Bocetos Californianos by Francisco Bret Harte - HTML preview

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—¡Pero mamá, si es John! ¿No le conoces? Es el chino que teníamos enFiddletown.

Los ojos hirientes de Ah-Fe brillaron por un instante con eléctricaconmoción. La niña palmoteó y le agarró por el vestido.

El chinoexclamó:

—Yo, John, Ah-Fe, todo es uno. Yo conocer a ti. ¿Qué tal va?

La señora de Galba dejó caer con espanto la ropa y mirole fijamente.

Como no sentía para él el cariño que avivaba la percepción de Carolina,no podía distinguirlo aún de sus congéneres. En un momento recordó lapasada pena, y con vaga sospecha de un peligro inminente, le preguntócuándo se había marchado de la casa de su amo.

—¡Oh, mucho tiempo! Yo no gustar Fiddletown. No gustar Tlevelick.Gustar San Flisco. Gustar lavar. Gustar Carolina.

Agradó a la señora de Galba el laconismo de Ah-Fe, así es que no sedetuvo a reflexionar la influencia que tenía en su buena intención ysinceridad el imperfecto conocimiento del idioma de Shakespeare. Perodijo:

—Ruégole no diga a nadie que me ha visto.

Y sacó su limosnero.

El chino, sin mirarlo, vio que estaba casi vacío; sin escudriñar elaposento, observó que estaba pobremente amueblado, y sin apartar suvista del techo, notó que la señora y Carolina vestían con la mayorpobreza. No obstante, debo confesar que los largos dedos de Ah-Feapretaron de firme el medio peso que aquélla le alargó.

Empezó luego a registrar los pliegues de su blusa entre extrañascontorsiones y muecas. Después de algunos momentos, sacó de Dios sabedónde un delantal de niña, que colocó sobre el cesto, diciendo:

—Olvidar una pieza lavadero.

Y comenzó de nuevo su registro. Por último, el éxito coronó al parecersus esfuerzos; sacó de su oreja derecha un pedazo de papel

de

sedapacientemente

arrollado.

Desdoblándolo

cuidadosamente, descubrió por findos monedas de oro de a veinte dóllars, que alargó a la señora de Galba.

—Deja usted dinero encima bluló[14] Fiddletown, yo encontrar monedas.Yo traer a usted en seguida.

—¡Pero yo no dejé dinero alguno encima del boureau, John!—dijo laobsequiada con sincero asombro. Debe haber equivocación. Serán de otrapersona. Llévatelo, John.

Ah-Fe se turbó por unos instantes. Apartó la mano de la señora de Galbaque le tendía el dinero y procedió rápidamente a recoger sus trastos.

—No, no, yo no devolver. No. Luego prenderme un policeman[15]. Yo sé:Dios maldiga ladrón, tomar cuarenta pesos, a la cárcel. Yo no devolver.Usted dejar dinero arriba bluló Fiddletown. Yo traer dinero. Yo nollevar dinero otra vez.

Dudaba Lady Clara de que en su precipitada huida hubiese dejado eldinero como él decía; pero, de cualquier manera que fuese, no tenía elderecho de poner en peligro la seguridad de este honrado chino,rehusándolo; así es que exclamó:

—Está bien, John. Me quedaré con él; pero has de volver a verme.

Lady Clara titubeó. Por vez primera se le ocurrió que un hombrepudiera desear ver a otra que no fuera ella.

—¡A mí, y... a Carolina!

El rostro de Ah-Fe se iluminó. Incluso profirió una corta risa deventrílocuo, sin mover un sólo músculo facial. Luego, echándose la cestaal hombro, cerró cuidadosamente la puerta y se deslizó tranquilamentepor la escalera. Sin embargo, a la salida, tropezó con una dificultadinesperada al abrir la puerta, y después de forcejear un momento en lacerradura inútilmente, miró en torno suyo como esperando quien le sacaradel apuro.

Pero la camarera irlandesa que le había facilitado laentrada, no se dignó presentarse. Pasó entonces un incidente misteriosoy sensible, que relataré sencillamente sin esforzarme en darle unaexplicación. Sobre la mesa de la entrada había un pañuelo de seda,propiedad sin duda de la criada a quien acabo de referirme.

MientrasAh-Fe tentaba el cerrojo con una mano, descansaba ligeramente la que lequedaba libre en la mesa. De pronto, y al parecer por impulsoespontáneo, el pañuelo comenzó a deslizarse poco a poco hacia la manodel chino. Desde la mano de Ah-Fe, siguió hacia dentro de su manga,lentamente y con un movimiento

pausado,

como

el

de

la

serpiente,

y

luegodesapareció en alguno de los repliegues de su vestidura.

Sin manifestarel menor interés por este fenómeno, Ah-Fe repetía aún sus tentativassobre el cerrojo. Poco después, el tapete de damasco encarnado, movidoacaso por igual impulso misterioso, se recogió lentamente bajo losdedos de Ah-Fe y desapareció ondulando con suavidad por el mismoescondido camino. ¿Qué otros misterios podrían haber seguido? Esto nosería fácil averiguarlo, pues en aquel momento descubrió Ah-Fe elsecreto del cerrojo y pudo abrir la puerta, coincidiendo esto con elruido de pasos que se oía en la escalera. El chino no apresuró susalida, sino que cargando pausadamente con el cesto, cerró con todocuidado la puerta tras de sí, y penetró en la espesa niebla que secernía impenetrable por la calle.

Reclinada en la ventana, contempló Lady Clara la figura de Ah-Fe hastaque desapareció en la espesa bruma. En su triste situación sintió por élvivo reconocimiento, y acaso Lady Clara, como siempre, poética ysensible, atribuyó a profundas emociones y a la conciencia satisfecha deuna buena acción, el ahuecamiento del pecho del chino que en realidadera debido a la presencia del pañuelo y del tapete debajo de suvestimenta.

Después, y a medida que con la noche, la neblina gris sehacía más densa, la señora de Galba estrechaba a Carolina contra supecho. Dejando la charla de la criatura, siguió entre sentimentalesrecuerdos y egoístas consideraciones a la vez amargas y peligrosas. Larepentina aparición de Ah-Fe la había unido de nuevo con su pasada vidade Fiddletown; la senda recorrida desde aquellos días era por demástriste y sembrada de abrojos; llena de dificultades y de espinas einvencibles obstáculos. Nada de extraño fue, pues, que por fin Carolinacesara repentinamente a la mitad de sus infantiles confidencias, paraechar sus bracitos en torno del cuello de la pobre mujer, y suplicándolaque no llorase pues se ponía triste.

Líbreme el cielo de emplear una pluma, que debe dedicarse siempre a laexposición de principios morales inalterables, en transcribir lasespeciosas teorías de Lady Clara sobre esta época y su conducta quedefendía con sofísticas apologías, ilógicas deducciones, tiernas excusasy débiles paliativos. A la verdad, las circunstancias fueron muycrueles, agotándose prontamente su escaso caudal. En Sacramento tuvoocasión de experimentar que los versos, aunque elevan a las emocionesmás sublimes del corazón humano, y merecen la mayor consideración de uneditor en las páginas de un periódico, son insuficiente recurso para losgastos de una familia, aunque ésta no constase más que de una señora yde una niña de corta edad. Recurrió luego al teatro, pero fracasócompletamente. Tal vez su concepto de las pasiones fuese diferente delque profesaba el auditorio de Sacramento, pero lo cierto es que su bellapresencia, encantadora y de tanto efecto a corta distancia, no era parala luz de las candilejas bastante acentuada. Admiradores en su gabinete,no le faltaron; pero no despertó en el público afecto duradero.Entonces, recordó que tenía voz de contralto, de no mucha extensión ypoco cultivada, pero sumamente dulce y melodiosa. Por fin, logró unaplaza en un coro de capilla, sosteniéndola durante tres meses, muy en suprovecho pecuniario, y según se decía, a satisfacción de los caballerosde los últimos bancos que volvían la cara hacia ella durante el cantodel último rezo.

La tengo perfectamente grabada en la memoria. Un rayo de sol quedescendía desde la ventana del coro de San Dives, solía acariciardulcemente las tupidas masas de cabello castaño de su hermosa cabeza ylos negros arcos de sus cejas, y oscurecía la sombra de las sedosaspestañas sus ojos de azabache. Daba gusto observar el abrir y cerrar deaquella boquita finamente perfilada, mostrando rápidamente una sarta deperlas en sus blancos dientecitos, y ver cómo sonrojaba la sangre sumejilla de raso: porque la señora de Galba era por demás sensible a laadmiración que causaba y a semejanza de la mayor parte de las mujereshermosas, se recogía bajo las miradas lo mismo que un caballo de carrerabajo la espuela del jinete.

No tardaron mucho en venir los disgustos. Me informó de todo una soprano(mujercita algo más que despreocupada en las cuestiones de su sexo).Anunciome que la conducta de la señora de Galba era poco menos quevergonzosa; que su vanidad era inaguantable; que si consideraba a losdemás del coro como esclavos, ella, la soprano, quería que lo dijeseclaramente; que su conducta con el bajo el domingo de Pascua habíaatraído la atención de todos los fieles, y que ella misma había vistocómo el reverendo Cope la miraba dos veces durante el oficio; que susamigos (los de la soprano), se habían opuesto a que cantara en el corocon una mujer que había pisado las tablas, pero que esto, para ella,todavía podía pasar. No obstante, sabía de buena tinta que la señora deGalba se había fugado de su marido, y que la niña de cabello rojo quealgunas veces llevaba al coro, no le pertenecía. El tenor le confió undía, detrás del órgano, que la contralto poseía un medio para sostenerla nota final de cada frase, al objeto de que su voz quedara por mástiempo en el oído del auditorio, acto indigno que sólo podía atribuir aun carácter vicioso e inmoral; que el tenor, dependiente muy conocido deuna quincallería en los días laborables, y que cantaba los domingos, noestaba dispuesto a soportarla por más tiempo. Y

sólo el bajo, un alemánpequeño, de pesada voz que debía avergonzarlo, defendía a la contralto yse atrevió a decir que tenían celos de ella, por poseer un buen palmito.

La tempestad se enconó y por fin se solventaron estas diferencias en unaquerella descarada, en la que Lady Clara hizo uso de su lengua, contal precisión de argumentos y de epítetos, que la soprano estalló en unataque histérico, y su marido y el tenor tuvieron que sacarla en brazosdel coro: todo lo cual llegó a conocimiento de los parroquianos por lasupresión del solo acostumbrado de la soprano. Lady Clara volvió acasa sonrojada por el triunfo, pero al llegar a su habitación no semostró propicia a los halagos de Carolina, diciendo que desde entonceseran mendigas; que ella, su madre, acababa de quitarle su último bocadode pan, y terminó rompiendo en un llanto inconsolable.

Las lágrimas noacudían a sus ojos tan fácilmente como en los pasados y poéticos días,pero cuando las vertía era con el corazón lacerado. Volvió en sí alanuncio de la visita de un vestryman, del comité de música. Entoncesenjugó sus largas pestañas, atose al cuello una cinta nueva, y bajó alsalón.

Permaneció allí dos horas; eso pudiera ocasionar habladurías a noestar el buen hombre casado y con hijos de alguna edad. Al volver LadyClara a su cuarto, tarareaba mirándose al espejo y riñó a Carolina. Poraquella vez habían salvado su colocación en el coro de la capilla.

Sin embargo, no fue por mucho espacio. Con el tiempo, las fuerzas delenemigo recibieron un poderoso auxilio en la persona de la esposa del committee-man. Esta señora visitó a varios de los feligreses y a lafamilia del doctor Cope, lo cual dio por resultado que una juntaposterior del comité musical decidiese que la voz de la contralto no eraadecuada a la capacidad del edificio y fue invitada a presentar sudimisión, lo cual no tardó en hacer. Ocho semanas hacía que estaba sincolocación y sus escasos medios se encontraban casi agotados, cuandoAh-Fe derramó en sus manos el subsidio inesperado.

III

La plúmbea niebla se hizo más intensa con la noche, y los farolesentraron temblando a la vida, mientras la señora de Galba, absorta endolorosos recuerdos, permanecía aún asomada a su ventana tristemente. Nisiquiera se dio cuenta de que Carolina se había escurrido de la sala, yde su bullicioso regreso, llevando en la mano el periódico de la noche,húmedo aún. Con la presencia de la niña volvió Lady Clara en sí y alos apuros del presente. En su triste situación solía la pobre mujerexaminar minuciosamente los anuncios, con la efímera esperanza deencontrar entre ellos proposiciones para un empleo (no sabía cuál), quepudiera proveer a sus necesidades, y Carolina se había fijado en esto.

La señora de Galba cerró maquinalmente los postigos, encendió las lucesy desdobló el diario.

Instintivamente, su vista se posó en el siguiente párrafo de la seccióntelegráfica:

Fiddletown, 7.—Don Juan Galba, persona»muy conocida en estelugar, murió anoche de delirium tremens. Don Juan se entregaba adesarregladas costumbres, ocasionadas, según se dice, por disgustosde orden familiar.»

Lady Clara no se inmutó. Volvió tranquilamente la página y miró desoslayo a Carolina, que estaba absorta en la lectura de un cuaderno conláminas. Lady Clara no dijo una palabra, y durante el resto de lanoche permaneció absorta, contra su costumbre, y sumamente silenciosa ymeditabunda.

Por fin, ya en la madrugada, dirigiéndose donde dormía Carolina cayó derepente de rodillas junto a la cama, y tomando entre las manos la tiernacabeza de la niña, le preguntó:

—Dime. ¿Te gustaría tener otro papá?

—No—dijo después de meditar un momento la interpelada.

—Quiero decir un papá que ayudase a mamá y te cuidara con amor, que tediese bonitos vestidos y que, por fin, cuando fueses mayor, hiciese deti una señora.

Carolina volvió hacia ella sus ojos somnolientos.

—¿Y a ti, te gustaría, mamá?

Lady Clara se sonrojó hasta las orejas.

—Duerme—dijo bruscamente.

Y volviose.

Pero al cabo de poco rato la niña sintió dos tiernos brazos que laestrechaban contra un pecho palpitante y conmovido por los sollozosdesgarradores.

—¡No llores, mamá!—murmuró Carolina, recordando como en sueños laconversación pasada.—No quiero que llores. Creo que me gustaría unnuevo papá si te quisiera mucho... mucho... y me quisiera mucho a mí.

Un mes más tarde, se casó la señora de Galba, con sorpresa general. Elafortunado novio era un tal Roberto, coronel elegido recientemente pararepresentar el condado de Calaveras en el consejo

legislativo.

En laimposibilidad de

relatar el

acontecimiento en lenguaje más escogido queel de corresponsal del Globo de Sacramento, citaré algunas de susfrases más graciosas:

«Las implacables flechas del pícaro Cupido se ensañan estos días ennuestros galantes salones: hay una nueva víctima.

»Se trata del honorable A. Roberto de Calaveras, cautivo hoy de unabellísima hada, viuda, un tiempo sacerdotisa de Thespis, y hastahace poco, émula de Santa Cecilia, en una de las iglesias más a lamoda de San Francisco, donde disfrutaba de un sueldo regular.»

El Noticiero de Dutch Flat comentó el suceso con su poca aprensióncaracterística:

«El nuevo leader de los demócratas de Calaveras, acaba de llegara la legislatura con un flamante proyecto. Se trata de laconversión del nombre Galba en el de Ponce, apellido del coronelRoberto. Creemos que llaman a eso una fe de casamiento. No hatranscurrido un mes desde que murió el señor Galba, pero es desuponer que el intrépido coronel no tiene miedo a los duendes dealcoba.»

Sin embargo, decir que la victoria del coronel fue fácilmente obtenida,sería no hacer justicia a Lady Clara.

A la timidez propia del sexo femenino, añadíase el obstáculo de unrival, acomodado empresario de pompas fúnebres, de Sacramento, a quiendebió cautivar la señora de Galba, en el teatro o en la iglesia, ya quelos hábitos profesionales del galán lo excluían del ordinario tratosocial y de todo otro que no fuese religioso o de ceremonial. Como estecaballero poseía una bonita fortuna adquirida en la propicia ocasión deuna larga y terrible epidemia, el coronel lo tenía por rival algotemible. Pero, por fortuna, el empresario de pompas fúnebres hubo deejercer su profesión en la persona de un senador, colega del coronel, aquien la pistola de éste mató en un lance de honor, y sea que temiese larivalidad por consideraciones físicas, o bien que calculase conprudencia que el coronel podía procurarle clientes, ello fue que seretiró, dejando expedito el campo.

La luna de miel fue corta, y terminó con un incidente inesperado.Durante el viaje de bodas, confiaron a una hermana del coronel Robertoel cuidado de la niña. Al regresar a la ciudad, la señora de Poncedeterminó inmediatamente visitar a la guardadora, para traerse la niñaa casa nuevamente.

Pero su marido, desde hacía algún tiempo daba muestras de inquietud quese esforzaba en vencer por medio del uso repetido de bebidas fuertes. Alfin se decidió, abrochose estrechamente la levita, y después de pasearel cuarto una o dos veces con paso inseguro, detúvose de repente ante suesposa con aire de autoridad.

—Hasta el último momento—dijo el coronel con labio balbuciente yafectada majestad que aumentaba su miedo interior—he diferido, esdecir, he suspendido la revelación de un hecho que creo comunicándotelocumplir con mi deber. Todo con objeto de no nublar el sol de nuestramutua felicidad... para no marchitar nuestras tiernas promesas en flor,ni oscurecer el cielo conyugal con una explicación desagradable, perodebo hacerlo... ¡vive Dios!... Señora... debo hacerlo hoy. ¡La niña noestá ya aquí!

—¡Cómo!—exclamó la señora de Ponce con sorpresa.

Algo había en el tono de su voz, en el repentino estrabismo de suspupilas, que en un momento disipó los vapores alcohólicos en la cabezadel coronel y encogió su gallarda figura.

Me explicaré en cuatro palabras—dijo moviendo la mano en ademánconciliador,—me explicaré. El... el... el... melancólico suceso queprecipitó nuestra felicidad, la misteriosa Providencia que te libertó,libertó también a la niña. ¿Comprendes? Libertó a la niña. En el momentode morir Galba, el parentesco que por él te unía desapareció también. Lacosa es clara como la luz. ¿De quién es la niña? ¿De Galba? Este hamuerto y la niña no puede pertenecer a un muerto. Es una solemnetontería pretender que pertenece a un muerto. ¿Es hija suya? ¿No? ¿Dequién, pues? La niña pertenece a su madre. ¿No es eso?

—¿Dónde está?—dijo la señora de Ponce con voz concentrada y pálidorostro.

—Todo lo explicaré. La niña pertenece a su madre. De eso no cabe dudaalguna. Soy abogado, legislador y ciudadano de la Unión. Mi deber comoabogado, legislador y ciudadano de la Unión, es restituir la niña a suafligida madre... cueste lo que costare.

—Pero, ¿dónde está?—repitió la señora de Ponce, fija todavía la vistaen el semblante del coronel.

—Pues, en camino para reunirse con su madre; partió ayer en el vapor,con rumbo al Este y transportada por favorables vientos hacia aquéllaque, sin duda, la espera con los brazos abiertos.

La señora de Ponce permaneció inmóvil. El coronel sintió que su pecho seencogía poco a poco, pero apoyose contra una silla, y se esforzó enostentar una galantería caballeresca unida a la severidad del togado.

—Señora, honran sobre manera a su sexo, pero es preciso tambiénconsiderar los sentimientos, la situación de una madre, y, al propiotiempo, mi misma situación.

El coronel hizo aquí una pausa y, sacando un pañuelo blanco, lo pasódescuidadamente sobre su pecho y luego se sonrió cínicamente a través desus bordados pliegues.

Luego añadió:

—¿Por qué una leve sombra ha de nublar la armonía de dos almas quemueve un solo pensamiento? ¡Ciertamente, la niña es hermosa, es buena,pero, al fin y al cabo, es hija de otro! Fuese la niña, Clara, pero notodo se fue con ella. ¡Clara, considera, querida, que siempre me tendrása mí a tu lado!

Clara se levantó con energía.

—¡Usted!—gritó con una nota de pecho que hizo vibrar loscristales.—¡Usted, con quien me casé para que mi querida niña nomuriese de hambre! ¡Usted, perro al que llamé a mi lado para alejar demí a los hombres! ¡Usted!...

No pudo continuar. Precipitose en el cuarto vecino, que ocupabaCarolina; luego pasó rápidamente a su propio dormitorio, y apareció derepente ante él, erguida, amenazadora, con un fuego abrasador en lospómulos, fruncidas las cejas y contraída su garganta. Pareciole alcoronel que su cabeza se achataba y se deprimía su boca como la de unofidio.

—¡Roberto!—dijo con voz ronca y enérgica.—¡Oiga, coronel!

Si deseaalguna vez fijar su vista en mí, tráigame antes a la niña.

Si alguna vezquiere hablarme o acercarse, tiene que devolvérmela. Donde ella esté,estaré yo, ¿oye? ¡Allá donde ella ha ido, me encontrará a mí!

Y otra vez pasó por delante de él furiosa, echando hacia fuera losbrazos desde los codos abajo, como si se librase así de vínculosimaginarios, y, penetrando en su cuarto, cerró la puerta y dio vuelta ala llave con violencia.

El coronel Roberto, aunque no era cobarde, sentía para una mujer enojadaun miedo supersticioso; retrocedió para dejarle libre el paso y fue arodar impotente por el canapé. Allí, después de uno o dos esfuerzosinfructuosos para ponerse en pie, permaneció inmóvil, profiriendo de vezen cuando blasfemias mezcladas con protestas incoherentes, hasta que,por fin, sucumbió al cansancio de la emoción y al narcotismo del alcoholingerido.

Mientras tanto, la señora de Ponce recogía excitada sus joyas y hacía sumaleta, como ya otra vez la había hecho en el transcurso de suaccidentada existencia. Quizá un recuerdo de aquella escena vagaba porsu mente, pues repetidas veces se detuvo para apoyar las encendidasmejillas en su mano, como si otra vez debiese aparecer la figura de laniña, de pie en el umbral y repitiendo con voz angelical la consabidapregunta de:—¿es mamá?—Mas este nombre le atormentaba ahoracruelmente.

Apartolo de su imaginación con un rápido y apasionado gestoy enjugó una lágrima que rodaba por sus mejillas.

Después quiso la casualidad que, removiendo sus ropas, diese con unazapatilla de la niña, con una de las cintas estropeada. Un agudo gritosalió de su pecho, el primero que había proferido aquel día, y laestrechó contra sí, besándola apasionadamente una y otra vez; meciolacon ese movimiento maternal propio de la mujer, y después la llevó hastala ventana, para verla mejor a través de las lágrimas que nublaban suspupilas. De repente sufrió un fuerte ataque de tos que intentó ahogarllevando el pañuelo a sus labios rojos como la grana. Y luego sintió quedesfallecía; pareciole que la ventana huía delante de ella, que el suelose hundía bajo sus pies, y tambaleándose llegó a la cama, cayó bocaabajo sobre ella, estrechando convulsivamente contra su pecho el pañueloy la zapatilla. Su rostro estaba horriblemente pálido, las órbitas desus ojos se oscurecían, y en sus labios primero, luego en su pañuelo ypor fin sobre el blanco cubrecama aparecieron unas gotas de sangre.

Levantose el viento con fuerza, sacudió las celosías y agitó las blancascortinas de un modo fantástico; luego, una niebla gris se deslizósuavemente por encima de los tejados, acariciando las paredes barridaspor el viento y envolviéndolo todo en luz incierta e imponentequietud...

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. . . . . . . . . . .

Clara yacía inmóvil; a pesar de todas sus desdichas, era una bellísimadesposada, pero al otro lado de la puerta cerrada con cerrojo, elcoronel roncaba con violencia en su lecho improvisado.

IV

El pequeño pueblo de Génova, en el Estado de Nueva York, ponía demanifiesto la semana anterior a la Navidad del año 1870, aún más que decostumbre, la amarga ironía del nombre que le dieron sus fundadores. Unacopiosa nevada blanqueaba matorrales, plantas, paredes y palos detelégrafo; ponía estrecho cerco a la dulce capital italiana,arremolinábase alrededor de las enormes columnas dóricas de madera en lacasa de correos y en el hotel, suspendíase de las persianas verdes delas mejores casas y empolvaba las siluetas angulosas, rígidas y oscurasde sus vías.

Las naves de las cuatro principales iglesias de la ciudad,se alzaban abruptas rompiendo la línea de las casas, y escondían en elbajo torbellino sus deformes torres. Cerca de la estación, la nuevacapilla metodista, semejante a una enorme locomotora, precedida, amanera de salvavidas, de su piramidal escalinata, parecía esperar quealgunas casas se le agregaran para irse a un lugar más placentero. Y elorgullo de Génova, el gran Instituto Crammer, para señoritas, dominabala avenida principal con su extraña fachada de ladrillo y su alta ymajestuosa cúpula. Desde cualquier punto de la ciudad, se divisabafácilmente el Instituto Crammer; así es que, bajo este punto de vista,no desmentía su carácter de establecimiento público en el que no faltabanunca un visitante en su escalera y una cara bonita asomada a susventanas.

El silbido de la locomotora del expreso septentrional de las cuatro,atrajo a la estación a muy poca de su habitual y desocupadaconcurrencia. Sólo un pasajero bajó y se dirigió en el solitario trineohacia el Hotel de Génova. En seguida el tren huyó indiferente como todoslos trenes expresos, por la curiosidad humana; volvió el vacío furgón deequipajes a su cochera y el jefe de la estación cerró la puerta conllave y se fue a retiro.

El chillido de la locomotora despertó la culpable conciencia de tresseñoritas del Instituto Crammer que en aquel momento se regalaban en unacalle vecina, en la dulcería de doña Brígida, comiendo pasteles. Lasreglas del Instituto dejaban amplio desarrollo a la naturaleza física ymoral de sus alumnas; en público se conformaban con sus excelentesreglas de dieta, pero privadamente se permitían extrarreglamentariosfestines con las golosinas de su abastecedor particular del pueblo;asistían a la iglesia con formalidad ejemplar, pero coqueteaban duranteel oficio divino con la dorada juventud del pueblo; en las clasesrecibían severa y moral instrucción y durante el asueto devoraban lasnovelas más edificantes. El fruto de esta doble enseñanza era unaagrupación de jóvenes robustas, alegres y encantadoras que daban alInstituto infinito crédito. Doña Brígida, a pesar de que le debíanimportantes sumas, alababa el buen humor y belleza juvenil de susparroquianas y declaraba que la vista de estas señoritas la rejuvenecía,pero se sospechaba de ella que favoreciese sin escrúpulos lasclandestinas incursiones que aquellas hacían.

—¡Amigas! las cuatro; si no estamos de vuelta para las oraciones,daremos que hablar—dijo levantándose la más alta de estas vírgeneslocas, muchacha de nariz aguileña y maneras resueltas que revelaban a lainteligente directora del cotarro.

—¿Tienes los libros, Adelaida?

Adelaida enseñó debajo de su impermeabl