había dejado porque Eloísa se interpuso en su relación, porque no la soportaba, porque los celos la comían. La odiaba, Inés odiaba a Eloísa, y sabía que Eloísa la odiaba a el a tanto como el a misma pudiera odiarla, el odio era mutuo, incesante, enorme, creciente, inagotable, el odio era lo suficiente como para desear la muerte de la contrincante, para desear la desaparición definitiva de la otra.

Héctor no contestaba, lo había l amado antes desde el bufete y tampoco contestó, lo estaba l amando al móvil porque sabía que había salido de viaje, la propia Carmen se lo dijo, no sabía cómo se había enterado, pero parecía saberlo.

Lo volvió a intentar, en esta ocasión el teléfono no sonó repetidamente, sino que la voz de una operadora, voz que sonaba mecánica, metálica, advertía que el teléfono estaba desconectado o fuera de cobertura.

¿Qué pasaría si ahora l amaba a casa en lugar de l amarlo al móvil y hablaba con Eloisa? Eloísa sí que cogería el teléfono, entre otras cosas porque no sabría quien l amaba, a diferencia de Héctor que no cogía el teléfono porque identificaba sus números en el maldito visor de su Motorola. Y en el caso de que supiese que era el a, seguro que también lo cogería, no podría aguantar la curiosidad de averiguar por qué l amaba a esas horas, pensaría que estaba buscando a Héctor, pensaría que el a no sabía que Héctor estaba de viaje. Lo cogería, aunque solo fuera por el deseo de l amarla zorra una vez más, de escupirle exabruptos por el auricular del teléfono, de tener el placer de colgarle si le apetecía. Así estuvo, sobre la cama, durante varias horas, las imágenes en colores del televisor se iban sucediendo y los personajes mudos iban cambiando, hasta que desaparecieron, una especie de nevada invadió la pantal a, un movimiento extraño y fantasmagórico se adivinaba al otro lado del cristal.

La luz del cuarto la había apagado una hora antes y ahora esa luz nerviosa del televisor era la única que alumbraba de forma también nerviosa las paredes rosa de la habitación. Pasaban ya de las tres de la madrugada. Finalmente se decidió a l amar a Eloísa. Marcó su número y puso el auricular sobre su oreja izquierda. El teléfono empezó a sonar al otro extremo de la ciudad.