Angelina (Novela Mexicana) by Rafael Delgado - HTML preview

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Doblaba la hoja, se la guardaba, y me señalaba un asiento:

—Aquí, cerca de mí. Dime, Rorró: ¿me quieres así, tanto como dices,como yo te quiero a tí?

Comenzaba la conversación, y seguía, y pasaba el tiempo, y no sentíamoscorrer las horas, felices, dichosos, con la dicha de los que aman y sonamados.

Nos dio por la jardinería. Preparamos los cuadros y sembramos rosales,claveles, lirios, azucenas, que nos prometían para la próxima primaveraabundantes flores. Plantamos en torno de la fuente la flor preferida, laencantadora florecilla azul, la dulce myosotis, tan querida de losenamorados.

¡Qué cuidado con nuestras plantas! ¡Qué deseo de que florecieran pronto!Dividimos los arriates en dos partes. Linilla sembraba una, yo la otra.

—¿Dónde brotará la primera flor? ¿En mis cuadros o en los tuyos?

—En los míos, porque ¡yo te quiero más que tú a mí!

—No; en los tuyos no será porque no me quieres como yo te quiero....

—Ya lo verás.

—Ya lo veremos.

El amor y la dicha de ser amada embellecían a la joven. Nunca máshermosa. Su pálido rostro tomó suaves tintas de rosa; sus labios, antesdescoloridos, se encendieron, y sus negros y brillantes ojos fulguraban,húmedos y alegres. Ella, siempre tan modesta y enemiga de galas, setornó presumidilla. Peinaba graciosamente sus cabellos, y solíaadornarse con alguna flor; de ordinario con entreabierto capullo derosa, purpúreo o blanco, que hacía parecer más intensa la negrura deaquel pelo sedoso, negro como las alas del cuervo. Todas las noches, aldespedirnos, le decía yo:

—Linilla: esa flor....

Angelina desprendía de sus cabellos la deseada flor, y me la ofrecía poralto, como se ofrece a un niño el incitante fruto acabado de cortar.

Yo me fingía enfadado:

—¿Así, señorita?

—¡Así, caballero!

—No; como tú sabes....

Linilla sonreía, besaba la flor, y me la daba. ¡Inolvidables besos!¡Dulces besos recogidos en la corola de una rosa!

XXX

Tuvimos una fiesta de Navidad muy alegre, como nadie se la esperaba.Andrés vino y dijo a mis tías:

—Señoras; es preciso que tengamos fiesta. En años pasados la NocheBuena estuvo para nosotros muy triste.... Ahora no ha de ser así, no,señor, porque quiero que el amito esté contento.

Todo corre de micuenta. A ustedes les tocará lo más penoso, disponerla, y hacer losbuñuelos.

¡Sin buñuelos no hay Noche Buena! Allá usted, Angelina, ustedque se pinta para todo eso.

Pondremos la mesa en la sala, y usted, doñaCarmelita, cenará con nosotros. No habrá nacimiento.... ¿Quién nos meteen dificultades? Yo bien quisiera, para que el amito se acordara decuando era «coconete». ¿Te acuerdas? Pues ahí, en la bodega, en uncajón, están guardadas las casitas, y los pastores, y los rebaños, y elportal, y todo. Si tus tías quieren, hasta nacimiento habrá, Rodolfito.

Tía Carmen, con su buen humor de siempre, se soltó hablando:

—¿Pues sí, por qué no? Mañana nos ponemos a la obra, y la fiesta saldrámuy lucida.

Programa: cena a las ocho de la noche; después acostaremosal niño, y luego: ¡a la misa del gallo! La madrina será....

—¿Quién?—preguntó Andrés.—¿Gentes de fuera? ¡No, no, que todo quede encasa! Pero, en fin, que Rodolfo decida....

—Gente de la casa,—contesté—como quiere Andrés; pero, de cualquieramanera, vendrá mi maestro.

—¿Don Román?—exclamó tía Pepilla.—No vendrá, Rorró, no vendrá.... ¡Elpobrecillo no está para esas cosas!

—Le traeré yo, si no está con el reuma; le traeré yo, y estará muycontento, y para que no tenga que salir a la calle a media noche dormiráaquí. Angelina y él serán los padrinos.... ¿Se aprueba lo que propongo?¿Sí? Pues.... ¡Aprobado!

¡Qué gratamente que pasamos la noche! A medio día ya estaba listo elnacimiento. El cariño de las tías había conservado mis juguetes, y conellos bastó y sobró para el nacimiento. Me sentí un chiquillo, como situviera yo seis años, a la vista de objetos que fueron para mí, enmejores días, motivo de fiesta y diversión. Con qué cuidado saqué de lagran caja, uno por uno, temeroso de romperlos, aquella multitud dezagalas y rabadanes que tejían danzas cerca del portal, y aquellos magosque seguidos de criados y soldados, tan suntuosos de vestidos como susseñores, y jinetes en caballos, elefantes y camellos, debían ser lo máslindo de aquel belén que tendría chozas y palacios, caminos de hierro ybarcos de vapor, volcanes nevados, cascadas de brea, lagunas de cristalpobladas de ánades y garzas, catedrales y mezquitas, feroces beduinos yapuestos charros mexicanos que perseguían con el lazo al aire las resesmontaraces. El portal....

¡Qué portal! ¡Una maravilla!

Fué obra de tía Carmen: era un portal lindísimo, de cristal, conestrellas, soles y cometas, y ángeles, y serafines, y arcángeles quetenían en las manos bandas de seda con letreros dorados que decían:«Gloria in excelsis Deo». Mi tía Carmen le hizo con prismas y candelerosde cristal, y fué el encanto de cuantos le vieron. La enferma no pudoesta vez ponerse a la obra, pero la dirigió, y todo salió a medida deldeseo. Desde su sillón atendió a todo. Todo estaba listo al fin del día,y el regocijo era general. Desde tía Carmen hasta señora Juana todosparecían niños en aquella casita. Angelina estaba atareada, friendo losbuñuelos, y tía Pepilla iba y venía más alegre que una sonaja. De cuandoen cuando nos asaltaba el temor de que la enferma tuviera un ataque, yesto malograra nuestra fiesta, pero felizmente no sucedió así. A lasseis salí en busca de don Román. El pobre viejo se envolvió en su raídacapa, se apoyó en mi brazo, y, pian pianito, hasta la casa. Elpobrecillo vino muy cargado: traía algunas libras de confites, paraobsequiarnos. Era el padrino, y debía hacerlo.

A las ocho ya estábamos en la mesa. La enferma accedió a nuestro deseo yvino a presidir el banquete. Al lado de ella se colocó don Román, en elotro tía Pepilla y Andrés. Angelina y yo ocupamos el lugar acostumbrado.Pocos platillos: rica sopa de almendra, «sopa de la pelea pasada», comodecía don. Román; un plato de pescado, el afamado «bobo» de los ríosveracruzanos, con la ensalada del día: lechuga con aceite y vinagre yalgunos rabanillos, los precoces purpurados de la hortaliza,chiquitines, rechonchos, enredándose en los anillos de la biendesflemada cebolla; fríjoles, (cómo habían de faltar) buñuelos de arroz,los más exquisitos a juicio de las tías, y una tacita de té. No faltó elvino, un par de botellas, obsequio del doctor Sarmiento, escondidas doso tres años en el fondo de una cómoda.

Reiamos, charlamos, recordaron los viejos sus buenos tiempos, hablamoslos jóvenes de nuestra dicha, y la velada se pasó del modo más alegre.

A las diez y media, cuando los campanarios de Villaverde soltaron elprimer repique, encendimos el nacimiento, y los padrinos acostaron elniño en su lecho de pajas. Andrés quemó en el patio una docena decohetes, y el pomposísimo distribuyó sus cucuruchos de confites.

—Ustedes perdonarán la cortedad... pero... ¡los tiempos no están paralujos!

Y agregaba:

—Dios pagará a ustedes este buen rato.... ¡De veras, de veras, si meparece que tengo veinte años!

Angelina y tía Pepilla nos dejaron para atender a la anciana que yasuspiraba por su lecho; don Román buscó el suyo, y Andrés se quedóconmigo en espera de Angelina y de mi tía que irían con nosotros a lamisa del gallo. No tardaron en volver.

—¡Vámonos, vámonos,—murmuraba la anciana—que pronto darán las doce!¡A misa, niños!

¡A misa, Andrés!.... ¡Fiesta completa!

¡Inolvidable Noche Buena! ¡Qué poco necesita el hombre para ser feliz!

XXXI

Por aquellos días recibió Angelina una carta del P. Herrera. En ella leanunciaba que pasadas las fiestas de Navidad le tendría en Villaverde.

«Allá voy, muñeca;—le decía—es justo que después de los trabajos yfatigas del Adviento me dé yo mis verdes. Viejo y enfermo, este pobrecura todavía tiene ganas de subir y bajar. Además,

¡me muero por ver a miLinilla! Buena falta me haces aquí. Francisca ya no sirve para nada;cada día está más chocha, y todo se le va en gruñir y regañar. Ni yo meescapo. El otro día me echó una loa que ni aquellas con que los inditoste hicieron reir tanto en la fiesta de Xochiapan. La pobre Franciscaestá más vieja que yo, y ya es tiempo de ello; tiene largos los setentay cinco, y ha trabajado mucho. Ya es fuerza que descanse. Si túestuvieras aguí sería otra cosa; ya sabes cuánto te quiere; habría menosgruñidos y menos regaños; los altares tendrían manteles limpios, y lasalbas menos rasgones; me leerías algo todas las noches, aunque fuerapara que los libros no se estuvieran arrumbados en el armario;jugaríamos un partido de ajedrez, y la vida de este cura sería menosfastidiosa en este destierro. Por aquí todo está tranquilo; ni asaltos,ni robos, ni temores de «bola». Me quieren mucho «ciertos bichos» que túsabes, y no hay temor de que me den un mal rato. Tan seguro estoy deello, que casi, casi me resuelvo a que te vengas al pueblo.

Pienso enello mucho; seguiré pensándolo, y ¡Dios dirá! Por ahora ve disponiéndomeel cuartito; no te metas en lavaduras de suelo, y mientras nos vemos yte doy un abrazo recibe la bendición de este pobre viejo».

Cuando Angelina leyó esta carta se puso pensativa y triste.

—Temo separarme de tí, Rorró. Pero ¡qué he de hacer! No necesito que élme lo diga; comprendo muy bien que hago falta. ¿Te figuras cómo estaráaquella casa? Ya me la imagino, desaseada, inmunda. Señora Francisca yano está para fiestas, y mi deber, mi obligación es estar allá, con elsanto anciano que tanto necesita de quien le vea y le mime. Bueno, escierto, hago falta allá... pero... aquí ¿quién cuidará de tu tia?¿Doña Pepita? La pobrecita ya no puede.... Sólo de pensar en eso meapeno y me aflijo. Yo sé muy bien que si le digo al señor cura que noquiero ir, no me lo exige, pero....

—Haz lo que él te diga.

—¿Y te dejo, y me separo de tí? ¿Quieres que me vaya?

—No, Linilla mía; pero lo primero es lo primero.

—¡Si no puedo creer en esta separación! ¡Si nunca pensé en ella!... Lavida lejos de tí no será vida, no, sino agonía lenta, horrible,desesperante.... Pienso que puedo separarme de tí, y siento que se mehace pedazos el corazón.

—Piensa que tu deber es cuidar del pobre anciano. ¿No te dice claro enesa carta, que si tú estuvieras allá su vida sería más alegre? Puesobedécele sin chistar. ¡No temas por tía Carmen!...

Cuanto a mí...cualquier día, el mejor día, tendré que dejarlas....

-Razón de más para que no me separe de ellas....

—No, Linilla; yo te lo agradezco, ganas mucho en mi cariño, pero antesque yo y que mis tías está tu protector, tu padre, que padre ha sidopara tí ese buen anciano.

—Tienes razón. Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera. Ya no meverás triste. Si el señor cura dice: vámonos,—me iré, y me separaré detí muy contenta, muy alegre. Ya lo verás: no lloraré; ni una lágrimasaldrá de mis ojos, y eso que parezco una chiquitina, y por cualquieracosa ya estoy llorando.... ¿Me escribirás? Cada semana, todos los díassi es posible.... Yo también te escribiré.... ¿Me darás tu retrato?¿Irás a verme? ¡Con qué ansia he de esperar tus cartas! Y las leerémuchas veces, muchas, hasta que me las aprenda de memoria....

—Y yo, Linilla, no baré más que pensar en ti; pensar en la muñequita,que estará triste, tristísima, porque vive lejos de su Rodolfo.

—Y no pensarás en otra, y no verás a otras muchachas, porque yo losabré.... Y no irás a la Plaza a oir a Gabrielita....

—¡Linilla! No pienses mal de mí....

—Gabriela es guapa, elegante, y qué cosa más fácil que tú....

—¡Me enojo, Linilla!...

—¡No; es pura chanza!... Pero, seriamente: ¿verdad que no pensarás enotra, aunque sea linda, hermosa, mejor que yo?

—Te lo juro, Angelina....

Un campanillazo la separó de mí, y yo tomé el sombrero y me fuí a lacasa de Castro Pérez.

Aun no llegaba el jurisperito. En la puerta estaban, las señoritas.Salían de arreglar el despacho. Al verme se detuvieron a charlarconmigo.

—Tarde viene usted....

—¿Tarde? Acaban de dar las nueve....

—No, no es tarde;—me dijo la menor, Teresa, una rubia desabrida yvana,—nunca es tarde para los enamorados....

—¡Cállate! ¡Cállate mujer!—¡Qué dirá el señor!—exclamó su hermana, lapianista, una morena vivaracha y parlera.

—Déjela usted, Luisa.... ¡Que diga lo que quiera!... Veamos: ¿a quéviene eso de los enamorados?

Me pareció que habían adivinado mi secreto, lo cual, aunque en ciertomodo me contrariaba, tenía para mí algo halagador.

—¿Quiere usted—replicó la rubia—que le endulcemos el oído?

—¡Jesús, mujer!—volvió a exclamar hipócritamente la morena.—¡Quélibertades gastas!

La chiquilla se echó a reir.

—Yo no quiero nada, señorita...—respondí.

A lo cual contestó:

—Como al señor le ha dado por la música.... ¡Así lo cuenta en todoVillaverde!

—¡Cuentan en Villaverde tantas cosas! Sí; me gusta la música... desdeque oí tocar a Luisa.

La morena se sonrojó. Teresa se soltó diciendo:

—¡Adiós! Pues ¡no sé cómo, porque ésta toca muy mal! Tocar bien, comouna profesora....

Venga usted acá,—y me sacó hasta el zaguán—venga.

—¿Ve usted aquella casa, aquella, la nueva, la que está pintada degris? Pues ahí vive una persona que toca mejor que Luisa.... ¿No losabía usted?

—¡Ah! Sí, la señorita Fernández.

—¡Sí! ¡Esa!...—murmuró maliciosamente la parlanchina.

—¿Y qué?

—¿Qué?

—La señorita Fernández...—repitió con mucha sorna la morena.

—¿Por qué lo niega usted?—dijo la rubia.—¿Qué tiene eso de malo?

—Señoritas, ¡si yo no niego, ni afirmo!...

—¡Sí niega!—exclamaron a una.

—No acierto a comprender a ustedes....

La parlanchina me miró de hito en hito, hasta que no pudo más, y riendome dijo:

—Vaya, pues, como usted no ha de confesarlo, se lo diré: ya sabemos queusted es novio de Gabriela Fernández.

—Están ustedes engañadas....

—Vea usted que nos lo dijo persona que lo sabe.

—¡Pues no es verdad!

Iba a contestarme cuando apareció al fin de la calle mi señor don Juan.Vióle la rubia y dió el grito de alarma:

—¡Ahí viene papá!

Y las muchachas echaron a correr.

XXXII

Despidióse el año, como suele despedirse en Villaverde y en la vecinaPluviosilla, con nieblas y brumas. Montañas y valles permanecen veladosdurante algunas semanas, y sólo de cuando en cuando, de mañanita, asomael sol su rostro paliducho a través de las gasas, como para decir a losvillaverdinos que no ha muerto, que ya le tendrán, el mejor día, muyguapo y rozagante.

Acabó Diciembre, nos dijo adiós, y se fué, casi sin ser visto, mientrasla gente corría hacia los templos a dar gracias, a pedir mercedes parael año nuevo, o se entretenía, alegre y divertida, jugándose los cuartosen polacas y loterías. Desde la noche de Navidad no fuí a la Plaza.

Notardaría en llegar el P. Herrera, y, como era posible que Angelina sefuera con él, quería yo gozar de los pocos días de felicidad que mequedaban. La pobre niña no volvió a hablar de viaje.

Se apresuró adisponer la recámara de su protector. Convinimos en que mi habitaciónera la más cómoda, y, aunque las tías se empeñaron en dejarle la suya,decidióse que el huésped ocupara la mía. En dos por tres quedó arregladay lista, con su cama que alheaba, y su escritorio, y su lavabo, y cuantoera indispensable. Nada faltaba allí, ni el reclinatorio. El P. Solísnos prestó uno muy elegante, con un crucifijo muy devoto.

—Venga a cualquiera hora;—decía la joven—¡que venga, que todo estálisto!

Linilla sonreía alegremente, pensando en la próxima llegada de suprotector; pero no podía disimular su tristeza. A cada rato bajaba losojos, y se ponía pensativa y suspiradora. La atormentaba, sin duda, laidea de que iba a separarse de la enferma, y como si quisiera dejarlegrato recuerdo de sus cuidados, la pobre niña se extremaba en todocuanto a la anciana se refería.

—¿No lo ves, Rorró?—solía decirme al oído la tía Pepa.—¿No lo ves?¡Esta niña es un ángel!

Mira, mira cómo atiende a tu tía!... ¡Qué mimos!¡Qué paciencia!

No sólo Angelina estaba triste; yo lo estaba también. Sólo de recordarque se iba se me oprimía el corazón, se me obscurecía el mundo. ¿Quéharía yo sin ella? ¿Qué sería de mí sin la palabra consoladora deAngelina? Ella era la única que poseía el secreto de mis tristezas; sóloella sabía darme aliento y ánimo.

Frecuentemente me encerraba yo en mi recámara para dar rienda suelta amis cavilaciones y melancolías. Allí pasaba yo horas y horas.

—¿Estás enfermo?—me preguntaban las tías.—Di que tienes....

«¡Vaya si soy desgraciado!—pensaba yo, tendido en el lecho.—Llegué ami casa descorazonado y abatido, y cuando creía encontrar aquí dichas yalegrías, no hallé más que penas y tristezas. Angelina ha sido para mícomo un ángel salvador. A ella he confiado mis pesares; en ella hepuesto mi cariño; me amó, me ama, y cuando su amor iluminaba mi alma concelestes claridades; cuando de ella recibía mi corazón vigor yfortaleza, se va, y me deja.... Se irá, y en esta casa se acabará todaalegría.... ¡Adiós amorosas platicas! ¡Adiós gratas lecturas! Lasplantas que los dos hemos sembrado prosperarán, se cubrirán de follaje,se llenarán de flores.... ¡Y

Linilla no las verá!...» Y volviendo a mimanía poética me daba yo a repetir aquello de nuestro Carpio:

«De qué me sirven los jacintos rojos,

el lirio azul y el loto de la fuente....

Pero Angelina no se olvidará de mí; ni yo la olvidaré; me escribirá, yle escribiré, cada semana... ¡todos los días! Pero ¡ay! no la veré enmuchos meses, tal vez en muchos años, porque al P. Herrera no le gustasepararse de su parroquia. Puede suceder que Linilla no me escriba; nohabrá quién traiga las cartas, y pasarán días y más días, y yo... ¡sinsaber de Angelina!»

A decir verdad, estaba yo enamorado como un loco. No era mi amor aquelamor de niño, tímido, vago, ensoñador, que me inspiró Matilde; cariñomelancólico, nacido en un juego, alimentado por las predilecciones deuna chiquilla graciosa y admirada, y breve y fugitivo en sus anhelos;dulce amor que dulcificó la vida del pobre estudiante; pálido fulgor dela aurora juvenil que inundó de reflejos primaverales los claustrossolitarios de un colegio sombrío; amor que no conseguí arrancar de mialma en muchos años; que aun suele estremecer mi corazón, porque niatrevidos devaneos, lograron aniquilarle en mí. Ahora todavía, despuésde tantos años, suspiro a veces por la donairosa niña, objeto de miprimer amor. Matilde ha sido, viva y muerta, temida rival para cuantasme amado. Su nombre se me ha escapado de los labios, involuntariamente,cuando iba yo a decir el de otra mujer, y acaso sea el último que salgade mi boca a la hora de morir.

El amor que Angelina me inspiraba no era ese que nos promete dichas yventuras, lisonjeando nuestra vanidad, halagando nuestro orgullo, ydespertando risueñas esperanzas; ni ese otro abrasador, apasionado, quenos encadena a las plantas de soberbia beldad, sumisos a su capricho,esclavos de su hermosura, desesperados si nos desdeña, locos defelicidad si nos favorece con una sonrisa. No; era purísimo ydesinteresado afecto; sentimiento de profundo dolor que sólo parecetraer desgracias, que sólo nace y vive para llorar, y que libre desensuales impurezas es una eterna aspiración al cielo. Amaba yo aAngelina, la amaba con toda el alma, y no por hermosa, sino por buena ydesgraciada. Creía yo que mi madre bendecía desde el cielo aquellosamores sencillos, puros, inmaculados como el lirio silvestre que abre sunítida corola al borde de un abismo, entre los iris de espumosa cascada,allí donde no ha de tocarle la mano del hombre. Amaba yo a Angelina, yquería yo ser digno de ella, para que la pobre huérfana compartieraconmigo sus desgracias y su orfandad, y tuviera en mí un amigo, unhermano, un compañero de infortunios. Acaso algún día, andando eltiempo, se mudaría mi suerte, y me sería dable ofrecerle cuanto elhombre gusta de poner a los pies de la mujer amada.

Pero hasta allá no iban mis deseos sino vagamente. Amor, abnegación,sacrificio; estos eran los móviles de mi cariño, nobilísimos sin duda, yque no han vuelto a conmover mi corazón.

Después... he amado, he amadomuchas veces, pero nunca, como entonces, me he sentido capaz de tamañosheroismos.

¡Romanticismo! ¡Locura!—exclamarán muchos al leer estaspáginas.—¡Idealismo!—dirán los desengañados, los hijos de estageneración egoísta y sensual. Pero aquellos que hace cinco lustros eranjóvenes, esos dirán que los mozos de entonces eran más felices que losde ahora; que aquella juventud aparentemente melancólica, plañidera ysentimental, valía más por la pureza del sentimiento y la hidalguía delcorazón, que ésta de los actuales tiempos, tan alegre al parecer, y enrealidad tan triste y desconsoladora, precozmente envejecida yprematuramente codiciosa.

XXXIII

Le ví desde la ventana del despacho, a eso de las diez, jinete en unasoberbia mula de magnífico andar. ¡Qué bien que se sostenía el ancianoen su caballería! De fijo que el P. Herrera fué todo un charro allá ensus mocedades. ¡Vaya con el simpático viejecillo! Al verle con su blusablanca que dejaba ver los pliegues de la recogida sotana, con elsombrero de jipi, el paño de sol y el abierto paraguas, se me antojó eltipo más hermoso del cura de aldea. Pálido y expresivo el rostro,naricilla aguileña y muy dulces los azules ojos, el buen sacerdote mecayó en gracia.

Seguíale, a guisa de caballerango, un muchacho trigueño,guapo y bien dispuesto, de pantalón ceñido y jarano galoneado, que, porlo arrestado y vigoroso, contrastaba singularmente con el aspecto mansoy bondadoso del clérigo.

Iban lentamente. Tal vez habían pernoctado en alguna hacienda, de dondesalieron a la madrugada, para llegar temprano a Villaverde. Atravesaronla Plaza con dirección a la Parroquia.

No tardé en oír una campanillaque llamaba a misa.

Hasta entonces, fuera porque eso halagaba mis deseos, fuera porque lacarta del P. Herrera no era terminante, me había parecido mentira eltemido viaje de la joven; pero al ver al clérigo me dio un vuelco elcorazón, como si alguno me dijera: «¡Tu Linilla se va!...» Se iría, sinduda. El cura estaba ya muy viejo, no le faltarían los achaques de laedad, y nada más justo que Angelina estuviese a su lado. Tiré la pluma,crucé los brazos sobre la mesa, y me puse a pensar, desalentado ytriste, en la partida de la joven. Por fortuna llegó Castro Pérez, y fuépreciso ponerse a trabajar. Dos o tres veces escribí una palabra porotra; eché a perder una hoja de papel sellado, y estaba yo a punto dedecir: «¡No sigo escribiendo! ¡Estoy enfermo!...» cuando dio la una.

Corrí a la casa. El P. Herrera conversaba en la sala con mis tías, yAngelina arreglaba la mesa en el comedor.

No me sintió al llegar; me tenía a su lado y no me había visto. Meacerqué de puntillas y le tapé el rostro con mi pañuelo.

—¡Jesús!—exclamó.—¡Qué susto me has dado! Ya vino papá... yavino... y....

—¿Y qué?—pregunté ansioso.

—Dice que viene por mí; que está enfermo; que señora Francisca estámás chocha cada día....

En fin, que el viernes nos iremos....

—Y tú... ¡contenta como una sonaja!... ¿no es verdad?

—¿Contenta yo? Sí; tienes razón. Quiero irme para no verte, paraolvidarte... ¡porque te odio, te aborrezco!...

Luego, agregó en tono de regaño:

—Vaya usted a la sala: vaya usted a saludar al señor cura. Ya preguntópor usted.

—¿Preguntó por mí?

—Sí; quiere conocer esta buena alhaja.

Y cambiando de acento, festiva y urgente:

—¡Anda, anda! Te verían entrar y dirán que estás aquí, charlandoconmigo. Déjame, que deseo acabar.

Fuí a la sala. Allí estaban mis tías. Después de la presentación oí conespanto que Angelina no me había engañado. El anciano tenía resueltollevársela. Lamentaba la separación, porque, al fin, la «muñeca» estabaallí muy bien. Pero hacía falta, hacía falta en la casa cural.

—Ya estoy viejo,—repetía el sacerdote—el mejor día me da unsupiritaco y no tengo quien me vea.... Pancha está peor que yo....

Mis tías lamentaban la ida de la joven, pero no se atrevieron acontrariar al padre. Se limitaron a rogarle que la trajese de cuando encuando.

El buen señor me trató con mucho cariño. Cuando supo que no volvería yoal colegio, exclamó:

—¡Qué se ha de hacer! ¡Conformarse con la voluntad de Dios! ¿Cuándo memandan ustedes a este muchacho?... Que vaya a pasar conmigo algunosdías. Le mandamos la mula; sale temprano de aquí, y en la noche estarácon nosotros.

Acepté la invitación.

—Cualquier día, señor cura... tendré mucho gusto....

Angelina se presentó en la sala.

—¡A comer, papá! Vamos, que sólo tiene usted en el estómago una taza deté.

—Vamos, «muñeca», vamos;—contestó lentamente, levantándose delsillón—dame tu brazo.... Ya tu papá está muy cascado.... ¡Ha trabajadomucho!... Los años no pasan así, como quiera, sin estropear a uno....

Entre tía Pepa y yo llevamos a la enferma a su cuarto. No quiso ir alcomedor.

—No estoy para eso.... ¿No ven que he vuelto a la primera edad y quetengo que comer por mano ajena?

Angelina parecía haberse olvidado de mí; no me dirigía la palabra, no memiraba, como temerosa de que el anciano sorprendiera nuestro amor.Charlaba alegremente, con ingenuidad de chiquilla, hacía reir alsacerdote, y no cesaba de recordarle cosas y sucesos de otro tiempo.

—Digo bien, digo bien, «muñeca»: cuando estés allá voy a ser otro....Tendré con quien hablar, con quien reir.... ¡Ya verás que alegría enaquella mesa! Allá no faltará un buen mozo, algún ranchero rico, y tecasaré. Don Rodolfo,—agregó, dirigiéndose a mí y desplegando laservilleta, mientras Angelina servía la humeante sopa,—¡queda ustedinvitado a la boda!

La joven se encendió. El anciano levantó la cara para verla, y continuó:

—Nada más que allí no se estilan vestiditos blancos, ni velos, nicoronas de azahares.

Angelina hizo un mohín.

—¿Me quiere usted tener contenta? Pues no le diga usted a su «muñeca»todas esas cosas....

—¡Vaya, vaya! ¿Enojadita estás? Pues, ¡chitón por ahora! Allá, cuando tecases, (que te casarás, porque ya no hay conventos, y tú no tienes carade monja) no le faltarán al señor cura de San Sebastián algunos durillospara que vayas al altar hecha una princesa. Cuando para hacer rabiar aPancha le hablo de esto, gruñe no sé qué perrerías, y dice: «¿Casarse laniña? ¡Dios nos ampare! ¡Si no hay gandul que se la mer