Carlos Broschi by Eugene Scribe - HTML preview

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Cenar a solas con ella era un acontecimiento extraordinario en quiensiempre la dejaba antes de media noche. ¿Qué quería decir aquello? Latía creía encontrarlo muy claro; pero Judit se negaba a comprenderlo.

Cuando dieron las once de la noche, encontrábase ya dispuesta la cenamás exquisita y delicada, preparada por los cuidados de la señoraBonnivet. En cuanto a Judit, nada escuchaba ni veía; limitábase aesperar.

¡Esperar! ¡Todas las facultades de su alma se concentraban o resumían enesta idea!...

Pero dieron las once y media, luego las doce, y Arturo no parecía.

Por último, transcurrió toda la noche sin que él llegara; pero ellaseguía esperando.

Tampoco se presentó el Conde al otro día... ni en los siguientes.

Judit no recibió ninguna carta; no volvió a verle.

¿Qué significaba aquello? ¿Qué había sucedido?

En aquel instante, interrumpiose el notario, diciendo:

—Señores, vuelve a levantarse el telón; continuaré mi relato en elentreacto próximo.

IV

Cuando hubo terminado el tercer acto de Los Hugonotes, el notarioprosiguió en esta forma:

—Señores, adivino que sienten ustedes curiosidad por saber lo que habíasucedido a nuestro amigo Arturo, y sobre todo, por saber a cienciacierta de qué clase de sujeto se trataba.

—¿Por qué no ha empezado usted por ahí?—le dije.

—Me parece—repuso—que soy dueño de colocar la exposición donde meplazca, puesto que soy el narrador.

—Por otra parte, no es aquí, en la Opera, donde hay que mostrarsesevero respecto a las exposiciones—agregó el profesor en Derecho,—lascuales no se entienden jamás.

—Lo cual es, con frecuencia, una fortuna para los autores de loslibretos—añadió el notario mirándome.

Y, sintiéndose satisfecho de su epigrama, continuó en estos términos:

—El conde Arturo de V*** descendía de una antigua e ilustre familia delMediodía.

Su madre, que se quedó viuda muy joven, no tuvo más hijo queél y carecía de bienes; pero tenía un hermano que era inmensamente rico.Este hermano, monseñor el abate de V***, había sido sucesivamente en lacorte de Luis XVIII, y más tarde en la de Carlos X, uno de los preladosque gozaban de más influencia; y sabido es hasta dónde llegaba enaquella época el poder del clero. El abate de V*** tenía un carácterfrío y egoísta; era muy severo y orgulloso, y sin embargo, conducíasecomo buen pariente, porque sentía ambición para él y para los suyos. Seencargó de la educación de su sobrino, hizo devolver a su hermana unaparte de los bienes que le fueron confiscados durante la emigración, yla pobre condesa de V*** murió bendiciéndole y encargando a su hijo quele obedeciera ciegamente. Arturo, que adoraba a su madre, prometiole ensu lecho de muerte cuanto ella quiso; promesa tanto más fácil decumplir, cuanto que, desde su infancia, experimentó un miedo horriblehacia su tío y había sido acostumbrado a someterse siempre, sin oponerla menor resistencia, a sus menores indicaciones.

De carácter serio, tímido y dulce, pero dotado de un corazón noble ygeneroso, Arturo mostró, desde muy niño, profunda inclinación por lacarrera de las armas, por el uniforme y la charretera; tal vez debíaseesto a que, en el palacio de su tío, no veía más que trajes negros ysobrepellices. Un día, con gran reserva, se atrevió a poner demanifiesto sus intenciones a monseñor, el cual frunció el ceño al oírley le anunció con tono firme y decidido que abrigaba otras miras respectoa él.

El abate de V*** había sido nombrado obispo, y esperaba algo más;confiaba en alcanzar muy en breve el capelo de cardenal. En tanbrillante posición, quería conservar a Arturo a su lado, elevarle a lasmás altas dignidades de la Iglesia, y, en resumen, hacerle abrazar laúnica carrera que en aquel tiempo conducía rápidamente al poder y loshonores.

Arturo no se atrevía a resistir de una manera resuelta al terribleascendiente de su tío, pero, en su fuero interno, decidió no ser jamásobispo.

El Rey, a quien se había hablado con tal objeto, acogió la idea con granbenevolencia, y, en su efecto, Arturo debía entrar poco después en elSeminario, únicamente por fórmula, recibir después las órdenes y pasarcon rapidez de los grados inferiores a los primeros puestos de su nuevoestado.

El joven no había dado al olvido el juramento hecho a su madre; por otraparte, a los ojos de todo el mundo hubiera sido una enorme ingratitudromper abiertamente con su tío, su único pariente y bienhechor. Noosando, pues, declarar la guerra al temible prelado, y oponersedirectamente a sus intenciones episcopales, procuraba encontrar algúnmedio indirecto para obtener el mismo fin y poner a su tío en el caso deque fuese él mismo quien renunciara a su proyecto. El mejor medio eradar un gran escándalo que le hiciera indigno de las santas y respetablesfunciones que a despecho suyo querían conferirle. Esto no era fácil,porque Arturo, tanto por carácter como por educación, no podía prestarsea nada que afectase a su honradez y severidad de principios. No eslibertino todo el que quiere; para ese estado, como para los demás, hacefalta vocación, y a nuestro joven costábale tanto trabajo ser calaveracomo ser obispo. Tenía, no obstante, amigos muy alegres y con las másfelices disposiciones, que, por prestarle un servicio, le arrastraban asus orgías. Arturo iba a ellas por cálculo; pero el desorden ledisgustaba tanto como divertía a sus compañeros; su juiciosa frialdadcontenía la locura de éstos, y acababa frecuentemente por hacerlosrazonables: se le había llegado a considerar como un agua-fiestas, y,por último, había renunciado a tales diversiones.

Desesperado entonces de conseguir lo que se había propuesto, volvió losojos a las damas de la corte; pero en la corte de aquella época lasdamas trataban de evitar a todo trance el ruido y el escándalo. Esto noquiere decir que hubiese menos intrigas que en otros tiempos, sino quese ocultaban mejor. Y aunque hubiesen advertido al obispo de lassecretas pasiones de su sobrino, había fingido ignorarlo todo, pensando,acaso, como Molière,

class="c"> Que pecar en silencio no es pecar.

¿Qué camino, pues, le quedaba al pobre Arturo, que corría en pos delescándalo, como corren otros en pos de la gloria, sin poderlo alcanzar?Uno de sus amigos, libertino recalcitrante, díjole:

—Busca una amante en la Opera; ese teatro está de moda, todo el mundova a él; se sabrá, hará ruido, y eso es todo lo que te hace falta.

—¡Yo!—murmuró Arturo enrojeciendo de indignación.—¡Mezclarme en unaintriga de ese género!

—No necesitarás hacerte mucha violencia; se arregla el asunto con lafamilia, y una vez hecho el trato, puedes obrar del modo que te plazca;no se trata de que la cosa sea verdaderamente, sino de que se crea y déque hablar.

—Siendo así...

—Todo se reduce a tener el título; demasiado sabes que en la actualidadhay muchos titulados que no ejercen... Tú podrás ser uno de ellos.

—Bien, me agrada tu idea.

Ya he referido a ustedes los detalles de la presentación y de la primeraentrevista de Judit, Arturo y la tía.

Hízose que monseñor el obispo tuviese noticia de ello, pero monseñor sehizo el desentendido.

Se le dio conocimiento de que casi todas las noches el coche de susobrino se estacionaba en la calle de Provenza, y Arturo aguardaba de unmomento a otro una seria explicación y una escena en la que estabaresuelto a mostrarse arrebatado por una ciega pasión que le hacíaindigno, en adelante, de las bondades de su tío; pero éste no le dirigióel más leve reproche, y nuestro joven no sabía cómo explicarse tantacalma y una resignación tan evangélica.

Pero esta calma era precursora de la tempestad.

Una mañana, díjole monseñor:

—El Rey está muy enojado contra ti; ignoro por qué causa.

—Creo adivinarla—repuso el joven.

—Pues yo no quiero saberla. Su Majestad, no obstante, te perdona; peroexige que dentro de dos días ingreses en el Seminario.

—¿Yo, tío?...

—El Rey lo ordena, y contra él, en todo caso, tendrías que protestar.

Y le volvió la espalda, sin decir una palabra más. Arturo, furioso,fuera de sí, sin saber qué hacerse, corrió a casa de Judit, la acompañóa las Tullerías, la presentó como su amante a los ojos de todo París, envísperas de entrar en el Seminario. Esta vez no pudo menos de obtener elresultado que esperaba. Después de semejante escándalo, era imposiblepensar, durante mucho tiempo al menos, en hacerle abrazar la carrera dela Iglesia. Y esto era lo que Arturo deseaba. Su tío escribió a Judit laamenazadora carta que ya conocen ustedes, y el Rey comunicó al Conde laorden de abandonar a París en el término de veinticuatro horas. Eraforzoso obedecer. Por fortuna, Arturo estaba íntimamente relacionado conuno de los hijos del señor de Bourmont, que partía a la siguiente nochepara Argel, donde se preparaba una importante expedición, y le rogó quele admitiese en su compañía como voluntario, pero sin comunicar a nadiesu proyecto, ni a su tío ni al Rey.

—Puesto que dejan a mi elección el lugar del destierro—se dijo,—loelegiré donde pueda encontrar alguna gloria. Iré donde hay peligro quecorrer y honor que alcanzar.

Me haré matar o lograré distinguirme en lacampaña. Y cuando regrese con una bandera, veremos si aun hay quientodavía insista en hacerme vestir la sotana y echar bendiciones a losfieles.

Y abandonó París, de noche, con gran misterio, porque todos sus pasoseran espiados y temía que si adivinaban el objeto de su viaje leimpidieran la marcha.

Momentos antes escribió una carta a Juditdiciéndole tan sólo que la dejaba por algunos días; pero esta carta, apesar de ser insignificante, fue interceptada y no llegó a su destino.El prefecto de policía estaba a las órdenes de monseñor.

Cuando llegó la semana siguiente, encontrábase Arturo en alta mar, y alos veinte días desembarcó en Africa. Figuró entre los primeros en elasalto del fuerte del Emperador, y cayó herido junto a su intrépidoamigo el señor de Bourmont, a quien aquella victoria costó la vida. Lade Arturo estuvo en peligro durante mucho tiempo; por espacio de dosmeses se desesperó de salvarle, y cuando recobró la salud, su fortuna,sus esperanzas, las de su tío, todo se hundió en tres días, al hundirsela monarquía de Carlos X.

El obispo no pudo resistir este desastre; enfermo y apenado, quisoseguir a la corte en su destierro, pero no pudo. La impaciencia, lacólera que constantemente experimentaba, habían exaltado su cerebro einflamado su sangre, determinando una fiebre maligna, y en el estado deirritación en que se encontraba, no sabiendo en quién descargar suenojo, eligió a su sobrino como víctima y se vengó en él de larevolución de julio.

Apenas estuvo restablecido de su herida, Arturo regresó a París; y aquíes, señores—

dijo el notario alzando la voz,—donde comienzo yo a entraren escena. El señor Conde fue a mi casa para confiarme los asuntos de laherencia, porque no se encontraba en estado de ocuparse de ellos por símismos. Yo era, desde hacía mucho tiempo, su notario y el de su familia;así, pues, su encargo me correspondía de derecho. En seguida procedimosa levantar los sellos judiciales. No les hablaré de los detalles delinventario, aunque no deje de haber mérito en un inventario bien hecho ybien dirigido. Al inscribir en su lugar correspondiente los papeles queencerraba el secreter de monseñor, encontré un billete cuidadosamentedoblado, el cual contenía esta firma: Judit, bailarina de la Opera.¡Correspondencia entre una bailarina y un obispo!

Cuidando de la buenareputación del clero, tuve intenciones de hacerla desaparecer; pero yaArturo se había apoderado del billete, y al ver yo su turbación, creí uninstante, Dios me perdone tan mal pensamiento, que monseñor y su sobrinohabían sido rivales, ignorándolo ambos.

—¡Pobre niña!... ¡Pobre niña!—exclamó Arturo.—¡Qué nobleza, quégenerosidad, qué tesoro poseía en ella! Lea usted, señor—añadiópresentándome el billete.

Y cuando llegué a esta frase:

Si se ofende al Cielo amando con toda el alma, es un crimen del que meacuso pero del cual él no es cómplice.

—¡Es cierto!—dijo Arturo con lágrimas en los ojos:—me amaba con todosu corazón y yo no me di cuenta de ello, no pensé en corresponderle...¡Y tenía diez y seis años! ¡Y era encantadora!... No puede ustedimaginarse qué linda es... Es la mujer más bella de París.

—No lo dudo, señor Conde... pero si quiere usted que acabemos elinventario...

—Como usted guste...

Y, no obstante, continuó leyendo en voz alta los siguientes párrafos delbillete:

«Pero si el Cielo, si mi ángel bueno, si la felicidad de toda mi vidahicieran que me contestase: Sí, amo a usted... ¡Ah! está mal lo que voya decirle, y con razón me colmará usted de reproches y maldiciones; peroentonces, monseñor, no habrá poder en el mundo que me impida ser suya ysacrificárselo todo... Todo lo arrostraría, hasta la cólera de usted...Porque, en definitiva, ¿qué podría usted contra mí? ¿Hacerme morir? ¿Yqué me importaría la muerte, si había sido amada?»

—¡Y yo he desconocido... he rechazado un amor semejante!—exclamóArturo.—

Yo; yo sólo he sido culpable... pero repararé mis faltas, leconsagraré mi vida entera...

¡se lo prometo, se lo juro! ¿Quién podríahoy vituperarme por ello?... ¡Estaré orgulloso de tener una amante comoella! Sí, la amo; lo confesaré a todo el mundo, y todo el mundo meenvidiará... empezando por usted, señor notario, que no me escucha... yque tan atentamente examina esos fárragos de papeles.

Los papeles a que se refería eran el testamento de su tío, que yoacababa de encontrar; testamento en el que se le desheredaba,disponiendo de la inmensa fortuna del difunto en favor de los hospiciosy para fundaciones piadosas. Así se lo hice saber a Arturo, el cualrecibió la noticia con una indiferencia absoluta, y se puso a leer denuevo la carta de Judit.

—La verá usted—me dijo;—quiero que coma usted hoy con ella.

—Pero estos papeles... este testamento...

—¿Y qué?—replicó, sonriendo;—eso ya no me concierne. Felizmente paramí, Judit me amará sin esas riquezas... Adiós, señor; voy a verla, voy aencontrar a su lado mucho más de lo que he perdido.

Y salió con la mirada radiante de dicha y de esperanza.

—¡He aquí un joven verdaderamente singular—me dije,—a quien unaamante consuela la pérdida de una herencia!

Y terminé mi inventario.

Algunas horas después, de vuelta ya en mi casa, vi entrar a Arturo comoun loco, fuera de sí.

—¡Ya no está allí!—exclamaba,—¡ya no está! ¡La he perdido! ¡La heperdido por culpa mía!...

—¡Alguna infidelidad!...

—¿Quién se lo ha dicho a usted?—repuso vivamente, asiéndome por elcuello.

—¡Oh! no sé nada.

—Prefiero esto, porque no sobreviviría a semejante golpe. Desde mipartida, desde hace tres meses, ha abandonado la Opera y nadie tienenoticias de ella.

—¿Qué le han dicho sus compañeras?

—¡Barbaridades! Unas pretenden que ha sido robada... otra me asegurabacon la mayor tranquilidad que ella le había manifestado intención desuicidarse.

—¡No sería extraño! Desde la revolución de julio, el suicidio se hapuesto de moda.

—¡No hable usted así... perdería la razón! He corrido a su casa de lacalle de Provenza; pero se marchó de allí sin decir a dónde iba.

—¿No ha encontrado algún indicio que pueda servirle para seguir supista?

—El piso está desalquilado: nadie lo ha habitado después de ella.

—¿Y no ha encontrado usted nada?

—Sólo encontré, en el cuarto de su tía, esto papel que estaba en elsuelo, y que es una etiqueta de equipaje en la que hay escrito:

A la señora Bonnivet, en Burdeos.

Tengo entendido que ella era de ese país.

—¿Y qué?

—Que vengo a rogar a usted se encargue aquí de mis asuntos y lo arregletodo en la forma que mejor le plazca.

—¿Qué piensa usted hacer, pues?

—Seguir sus huellas, o las de su tía... buscarla... descubrir suparadero...

—¿Enfermo, como se encuentra, quiere partir mañana para Burdeos?

—¡Mañana! ¡Sería demorarme demasiado!

En efecto, salió de París aquella misma noche.

Al llegar a este punto, dio principio el cuarto acto de Los Hugonotes,y el notario interrumpió su relato.

Nos vimos obligados a esperar hasta el entreacto siguiente, a que elnarrador continuara su historia.

V

La Falcón acababa de caer desmayada, después de haber saltado Nourritpor la ventana; el cuarto acto de Los Hugonotes concluía en medio deruidosos aplausos, y el notario prosiguió su relato en esta forma:

—Arturo permaneció seis meses en Burdeos haciendo pesquisas,preguntando a todo el mundo por la señora Bonnivet, de la que nadie supodarle noticia alguna. Hasta hizo poner anuncios en los periódicos. Lapobre mujer se hubiera muerto de alegría al encontrar en ellos sunombre; pero esto no era ya posible. Por último, el propietario de unacasita, en la que ella había vivido, proporcionó al Conde los datos quehabía solicitado. La señora Bonnivet había muerto hacía ya dos meses.

—¿Y qué fue de su sobrina?

—No estaba con ella; pero la tía gozaba cierto bienestar, puesdisfrutaba de una renta vitalicia que alcanzaba a cien luises.

—¿De dónde procedía esa renta?

—No se sabe.

—¿Hablaba de su sobrina?

—Pronunciaba su nombre de vez en cuando. Pero en seguida quedabasilenciosa, como si temiese hacer traición a algún secreto.

A pesar de todas sus pesquisas y gestiones, Arturo no logró obtener undato más, y vivía desesperado. Porque desde que había perdido a Judit,desde que se consideraba separado de ella para siempre, su afecto haciala linda joven se había convertido en amor, en una verdadera pasión.Esto era entonces el solo pensamiento, la única ocupación de su vida.Recordaba con amargura los breves instantes que había pasado junto aella; creía verla ante sus ojos, llena de encantos y de cariño haciaél... ¡Y este bien, que le había pertenecido, habíalo él despreciado! Noconoció el valor que tenía hasta que lo perdió para siempre. Recorríasin cesar todos los lugares en que la había visto. No abandonaba unmomento la Opera.

Quiso habitar el cuarto de la calle de Provenza; pero con gransentimiento supo que había sido alquilado, durante su ausencia, por unseñor extranjero que no lo ocupaba.

Intentó volver a verlo, al menos, yel portero no tenía las llaves; las puertas y las persianas de lahabitación estaban constantemente cerradas.

Se explicarán ustedes perfectamente que, consagrado por completo a suamor y a sus penas, Arturo apenas se cuidaba de sus asuntos; pero yo meinteresaba por él y observaba con pesar que tomaban un sesgo enojoso.Desheredado por su tío, no contaba con más fortuna que la de su madre,que ascendía, próximamente, a unas quince mil libras de renta; y de estohabía consumido más de la mitad, primero en las locuras que había hechopor Judit, y más tarde en los gastos que se le habían originado paradescubrir su paradero, porque nada escaseaba. Apenas obtenía el indiciomás insignificante, enviaba agentes en todas direcciones y derramaba eloro a manos llenas... pero siempre sin resultado. En consecuencia,decíame constantemente:

—¡Ya no existe! ¡Ha muerto, por desgracia!

Cuando me visitaba para tratar de sus negocios, él sólo hablaba de ella;y yo, de la necesidad de vender y liquidar. No sin trabajo le pudedecidir a hacerlo; le era muy sensible deshacerse de los bienes de sumadre, pero se imponía aquella venta. Debía cerca de doscientos milfrancos, y los intereses de esta deuda hubieran absorbido bien pronto elresto de su fortuna. Fijáronse, pues, los edictos, se publicaronanuncios en los periódicos, y la víspera del día en que debía efectuarsela subasta en mi estudio, recibí de uno de mis colegas, una comunicaciónque me produjo tanto regocijo como sorpresa. La suerte se había cansado,seguramente, de perseguir al pobre Arturo. Un señor de Courval, hombrede reconocida honradez, se confesaba deudor de su madre por unaconsiderable suma, y deseaba devolverla. El capital y los interesesascendían a cien mil escudos; la deuda estaba justificada, y mi colegaguardábame el dinero en buenos billetes de Banco. No era posible dudarde semejante dicha. Corrí a anunciársela a Arturo, el cual recibió lanoticia con una displicencia incomprensible.

Cuando no se le hablaba deJudit, todo le era indiferente.

Por mi parte, me apresuré a liquidar sus deudas y a desempeñar susbienes, y, desde entonces, todo marchó admirablemente, hasta que tuvolugar un caso de difícil explicación.

Arturo se encontró un día con el señor de Courval, el que tannotablemente se había portado con nosotros. Vivía de ordinario enprovincias, y se encontraba por casualidad en París. El Conde leestrechó la mano, dándole gracias por su honrado proceder, precisamenteen el momento en que aquél se disculpaba, confesándose en extremoapurado, para cumplir los compromisos que tenía pendientes.

—¡Cómo es eso, si el mes pasado me ha pagado usted cien milescudos!—repuso el Conde.

—¿Yo?

—Evidentemente; ya no tengo ningún pagaré de usted, pues todos han sidosatisfechos, y nada me debe.

—Eso es imposible.

—Vea usted a mi notario y él se lo probará.

El deudor, que ya no lo era, fue a verme, en efecto, y no podía salir desu asombro.

—Es una gran suerte para usted—le dije.

—Y más todavía para el señor Conde—repuso él con aire triste ydisgustado;—

porque yo ya había tomado mi partido... Como no podíapagar, habíame echado la cuenta de que nada debía; y esa extrañacircunstancia no me hace ser más rico... ¡Pero él... ya es diferente!...¡puede alabarse de ser mimado por la fortuna!...

—¿Pero, de veras no sabe usted de dónde procede esa devolución?

—Ni siquiera lo presumo; pero si pudiera pagar de igual modo todas misdeudas...

—¿Debe usted algo más?

—Casi el doble de lo que he pagado, o, mejor dicho, de lo que hanpagado por mí. Y

si, quienquiera que haya sido, se presentara nuevamentepara continuar la liquidación, le ruego que me avise.

—Lo haré con mucho gusto.

Nuestra sorpresa creció de punto, y Arturo se desesperaba por no poderdar con la clave del enigma. Fui a casa de mi colega, un hombre honrado,muy instruido, que no sabía más que yo... en aquel asunto, seentiende... Le habían remitido los fondos, encargándole que recogiese yanulase los pagarés. Me confió la carta que recibió al efecto, y se lallevé a Arturo. Este la examinó atentamente y nada sacó en limpio.

Dichacarta estaba fechada en el Havre, donde residía el señor de Courval; laletra, que no era suya, la desconocíamos por completo... pero Arturolanzó de pronto un grito de sorpresa, y se puso pálido como un muerto,al fijarse en el sello medio roto: era el de Judit.

En la época en que pasaba por su amante, él le había regalado una piedraantigua de gran valor, que tenía grabado un fénix. Lejos de encontrar enaquel regalo una alusión o una alabanza, Judit lo consideró siempre comoun emblema de tristeza y había hecho grabar a su alrededor estaspalabras: ¡Siempre solo! No se desprendía de este sello ni por un solomomento; aquella divisa, insignificante para otra cualquiera y para ellatan expresiva, no podía pertenecer más que a ella misma.

—¡De Judit procede esta carta!—exclamó Arturo.

Y la dejó escapar de sus temblorosas manos.

—Pues bien, eso implica la seguridad de que existe aún y piensa enusted... Debe, pues, estar satisfecho.

Pero, por el contrario, estaba furioso. Hubiera preferido saber quehabía muerto.

Porque, ¿a qué ocultarse? decía. ¿Por qué, puesto que sabedónde vivo, teme venir a verme? ¿Es, acaso, que se ha hecho indigna depresentarse ante mí? ¿No me ama ya?

¿Me ha olvidado quizás?

—Esta carta—le dije,—prueba lo contrario.

—¿Y con qué derecho—repuso Arturo fuera de sí,—trata de imponerme susbeneficios? ¿De dónde proceden esas riquezas? ¿Quién la ha autorizadopara ofrecérmelas, y desde cuándo me considera capaz de aceptarlas? Nolas quiero, devuélvalas usted.

—Lo haría de buena gana. Pero, ¿a quién y cómo?

—Poco me importa... No las quiero.

—¿Y cómo puede ser eso, si con ellas se han pagado las deudas de ustedy se han liberado sus propiedades?

—Venderá usted lo que sea preciso para realizar los cien mil escudosrecibidos, a los que nunca tocaré, y quedarán depositados en su casahasta que puedan devolverse.

—Tenga usted en cuenta el estado a que se verá entonces reducida sufortuna.

—No me importa. Por más infiel que sea Judit, no me arrepiento dehaberme arruinado por ella... Pero ser por ella enriquecido es demasiadahumillación para mí.

Y, a pesar de todos mis esfuerzos, de todas mis observaciones, no me fueposible disuadirle de su propósito; enajenáronse los bienes, y muy bienpor cierto, gracias al aumento progresivo de la propiedad; fuerondepositados en mi estudio los primeros trescientos mil francos, y aunquedó a mi amigo con que comprar seis mil libras de renta en papel delEstado; a esto quedó reducida su fortuna. Atenido a ella vivió dos años,esforzándose por desechar el recuerdo que le perseguía incesantemente.Sombrío y melancólico, esquivando los placeres y las distracciones detodo género, había llegado a hacerse incapaz para el trabajo o elestudio; en cuanto a mí, lamentábame interiormente del dominio queejercía una pasión tan cruel en un hombre de tan excelentes condiciones.Iba a verme casi diariamente, con objeto de olvidar a Judit, y sin cesarme hablaba de ella.

Asegurábame que no la amaba ya, que la despreciaba, que se iría al findel mundo antes que volver a verla; y a pesar suyo, dirigíase casisiempre a los lugares que le hablaban de ella y que le traían a lamemoria su recuerdo.

Un día, o mejor dicho, una noche, fue a un baile de máscaras a esta salade la Opera, en la que jamás entraba sin que le latiera el corazón, comosi quisiera reventársele en el pecho. Solo, a pesar del gentío... Siempre solo... (porque él, entonces, había adoptado, a su vez, ladivisa de Judit), paseábase silencioso en medio del bullicio...

enaquel teatro... en aquel lugar donde tantas veces le había vistoaparecer... Luego, internándose por los corredores, se dirigió,lentamente a aquel palco segundo que en tiempos más dichosos ocupabacasi todas las noches, y desde el cual le hacía la seña que teníanconcertada para avisarla cuando podían celebrar sus inocentesentrevistas.

La puerta del palco estaba abierta, y en él, envuelta en un elegantedominó, veíase a una mujer; estaba sola, y parecía abismada en profundasreflexiones. Al ver a Arturo, la dama se estremeció e hizo un movimientocomo para levantarse y salir; pero, sin poder apenas sostenerse, seapoyó en el antepecho del palco y cayó de nuevo sobre su asiento. Estaturbación hizo que Arturo se f