Belarmino y Apolonio by Ramón Pérez de Ayala - HTML preview

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Belarmino aprisionó en la despensa de la memoria las dos palabras:epicúreo y estoico, a fin de transmutarlas más tarde por la alquimia dela especulación y hallarles su verdadero sentido.

Un día se presentó en el cuchitril de Belarmino Froilán Escobar, aliasel Estudiantón y también Aligator, a que le pusiese palas y mediassuelas a un par de botas, que para llegar a ser un verdadero par debotas no necesitaban, además de las palas y de las medias suelas, sinorefuerzo en el contrafuerte, unos trozos de la caña y unos cuantosbotones. Justamente, la única afición de Belarmino al arte zapaterilconsistía en restaurar calzado viejo, cuanto más viejo mejor, y con unosmiserables despojos crear un par flamante. Era una afición pareja a suvocación filosófica. Y así, acogió aquellas valetudinarias botas delEstudiantón o Aligator con marcada reverencia y afectuosidad.

Los apodos son, cuándo biografía sucinta, cuándo retrato en miniatura.Los dos apodos de Froilán Escobar le historiaban y le retrataban.Llevaba ya veinte años de estudiante en la Universidad, y no porquefuese inepto para aprobar los cursos, pues era de notable despejonatural. Decía: «El hombre que quiere conocer la vida es estudiantehasta que se muere. Nada hay tan repugnante como la ciencia que seadquiere para obtener un título académico y ganarse un sueldo con él. Nohay más ciencia que la ciencia desinteresada, la ciencia por la ciencia,el amor al saber, el saber que nunca se sabe bastante para cobrar dineropor enseñar lo poco que se sabe.» Y otra porción de máximas al mismotenor. Como no quería comprar ciencia, no se matriculaba, y asistía porlibre a las clases de diversas Facultades. De aquí que le apodasen elEstudiantón.

Vivía con extremada pobreza y vestía desastradamente; unsombrerete, con dos dedos de enjundia; un gabancillo de color café conleche, que había estrenado al venir a la Universidad y que llevaba conel cuello subido, por disimular la ausencia de camisa; pantalones conflecos, y botas como las consabidas. Se asemejaba a los muertos por elcolor, como aconsejó el oráculo a Zenón, el filósofo, lo cual, bienentendido, quiere decir que de tanto estudiar en los libros había tomadola palidez de ellos. Era capaz de permanecer en un quietismo casisobrehumano. Durante las horas de clase conservaba a veces la mismapostura reservada y atenta, sin mover un músculo, sin pestañear,empañados los ojos por una telilla opaca al modo del segundo párpado delos lagartos. Y de aquí que le apodasen Aligator. Otras veces leacometían inquietudes convulsivas de sabandija y retorcimientos desibila, según la materia y el modo de explicarla el catedrático, y entales casos tomaba notas taquigráficas, agitando fieramente el pupitre.Los estudiantes le estimaban, le respetaban y se aleccionaban con él.Era como el espíritu familiar de la Universidad, la Palas Atenea deaquel amurallado recinto del saber; una Palas Atenea vestida de máscara.También la ciencia oficial del establecimiento se envestía, con hartafrecuencia, disfraces de mamarracho.

No pudo presentarse el Estudiantón a Belarmino con carta derecomendación más eficaz ni credencial más honrosa que aquel mal llamadopar de botas, pues en rigor era un cuarto o un octavo de unas botas.Sustentaba Belarmino amorosamente en sus manos los tales residuos, quepara él eran gérmenes o embriones de un flamante porvenir, y miraba alAligator con tierno interés, cuando de pronto uno y otro notaron que lesfaltaba unos cuatro metros cúbicos de aire respirable, que era pocomenos de lo que contenía el cuchitril; había entrado el Padre Alesón,desalojando el volumen de aire correspondiente a su volumen de carne yhueso.

—Buenas tardes, Belarmino—habló el dominicano, modulando las notas másnítidas y cariciosas de su flautín laríngeo—. Entraba y salía. Entrabaen tu aposento y salía de mi residencia. Salía de mi distracción yentraba en mi acuerdo.—El Padre Alesón hablaba ahora en este estiloconceptuoso y envuelto, para dar por el gusto a Belarmino y granjearsesu afecto.—Quiero decir, en lenguaje vulgar, que al salir a la callerecordé que don Telesforo Rodríguez, el profesor del Seminario, me hapedido un libro que hace tiempo te presté:

Nicolai Garciae; tractatusde beneficiis

. ¿Lo has leído ya? ¿Puedo llevármelo? Porque si no lo hasleído todavía, no me lo llevo. Tú has de sacar más provecho que donTelesforo, seguramente.

Belarmino descabalgó su Clavileño y entregó al Padre Alesón un granvolumen, en cuarto mayor, aforrado en pergamino.

—Ya lo he leído. Me ha sido muy instrumental.

—Vaya, me alegro. Hola, hola—exclamó el dominico, volviéndose hacia elbarril en cuyo fondo rebullía y graznaba la urraca—. Ya me ha referidoAngustias…. De suerte que, ¿los versos de Selgas y los discursos dePidal que te has llevado era para enseñárselos de memoria a esta parleraavecilla? ¿Y qué? ¿Va aprediendo algo?

Belarmino respondió que había adquirido la picaza para enseñarle a quehablase del único modo que lo entienden el común de los hombres. Perocomo Belarmino, para responder esto, no empleó el idioma que entiendenel común de los hombres, el Padre Alesón le rogó que se explicase. Asílo hizo Belarmino. El padre Alesón creyó entonces entender.

—Ya, ya…—dijo el dominico, sonriendo con guasa—. Has buscado enesta urraca a Diógenes; has creado tu Diógenes, el cínico, el quehablaba con claridad odiosa, y para que nada falte, le has encerrado ensu tonel.

Y tú, ¿qué eres: socrático, platónico, peripatético, sofista?

—Estoico—respondió con maravillosa dignidad y orgullo Belarmino, aquien repentinamente se le había revelado el sentido de aquella palabra,oída de labios del señor Colignon.

El Padre Alesón se quedó frío. Pensó: «A ver si este pobre hombre poseemás sindéresis de lo que yo sospechaba.» Se despidió.

—Ea, Belarmino; contra mi gusto, tengo que abandonar tu compañía. Tales mi misión: andar, andar de un lado a otro, con una graveresponsabilidad sobre los hombros.

Ya volvía la espalda el fraile, cuando Belarmino murmuró:

—Naturalmente, como usted es un dromedario….

El Padre Alesón se volvió de cara, la expresión en entredicho.

—Hombre, hombre…—tartamudeó, con voz deficiente—. Eso es ofender.

Pensaba el dominico que acaso Belarmino estaba resentido con él, porqueantes le había hablado irónicamente.

—He querido decir que usted es un sacerdote—replicó el zapatero.

—Pues, peor que peor. Mientras me llamabas dromedario, a mí, enpersona, podía pasar. Creí que aludías a mi tamaño. Pero ahora resultaque soy dromedario por ser sacerdote…. La verdad; eso, Belarmino, esuna grosería, impropia de ti.

Belarmino hizo un gesto conmiserado, resignado, como diciendo: tendréque metérselo en la boca con cuchara. Y explicó la ya conocida alegoríadel dromedario y el camello, dejando boquiabierto al fraile.

ConcluyóBelarmino, ya en su jerga privativa.

—Yo acaricio a los camellos y a los dromedarios, pero no los beso.Riego el tetraedro; encarcelo y parafraseo el tetraedro; pero permanezcoindumentario y analfabético al tetraedro. Mi horario es el espasmódicode la intuición recreada.

Salió el dominico lleno de perplejidad y de preocupación. FroilánEscobar, el Aligator, no se había movido durante la anterior escena.Creía estar soñando. «¿Es realidad? ¿Es ilusión?»—decía para sí—. «Sino fuera por el testimonio irrecusable de ese par de botas, tan mías ytan ajenas a mí como las excrecencias callosas de mis pies; si no fuerapor ese hecho flagrante que me pone en contacto con la realidadobjetiva, creería que lo visto y oído eran entelequias de mi razónadormecida y ofuscada. Y esto sucede a doscientos pasos de laUniversidad…. Y yo llevo veinte años en la Universidad sin habermeenterado…. Este hombre desconcertante e inaudito, ¿es un humorista?¿Es un genio lóbrego, en bruto, como la piedra diamante escondida en elseno de la tierra? ¿Es un loco?» Y el buen Estudiantón se hacía un lío.

—¿Le enojaré, señor Belarmino—dijo al despedirse—si vengo por lastardes, de vez en cuando, a conversar un rato con usted?

—Tendré un gran espasmódico—respondió Belarmino, impasible.

Escobar no sabía qué decidir. Aquel gran espasmódico que Belarmino iba atener, caso que Escobar viniese de visita, ¿en qué consistiría? ¿Lerecibiría bien, o le despediría con cajas destempladas? Volvió a probar.Belarmino le acogió con inequívoco contento y le obsequió con una largae incomprensible disertación sobre el

tole tole

y el

tas, tas, tas

.El Estudiantón le escuchaba fascinado, sin sacar nada en limpio, perocon la esperanza cierta de llegar a dominar algún día el tecnicismo deaquel moderno filósofo de portal, o estoico, como él decía, sin saberque en Grecia tanto valía estoico como filósofo de portal.

Escobar continuó asistiendo al portal de Belarmino y tomaba notas de loque oía. Como quiera que el Estudiantón había, afortunadamente,comenzado por oír explicar a Belarmino la sinonimia de camello ydromedario, no le cabía duda que cada una de las voces usadas por elzapatero encerraba una representación fija; que las voces se sucedíanlas unas a las otras con ilación gramatical y lógica; y, en definitiva,que esta ilación formal contenía un fondo de pensamiento original. Porconsejo de Escobar acudieron a oír a Belarmino muchos estudiantes yhasta profesores. Los juicios y opiniones acerca del estoicodiscrepaban, naturalmente; los ánimos se apasionaron. Muy pronto seestablecieron diferentes sectas: belarminianos y antibelarminianos;entre los belarminianos había disidencia: unos sostenían que Belarminoestaba loco, y otros que cuerdo; los partidarios de la cordura divergíanen estimar si el lenguaje belarminiano era o no descifrable; por último,los que se inclinaban por la presunta inteligibilidad de los discursosde Belarmino, disentían en lo tocante al fondo de dichos discursos:quiénes afirmaban que, una vez vertidos al castellano, resultaríancuriosos e interesantes; quiénes que, de seguro, se trataba de boberíassin interés, y que lo único curioso era la forma de expresión. Con todoesto, el portal de Belarmino estaba tan concurrido como la escuela de unfilósofo de la antigüedad. Después de escuchar sus incógnitasenseñanzas, éstos, reventando de risa; aquéllos, hostigados por lacomezón de averiguar una charada dificultosa, salían a la Rúa Ruera,movían airadas trifulcas, polemizaban y casi se iban a las manos.Apolonio, desde el umbral de su zapatería de lujo, en actitud estatuariay de fingido tedio e indiferencia, presenciaba aquel vivo y animadotumulto, con la misma envidia y nostalgia con que los inmortales en elOlimpo ven a los humanos agitarse a impulsos de ideales y pasiones quehacen la vida sabrosa y digna de vivirse. Los inmortales se aburrentanto en su serenidad inacabable y de tal suerte envidian los conflictosy combates del mundo, que, a veces, no pudiendo resistir la tentación,descienden convertidos en nubecillas leves y flúidas a pelear entre loshombres, según cuenta Homero. Esto lo sabía Apolonio, desde Compostela.Para Apolonio, algunas disputas humanas han sido hostigadas pormisteriosa intromisión divina; son aquellas disputas merecedoras de ladignidad dramática y trágica. Siempre que Apolonio veía dos dándose depuñadas y revolcándose por el suelo, si se levantaba alguna polvareda,decía: «Ha llegado el punto trágico; eso no es polvo blanco, son lasdivinidades violentas, envidiosas de la vida ligera de los hombres,diluidas en el aire fino.» ¡De qué buena gana se hubiera diluidoApolonio en el aire fino para ir a mezclarse en las disputas enzarzadasa causa de su afortunado rival, como la guerra de Troya por Helena;intervenir por modo invisible y aniquilar a todos los secuaces deBelarmino!… La venganza es el placer de los dioses. Se dirá, ¿quésentimiento vengativo cabe que los pobres humanos inspiren a los diosesmajestuosos? Pues sí; les inspiran el sentimiento más vengativo, el dela envidia.

Belarmino era remendón de portal. Apolonio poseía un establecimientolujoso y cobraba por par de botas hasta cinco duros, precio exorbitantepor entonces en Pilares. Esto no obstante, Apolonio se hubiera cambiadopor Belarmino. Apolonio contaba con una buena parroquia. Pero no leinteresaba tener parroquia. Lo que él quería era tener público, genteque le escuchase, que le celebrase y aun que le rebatiese. Apolonio serelacionaba con personas distinguidísimas. La de Somavia le invitabaalguna vez a su tertulia. Por la zapatería caían de visita,periódicamente, Pedro Barquín, el cura Chapaprieta, el magistrado donHermenegildo Asiniego, y otros claros varones de la urbe. El señorNovillo acudía a diario al establecimiento y se dilataba allí variashoras, gran parte del tiempo en el umbral, mirando con disimulo,rendimiento y rubor al balcón florido y pajarero de Felicita Quemada.Pero la relación de personas distinguidas le tenía sin cuidado aApolonio; lo que él echaba de menos era el trato de personas ilustradas,el ambiente académico y artístico. Y aquel infame Belarmino, sabía Diosmerced a qué socaliñas y malas artes, le hurtaba, sin dejar una migajasiquiera, el aplauso y atención que a él en justicia se le debían,puesto que Belarmino era insensato charlatán y prevaricador de la leznay el cerote, en tanto él, Apolonio, por don natural, componía los másprimorosos artificios, así zapateriles como poéticos. «No hay justicia,ni sentido, ni plan en el mundo»—pensaba Apolonio—. «Bien lo presumíayo, aunque todavía inexperto, cuando escribí mi

Cerco de Orduña o Señorde Oña

Apolonio se hubiera despeñado en la negra desesperación, a noestorbárselo, de una parte, la compañía habitual del señor Novillo, conque se distraía de los sombríos pensamientos y se le deparaba coyunturade explayar la exuberancia del lastimado pecho, y de otra parte, másprincipalmente, el amor a la duquesa de Somavia, un amor cada día másexaltado, más puro, más imposible, más delicioso y novelesco. «Con estasdos vejigas—decíase Apolonio—me mantengo a flote sobre las borrascasde mi espíritu.»

Llegaba a la zapatería el señor Novillo, con su empaque reservado,catadura sombría y venerable vientre de ídolo; la piel bronceada, barbay bigotes pardos, entrecanos en la raíz. Había cierta similitud corporalentre Apolonio y el señor Novillo. Los dos recordaban las efigies deBuda, por la hinchazón. Ahora, que la cabeza de Apolonio se enderezabacon cierto alarde confiado y olímpico, y, en cambio, la del señorNovillo pesaba sobre el pestorejo y el cuello, abombándolos en redor, yde los ojos se rezumaba una tristeza irracional.

Apenas si hablaba elseñor Novillo; de tarde en tarde se sonreía, enseñando unos dientes deblancura irreprochable, que, rodeados del hirsuto contorno, parecían unaestría de carne de coco asomándose entre la cáscara pardusca y crinada;pero la mitad superior de la cara y los ojos seguían parados y tristes.

Así que llegaba, el señor Novillo se sentaba en un largo diván de pielverde, debajo de un espejo, velado por un tul, verde también, y dejabacaer el vientre entre las piernas, a que se reposase sobre el diván.Apolonio, abandonando el mostrador, donde, con ademán lento y religioso,trazaba diseños y cortaba pieles, venía al lado del señor Novillo ydejaba asimismo caer el vientre sobre el diván. Oíanse en la trastiendaahogados martillazos, alguna canción femenina y el repiqueteo de unasmáquinas de coser. Apolonio, sin doblar la cabeza a mirar al vecino,rompía a hablar:

—Estoy abrumado, don Anselmo, estoy abrumado. ¿Qué me falta?,preguntará usted. Tengo un taller, montado con los últimos adelantos dela ciencia y de la industria; tres máquinas, una Wilson y otra Wheeler,para coser la caña, y una Johnson para hacer ojales, que puede que nohaya media docena como ellas en toda la península. Mi clientela, laespuma de la sociedad; y todos satisfacen sus facturas a tocateja.

¿Quémás puedo pedir?

¡Ay mi amada! ¡Oh dolor! Lágrimas mías:¿por dónde estáis que no corréis a mares?, como cantó el poeta. Unos amores desdichados, sí. Pero no quieromentarlos. ¿Cúya es la culpa? ¿De ella?

Jamás, jamás, jamás. La culpa esmía. Me enamoré de una beldad tan alta como la blanca Beatriz.

Merecidaes mi pena, y yo la acepto con júbilo infinito.

El señor Novillo oía el runrún con la indiferencia con que las imágenestalladas en madera de ciruelo oyen himnos y plegarias. ProseguíaApolonio, sin dignarse, por su parte, mirar a Novillo:

—He pintado en un poema alegórico la exacta posición de estos amoresdisparatados, horribles y delincuentes. Delincuentes, sí, delincuentes,porque…. Pero tente, lengua liviana y maldecida. He aquí el poema: unmonstruo de esos que llaman gárgolas, porque vomitan la lluvia con unruido peculiar, de donde viene la frase hacer gárgaras; digo que esemonstruo de piedra, que está en la cornisa de una catedral, se haenamorado de la veleta, que figura una paloma, y que se asienta, ni quedecir tiene, en lo más alto de la torre. Y ese es el destino cruel delenamorado monstruo, que soy yo; estar petrificado, a una distanciainfranqueable de la amada y haciendo gárgaras. Esto último constituye unrasgo humorístico, que cierra la composición. Lo cómico es siemprechabacano y despreciable. Lo humorístico es un modo poético.

¿Que cuáles el nombre de la dama? Jamás lo declararé. Antes dejo que me desuellenvivo….

Novillo, presa de sus propias ansiedades amorosas, se levantó sin haberescuchado a Apolonio, y fué hacia la puerta, a mirar desde allífurtivamente a Felicita. Apolonio le seguía, declamando con el brazoextendido y la mirada flamígera:

—Jamás lo declararé. Antes pasarán sobre mi cadáver. Y si después demuerto lo declaro, conste que no soy yo, sino un espíritu maligno quehabla por mi boca.—En habiendo eyaculado este apostrofe, Apolonio,apaciguándose súbitamente, volvió detrás del mostrador y se aplicó acortar suela.

Al cabo de media hora de vergozante contemplación, Novillo retornó aldiván, y al punto Apolonio acudió a su vera y reanudó el hilo de supalique.

—No son estos amores desdichados, no, lo que me trae mustio,melancólico y descontento. Los amores son la esencia de mi vida y losguardo en mi corazón como si fuesen una perla del Oriente. Estoyabrumado, estoy tan pronto rabioso como desmadejado, estoy que me llevanlos demonios, porque, ante todo y sobre todo, soy un artista, y aquí, enesta ciudad, no se me comprende ni hace justicia. Por lo pronto, soy unmaestro artista en zapatería. Mi clientela alaba, en el calzado que yohago, la resistencia y flexibilidad del asiento, lo suave y duradero delmaterial, lo cómodo y bien conformado del corte; y por eso, nada más quepor eso, me pagan bien. Pero las dichas cualidades son secundarias. Unzapato, un brodequín, un botito son obras de arte. ¿Y quién aquí, salvocontadas excepciones, sabe apreciar el calzado como una obra de arte?¿Quién aquí concede al calzado la enorme importancia que tiene? Seimaginan que el calzado sólo sirve para cubrir el pie, resguardarlo dela humedad, por temor a los reumas, y evitar que se lastime sobre el malpiso; todo lo que piden al calzado es que no críe callo. Pues si elcalzado no cumple otro fin más que ése, mejor sería que los hombresechasen casco o pezuña, lo cual se conseguiría fácilmente porprocedimientos científicos. Y no es que yo me refiera a esta localidad.Hablo, en general, de toda España. Un amigo mío muy erudito, Valeiro,estudiante compostelano, me contaba haber leído en un libro de un Frayno sé cuántos Guevara, obispo en alguna diócesis de Galicia, que losespañoles, en los tiempos del gran Carlos V, cuando el tal obispoescribía, andaban en zancos por las calles, a causa de los lodos.

¡Québarbaridad! Pues, ¿qué? ¿No se usan todavía en nuestra penínsulaalmadreñas, zuecos, abarcas y las asquerosas alpargatas? ¡Qué poco diceesto en pro de la cultura de los españoles, y cuánto de su salvajismo!Para mí la alpargata es un insulto a la divinidad, una blasfemia, porquees negar y desconocer la obra más perfecta de Dios, o sea el pie humano.¿Por qué es el hombre superior al mono y a todos los demás animales?Porque es el único que tiene pies, lo que se dice verdaderos pies. Si elpie fuera menos humano y noble que la mano, los hombres tendrían cuatromanos y los monos tendrían cuatro pies, y no que tienen cuatro manos.Por no ver mujeres con almadreñas preferiría vivir entre chinos, porqueal menos los chinos conceden al pie de las mujeres más importancia que aninguna otra parte del cuerpo.

Novillo salió nuevamente a la puerta, sin haber escuchado ni una solapalabra de la ingeniosa disertación de Apolonio, y éste volvió atrabajar detrás del mostrador. Al cabo de otra media hora, Novilloreincidió en reposar sobre el diván su vientre, agitado ahora porapasionado estremecimiento: era que sus ojos se habían cruzado al acasocon los de Felicita, y ella le había enviado una sonrisa arrobada yetérea. Novillo se sentía feliz, expansivo, y al acomodarse Apolonio asu lado le dió una palmada en el muslo al zapatero, preguntando:

—¿No dice usted nada hoy, querido Apolonio?

—Le decía a usted, don Anselmo—Apolonio respondió sin mostrarse heridopor la ausencia mental y material de su amigo—, que los chinos concedenal pie la importancia debida. Este es mérito común a los asiáticos. Noen balde estuvo el Paraíso terrenal en el Asia. En la Grecia antigua,las cortesanas y también las castas matronas apetecían los zapatosvenidos del Asia, zapatos al parecer preciosos, adornados con pinturasde mucho mérito y figuras cinceladas en metal. Los antiguos, como máspróximos al origen de la creación, distinguían con mayor acierto lajerarquía, utilidad y belleza de los miembros; a todos los miembrosanteponían en dignidad el pie; después de éste seguía la cabeza; luego,algo que no quiero nombrar; en cuarto grado, la mano siniestra, la delescudo; en quinto, la diestra que empuña el arma; y así sucesivamente.Todos aquellos pueblos, dotados de una gran sabiduría infusa y revelada,que poco a poco se fué olvidando y desvaneciendo, rendían culto al pie yse excedían en fabricar con apropiado decoro el tabernáculo del pie, osea el calzado. Entre los hebreos, el calzado era tenido en tantareverencia que no se permitía que lo usasen sino los nobles y loslevitas, y aun éstos apenas si se atrevían a ponérselo, como no fuerapara entrar en el templo, sino que unos servidores especiales, a modo deacólitos, iban detrás de los sacerdotes y señores llevando el calzadosobre un cojín de terciopelo. Los egipcios colocaban en el calzadoplacas labradas de oro y plata. El calzado de los sátrapas persas erauna joya valiosísima. Los patricios y senadores romanos usaban botas depiel encarnada, con una media luna de plata, la luna patricia.

Pasemos atiempos más próximos a los nuestros y recordemos a los papas, a losemperadores, a los duques venecianos. El calzado de estos grandesdignatarios de la Iglesia y de las repúblicas era de telas tejidas conmetales preciosos y recamados de las más ricas piedras: esmeraldas,rubíes, zafiros, diamantes del tamaño de nueces casi siempre. Tengoentendido que el Santo Padre todavía usa ese calzado los días querepican gordo.

—¡Caracho, lo que usted sabe, amigo Apolonio!—exclamó Novillo,sinceramente deslumbrado.

—Pues ya sabe usted tanto como yo, don Anselmo. Y si usted desea másdetalles, le dejaré unas cuartillas manuscritas, tituladas«Podotecología estética, o historia del calzado artístico», que para míescribió mi amigo Valeiro, y que es de donde yo he tomado los datos. Enmedia hora escasa se las aprende usted de memoria. En lo que yo insistoes en que, como español, me abochorno de que los españoles no hayamoscontribuído con ninguna invención al progreso del calzado. No hay unaciencia y un arte zapateriles propiamente españoles. No habrá oído usteddecir punta a la madrileña, tacón Isabel II o hechura española, como sedice punta a la florentina, zapato Richelieu, tacón Luis XV, hechurainglesa.

—Hombre, hombre…—objetó el señor Novillo, que era muy vidrioso ensu patriotismo, y como apoderado local del cacique y cacique él mismo dealdea, consideraba que menoscabar el buen nombre de la patria equivalíaa reprobarle encubiertamente su posición política—; eso que usted diceno debe importarnos un rábano. ¿Que no hemos descubierto una punta o untacón? Pero hemos inventado cosas de más provecho y sustancia—colocandolas manos extendidas sobre el abdomen—: el pote gallego, la fabada, elbacalao a la vizcaína, la paella valenciana, la sobreasada mallorquina,el chorizo y la Compañía de Jesús. Y ¿dónde me deja usted eldescubrimiento del Nuevo Mundo? Aparte que, si no recuerdo mal, cuandoestudié en el Instituto, el profesor de Historia nos decía que no sécuál emperador romano había adoptado para el ejército el calzado queusaban los españoles.

—Fábulas—replicó, despectivo, Apolonio—. Los españoles sólo haninventado la alpargata, que es, ya lo he dicho anteriormente, un insultoa la divinidad, un sacrilegio zapateril. Yo, maestro artista, repelo laalpargata con sacrosanta indignación.

—No sigamos por ese camino, Apolonio, porque tendríamos un disgusto.Como presidente de la Diputación y, por tanto, representante delGobierno legítimo, no puedo consentir que nuestra invicta bandera seponga en tela de juicio. No le digo a usted: zapatero a tus zapatos,porque no quiero provocarle.

—Pues de zapatos estamos discutiendo, mi querido don Anselmo.

Novillo se levantó a repetir la operación contemplativa, y Apolonioreanudó sus operaciones profesionales.

Después de media horita, que paraNovillo fué una eternidad de inefables congojas, porque se verificaronvarios choques meteóricos de miradas, halláronse otra vez par a par elzapatero y el político.

—¿Decía usted…?—comenzó Novillo.

—Decía que aquí, en general, no se aprecia el valor artístico delcalzado. Yo, se le digo a usted con toda reserva, me creo postergado. Nose me hace justicia. Ni como zapatero, y no digamos como poetadramático.

¿Por qué se figura usted que soy zapatero? Porque soy poetadramático. ¿Por qué se figura usted que soy poeta dramático? Porque soyzapatero. Los ignorantes piensan que no tiene relación lo uno con lootro. Pues son dos cosas inseparables. Hay conflictos dramáticos entrelos hombres y no entre los animales, porque los hombres observan lapostura eréctil; y los hombres observan la postura eréctil porque andansobre los pies.

Póngame a los hombres en cuatro patas, o hágamelos ustedparalíticos, como los árboles; ya no hay drama.

¿Es esto claro? Pero,señor, si el drama no es más que cuestión de calzado, cuestión deponerse en dos pies y levantar la cabeza todo lo posible, en son dedesafío, hacia el cielo, en donde se oculta el destino de loshombres…. ¿Es verosímil que los hombres inventasen así, a secas, eldrama? ¡Qué desatino! Los hombres inventaron una especie de calzado, elcoturno, que les alzaba más de un palmo sobre la tierra; pues con esto,ya estaba inventado el drama. Pues si le dice usted a cualquiera de esosestudiantillos hambrientos que yo soy zapatero y autor dramático, sereirán. En cambio, no se asombran de que un zapatero pueda ser filósofo.Yo soy el que me río…. Ja, ja, ja…. Filósofo lo puede ser el últimogato. Todos los filósofos son unos farsantes, charlatanes de feria.¿Para qué sirve la filosofía? Ya lo dijo Saquespeare—pronunciado así—

:«la filosofía no sirve ni para curar un dolor de muelas».

—Hombre, hombre…—objetó el señor Novillo—. El arte dramáticotampoco sirve para curar dolores de muelas.

—Pero el dolor de muelas sirve para hacer dramas. Todos los dolores sonexperiencias dramáticas.

Esta escena se repetía a diario durante largo tiempo, si bien laelocuencia ubérrima de Apolonio desenvolvía variadísimos temas. Novillollegó a sentir curiosidad por conocer el drama que había escritoApolonio, el cual se lo leyó una noche con tanto énfasis y pathos, quesubyugó y conmovió al oyente.

—En efecto; es usted un gran artista—murmuró Novillo, enjugándose unaslágrimas; era sobremanera sentimental—. Como presidente de la Junta deabonados que soy, le prometo que haré estrenar su drama por la primeracompañía dramática que venga a Pilares.

Apolonio hubiera abrazado a Novillo; pero no quería descomponer lamajestad de la figura.

Por desdicha, pasaban los meses y no venía ninguna compañía dramática.

La poesía fué estrechando más y más la amiganza entre Novillo yApolonio. Novillo celebraba mucho los poemas amatorios de Apolonio, ysiempre que componía uno nuevo se lo pedía para «empaparse» en él,decía, leyéndolo a solas.

Una mañana, Felicita entró en la zapatería de Apolonio, cosaacostumbrada; pero aquel día, la solterona llevaba desencajado elrostro, con expresión que pretendía ser colérica, y, sin embargo, dejabarecelar un placer oscuro. «¿Qué tripa se le habrá roto a esta viejavestal?»—pensó Apolonio.

—Apolonio, ¿nos oye alguien?—preguntó Felicita, inclinándose sobre elmostrador, con delgado aliento y ojos de espía.

—Si usted conserva ese tono, nadie nos oirá.

—Apolonio…. Es usted un miserable, un traidor, un ingrato. Se lo digoa usted en voz baja, aunque con toda energía, porque quiero evitarespantosas complicaciones, incluso la efusión de sangre.

—Pero, señora…; digo, señorita….

—Silencio, infame. He callado hasta hoy, porque lo tomé como una locurafugitiva. Pero ha llegado a tal extremo su atrevimiento, que he decididoescarmentar a usted para siempre, para siempre.—Sacó del seno un montónde papeles y los despidió, con ademán repulsivo, sobre el mostrador.—Learrojo esos anónimos impertinentes e indecorosos. Yo pertenezco a unhombre, sólo a un hombre. Todos los demás pretendientes me inspiranaversión y asco.

Apolonio examinaba los papeles escritos.

—Estos son